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Clementina o la maldición de la bruja del agua

en Grandes Relatos

Este relato fue publicado anteriormente bajo la cuenta Ejercicio con dirección http://www.todorelatos.com/relato/40485/

 

Aclaración sobre el relato:Durante los primeros tiempos de la inquisición, ésta no creía en la brujería, tomándola por una superstición pagana, Por lo tanto no perseguía los actos que se calificaban como tal. Es más, salvaron a muchas personas acusadas de brujería. Fue a mediados del siglo XV cuando la mentalidad de la iglesia y del Santo Oficio cambió de opinión, basándose en que tras los actos de brujería se encontraba la mano del Demonio. Fue entonces cuando empezó la cacería y la quema...

 

- CLEMENTINA O LA MALDICIÓN DE LA BRUJA DEL AGUA-

Llegué a aquellas tierras a tiempo de presenciar un espectáculo que mi mente jamás iba a ser capaz de olvidar.

Tras cruzar el puente levadizo e identificarme ante los centinelas que guardaban las grandes puertas de madera, penetré en las estrechas calles embarradas de aquella pequeña ciudad.

Hubiese jurado que nadie la habitaba si no hubiese sido por el lejano rumor de voces que me llegaba a través de la fuerte lluvia que caía. No había nadie en el camino, ni tan siquiera un triste perro callejero. Las pequeñas ventanas de las viviendas estaban cerradas y la sensación de que algo desagradable ocurría se acrecentaba en mi interior.

Seguí cabalgando a lomos de mi caballo, tratando de llegar a donde yo recordaba, por una visita de años atrás, que estaba la plaza del pueblo, convencido de que aquella especie de murmullo llegaba de allí. Y no me equivoqué...

Según me acercaba, pude sentir, además del aumento del sonido de lo que parecía una muchedumbre enloquecida, un hedor a carne quemada que penetraba por mi nariz haciendo que las nauseas se apoderasen de mí. Esto bastó para saber que había llegado tarde...

 

El hombre que se encarga de gobernar la vida de aquel pueblo y que tenía la posesión de las tierras gracias a la gracia de su majestad el rey Juan II de Castilla, me recibió en el despacho de su decadente y maltrecho castillo. Su nombre era Manuel de Solán y su título era el de Conde.

Él fue quien me contó lo sucedido...

Su condado había sido asolado por una serie de desgraciadas tormentas que habían echado a perder las cosechas de aquel año y condenando al pueblo a una terrible hambruna. A consecuencia de ello, las tasas de pillaje habían aumentado hasta límites insospechados. Las celdas de la cárcel habían sido desbordadas y las mazmorras del castillo, en desuso durante mucho tiempo, habían tenido que ser rápidamente habilitadas ante la horda de delincuentes que la guardia del Conde arrestaba.

Pronto tuvieron que comenzar los ahorcamientos, pues ni aún con aquellas mazmorras se podían dar cabida a tanto ladrón.

La población mermaba rápidamente, pues el que no era ahorcado por pillaje, moría de hambre. La situación no tardó en volverse insostenible y la amenaza de una revuelta era inminente. Había que detener al culpable de aquellas tormentas y ajusticiarle para que todo volviese a la normalidad.

Cuando el Conde terminó de contarme aquello, no pude evitar decirle...

Su señoría... El sol, la lluvia, la nieve, el viento, la brisa...las tormentas... Son actos de Dios... ¿Cómo pretendéis detener la voluntad de Dios y ajusticiarle si es él el que debe someternos a nosotros a juicio? Más aún...¿Pretendéis decirme entonces, que Dios se había encarnado en el cuerpo de esa joven que he visto arder? ¡Eso son herejías!

El Conde Manuel de Solán me miró como si yo fuese sólo un sacerdote molesto, incapaz de entender nada y no un inquisidor de la Santa Madre Iglesia.

¿Quién ha hablado de Dios? No sólo nuestro Señor es capaz de desatar tormentas y plagas... otro no tan poderoso pero más destructivo, manipulando la mente humana, aprovechando los bajos instintos y deseos de ésta es capaz de hacerlo. No, mi Señor padre. No oséis acusarme de hereje, pues no hablo de Herejía, sino de brujería...

 

 

No tuve más remedio que aceptar la invitación del Conde, para pasar la noche en una de las húmedas y frías alcobas del castillo, puesto que la iglesia y sus dependencias habían sido inundadas y arrasadas por la riada provocada por las lluvias de las tormentas y aún no se había podido rehabilitar la zona.

Esto me dio la oportunidad de, tras la cena, cuando su esposa la Señora condesa se retiró a sus aposentos y gracias a la habilidad del Conde de vaciar tinajas de vino, comprobar una vez que lo que en realidad manipulaba aquellos bajos instintos y deseos, como él los había llamado, de las personas, no era el diablo, sino otras personas.

Según su historia, hacía unos cuatro años, una joven, hija de campesinos, había entrado a formar parte del servicio del castillo, en pago a una deuda que había contraído el padre de ésta con el Conde.

La descripción que hizo su Señoría de aquella joven, de la cual yo sólo pude llegar a conocer sus restos quemados, haría sonrojar al más sabido de los donjuanes, así que cambiaré sus palabras diciendo que rebosaba sensualidad y belleza de una forma peligrosa incluso para el más casto de los hombres. Clementina era su nombre. Criatura de cabellos morenos y ojos verdes, cintura esbelta y generosos pechos y muslos. Su piel, a pesar de estar tostada por el sol, no hacía desmerecer su belleza al ser suave y tersa.

No hay que decir, que su Señoría al verla, sintió deseos de ponerla a realizar servicios diferentes que el de las tareas domésticas, así que no tardó en llevarla a su dormitorio y convertirla de virginal niña en mujer experta en las artes del amor con el sexo opuesto.

Disfrutó de muchas noches en compañía de Clementina, hasta que, como hombre poderoso, joven y ansioso de probar cosas nuevas, fue vencido por el hastío y la rutina y deseó cambiarla por otra mujer que pudiera depararle nuevas sorpresas.

Pero no contó con algo muy importante y fue que Clementina se había enamorado de él. Era un amor imposible, ella debía saberlo. Las sirvientas no se casan con los condes y menos cuando éste está ya casado, pero el dolor de verse rechazada la llevó a la locura. El Conde quiso mantenerla en el castillo por piedad, pretendiendo hacerse cargo de ella hasta que recuperase la cordura o hasta que llegase el fin de sus días. Pero entonces sucedió algo.

Una noche el conde acudió a la habitación de su esposa, para cumplir sus funciones maritales, pues andaban en aquellos días en el intento de engendrar un heredero. Fue una noche extrañamente apasionada, pues normalmente la Condesa se mostraba recatada y pudorosa en sus actos sexuales con su marido.

Lo que no sospechaban era que la celosa y enloquecida Clementina tras haber escuchado lo que ocurría dentro de la alcoba desde detrás de la puerta, esperaba escondida a que el Conde volviese a sus aposentos para atacar a su esposa con intención de matarla, pues creyó que era por ella por la que su Señoría la repudiaba y no por una nueva amante.

Clementina fracasó en su intento, pues alarmada por los gritos de la Condesa, la guardia acudió en su ayuda y sólo la intervención de su Señoría pudo evitar que la joven fuese ajusticiada allí mismo por orden de su esposa. Aún así, esa noche, Clementina fue expulsada del castillo y condenada al destierro.

Mientras los guardias la sacaban del edificio, ella profiriendo terribles gritos, maldijo al noble matrimonio con la esterilidad y la desgracia y al pueblo que ellos gobernaban con el hambre, la pobreza y la muerte. Juró hacer todo lo necesario para que su maldición se cumpliese.

No tardaron en llegar las tormentas y las lluvias que arrasaron casas y cosechas y aunque era pronto para saber si los Condes algún día tendrían hijos, pronto los rumores sobre lo sucedido aquella noche eran los protagonistas de todas las conversaciones. Cuando los ajusticiados por pillaje comenzaron a colgar de la horca, el pueblo y los mismos Condes, ya no tuvieron dudas de que eran victimas de la maldición de una bruja.

Tras dos semanas de búsqueda, la encontraron vagando por lejanos caminos y devuelta al castillo, esta vez como prisionera y acusada de brujería.

Su aspecto nada tenía que ver con la lozana que joven entrara por primera vez a pagar la deuda de su padre y que encandiló a su Señoría. Parecía haber envejecido muchos años. Sus cabellos, que parecían haber mermado en cantidad, se pegaban a su cara delgada y pálida y su cuerpo antes redondo y firme, ahora era un saco de ajada piel sobre puntiagudos huesos. Ni tan siquiera el risueño brillo que antaño sus ojos lucieron podía discernirse en su desenfocada mirada.

No dijo ni una palabra ante las acusaciones que se le hicieron. Ni siquiera cuando se le sometió a tortura para que confesara su matrimonio con el diablo profirió sonido alguno. Pincharon su cuerpo en busca de zonas insensibles que la señalaran como servidora de Satanás y ninguna lágrima surcó sus ajadas mejillas, ninguna expresión afloró en su antes expresivo rostro. Esta aparente falta de sentidos y de sentimientos fue considerada como una prueba de brujería más.

Si en algún momento alguien tuvo dudas, quedó convencido de que ella era bruja en el momento en que su Señoría dictaminó que sería ajusticiada en la hoguera para salvar su alma. No había acabado el Conde de decir la última palabra, cuando el párroco apareció corriendo diciendo que la iglesia había sido devorada por una riada. El pánico invadió a la población creyendo que había sido obra de la bruja Clementina y la revuelta estuvo a punto de estallar, así que su Señoría tuvo que fijar el auto de fe para el día siguiente para aplacar el miedo del pueblo.

 

Aquella noche no pude dormir pensando en la pobre Clementina y en su desafortunado y ya finalizado destino.

Yo era un inquisidor de la Santa Madre Iglesia, acostumbrado a distinguir a brujas y herejes de pobres seres enloquecidos por los infortunios de la vida y estaba de camino a aquel Condado cuando aquellos hechos acaecían. Pero había llegado tarde para poder reclamar mi autoridad sobre aquella joven y poder salvarla.

De todas formas hoy en día a veces pienso...

¿Fue casualidad que la desgracia asolara aquel Condado justo después de que Clementina profiriera sus maldiciones?

¿Fue casualidad que dos días después de la quema, la Condesa abortase entre terribles dolores al que hubiese sido su primer hijo y nunca más quedase embarazada?

¿Fue casualidad que una semana más tarde, cuando yo me preparaba para abandonar aquella ciudad, la lluvia siguiese arreciando haciéndolo con más fuerza que nunca?

No era yo el único que se iba. La ciudad estaba siendo desalojada. El agua llegaba a la altura de las rodillas de la gente y en las zonas en cuesta se formaban fuertes torrentes que arrastraban todo lo que había a su paso. La gente que no iba a caballo o mula era arrollada por la que si iba en montura y pronto flotando en el agua comenzaron a ver cadáveres maltrechos.

Montado en mi caballo, tras abandonar el castillo del Conde, pasé por la plaza del pueblo, pues ese era el camino hacia las puertas. Aunque parecía increíble, allí estaban aún los restos de lo que había sido la pira en la que había muerto Clementina. El poste de madera se mantenía clavado al suelo como si nunca hubiese sido quemado y ni el agua, ni la muchedumbre enloquecida por el miedo, lo movía de sus sitio.

Espolee mi caballo para que se diese prisa, pues notaba el agua subiendo por mis tobillos.

A punto de salir de la plaza, no pude evitar volver la vista hacia el poste en el que Clementina había estado atada. Junto a él había una joven de largos y hermosos cabellos negros y grandes ojos verdes, a la que el agua le llegaba por encima de la cintura. Era el ser más bello que jamás había visto en mi vida. La vi alzar la mano y saludarme. Era un rayo de luz de luz en medio de aquel caos. La vi sonreírme...

Cerré los ojos y volví a abrirlos. Ella, Clementina, ya no estaba allí...