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Leyendas - Cadmo

en Textos educativos

Cadmo

Cadmo era hijo del rey fenicio Agenor y hermano de Europa. Después que Zeus, transformado en toro, hubo raptado a ésta, Agenor envió en su busca a Cadmo y a su hermano (nota 1), con orden de que no volviesen sin ella. Durante largo tiempo anduvo Cadmo errante por el mundo en vano, sin lograr descubrir el engaño de Zeus. Perdida ya toda esperanza de encontrar a su hermana y no queriendo volver a su patria por temor a las iras de su padre, encaminóse al oráculo de Febo-Apolo para preguntarle qué país debía habitar en adelante. Apolo le dio las siguientes prescripciones:

—Encontrarás, en un prado solitario, una novilla que no ha sido aún uncida al yugo. Déjate guiar por ella y allí donde se eche a reposar sobre la hierba, eleva muros y da a la ciudad el nombre de Tebas.

Apenas había Cadmo dejado la gruta de Castalia, mansión del oráculo de Apolo, cuando vio, paciendo quietamente en la verde pradera, una becerra, cuya cerviz no presentaba ninguna señal de servidumbre. Implorando en silencio a Febo, siguió Cadmo con paso lento las huellas del animal. Había salvado ya el vado del Cefiso y recorrido un buen trecho de llanura, cuando la res se detuvo de pronto y, elevando la cornamenta al cielo, llenó los aires con sus mugidos. Volvióse luego a mirar el tropel de hombres que la seguían y finalmente se echó sobre la tierna hierba.

Cadmo, agradecido, arrodillóse sobre aquella tierra extraña y la besó. Luego, queriendo ofrecer un sacrificio a Zeus, mandó a sus criados que se levantasen y le trajesen agua viva de una fuente para celebrar las libaciones rituales. Alzábase a poca distancia un viejo bosquecillo, jamás profanado aún por el hacha. En su centro un montón de peñas revestidas de maleza y matorrales formaba una caverna, en cuyo fondo manaba un rico manantial. Oculto en la cueva descansaba un cruel dragón, cuya roja cresta veíase brillar desde lejos. Despedían fuego sus ojos y el veneno hinchaba su cuerpo; su triple lengua emitía silbidos y sus fauces estaban armadas de una triple hilera de dientes.

Cuando los fenicios hubieron penetrado en el soto y ya la jarra gorgoteaba en el agua, el azulado monstruo alzó de pronto la cabeza desde el fondo del antro y despidió un horrísono silbido. Escapáronse las ánforas de manos de los criados y el terror heló la sangre en sus venas. El dragón hace un ovillo de sus anillos escamosos, se arquea en posición de salto e, incorporada su parte delantera, domina con sus ojos el bosque entero. Lanzándose luego contra los fenicios, da muerte a unos a dentelladas, aplasta a otros entre sus anillos o los asfixia con el hálito, y mata a otros aún con su ponzoñosa baba.

Cadmo ignoraba el motivo de la tardanza de sus servidores, hasta que al fin se dispuso a ir él mismo a ver lo que ocurría. Cubriéndose con la piel que arrancara a un león, empuña la lanza y el venablo y parte animado de un coraje mucho más valioso que todas las armas. Entra en el bosque y ve los cadáveres de sus criados muertos y encima de ellos al enemigo, triunfante, cubriéndolos con su cuerpo inmenso y lamiendo sus heridas con su ensangrentada lengua.

— ¡Pobres compañeros míos —exclamó Cadmo lleno de aflicción—, os vengaré o me reuniré con vosotros en la muerte!

Y así diciendo empuñó un fragmento de roca y lo arrojó contra el dragón. Tan grande era la piedra, que sin duda habría hecho conmover muros y torres; pero el monstruo siguió indemne: su duro pellejo negro y las escamas le protegían mejor que una coraza de bronce. Entonces probó el héroe el venablo, al cual no resistió el cuerpo de la bestia, y la acerada punta penetró en su entraña. Enfurecido por el dolor, volvió el dragón la cabeza sobre el dorso y rompió el mango de la lanza, pero quedóle el hierro clavado en la carne. Un mandoble dado con la espada vino a aumentar su furia, hinchósele el garguero y blanca espuma empezó a manar de las ponzoñosas fauces. Erguido como tronco de árbol precipitóse el dragón hacia delante, dando de pechos contra los árboles del bosque. El hijo de Agenor esquivó la acometida cubriéndose con la piel del león y dejando que los dientes de la fiera se desgastasen en la punta de la lanza. Finalmente, la sangre empezó a manar de su cuello, enrojeciendo las verdes hierbas de alrededor. Pero la herida era leve, pues el dragón esquivaba las estocadas y ningún golpe le había lastimado seriamente. Al fin, sin embargo, Cadmo le hundió la espada en la garganta con tanta fuerza que con el impulso el arma fue a dar contra un roble, perforando el tronco a la vez que el cuello del monstruo. Bajo el peso de éste el árbol se inclinó y su madera gimió al sentirse azotada por la punta de su cola. El enemigo estaba vencido.

Cadmo permaneció largo rato contemplando el dragón muerto. Cuando, al cabo, dirigió la mirada a su alrededor, allí estaba Palas Atenea, descendida del cielo, de pie a su lado. Ordenóle que inmediatamente sembrase en la tierra mullida los dientes del dragón como semilla de un pueblo futuro. Obedeció el mozo a la diosa y, trazando con el arado un amplio surco en el suelo, empezó a esparcir en él los dientes, tal como se le ordenara. De pronto, los terrones comenzaron a moverse: de los surcos salió primero la punta de una lanza, después un yelmo coronado de vistoso penacho, seguido de unos hombros, un torso y unos brazos armados y, por fin, Cadmo vio ante sí, surgido de la tierra, un guerrero pertrechado de pies a cabeza. La escena se repitió en muchos lugares simultáneamente, y ante los ojos del fenicio alineóse todo un semillero de hombres armados.

Asustóse el hijo de Agenor, y se disponía ya a tomar de nuevo las armas. Más uno de los miembros de aquel pueblo que acababa de surgir de la tierra le gritó:

— ¡No empuñes las armas, no te mezcles en guerras intestinas!

Inmediatamente, el guerrero dio muerte de un sablazo a uno de sus hermanos salidos del surco, al tiempo que un venablo disparado desde lejos le dejaba a él tendido sin vida. A su vez, el que le hiriera exhalaba, bajo otra herida, el hálito vital que acababa de recibir. Todo aquel enjambre humano bullía en una terrible lucha fratricida; casi todos yacían en el suelo con pecho jadeante, mientras la tierra sorbía la sangre de aquellos hijos que acababan de nacerle. Sólo cinco quedaron con vida; uno de ellos —que más tarde recibió el nombre de Equion— fue el primero en arrojar las armas al suelo, obedeciendo al mandato de Atenea, y solicitar la paz. Los demás le imitaron.

Con la ayuda de esos cinco guerreros brotados de la tierra el extranjero fenicio Cadmo erigió la nueva ciudad, obediente al oráculo de Febo, y tal como le fuera mandado, púsole el nombre de Tebas (nota 2).

(nota 1) Llamáronse Fénix, Cilix y Fineo. Sobre este último véase la leyenda de los Argonautas. De Fénix recibió su nombre el pueblo mercader de fenicios; de Cilix, el país de Cilicia, en Asia menor.

(nota 2) Los dioses dieron Cadmo a la bella Armonía en matrimonio y asistieron a su boda, aportando cada uno un presente: Afrodita, madre de Armonía, un magnífico collar y un velo primorosamente tejido. Sin embargo, esas dos prendas llevaban en sí la ruina que, como fatídica maldición pesó sobre la casa de Cadmo. (V. las narraciones: "Penteo", "Acteón", "Edipo", "Los siete contra Tebas", "Los Epígonos", Alcmeón".) Hija de Cadmo fue Sémele, amada de Zeus. Trastornada por Hera, pidió un día al rey de los dioses que se le mostrase en su verdadera figura celestial. Zeus, ligado por su promesa, acercósele entre flamantes rayos y retumbantes truenos. Sémele no resistió a la visión y murió, al tiempo que daba a luz a un niño, Dionisos o Baco. Zeus lo entregó a Ino, hermana de Sémele, para que lo educase. Cuando ésta, huyendo de su loco marido, Atamante (véase "Argonautas"), se arrojó al mar con su hijo Melicertes, Posidón los elevó a ambos a la categoría de misericordiosas divinidades marinas; Ino pasó a llamarse Leucotea; su hijo, Palemón. Cadmo y Armonía, apenados por la desgracia de sus hijos, se trasladaron, ya viejos, a Iliria. Transformados al fin en serpientes, a su muerte fueron recibidos en el Eliseo.