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Leyendas - Dédalo e Ícaro

en Textos educativos

Dédalo e Ícaro

También Dédalo de Atenas era un erectida, hijo de Metíon, biznieto de Erecteo. Fue el hombre más ingenioso de su tiempo: arquitecto, escultor y artífice de la piedra. En las regiones más diversas del mundo se admiraban las obras de su arte y de sus estatuas se dice que vivían, movíanse y veían, hasta el punto de que no se las tomaba por estatuas, sino por seres animados. Pues mientras las estatuas de los maestros que le precedieron tenían los ojos cerrados y las manos, pegadas a los costados del cuerpo, caían inertes, él fue el primero que dotó a las suyas de ojos abiertos, brazos extendidos y pies en posición de marcha. Pero el talento e ingeniosidad de Dédalo corrían parejas con su vanidad y sus celos envidiosos, defectos que le condujeron al crimen y le sumieron en el infortunio.

Tenía un sobrino llamado Talos (otros le llaman Perdix), a quien había instruido en sus propias artes y que presentaba aptitudes más sobresalientes aún que su tío y maestro. Siendo todavía niño, Talos había inventado el torno de alfarero; la mandíbula de una serpiente con que se había topado en alguna parte, utilizóla a modo de sierra, para cortar con sus arpados dientes una tablilla, y ello le dio idea para imitar en hierro el instrumento, tallando en el metal una serie de dientes, lo que le valió la fama de inventor de la sierra. Asimismo ideó el torno de hierro, a cuyo efecto ató dos brazos de este metal de manera que, mientras el uno quedaba fijo, el otro girase. Y así creó otros varios utensilios, todos sin ayuda de su maestro, que le granjearon gran renombre. Dédalo, empezando a temer que el nombre del discípulo pudiese llegar a eclipsar el del maestro, sintióse dominado por la envidia y, pérfidamente, quitó la vida al muchacho arrojándole desde lo alto de la acrópolis de Atenas. Sorprendido en el acto de sepultar a su víctima, pretendió que enterraba una serpiente. Con todo, el tribunal del Areópago le acusó de asesinato y le declaró culpable.

Habiendo escapado, al principio anduvo errante por el Ática, hasta que más tarde pasó a la isla de Creta, donde el rey Minos ofrecióle asilo y se declaró su amigo; su condición de artista famoso le daba un gran prestigio. El monarca le pidió que ideara una residencia para el Minotauro, de tal modo que el monstruo no pudiese ser visto por ojos humanos. El Minotauro era un monstruo de horrible ascendencia, un ser ambiguo que tenía figura de toro desde la cabeza hasta la espalda y humano el resto del cuerpo. El espíritu ingenioso de Dédalo construyó para él el Laberinto, edificio lleno de tortuosas curvas que extraviaban los ojos y los pies de quienes lo pisaban. Sus innúmeros corredores se entretejían como el enmarañado curso del río frigio Meandro que, en su camino indeciso, tan pronto fluye hacia delante como hacia atrás, topándose a veces incluso con sus propias ondas. Una vez terminado el edificio y recorriéndolo el artista, viose él mismo con dificultades para salir de él: tal era de complejo y enredado. En el centro del laberinto se albergaba al Minotauro, cuyo alimento constituíanlo siete adolescentes y siete doncellas que, en concepto de pago de un viejo tributo, Atenas enviaba cada nueve años al rey de Creta.

Entretanto, hacíasele largo a Dédalo su prolongado destierro de la patria querida y le mortificaba tener que pasar toda su existencia en una tierra rodeada por el mar y junto a un rey tiránico y desconfiado hasta el extremo de recelar de su amigo (en otras leyendas, Minos aparece como un soberano sabio, justo y piadoso). Su espíritu inventivo buscó un medio de escaparse. Tras largo tiempo de meditarlo, exclamó al fin gozosamente:

—He hallado la manera de salvarme. Minos podrá cerrarme los caminos del agua y la tierra, pero me queda abierto el del aire; pese a todas sus posesiones, el rey no tiene poder alguno sobre él. ¡Escaparé por el aire!

Dicho y hecho. Con su ingenio, Dédalo venció a la Naturaleza. Empezó colocando en cierto orden plumas de ave de distintos tamaños, comenzando por las más pequeñas y poniendo al lado de cada una otra más larga, de modo que pudiera creerse que habían crecido de por sí formando pendiente. Atólas luego por el medio con hilos de lino, y por la parte inferior las pegó con cera. Una vez unidas dioles una curvatura apenas perceptible, con lo que ofrecían la figura de alas.

Dédalo tenía un hijo, Ícaro, que, a su lado, ocupaba curioso sus manos infantiles en la artística labor paterna: ora sujetaba las plumas cuyas barbas se movían al soplo del viento, ora amasaba con los dedos la amarilla cera de que se servía el artista. El padre le dejaba hacer, tranquilo y sonriendo ante los movimientos desmañados del chiquillo.

Terminado que hubo su trabajo, Dédalo se aplicó las alas al cuerpo y estableciendo el equilibrio con ellas, elevóse en el aire con la ligereza de un pájaro. Después de bajar de nuevo al suelo, adiestró a su hijo Ícaro, para el cual había modelado un par más pequeño.

—Vuela siempre a una altura media, hijo mío —díjole—, que si amainas el vuelo y desciendes demasiado, tus plumas no rocen las aguas del mar, pues al mojarse las alas podrías ser atraído al fondo de las olas; o bien, si asciendes demasiado en el espacio, que tus alas no se aproximen demasiado a los rayos del sol y se enciendan. Vuela siempre entre el Sol y el agua, sin nunca desviarte del camino que yo te trace.

Hechas estas recomendaciones, Dédalo sujetó a su hijo las alas en la espalda. La mano del viejo temblaba al hacerlo y una lágrima de angustia le cayó en la mano. Abrazando luego al muchacho, diole un beso: era el último que estaba destinado a darle.

Eleváronse ambos con sus alas, volando el padre primero, atento como el ave que por vez primera conduce a su tierna cría salida del nido, por los aires. Movía las alas con habilidad y prudencia para que el hijo aprendiese a imitarle, y de vez en cuando dirigía una mirada a sus espaldas para ver cómo seguía. Al principio las cosas marcharon muy bien; pronto divisaron a su izquierda la isla de Saraos, y a poco dejaban atrás las de Délos y Paros.

Todavía vieron esfumarse más costas antes de que Ícaro, envalentonado por el éxito del vuelo, abandonara a su paterno guía y, movido de osada petulancia, se remontara a más altas regiones. Pero el temido castigo no se hizo esperar: la proximidad del Sol, con sus ardientes rayos, reblandeció la cera que mantenía adheridas las plumas y, antes de que Ícaro pudiese darse cuenta, las alas se habían deshecho y caído a ambos lados de las espaldas. El mozo seguía aún bogando y agitando los desnudos brazos, pero, no encontrando ya aire, de repente se precipitó en el abismo. Tenía en los labios el nombre de su padre para llamarle en su socorro, pero antes de que pudiera pronunciarlo las olas azules del mar se lo habían tragado. Todo ocurrió en tan breve tiempo que cuando Dédalo se volvió a mirar a su hijo, como solía hacer de cuando en cuando, no vio ya rastro de él.

— ¡Ícaro! ¡Ícaro! — gritaba desconsolado, surcando los espacios vacíos—, ¿dónde estás?, ¿por qué regiones del aire debo buscarte?

Finalmente dirigió hacia las honduras su escrutadora mirada de angustia y vio las plumas flotando en el agua. Plegando las alas, descendió hacia la tierra y púsose a escudriñar en todas direcciones la orilla, donde las olas no tardaron en arrojar el cadáver de Ícaro. El padre, sumido en la desesperación, hubo de atender a la sepultura de su hijo. El lugar donde había tomado tierra y donde había quedado depositado el cuerpo del muchacho era una isla que, para eterno recuerdo del trágico suceso, recibió el nombre de Icaria (según otra tradición, Hércules encontró y dio sepultura al cuerpo de Ícaro).

Cuando hubo dado sepultura a su hijo, Dédalo abandonó la isla para dirigirse a la de Sicilia, mucho más extensa y en la que reinaba el rey Cócalo. Como antaño en la corte de Minos, en Creta, también allí encontró hospitalaria acogida y su arte pasmó a los habitantes. Durante largo tiempo enseñóse en aquel país un lago artificial que él excavara y del cual salía un ancho río que iba a verterse en el mar vecino; en la cumbre de la roca más empinada, inaccesible, y en la cual apenas si parecían caber unos pocos árboles, erigió una ciudad fortificada a la que se llegaba por un sendero tan estrecho y tan hábilmente tortuoso, que tres o cuatro hombres bastaban para defender la fortaleza. El rey Cócalo eligió aquella inaccesible fortaleza para guardar sus tesoros. La tercera obra que realizó Dédalo en la isla de Sicilia fue una profunda cueva donde recogió el vapor emanado del fuego subterráneo con tal habilidad, que la estancia en la gruta, húmeda de por sí, resultaba tan agradable como en una habitación suavemente caldeada y donde el cuerpo entraba poco a poco en un sudor salutífero sin que le molestase el exceso de calor. Asimismo amplió el templo de Afrodita en el Cabo Eryx, y consagró a la diosa un panal de miel de oro, trabajado con un arte exquisito y que tenía un parecido exacto con uno verdadero.

Entretanto, el rey Minos, cuya isla abandonara secretamente el arquitecto, enteróse de que éste había huido a Sicilia y resolvió perseguirle al frente de un numeroso ejército. Armó una flota considerable y con ella se trasladó desde Creta a Agrigento. Desembarcando allí sus tropas, envió emisarios al rey Cócalo exigiéndole la entrega del fugitivo. Pero Cócalo, indignado ante la agresión del tirano extranjero, buscó los medios de perderle. Simulando acceder a las pretensiones del cretense, le invitó a una conferencia. Acudió Minos, siendo recibido de Cócalo con gran afabilidad. Un baño caliente iba a aliviarle las fatigas del camino; pero, cuando estuvo sentado en la bañera, Cócalo mandó calentar el agua hasta un grado tal que Minos se asfixió en ella. El rey de Sicilia entregó el cadáver a los cretenses que habían acompañado a su soberano, diciéndoles que había resbalado y caído en el agua hirviendo. Minos fue enterrado por sus guerreros con gran pompa y ceremonia en Agrigento y sobre su tumba se edificó un templo a Afrodita.

Dédalo continuó disfrutando del favor de Cócalo, enseñó a muchos y famosos artistas y fue el fundador de su arte en Sicilia. Sin embargo, desde la pérdida de su hijo Ícaro nunca más se sintió feliz, y mientras con la obra de sus manos daba un riente y animado aspecto al país que le había acogido, su vejez se deslizaba pesarosa y melancólica. Murió y recibió sepultura en la isla de Sicilia.