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Mi sobrina de sabor a nuevo

en Amor filial

A los 13 años, Patricia era ya toda una promesa. Ojos pícaros, sonrisa maliciosa, ágil mentalmente, desenfadada y segura de sí misma, hacía –con descaro- ostentación de sus tetas (envidia de muchas) y de su culo (obsesión de varios).

Pese a mis 40 y tantos, la deseaba. Me excitaba verla y sus coqueteos –con todos, incluso conmigo- solían dejarme un regusto a viejo… el mío, claro.

Pato, como todos le decimos, era la niña mimada de su padre, mi primo hermano. Creo que el que fuera mi sobrina le ponía más morbo a eso de mirarla y regodearme con lo que veía.

Hablábamos de todo… obviamente, también de sexo. Me confesaba una virginidad que esperaba perder pronto y me contaba de los besos que se daba con tal o cual, dejándome exhausto de calentura.

Un día de verano su padre me pidió que le diera algún trabajo en mi empresa, de cualquier cosa. Quería evitar que anduviera tantas horas en la calle "rodeada de todas esas putitas" decía, refiriéndose a las amiguitas de Pato, cada una portadora de un infarto y pruebas efectivas de la inutilidad del Viagra.

Así es que Pato comenzó a venir cada día al trabajo. Revoloteaba por todos lados, poniendo alegría en los rincones y sacando sonrisas a todos con sus expresiones, por lo común subidas de tono o con doble intención.

Un día, mientras aprendía a hacer una base de datos con el ordenador de mi escritorio, me dijo a bocajarro: "Tío… cuando te la meten en el culo, duele mucho?" Me dejó helado y sólo atiné a contestarle cuando me repitió la pregunta creyendo que no la había escuchado. "Calculo que sí –le dije- pero debe ser bueno porque a muchas mujeres le gusta. Aparte, fíjate en los maricones: ninguno se arrepiente luego de haberlo probado". Mientras hablaba, notaba mi propio rubor, fruto sin dudas de la tremenda calentura que me causaba la niña.

Cosas así –del estilo- eran comunes en sus conversaciones y cada una no hacía sino incrementar el deseo que sentía por ella. Soñaba con tocarla, besarla, chupar cada una de sus puntas y hundirme en cada uno de sus valles. Sabía que eran sueños, pero no podía –creo que tampoco quería- evitarlos.

Casi al final del verano llegó una mañana con cara y carácter extraño. Silenciosa, apocopada, como ida. Al caer la tarde y poco antes de finalizar la jornada, no pude más y le pregunté qué le pasaba. "Anoche tiré la virginidad a la mierda", me dijo… y se fue dando un portazo.

Volvió a los dos días, fresca y radiante como siempre. En un rato a solas, en mi despacho, me contó su aventura. El amiguito de los besos, el parque a oscuras, las manos que la hicieron hervir y, cuando quiso acordar, el dolor leve y la virginidad perdida. "No me gustó nada, fue muy rápido", confesó, y para dolor de mis ijares agregó como al pasar: "No hay nada como una buena paja".

Me dejó temblando. De ansiedad, de deseo. La imaginaba en el parque con su noviecito y era nada. Pero la veía desnuda, a la noche, sudando, tocándose el sexo con los dedos húmedos, mordiéndose la boca para que no la escuchara su hermana menor (ambas dormían en el mismo cuarto) y me dolía el pene, duro y morado de frustración.

Terminó el verano y siguió la rutina. Pero hubo cambios. Pato era cada día más exuberante y deseable y mi calentura por ella era cada vez mayor.

Una tarde llegó casi a la hora de cierre. El jean le marcaba el tan anhelado culo y la camiseta ajustada no dejaba nada a la imaginación sobre lo que había debajo. "Tengo que pedirte algo, pero te lo digo cuando todos se vayan", lanzó de golpe, como siempre. Pocos minutos después estábamos solos, separados por el escritorio. "Tío –me dijo- necesito que me hagas un gran favor. Me tienes que hacer un préstamo". Varios minutos después, preguntas sin respuestas creíbles y mentiras visibles, me reveló la verdad: le debía dinero a un "camello" que vendía porros en el colegio y que amenazaba con ir a cobrarle al padre. La cifra no era importante –al menos, no lo era para mí- pero para ella era inalcanzable.

El diablo maligno que cada uno lleva en su interior me hizo decirle lo indecible: "Y qué me das a cambio?"

Ah, mujeres… Tan sabias desde la niñez, tan astutas, tan intuitivas. Me miró con más picardía que nunca, se acomodó el pelo y dijo: "Lo que vos querés… o crees que no me doy cuenta cómo me mirás y cómo se te pone cuando hablamos chanchadas?" afirmó apuntándome a la bragueta.

Literalmente me lancé sobre ella. No tenía nada en la cabeza: yo era todo pene, manos y boca. La besé con ansiedad, con pasión, con ternura. Recorrí cada parte de su cuerpo desnudándola a medias. Le alcé el corpiño y me deleité con sus pezones pequeños, los que mordí, chupé, besé y acaricié.

Las lenguas entrelazadas, la frescura de su aliento tan joven me ponían loco. El culo era más que lo soñado. La piel era cereza, pero si le besaba el cuello o la nuca, era naranja.

Quería tenerla… pero no así. No ahí. Quería disfrutarla toda, gozar cada pedacito de ese cuerpo maravillosamente pequeño. Quería oler y saborear cada tramo.

"Esperá, esperá…" le dije mientras la alejaba. "Te deseo demasiado para que me conforme un polvo de parado o en el borde del escritorio. Yo te doy el préstamo, no hay problemas. Mañana a la tarde buscás un pretexto y nos vemos en la entrada del Parque así te llevo al hotel de J…". Asintió mientras se acodaba la ropa, la cara roja de pasión –no fingía: ella no me gozaba, gozaba el sexo y punto- y el pelo revuelto.

El día siguiente fue de pena. Largo y tedioso, pero de pulso acelerado y esa sensación de hormigueo (delicioso) en el estómago que tenemos los hombres cuando vamos a cometer un pecado.

Seré breve: caída de sol, entrada de parque, subida al coche en silencio (hacía falta que nos dijéramos algo?) y rauda entrada al hotel, ella ocultándose de algún posible indiscreto. Entramos al cuarto, siempre en silencio, y se quedó quieta, dándome la espalda, esperando…

Le levanté el pelo y le mordí la nuca, sólo para gozar con la piel erizada de sus brazos. La fui desnudando lenta, muy lentamente y descubriéndola mientras lo hacía. El pequeño lunar el omóplato, los hoyuelos al final de la espalda, las piernas perfectas que rara vez mostraba por su eterna costumbre de usar pantalones. Cada botón, cada enclave, cada zipper eran besos en el área descubierta. La tocaba con la punta de los dedos, sintiendo los músculos, escuchando la respiración –de los dos- cada vez más agitada. No hablábamos. Era una sinfonía del sentir donde los timbales estaban en el pecho.

Nunca fui tan lúcido como en aquel momento, nunca sentí tanto como en ese instante. Le lamía los pezones y luego los soplaba, gozando de su dureza. Hundía la cara en la curva exacta de las caderas, mordía suavemente las nalgas erizadas, le pasaba los antebrazos por el vientre tan plano…

Suavemente la acosté para mirarla. Era perfecta. El rostro encendido, la boca entreabierta, las piernas muy juntas… No era mi familia. Era la hembra. No era yo un viejo: su juventud me estaba abriendo a golpes caudales que creía secos, inyectándome vida.

Olfateé su sexo como hacen los perros. Sólo puedo decir que olía a sexo nuevo. Lo probé y era dulce y su vello era suave, tanto, que pasé minutos frotando las mejillas contra ellos. Besé, mordí, chupé las caras internas de los muslos y me hundí como en el mar en los pozos laterales de su vientre, donde me hubiera ahogado feliz sino fuera porque todavía me quedaba tanto por gozar. Ella gemía como un pequeño gato cuando comencé a mordisquear los labios externos y cuando le sorbí el clítoris arqueó la espalda subiendo la pelvis pidiendo más sin decir palabra.

La miraba atentamente. No quería perderme nada de aquella experiencia única, total. Le tomé las caderas y alcé su cuerpo pequeño, mirando desde allí la llanura de la panza, las dunas increíbles de sus pechos, la boca entreabierta y las manos aferrándose a la sábana, como temiendo caer al vacío. Y cayó.

Fue un grito ahogado y salvaje. Me estrelló el sexo en la cara, me ahogó entre las piernas. Seguí mamando con ganas, sabiendo que había más… y lo había. Un segundo orgasmo con lágrimas, risas, gemidos y una lasitud como la que sólo se siente cuando se cae hondo, muy hondo, en el vacío absoluto del sexo pleno.

Claro que esto fue sólo el comienzo.