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Mi sobrina de sabor a nuevo (2 y final)

en Amor filial

Allí estaba mi pequeña y dulce sobrina, respirando agitada luego de sus dos intensos orgasmos, frutos sabrosos de una intensa sesión de sexo oral.

He aprendido –con los años- que el verdadero placer está en el placer del otro; que hacer gozar, que ver y sentir gozar a mi pareja es la más pura y verdadera razón del sexo. Estaba anhelante, expectante por lo que faltaba que viniera, pero feliz de haber hecho que la pequeña llegara a las cimas más altas o se hundiera en las fosas más profundas del placer.

Lamí con deleite las perlitas de sudor que brillaban entre los pechos, le alcé los brazos por encima de la cabeza y volví a besarla despacio, sabiendo que no tardaría en calentarse nuevamente.

Cuando le mordisqueaba los lóbulos de las orejas, le besaba el cuello o le pasaba la lengua por los hoyuelos de los hombros, se retorcía suavemente mientras que de la boca entreabierta renacían los gemiditos de gato, como quedaron bautizados desde aquel día.

Cuando le solté los brazos, la mano derecha bajó directamente a su sexo.

Poco faltaba para que aquello fuera el clímax total. "Dale –le dije en un susurro, la boca en su oreja-, regálame una paja…"

La besé? No. La comí a besos, mientras sus deditos jugaban con La Llave Maestra del Placer Femenino. Cuello, pecho, pezones, boca, ojos, nariz eran mis puntos de encuentro con su sensualidad mientras la mano (su mano) adquiría un ritmo cada vez más frenético, la respiración se le hacía más y más agitada, los gemidos de gato eran cada vez más fuertes y yo trataba como podía de contener mi propio orgasmo, producto sin dudas de la tremenda irradiación de sensualidad que me transmitía aquella cosita tan dulce, tan pequeña y tan deliciosamente puta que me había regalado la vida.

No pudo morderse lo suficiente los labios para ahogar el grito que le brotó al unísono de un orgasmo brutal… y fue una maravilla poder verlo.

Los pies estirados casi en línea recta con la tibia, con los dedos arqueados con fuerza increíble. Las piernas tan apretadas que dejaban ver cada músculo de los tensos muslos. La mano derecha sujetándose el sexo como si por allí pudiera escapársele la vida. El vientre hundido, los senos con pezones de piedra, el pecho y el cuello escarlata por el goce y el esfuerzo, la boca anhelando aire y el pelo sudoroso adherido a la frente y las sienes.

Me sentía estallar. La violencia de su polvo me había contagiado y era incapaz, absolutamente, de seguir conteniéndome. No le di respiro. Inmediatamente sentí la lasitud de su cuerpo sin otro gesto ni palabra le cogí los tobillos, alcé y abrí sus piernas, me maravillé otro instante ante el coral de su vagina y me sumergí en ella suavemente.

Era increíble. A medida que la iba penetrando sentía el calor intenso de ese sexo tan joven, la humedad del interior y su estrechez. Era un tubo mojado y caliente que se acomodaba con sabiduría a cada pliegue, cada vena, cada arruga de aquel, mi pene, que olvidó de golpe su agitado pasado para recibir una ración de juventud inigualable, como nunca antes le había ocurrido.

Yo no era uno, sino varios. Estaban en mí el hombre-pene, que entraba y salía con la extrema delicadeza del más dulce sexo de una vagina ardorosa. El hombre-sentidos, que gozaba del olor de templo pagano que tiene el hacer el amor, del roce de los muslos sobre sus nalgas de melocotón, de la tersura de sus piernas en el pecho. El hombre-voyeur, que miraba todo y cada cosa que veía era una parte más y tan importante como la otra del placer que sentía. Pero, veterano al fin y sabedor que aquel sería uno de los más gloriosos actos sexuales de mi vida, desprendido de todo pero ajeno a nada, estaba el Enano Maligno de mi conciencia viendo y sumando todo lo mirable y lo gozable, separado de mi cuerpo y quizás, hasta riéndose de aquel cuarentón con panza prominente que se sentía un niño inexperto en un rincón del alma.

Las caderas de Pato comenzaron a oscilar. Ayudé el movimiento desde lo tobillos que no había soltado. Su vagina aniñada se contraía y dilataba como si fuera una boca que mamara. Le dejé los pies en los hombros y la aplasté con todo el cuerpo, besándola con una intensidad que dolía. Cuando volvió a gritar yo lancé un rugido y sentí la dulce muerte del polvo infinito. Uno, dos, tres chorros violentos de esperma se estrellaron contra su útero, dejándome vacío y nuevo. Maravillado, sentí cada una de las venas dilatadas, cada canal abriéndose dentro mío para dar paso al génesis. Lo confieso: el Enano Maligno bailaba de alegría.

Varios minutos después, procurando calmar los tambores del pecho, encendí un cigarrillo y me fui relajando mirando las figuras de ambos que nos miraban a su vez desde el espejo grandote del techo.

No hubo palabras. No hacían falta. Cualquier cosa que dijéramos hubiera sido faltar el respeto al momento vivido.

No podía creer que aquella cosita tan pequeña y tan dulcemente puta me hubiera tomado de aquella manera (decir que yo la poseí sería pedantería).

Cuando se inclinó para robarme una calada, el espejo me advirtió lo que faltaba.

Fui al lavabo y, mientras meaba, ella entró con su desparpajo íntegro a buscar una ducha (qué extraño: ahora que lo cuento recuerdo que tampoco en ese momento nos dijimos una palabra). No pude ni quise evitarlo. La enjaboné toda y me fregué contra ella buscando más placer. Nos besamos bajo el agua, pero ahora de una manera distinta: sabiamente. Hundí los dedos en la almeja pequeña y sentí los resabios del esperma aún caliente. Cuando sólo dejó escapar un gemido al meterle un dedo en el ano, el pene me rebotó en la ingle como acto reflejo.

La sequé apenas, le di otros besos y quedó boca abajo en la cama, mostrándole al espejo la desfachatada redondez de su culo perfecto.

A él me dediqué con adoración los próximos diez minutos.

No quiero redundar. Fue un sexto de hora amando de todas las formas posibles, con manos y boca, aquellas protuberancias que me habían tenido loco tanto tiempo. Dejé allí saliva suficiente para que no hubieras dudas… y no las hubo, tampoco rechazo.

Fui subiendo despacio por la espalda, rebesando todo, marcando huellas con la lengua.

Amarré sus piernas con las mía y dejé entreabierto el camino. Le apoyé el pene en el culo y le susurré al oído que quería estar dentro suyo.

Ya lo dije, no? La maravillosa experiencia intuitiva de las mujeres, su absoluta sabiduría de género. Metió la mano entre los dos, me tomó y me dejó en la puerta del infierno.

Fui haciendo presión, poco a poco. Ella se afirmó en hombros, cabeza y rodillas para alzar la ofrenda. Gimió de nuevo cuando la mitad de mi no muy destacada existencia era una llama en ese averno. Un sonido gutural salió de su boca cuando, de un empujón, me clavé entero.

Aún la veo. El sabio Enano Maligno no permite que borre el recuerdo: la cabeza de lado, la boca entreabierta, el puño apretado, los ojos negándolo todo.

Yo sentía. Joder, cómo sentía. Aún lo siento, pese al tiempo transcurrido.

El culo ardoroso, las pieles pegadas, los brazos rígidos apoyando las manos a cada lado de sus hombros, subiendo y bajando, bajando y subiendo, entrando y saliendo. El gemido, el golpe de un cuerpo contra el otro, la punta del pene hecha fuego, entrando y saliendo, queriendo entrar más y más y no pudiendo y aquella experiencia intuitiva que le llevaba las caderas cada vez más arriba, el ritmo cada vez más violento, el puño más cerrado, los brazos más tiesos, las piernas más firmes, entrando y saliendo…

De repente, la nada.

Seguro que hubo gemidos, gritos, suspiros… siempre los hay. Sólo recuerdo la nada, aunque Jung me reprocharía si me leyera, porque la nada es eso y no puede ser recordada pues anonada. Pero fue como empezar a hundirme en un vacío profundo, ir girando y girando hacia un infinito de instantes. Y el brillo. Y la luz. Y las estrellas. Y la muerte. Y la vida…

Lo demás es una sucesión de anécdotas que no alteran esta historia.