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Cadenas de algodón

en Dominación

Cadenas de algodón

Me despierto de golpe, sobresaltado. La luz tenue de una farola de calle apenas pone tonos anaranjados a las sombras del cuarto. Algo ha pasado pero no sé qué. Siento el sudor en la camiseta y la cara y advierto que el calzoncillo está mojado. No tengo deseos de orinar. Entonces? Me palpo la humedad, meto la mano por dentro y casi con asco el pegote de esperma del pubis al ombligo me advierte que he tenido eso que llaman "polución nocturna".

"Estuve soñando", me digo. Es la cuarta vez consecutiva que me ocurre. Lo peor no es lo que me pasa: es el no saber por qué me pasa. Nunca antes, en los casi cincuenta años de existencia, me había ocurrido algo así.

Salgo de la cama sigiloso. Luego de cerrar la puerta del baño enciendo la luz y miro la dimensión del desastre. La mancha cubre toda la parte delantera del bóxer. Mientras me lavo, el espejo me devuelve la imagen que detesto: los ojos abotargados, enrojecidos. El vientre prominente, los hombros estrechos, los cuatro pelos del pecho. "Patético", me califico como lo hago cada día desde hace más de cinco años. Desde el mismo día que la mujer que duerme todas las noches a mi lado, cuando la busqué para hacer el amor me hirió con desprecio. Ese día eyaculé dentro de un trozo caliente de carne muerta y me di cuenta que sólo causaba repulsa y asco.

Desde entonces carezco de sexo.

Pero nunca antes –excepto estos días- había tenido "polución nocturna". El término lo encontré en Internet, a la segunda noche, cuando busqué una explicación a lo que me estaba pasando. Insisto: sé el qué, pero no el por qué… y me siento mal por ello.

El pene, fláccido, aguanta la friega jabonosa con un agua fría que lo deja aún más pequeño de lo que es normalmente. Tengo los testículos arrugados, pero los siento gordos, hinchados, como si el accidente pasado no le hubieran quitado ni una pizca de la carga acumulada en un lustro.

Nunca me masturbé en este tiempo. Pensé hacerlo; es más: estuve a punto varias veces. No me atrevo. Soy –tal vez- excesivamente tímido y el único momento que me siento en ese "punto" es cuando estoy al lado de ella. El temor a que despierte (o note el movimiento) y su posible nueva burla alejan de inmediato todo deseo.

Dos veces, en todo el tiempo, he intentado aproximarme. Una vez, con mucho frío, la arropé y nuestros cuerpos quedaron rozándose. Con un golpe colérico hundió la manta y creó entre ambos una pared infranqueable de lana y algodón. Otra vez, mientras se vestía, no pude resistir su semidesnudez y le rocé un hombro perfecto. No dijo nada: bastó la mirada marcando el asquete para hacerme sentir un perro apaleado.

Dejo en el fondo del recipiente de la ropa sucia la prenda interior. Cuando fuera llevada a lavar posiblemente ya estaría seca y nadie advertiría mi accidente.

Se me fue el sueño. Enciendo un cigarrillo del atado que ella siempre deja en el baño antes de acostarse y me siento en el inodoro pensando… en nada. Aburrido, hojeo una de sus revistas (siempre hay algo para leer sobre el bidet. "Costumbre de familia", aduce). Relojes, perfumes, coches que nunca tendré y mujeres, decenas de mujeres con las que uno no puede ni soñar: diosas perfectas, inmaculadas, productos puros del Photoshop bien usado pero de todas formas excitantes, prometedoras.

Una de ellas me llama la atención. Morena, alta, de grandes pechos, con ropa interior diminuta, parece como que cuelga de unas cadenas. El pelo le cubre parte de la cara caída sobre el pecho derecho y la postura marca cada una de sus curvas.

No sin asombro me noto excitado.

El vientre aplanado por la pose, el culo orgulloso, la axila que tienta la lengua. Y la cadena.

Entrega, sumisión, espera, calor, frío, sexo, olor, piel, tacto. Sentir.

Mi pene está duro en el triángulo graso de muslos y tripa. Me calienta esa mujer. Y la cadena. Me calienta la entrega pasiva. Me arden las ganas de tenerla.

En el perchero cuelgan las salidas de baño. Cada una con un largo cinturón de toalla. Lo juro: advertir que existen es la inflexión de mi existencia.

A veces no pienso lo que hago, actúo por reflejo. Como ahora. No quiero saber si son los demonios o la locura, la pasión o la lujuria. Lo hago.

Tomo los cinturones. Salgo dejando la puerta entreabierta y la luz encendida. En el cuarto ahora todo es de un color apagado pero nítido. Veo y presiento (tal vez presienta más que vea) pero tengo la cabeza clara y el pensamiento definido.

Ella duerme como habitualmente lo hace: sobre el costado derecho, el brazo de ese lado como protegiéndole la cara, las piernas estiradas. Creo que duerme así para evitar cualquier roce fortuito con mi despreciada humanidad. Su respiración es pausada y lenta, con momentos de leves ronquidos.

Hago un lazo flojo con uno de los cintos y se lo paso sin ajustar por la muñeca derecha. No lo advierte. Con el otro extremo ato un nudo en el barrote de la cama. Ahora la muñeca izquierda. La cinta es larga, así que llega sin problemas a la barra de mi lado. Su respiración mantiene el ritmo. Mi corazón salta de ansiedad y nervios. Tengo el miembro caliente y duro como cuando era joven. Estoy ardiendo.

Con dos tirones violentos le dejo los brazos en cruz, los senos apuntando al techo y me place ver el miedo con que despierta de golpe. Va a gritar. No lo hace. No la miro más.

Me siento sobre sus muslos. De un solo manotazo rompo más que abro el pijama de tela fina. Sus senos. No quiero mirarla porque veré –otra vez- asco y desprecio.

Siento.

El cuello terso, el pecho agitado, los globos calientes, dulces.

Me alzo y sin escrúpulos me llevo el resto del pijama y la braga de matrona. No se resiste. Igual, no la miro.

Siento.

Toco. Como un ciego. El vientre plano y las caderas plenas, los muslos lisos y el pubis de duros pelos recortados.

Vientre, senos, pezones duros, cuello. Me atrevo a más. La cara, las orejas, la raíz del pelo, los ojos, la nariz fina, la boca. La boca. La boca de nuevo. Hago fuerza en los labios apretados y llego a los dientes más apretados todavía. No miro, no quiero.

Siento.

Mi acuesto sobre ella en la misma posición. La beso. Primero suave, luego menos, al fin violento (no hago daño, son sólo besos).

Cada parte de mi cuerpo defenestrado siente una parte de su cuerpo –en este instante- adorado. Sé que mi peso la aplasta: no sé por qué no se queja. No me importa. No pienso.

Siento.

El olor del pelo, el sabor de una oreja, la oquedad del cuello. Bajo a los senos. Me deslizo con torpeza, no puedo evitarlo. Le beso un pecho. Le beso? Qué va! Lo chupo, lo lamo, lo soplo para secar la saliva y vuelvo a chuparlo y luego a morderlo. Lo como, lo bebo, lo aspiro, lo trago. Y luego al otro. Y de nuevo al primero. Y de vuelta al anterior que no sé si es el primero o el último pero qué me importa.

Siento.

Mis manos no paran. Son tentáculos que quieren tener todo: cada trozo, cada parte, cada curva, cada hueco.

Hundo la cara en el vientre. Aspiro profundo el olor del recuerdo. Escondo la lengua en su ombligo. Tengo en los dedos la cintura estrecha y las caderas llenas y los muslos duros por las piernas prietas.

Hay un hueco exacto a un lado del Monte de Venus. Y otro adverso. En los dos dejo rastros. Muerdo los pelos. Me acaricio la barba con ellos. Me dañan la nariz pero no me importa.

Siento.

En el triángulo infame por donde cayeron Troyanos y tantos ejércitos me invade el olor a hembra. No tengo más lengua: sierpe caliente y mojada que busca y no encuentra el punto y la raya del Morse que es "A": es inicio, es Alpha y Zeta.

Desde entonces trato de recordar si le abrí las piernas, si las abrió ella o se le abrieron solas. Imposible, claro. Pero… quién se atreve a asegurar la fidelidad de los recuerdos?

Le como el coño con gula. Mordisco de rabia y placer. Paladar ácido, peludo y viscoso. Meto la nariz, labios, mentón. Siento. Chupo, estiro, largo, chupo de nuevo y vuelvo a morder. Tengo hambre de cinco años y eso es mucha hambre para el festín servido. El clítoris. Le paso la lengua de abajo a arriba y al revés. Lo sorbo suave. Soy un bebé y esta es mi teta. Lengua de libélula que aletea veloz. Lengua de lagarto que hace chasquidos al golpearlo con furia. Chupo. Largo. Otra vez. Siento.

Creo que trata de cerrar las piernas. Se lo impido iracundo. El cuerpo se le tensa, los muslos son madera. Pero… qué hace? Goza! La muy puerca está gozando, se está corriendo! Me atrevo a mirarla. Se muerde los labios, se estremece, tira de las improvisadas cadenas, los ojos apretados pero no es para no mirarme. No. La puta despreciante está teniendo un orgasmo bestial.

Me cabreo. Caliente y cabreado: el más vil de los estados del macho.

No lo soporto. No aguanto que la hipócrita se tire un polvo a mis costillas. No quiero que goce. Quiero que sufra, que padezca. Quiero avergonzarla, dominarla, humillarla.

Le tomo los tobillos y le subo las piernas abiertas en una "V" gigante que se afirma en el matojo empapado de flujo y saliva. No sé cómo hago, pero logro que mi pequeño penecillo hirviente entre todo de un solo empujón. Me quedo quieto.

Siento.

La vagina me succiona casi con dulzura. Hay un calor semi olvidado, una tersura. Muevo un poco las caderas. Ella niega, dice "no" en silencio con los ojos siempre cerrados.

No? La puta saca un polvo y ahora dice "no"? Le tomo las piernas por la parte interior de las rodillas, se las doblo y hago fuerza hacia abajo. Siento. El pene caliente por dentro y por fuera metido hasta el fondo. La cueva mojada, suave, serena. Las tetas geniales entre las piernas. Sudor brilloso en el pecho. Jadeos.

Se la saco toda, mantengo firme la pierna izquierda forzada hacia arriba. Cuando se dio cuenta que le buscaba el culo abrió los ojos aterrorizada. Me tumbé sobre ella impidiéndole todo movimiento, hice un tanteo de prisa hasta que la punta aguda penetró menos de un poco… y la embestí con la calentura cabreada de cinco años de espera.

Nunca habíamos tenido sexo anal. Decía que era "asqueroso y sucio". Cada vez –entonces- recordaba las palabras de Woody Allen cuando le preguntaron si el sexo era sucio y el enano contestó: "Si está bien hecho, sí".

Lucha. Tira de las "cadenas", se mueven las ancas poderosas. Tampoco ahora grita ni dice nada y lo reconozco: eso me frustra y me cabrea más. La saco casi toda y la vuelvo a meter sin pausa y con prisa. Con la tercera embestida me llega el ruido de la panza golpeando las nalgas. Saco y de nuevo. Siento. El calor es terrible, la sensación tan placentera que duele. El culo. El pecado, lo sucio, pervertido, asqueroso, genial, superior.

Siento.

Es un pozo profundo, infinito. El cuerpo un violín de un millón de cuerdas, cada una con propia tensión, con propia canción. Me hundo. Me ahogo. Saco y embisto… embisto y estallo.

Siento.

La leche es parto de uretra y duele gozando. Un chorro, dos, un espasmo, tres, otro espasmo, cuatro. El corazón es el bombo que marca el compás sin ritmo. Otro espasmo, cinco. Me quiero tragar todo el aire. Me ahogo, toso. Sudor en la cara barbuda, las cejas, los ojos.

Sigue con los ojos cerrados. Tengo mil canarios en la cabeza y un graznido de conciencia que no permito perturbe mi venganza.

Le suelto las piernas. Y las "cadenas". No hay palabras.

Agotado, me arrastro al lavabo. Estoy sucio de sexo… y me encanta. Me lavo como puedo. El espejo me devuelve la misma imagen de antes, pero ahora –advierto- el tío tiene cara de divertido… o es de depravado?

Ella está de espaldas, cubierta con la ropa de cama. Apago la luz del baño, me acuesto y, sin miramiento, me pongo a roncar como un cerdo. Pero cerdo satisfecho.

A la mañana hay tensión. Evitamos mirarnos. Cuando se mueve por la casa le miro el culo y no puedo evitar recordar lo ocurrido. Y me caliento.

Llego a la noche luego de otro día aburrido. En cierto momento entro al cuarto. Sobre mi almohada, perfectamente enrollados, están los cinturones de los albornoces.

No quise comer. Acabo de ponerme a dieta.

A Rox y a Cereza Roja, que me pidió andar este camino.