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Un estigma en la Humanidad

en Otros Textos

Auschwitz


" Estos poetas infernales,
Dante, Blake, Rimbaud
que hablen más bajo...
que toquen más bajo...
¡Que se callen!
Hoy
cualquier habitante de la tierra
sabe mucho más del infierno
que esos tres poetas juntos.
Ya sé que Dante toca muy bien el violín...
¡Oh, el gran virtuoso!
Pero que no pretenda ahora
con sus tercetos maravillosos
asustar a ese niño judío
que está ahí, desgajado de sus padres...
Y solo.
¡Solo!
aguardando su turno
en los hornos crematorios de Auschwitz.
Dante... tú bajaste a los infiernos
con Virgilio de la mano
(Virgilio, «gran cicerone»)
y aquello vuestro de la Divina Comedia
fue una aventura divertida
de música y turismo.
Esto es otra cosa... otra cosa...
¿Cómo te explicaré?
¡Si no tienes imaginación!
Tú... no tienes imaginación,
Acuérdate que en tu «Infierno»
no hay un niño siquiera...
Y ese que ves ahí...
está solo
¡Solo! Sin cicerone...
esperando que se abran las puertas de un infierno que tú, ¡pobre florentino!,
no pudiste siquiera imaginar.
Esto es otra cosa... ¿cómo te diré?
¡Mira! Éste es un lugar donde no se puede tocar el violín.
Aquí se rompen las cuerdas de todos los violines del mundo.
¿Me habéis entendido poetas infernales?
Virgilio, Dante, Blake, Rimbaud...
¡Hablad más bajo!
¡Tocad más bajo! ¡Chist!
¡¡Callaos!!
Yo también soy un gran violinista...
y he tocado en el infierno muchas veces...
Pero ahora, aquí...
rompo mi violín... y me callo. "

León Felipe

 

Auschwitz aún no fue liberado

Se conmemoraron los 60 años de la liberación de Auschwitz. Y una de las definiciones que más impresionan es aquélla de la sobreviviente Eugenia Unger: "Gente que no estuvo en Auschwitz nunca podrá entrar. Gente que estuvo ahí nunca podrá salir". Por poco que uno se detenga en esta expresión, por poco que uno la habite, es posible advertir que la angustia que encierra es casi insondable.

Significa que hay un muro, en algún sitio, levantado para siempre. Significa que quien estuvo encerrado allí no podrá ser liberado nunca. Significa también que aquél que busca demoler ese muro desde afuera no podrá lograrlo jamás. Significa entonces que, en algún punto, todos los actos en el mundo, todo el esfuerzo emocional concertado de conmemoración de Auschwitz no es por algo que haya ocurrido, sino por algo que aún tiene que ocurrir. El recuerdo, los actos, las palabras y las lágrimas están destinados secretamente, todavía, a liberar Auschwitz.

Significa que hay muchas dimensiones del tiempo, y todos sentimos que más allá del tiempo histórico y del tiempo de la vida existen zonas en las que el tiempo deja de pasar. Ese esqueleto monstruoso, sobre el que cae una y otra vez la misma nieve, es algo que sigue ocurriendo, aunque congelado, del otro lado del tiempo.

Pero si el mandato de liberar Auschwitz excede el tiempo, aquéllos que pueden ser liberados no. Esto significa también que la de Auschwitz no es una prisión estática. La gente que no podrá nunca entrar y la gente que no podrá nunca salir no permanecen simétricas. Los que están afuera de esa dimensión, son un número cada vez mayor, y es la vida que continúa. Pero los que están dentro de esa dimensión se extinguen día a día, y de alguna manera, es la muerte la que continúa.

Tal vez de aquí venga esa desesperación de Elie Wiesel cuando dice: "Si al menos pudiera mantener mi memoria abierta, llevarla más allá del horizonte, mantenerla viva aún después de mi muerte". Porque, ¿qué pasará el día que muera el último sobreviviente de Auschwitz?

A partir de la frase de esta sobreviviente, conmemorar no sólo es reunirse a recordar algo que ha ocurrido. Tampoco es sólo procurar evitar algo, es decir, evitar que haya otro Auschwitz. Conmemorar es comprobar que hay quienes no podrán ya ser liberados, pero es comprobar, a la vez, que nunca quienes están fuera podrán dejar de seguir intentando su liberación.

Por Enrique Valiente Noailles
Para LA NACION

evnoailles@yahoo.com.ar

 

Auschwitz nunca fue liberado

Por Jack Fuchs

Para la narración de la historia –los historiadores usan aquí mayúsculas que evito– sesenta años es nada más que un parpadeo del tiempo, para un hombre es casi todo su tiempo. De modo que un hombre, aunque sólo sea por una mínima razón de perspectiva, no habla como historiador o como filósofo, por más que el filósofo o el historiador no sean más que un hombre. Hace sesenta años que la historiografía, y casi la entera totalidad de la literatura que se ocupó de pensar el campo de concentración como objeto, viene diciendo que el 27 de enero de 1945 Auschwitz fue liberado. Yo mismo usé esa terminología. Pero liberar supone una acción voluntaria, una decisión política, militar, una forma de intervención específica y concreta. Y no fue eso lo que ocurrió en Auschwitz. Auschwitz, del ’41 al ’45 fue ignorado por los aliados. Los campeones de la libertad, de la democracia y el progreso humano, los líderes del antinazismo estaban ocupados en asuntos de más vasto alcance: se trataba de ganar la guerra. De conquistar hegemonía política, económica y militar en ese escenario europeo devastado por la misma lógica de la guerra. Y en la guerra, como se sabe, las personas no cuentan, no tienen valor.

Los aviones aliados sobrevolaron los campos desde 1944: jamás bombardearon una sola cámara de gas, los hornos crematorios jamás fueron concebidos como objetivos militares de guerra. Bombardearon Munich, pero no bombardearon Dachau, que está al lado, o Slesia, un verdadero objetivo militar porque allí se concentraba parte de la industria alemana de guerra, pero no bombardearon Auschwitz, a muy pocos kilómetros de distancia.

Habría que decir: hace sesenta años que Auschwitz no fue liberado. Hace sesenta años que el Ejército Rojo encontró huellas de las víctimas, barracas vacías, montañas de zapatos, de pelo humano, de anteojos, de juguetes que habían estado en manos de los niños, cadáveres sin enterrar. El general soviético Petrenko cuenta en sus memorias (Antes y después de Auschwitz) que él "liberó" el campo, pero reconoce que hasta un día antes, hasta el 26 de enero, no tenía información acerca de su existencia y que, en realidad, se dirigía a localidades cercanas cumpliendo el plan de reconquistar zonas ocupadas. Sin embargo, durante 1941 las primeras víctimas del gas en Auschwitz fueron oficiales y soldados del Ejército Rojo, fue con prisioneros soviéticos con quienes se puso a prueba el funcionamiento maquinal de las cámaras y la incineración en los crematorios. De modo que el ejército de la revolución proletaria sabía muy bien qué era Auschwitz. ¿Cómo podía pasar inadvertido que desde el otoño de 1941 hasta noviembre del ‘44 Auschwitz había producido un millón seiscientas mil víctimas? ¿Cómo se pudo mantener ocultos los trenes con carga humana, que salían de París, de Roma, de Budapest, de Praga, de Berlín, de Viena, de Amsterdam y llegaban por la mañana con miles de personas vivas que unas horas después, más bien durante la noche, quedaban convertidas en ceniza? No, no fue ningún secreto. No podía serlo. Porque los grandes movimientos de transporte, la enorme energía desplegada en esa máquina de muerte era enteramente visible.

Los gobiernos aliados sabían muy bien lo que pasaba. Lo mismo en el frente inglés-americano que en el frente soviético. Los ingleses se atribuyen haber "liberado" Bergen Belsen y los norteamericanos, Dachau. Pero tampoco fue así. Los ingleses y los americanos encontraron los campos. Antes de que el ejército soviético llegara a Auschwitz, los alemanes habían huido llevándose con ellos a los prisioneros en lo que se conoce como la Marcha de la Muerte, camino de Alemania. El comandante de Auschwitz, Rudolph Hoss, fue apresado en Alemania, enviado a Polonia, juzgado y colgado frente a una de las barracas de Auschwitz en 1947.

En el ’45 yo estaba en Dachau, providencialmente me habían llevado ahí desde Auschwitz, y ningún soldado americano vino a rescatarme, los alemanes nos metieron en un tren que después abandonaron a mitad de camino; literalmente, a mí me encontraron en el cobertizo de una casa de campo en Baviera. Cuando terminó la guerra me gustaba decir que los aliados me habían liberado de Dachau. La juventud es más épica. Tardé años en comprender que no había sido así. No hubo ninguna intención de terminar con los campos. Los sobrevivientes fuimos encontrados en la ruta de los distintos ejércitos, mientras cumplían el único objetivo que se habían propuesto: derrotar a Alemania. La prioridad, la única finalidad, diría, fue la de derrotar al nazismo, y nunca la de rescatar a las víctimas. Los aliados permitieron que durante toda la guerra la matanza se ejecutara sin obstáculos.

Hoy, escribo esta nota y me es difícil retroceder en el tiempo y verme en el planeta Auschwitz (digo planeta irónicamente, para evocar la idea de que la tierra, los hombres, no podrían dar forma a una máquina semejante de muerte, pero sin embargo fue en la tierra y son los hombres), donde los SS eran dioses siniestros que decidían sobre la vida y la muerte a cada momento.

Henry Ibsen dijo que la mayoría no siempre tiene razón. Las Naciones Unidas, todas las organizaciones que preparan actos para la ocasión, la mayor parte de la prensa mundial hablan en estos días de la "Liberación" de Auschwitz, para mí se trata de una ironía de mal gusto, no puedo pensarlo de otro modo, quizá se trata sólo de una imprecisión en el lenguaje, quizá las cosas van más rápido que el lenguaje, pero no creo en esta interpretación, las palabras siguen hablando y a su modo dan cuenta siempre, fatalmente, de la verdad que ponen a cada momento en juego: las palabras y la verdad de lo que dicen y ensombrecen. Yo pregunto (me gustaría escribir como Zola: yo acuso, pero me reservo esa gravedad y ese entusiasmo ya un poco anacrónicos), ahora, 60 años más tarde, señores: ¿por qué los campos nunca fueron liberados? Y más, pregunto: ¿es la misma persona, soy el mismo, que hace 60 años, hasta unos meses antes, caminaba, si puede llamarse a eso caminar, entre los pabellones?

En la entrada de Auschwitz hay una placa escrita en 19 lenguas (hasta 1991 ese texto no figuraba ni en idish ni en hebreo), pretende dar testimonio universal de la tragedia, como cuando el turista se pasea por Le Marais, en París y lee "aquí vivió Victor Hugo", el turista se detiene, se estremece, dice "Ah, la casa de Victor Hugo", y después sigue, hay muchas otras cosas para ver, se hace tarde y quiere volver a su cuarto de hotel, sacarse los zapatos y tomar una ducha.

* Intelectual, pedagogo y escritor. Sobreviviente de Auschwitz.

http://www.pagina12web.com.ar/diario/contratapa/13-46681.html

 

Auschwitz. Los nazis y la "solución final"
Laurence Rees
Traducción de David León y Luis Noriega. Crítica. Barcelona, 2004. 445 páginas, 24'90 euros

Uno de los peores crímenes de la historia, dice Laurence Rees, puede entenderse mejor si se estudia en el marco de un lugar físico concreto: Auschwitz. A diferencia del antisemitismo en general, aquí podemos hablar de un comienzo determinado, el 14 de junio de 1940, cuando llegan los primeros prisioneros, y un final definido, el 27 de enero de 1945, día de la liberación. Hoy se cumplen 60 años.

Dentro de muy poco, reflexiona Rees en la línea de lo que muchas veces hemos oído exponer a los supervivientes, "no quedará nadie que haya conocido directamente lo ocurrido en ese lugar". Existe el peligro, cuando eso ocurra, que Auschwitz pase a formar parte de la historia universal de la infamia de un modo neutro o difuso, como un suceso terrible, desde luego, pero no más que tantos otros -desde Acre a Sarajevo- que terminan apilándose como nombres confusos en nuestra memoria y que apenas despiertan emoción alguna.

Hay que hacer un esfuerzo para que eso no suceda. Cada comportamiento exige ser juzgado en su contexto. Y en el contexto "de la sofisticada cultura europea de mediados del siglo XX", Auschwitz representa el escalón más abyecto de la historia. Los calificativos se quedan cortos y las palabras parecen insuficientes para dar cuenta de tanta vileza, crueldad y vesania. En términos cualitativos y cuantitativos. A Auschwitz fueron enviadas un millón trescientas mil personas. Un millón cien mil murieron allí. Un millón de ellas eran judías. Eso significa que más del noventa por ciento de los asesinados perdieron la vida por haber cometido desde la óptica nazi el crimen de haber nacido judíos.

En lo esencial, los hechos son sobradamente conocidos. Pero lo muy conocido corre el riesgo de desembocar en una cierta indiferencia: la fábrica de sueños (y pesadillas) de Hollywood y, siguiendo su estela, la industria cinematográfica europea, han dado lugar a un filón específico, las películas de nazis, que en cierto modo han saturado nuestra sensibilidad, como el exceso de sal en el paladar. Un maniqueísmo cuasi infantil ha derivado en trivialización generalizada, en un hastío intelectual ante esquematizaciones machaconas y a veces en cosas peores, como el uso de la parafernalia nazi para intereses espurios. ¿Se puede decir algo sobre el particular sin que suene a cantinela sabida?

Digámoslo con rotundidad: sí, sin duda, y la prueba es este magnífico libro, ejemplar en tantos sentidos, apasionante y perturbador a un tiempo. Perturbador, porque es difícil recorrer sus páginas sin sentir escalofríos ante esos acontecimientos estremecedores y, sobre todo, porque nos sentimos concernidos como seres humanos ante el misterio de nuestra propia condición, capaz de sacrificios sin límites y de bajezas insondables, cuando no de fanatismos tanto más ajenos al sentimiento de culpa cuanto más criminales. Todo eso, obviamente, ya lo sabíamos, pero no puede dejar de conmovernos cuando se describen, con crudeza pero sin subrayados, hechos espeluznantes sufridos por personas inocentes, niños que no entienden lo que sucede a su alrededor, madres que tratan inútilmente de salvar a sus hijos de la cámara de gas, familias enteras que ven con horror cómo desaparecen sus seres queridos sin poder dar crédito a la realidad infernal en que están sumidos.

Obra apasionante, señalábamos también, porque Rees aborda el tema sin complejos frente a la apabullante documentación existente y la no menos extensa bibliografía y, con esa estudiada naturalidad que distingue a los divulgadores anglosajones, cuenta esos hechos atroces como si fuera la primera vez, consiguiendo de este modo ganarse al lector desde el principio con una mezcla muy bien medida de proximidad y distanciamiento, lo preciso para que sintamos el aliento humano, lo suficiente para apelar a la reflexión cuando lo requiere el momento. De igual modo, las consideraciones globales -la tragedia afecta, no se olvide, a cientos de miles de personas- se armonizan con las peripecias individuales: la sevicia, la violación o la tortura, los crímenes en definitiva, toman nombres concretos, se dibujan en unos rostros reconocibles, ora de víctimas, ora de verdugos.

Pero Auschwitz tiene también, junto a su dimensión política y moral, una importante vertiente logística, dadas las dimensiones monstruosas del genocidio. Dicho en términos brutales, no era tan fácil montar una estructura para asesinar a tal cantidad de gente y deshacerse de tantos cuerpos. Los primeros fusilamientos masivos tuvieron un considerable impacto sobre los soldados alemanes encargados de llevarlos a cabo. Himmler ordenó buscar nuevos métodos que tuvieran un "efecto psicológico menor sobre sus hombres". Se probó entonces con explosivos pero, aunque destripados, no todos morían al instante, y los miembros se desperdigaban demasiado. Se tardó bastante tiempo y llevó cierto número de experimentos llegar al método ideal. Con el uso del Zyklon B se hizo menos penoso el proceso homicida: ya no era necesario mirar a los ojos de las víctimas durante el asesinato.

Aun así, había problemas. En el otoño de 1941 Auschwitz no tenía medios suficientes para convertirse en una gigantesca maquinaria de muertos. Desde comienzos de 1942 se descubrió que era más rentable llevar las víctimas al matadero "por las buenas", mediante persuasión o engaño (la añagaza de las duchas). Se trataba también de gasear a los prisioneros con cierta discreción, pero siempre era difícil deshacerse de las pruebas (¡tanta carne inerte!). Todo ello en definitiva requirió de aportaciones creativas de todos los diseñadores del proceso para mejorar técnicamente el exterminio. No se limitaban, como arguyeron algunos, a "cumplir órdenes". Poco a poco el campo fue mejorando su "rendimiento", del mismo modo que se aplicaban técnicas nuevas, como la "selección inicial" para la muerte según llegaban los vagones atestados. Pero no fue hasta un momento muy tardío, a comienzos del verano de 1944, cuando se logró por fin hacer de Auschwitz-Birkenau el escenario del mayor exterminio de la historia, con la deportación en masa de judíos húngaros, a los que se asesinaba a un ritmo aproximado de diez mil diarios.

Rees insiste, complementariamente, en que las autoridades nazis no tenían claro al principio de la guerra qué hacer con los judíos (¿concentrarlos, deportarlos, matarlos selectivamente?). La "solución final" fue, pues, el resultado de cómo fueron evolucionando los acontecimientos y, en este sentido, el autor relativiza la trascendencia de la reunión de Wannsee y enfatiza la entrada en guerra de los Estados Unidos. Lo importante en cualquier caso es que a comienzos del 42 la suerte está echada de manera definitiva, y sobre la implicación personal de la cúpula del Tercer Reich en la decisión pueden albergarse pocas dudas (pp. 128-129). Pero para que la consigna se convirtiera en realidad hizo falta el concurso de muchas personas, probos funcionarios u organizadores eficaces como Rudolf Hoess (comandante del campo) que, sin el menor cargo de conciencia, contribuyeron lo mejor que supieron a que todo funcionara adecuadamente. El 85 por ciento de los SS de Auschwitz que sobrevivieron a la guerra quedaron impunes.

No construyamos un pasado que tranquilice nuestras conciencias. Esta historia termina mal, en parte porque dada la monstruosidad de los hechos no puede ser de otra manera, pero también porque la supuesta liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo no supuso para muchos prisioneros más que la sustitución de un infierno por otro. Nada extraño, dado que Stalin en persona había pregonado que quienes estaban en poder de los alemanes no eran cautivos sino "traidores a la patria". Cientos de mujeres fueron violadas y asesinadas en orgías salvajes. Otros muchos fueron torturados y luego fusilados. Quienes tuvieron más suerte sufrieron prisión a la llegada a la Unión Soviética o deportación a Siberia. El crimen de todos ellos: haberse dejado capturar por el enemigo.

Sólo un reparo a este libro aleccionador: ¿cómo se puede utilizar con humillante reiteración el término "ajusticiados" para designar el triste sino de los reclusos o hablar con no menos frecuencia de "ajusticiamiento" en las cámaras de gas (pp. 89, 100, 137, etc.)?


La "liberación" soviética
No siempre la llegada de los ejércitos aliados fue liberadora. Rees explica que "pese a lo terrible que sin duda fue la violación de las antiguas internas de los campos de concentración por parte de los soldados del Ejército Rojo, el sufrimiento que éstos inflingieron a sus propios compatriotas a medida que 'liberaban' los campos resulta particularmente inquietante. Stalin había dicho que los alemanes no tenían en su poder a prisioneros de guerra soviéticos, sino a 'traidores a la patria". Un ejemplo: Pável Stenkin había sido uno de los diez mil presos soviéticos enviados a Auschwitz en octubre de 1941 para construir Birkenau. Cuando el Ejército Rojo llegó a Auschwitz no lo liberó, sino que le interrogó durante semanas. De vuelta a Rusia, exiliado en los Urales, las preguntas continuaron. Finalmente acabó en prisión: los jueces que le condenaron con falsos cargos tenían aquel día entradas para el teatro.


NUÑEZ FLORENCIO, Rafael

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