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Todavía

en Erotismo y Amor

Moonlight, una de las mejores escribas de esta web, me ha recomendado que vuelva a publicar este cuento (inserto en Hetero-General hace un par de años) pero ahora es esta sección. Sigo su consejo y creo, sí, que es la mejor historia de amor que he escrito. Tal vez porque la hice con eso: con amor…

Todavía…

Lo cuento como me lo contaron. Le he agregado algunos conceptos de caletre propio, pero nada más que para adornar la historia.

Se llama Estela. A los 40 y tantos cortos, aún se da el lujo de lucir faldas más cortas todavía. No es muy alta. El castaño y pesado pelo le abanica la cabeza cuando camina; lo hace con porte y con gracia, con el paso largo sobre tacones finos, los brazos lacios, el mentón desafiando las miradas. Segura de sí, no necesita ondular mucho las caderas para hacer saber que debajo de sus ropas "todo el año es carnaval".

A los 23 se casó con Mario. Nunca vi tanto amor junto.

Él era un Adonis de nariz torcida por el rugby; cautivante, irresistible para cualquier mujer, era tan gran tipo que no se le podía ni tener envidia.

Se amaban como en los cuentos de hadas. Una vez les dije que ellos no se miraban: se echaban polvos con los ojos, si eso es posible… y creo que lo era.

Mario me comentó que hacían el amor dos o tres veces cada día; que no podían estar juntos a solas más que unos minutos porque, ora uno, ora el otro, a veces a la vez, se buscaban con frenesí para amarse sin hartazgo.

Tanta pasión trajo consecuencias. Dos hijos seguidos no hicieron mayor mella en el cuerpo estilizado de Estela, que ganó en caderas y en gracia y el dar de mamar curvó su figura de tal manera que era imposible imaginarla desnuda y no compararla con una Venus tibiamente tentadora, dulcemente turbadora.

Compartíamos algún café o una comida; una salida al cine y charlas de horas, donde gozábamos como adultos las copas plenas de frases certeras, comentarios inteligentes, chistes pícaros y hasta discusiones acaloradas que no hacían sino reafirmar más la amistad que nos unía, basada en el entendimiento y el respeto a la persona.

Reconozco mi vileza: no hubiera dudado un momento en faltarle (ese) respeto a Estela si no fuera que cuando (ella) miraba a su marido uno advertía que nada podía alcanzarla.

Era la época de los años "revolucionarios" (¿hubo alguna vez un tiempo que no fuera "revolucionario"?) Tontamente queríamos convertir en sufridos obreros a la plebe aburguesada. Desde improvisadas tribunas despotricábamos contra el régimen, la patronal, la esclavitud a la que todos se veían sometidos. Nuestros "liberados" nos escuchaban con estoica paciencia, se subían al ‘600, al R-12 o la "Puma 125" y marchaban a casa a ver sus verdaderos héroes, que vivían en "La Ponderosa" o cometían las torpezas del "Súper Agente 86" y se dormían en el sillón del living "Viendo a Biondi".

Pero nosotros hacíamos "la revolución".

Estela era la maga del mimeógrafo y su marido el rey del tipeo en columnas perfectas de la Rémington 80. Entre empanadas y vino tinto soñábamos con un poder "del pueblo y para el pueblo" –de lo cual el pueblo ni se enteraba, claro- y en el derrocar al "régimen fascistoide" que nos ignoraba, obvio.

Hasta que un día dejó de ignorarnos.

La señal de alarma la trajo Manuel, hermano de Lucía, la chica que repartía volantes frente a las fábricas. Dulce y enamoradiza, Lucía había desaparecido sin dejar rastros. Cuando al día siguiente Manuel tampoco se arrimó a la tertulia, fuimos a buscarlo. Su casa era un caos, con todo roto o revuelto. Sus padres: dos fuentes de lágrimas angustiadas por no saber qué pasaba, qué había ocurrido con sus hijos.

Mario y Estela desaparecieron en la madrugada del 8 de Mayo. Se llevaron todo: Rémington, mimeógrafo, stencils… la revolución de papel dejaba padres atónitos, hijos asustados, amigos aterrorizados.

El grupo de disolvió dejando tras de sí sueños, esperanzas y pensamientos como los de libertad, igualdad, el gobierno obrero y popular. Sabíamos que éramos los próximos, que también vendrían por nosotros. Que en aquel mundo de acomodaticios acomodados no había lugar para los que miran para arriba, que rompen cadenas, que claman por justicia.

Huimos sin vergüenza pero con pánico. Primero, a las fronteras vecinas. Después, a más allá del mar.

Once años duró el exilio; no vale la pena contarlo. Quien lo ha padecido –o lo sufre aún- sabe de qué hablo. Quien no, no lo entenderá nunca porque el exilio es como el dolor de muelas: se puede contar que se padece, pero nadie puede sufrir el mismo dolor que el que lo tiene.

Volvimos y todo era distinto. Pero si soy objetivo puedo asegurar que nada había cambiado. "Todo está como era entonces…", parafraseaba idiotamente.

Un día, con hambre de nostalgia, fui al "boliche" de las viejas tertulias. Eran las mismas mesas, la misma barra, el mismo espejo cagado por las moscas y hasta el "gallego" de la barra era el mismo, aunque más gordo y sudoroso –si cabe- de lo que era en el pasado.

El abrazo, el café "invitación de la casa", la copita de coñac "por los viejos tiempos" y el intercambio de recuerdos, nombres, apellidos, apodos…

-Ayer la vi a Estela-, me soltó el gaita de un trallazo de KO.

No lo podía creer. Estela, la diosa, la musa, estaba viva y ahí, en el barrio. De Mario, el gordo no sabía nada.

La búsqueda fue fácil. El encuentro, terrible.

Los padres de ella me dieron la dirección. Una casita pequeña, con un jardín sin aromas al frente, las paredes clamando por un pintor y una pequeña puerta de rejas que chirrió al abrirse.

La Estela que me atendió es la que describo al principio. Lo reconozco: me bastaron dos segundos para poder jurar que seguía enamorado de ella. Me reconoció al instante y, mal que me pese, nuestro abrazo fue el de dos hermanos que llevan siglos sin verse. Lloramos sin tapujos, cada uno en el cuello del otro, seguros de que cada lágrima era en realidad un recuerdo vertido. Ya más calmos, nos interrogamos encimando preguntas. Había tres lustros de historia a compartir y queríamos hacerlo en sólo instantes.

Dos veces le pregunté por Mario y otras tantas me respondió lo mismo: "Ya viene. Se va a morir de alegría cuando te vea".

El chirrido de la puerta de rejas nos dejó en silencio.

Mario entró haciendo un esfuerzo para acomodar el paso de su silla de ruedas.

¿Hace falta que cuente lo que fue el reencuentro? No quiero extenderme en detalles pueriles y acudo a la inteligencia de quien esto lea para imaginar el momento.

El Adonis era un saco de viejo cuero relleno de puntiagudos huesos. Los ojos hundidos estaban rodeados de arrugas: una por cada tortura a la que había sido sometido… y eran tantos los pliegues que sólo pensarlo ya daba miedo.

Los habían "chupado" y, encapuchados, llevados por meses a distintos centros de tortura. Me lo contaron sin prisas ni nervios. No había odio en sus voces, sino algo así como una letanía. No entraron en detalles. Tampoco hizo falta. Sólo advertí como emoción cuando Mario contó cómo había quedado paralítico de la cintura para abajo.

Dijo que sólo habían podido verse una vez en dos años y medio –el tiempo que estuvieron "desaparecidos"-. Una noche lo llevaron a un lugar desconocido. Había un cuarto poco iluminado y Estela tirada sobre un colchón mugriento. La ropa era jirones y la cara y cuerpo una sucesión de magullones. Le dijeron que diera los nombres de todos nosotros (los "revolucionarios subversivos") o ella sería violada por los seis "milicos" presentes y él obligado a mirar.

-Les dije todo-, confesó sin emoción, mirándome a los ojos.

Le puse una mano en el brazo y apreté fuerte para hacerle saber que entendía, que yo hubiera hecho lo mismo.

-Pero me violaron igual-, dijo Estela con un quiebre en la voz.

Una y otra y otra vez los carceleros jugaron al sexo con una Estela que miraba cómo su marido era obligado a mirar.

Yo, que los conozco tanto, podría escribir horas sobre ese momento y esas miradas. Pero jamás podré expresar ni una parte ínfima de los sentimientos que se transmitieron en aquel lapso.

- Cuando se cansaron me tiraron y me agarraron a patadas. Uno de ellos me pisó con tal violencia que me quebró la espalda-, concluyó mi amigo.

¿Los chicos? Bien, cada uno con las suyas. ¿Y el trabajo? Bien, vamos tirando como podemos. ¿Y cómo quedaron libres? No lo sabemos: creemos que por alguna influencia de mi suegro. "A mi me dejaron en la puerta de un Hospital en Moreno", dijo Mario. "Yo tuve suerte –dijo Estela-. Me iban a poner a laburar en una casa de putas pero un milico que estaba enamorado hizo que me dejaran en casa de los viejos".

No hizo falta que contaran más. ¿Para qué? Había más historia y más dolor en los silencios que en cualquier palabra que pudiera decirse.

Me quedé a comer desgranando mi historia que conté con vergüenza ante aquellos que tanto habían sufrido. Seguimos con café, un poco de caña "Legui", unos mates… se hicieron las tres de la mañana y éramos lapas, hiedras. No podíamos ni queríamos despegarnos.

Sentía, de a ratos, una cosa tibia del cerebro a los pies, de mano a mano. Un amor tan grande como seguramente nunca había sentido. Como jamás sentiré. Amor en cada cosa, en cada gesto, en cada risa –hay tanto para reír después de tanto dolor-. Amor en el brindis por el que no está y por el que no sabíamos si alguna vez estaría. Amor por los que habían sido y por los que serían.

Agotado, ahíto de tantas emociones, me alcanzó la cama de uno de los chicos para tratar de darle paz a mi cuerpo achacoso.

No podía dormir. La película de Estela y Mario ocupaba cada rincón de la imaginación y los sentidos. Sonreí en silencio al recordar sus besos juveniles y lloré como chico al imaginarla ahí, tendida y desnuda y violada frente al ser amado.

Escuché los ruidos típicos de la casa que va cerrándose al descanso. La silla de Mario en el baño, la recogida de los restos de los brindis, Mario yendo a su cuarto –justo frente al mío, que tenía la puerta entornada-, Estela en el lavabo, luego en el dormitorio… y después el silencio.

Pero… un murmullo. Dos personas que hablaban con voces ahogadas. Un rayo tenue de luz salía de la habitación de mis amigos. No pude evitarlo (tan sólo soy humano). Mi ojo derecho se pegó a la rendija milimétrica de la puerta y de allí vi, gracias a un espejo de cuerpo entero, la cama matrimonial donde estaba Mario, desnudo, boca arriba. Hablaba con Estela, que estaba fuera del alcance de mi espionaje por el que me maldije pero del que fui incapaz de resistirme. Sus voces eran susurros ininteligibles.

Veo a Estela ahora. Su desnudez es un ramo de jazmines, la estrella que brilla entre nubes de tormenta, el sol de invierno.

Se acerca a Mario. Cuando él quiere tocarla, ella le toma las manos y se las junta por sobre la cabeza; mi amigo está ahí, inerte a placer. Su pene es un objeto fláccido que no participa.

Estela le da un seno –hermoso, turgente, pleno-, que Mario besa cálidamente. Imagino su lengua jugando con el pezón que se irá irguiendo. Lo suelta y lo sopla suavemente, enfriando la humedad de la saliva. Ella le da el otro pecho, como si estuviera amamantándolo de vida. Cuando Mario quiere alzarse para tomar más de tanta delicia, ella le sujeta la frente y oigo claro el susurro que dice: "shhhh… despacio" y le da un largo, largo beso. Seguro estoy que sus lenguas se enredan, se tocan; que palpan labios y encías para volver a tocarse y rozarse en mil círculos; seguro estoy que sus alientos se funden y cada uno bebe con ansias la saliva del otro.

La boca de Estela se desprende a desgana. Su cuerpo cubre cada centímetro del Adonis tronchado. De la frente a los pies no son dos sino uno queriendo ser menos. Sólo hay huecos entre las axilas, cuellos, pies…

Lentamente la mujer desciende. Es una sierpe que se desliza con lentitud exasperante rozándolo todo, sintiéndolo todo, haciendo sentir todo.

Los pezones rosados llegan al miembro fláccido. Estela se alza sobre los brazos y hace que ora uno, ora el otro, cada seno mimara con lujuria la zona donde alguna vez habitara un macho cabrío. Nunca vi nada igual… ni lo he vivido. Pero imagino (qué digo: siento!) en las ingles el roce caliente de esa piel suave, de los botones de pétalo que parece que besaran pelo, pene, huevos; y me hierve la sangre y la fiebre me arde y me muero de celos…

Como era previsible, después es la boca. El pelo pesado me impide asomar al detalle lo que intuyo al ver movimiento lento de la cabeza. Hacia arriba, estirando el cuello, al lamer largamente del escroto al glande. Hacia abajo, engulléndolo todo. Hacia los lados, jugando y mimando con dulzura infinita lo que fuera una vez formidable herramienta.

Las manos de Mario aprietan con fuerza los barrotes de bronce del respaldar de la cama. No sé qué siente, pero sí sé que está sintiendo. Respira con la boca abierta, los párpados fuertemente cerrados. Viaja a lomo de caricias por los valles más hermosos del placer sexual. Está siendo amado.

La mata de pelos rubios sube y baja cada vez más y más rápido. No hablan, ni gimen, ni piden. Sólo hay aire en llamas que se bebe a boca abierta y se lanza a dientes apretados.

Como un clarín, Mario no suspira sino exhala la pasión contenida.

El pelo lacio apenas se mueve. Las manos de mi amigo se despegan doloridas de los fríos barrotes (tal vez alguna reminiscencia de lo pasado? me pregunto).

Estela se yergue. Está de rodillas, con el sexo apoyado sobre las piernas inermes de su gozado marido. Admiro el esplendor de su belleza. La curva perfecta de la espalda, la rotunda redondez de las caderas perfiladas.

La poca luz impide ver más detalles. Un reflejo me permite adivinar la piel radiante de los muslos y el juego de sombras ratifica la esbeltez de los brazos.

Literalmente a gatas, el cuerpo de Estela asciende del pubis a la cara de Mario. Es ella ahora la que se aferra a los barrotes –estos otros barrotes, distintos y tal vez reminiscentes-. Está de cuclillas y su sexo se apoya plenamente en la cara de su amado. Comienza a moverse y lo hace lentamente. La espalda se curva y arquea, los hombros se encogen y estiran. La pelvis se mueve al impulso de las caderas y adivino, otra vez, la lengua del hombre hundida en aquel lugar donde se inician, sacian y mueren las pasiones. Imagino la vagina húmeda y los labios hinchados de deseo; el clítoris prominente exigiendo ser sorbido, besado, mordido hasta el límite del dolor-placer conocido exactamente por la repetición del acto.

Me asombra el silencio. No, no es silencio. Son los mismos aires en llamas de hace unos minutos, sólo que es ahora la mujer quien los exhala.

El ritmo-danza de las caderas-pubis-sexo se hace, cada vez, más rápido. Noto la urgencia en las manos de Mario tomando con fuerza la cintura esbelta, ayudando e insistiendo en el movimiento de ola, de ala, de campanario.

Escucho un ruego: "Más…". Un pedido: "Más…". Una súplica: "Dame más, ahora…". Una orden: "Ahora, sí, ahora, dame más". Tres gemidos: "Ahora… ahora… ahora".

Las manos retuercen las barras metálicas. La danza es violenta y las caderas frenéticas. La cabeza hacia atrás deja ver el brillo sudoroso del cuello mientras oscila y de golpe… la boca se abre en un grito hacia adentro que no tiene fin. Todo el aire del mundo se absorbe en un instante y se lanza de nuevo cual mil alaridos en apenas susurros.

Estallan estrellas. Se hunden abismos. Cielo y tierra se tocan. Hay nada y hay todo.

Las manos se aflojan. El pelo pesado tapa la cara que cae despacio.

Tiemblo. Tiemblo. El orgasmo de ella lo siento en cada pedazo del cuerpo. Jadeo. El deseo, la pasión, me brota de cada poro. Siento tanto, tantas cosas, que no sé qué hacer. Sufro. Una lágrima insólita me cae por el mentón barbudo.

El ver, escuchar, sentir, duele en el pene enhiesto y en los testículos inflamados. Me arde la cara y el corazón me pone retumbos africanos en la cabeza.

Como puedo regreso a mi cama prestada.

No quería tocarme aunque me moría por hacerlo. El acto que había visto y sentido se me repetía una y otra vez. Lo tenía en los ojos, la mente, el cuerpo. Era una película loca que avanzaba y retrocedía una y mil veces. Los sonidos se repetían, se iban, volvían, iguales, distintos.

Al rato –largo rato- y ya más sereno, me di cuenta que había asistido a un acto de amor increíble, a un juego de entregas extraordinario, a la combinación perfecta del Nexus, el Plexus y el Sexus que buscaba Miller.

Trataba de meterme en los sesos de Mario. Qué sentiría al besar ese sexo violado mil veces y otra vez violado? Y ella… qué? No quise, no pude, no supe avanzar en esa línea del pensamiento. Me di cuenta que no sabría cómo salir si comenzaba a ahondar esos caminos.

Tuve la suerte que me venciera el sueño.

Por la mañana, una mano fresca en la frente y una voz dulce en el oído me recordó que al mundo había que darle una ducha para que siguiera girando y al cuerpo un café para que sirviera de algo.

Con un abrazo despedí a Mario cuando salió a trabajar. La segunda taza de pócima oscura me abría los ojos mientras Estela iniciaba el trajín de la casa. Yo la miraba y ella lo sabía.

-Me voy-, le dije.

Me echó los brazos al cuello, me abrazó fuerte, muy fuerte. "Lo amo", me dijo en un susurro. "Quería que lo vieras, que supieras cuánto lo amo", agregó sin necesitarlo.

Camino a cualquier parte, la voz de la "Negra" Sosa me cantaba desde el corazón: "Todavía cantamos, todavía soñamos, todavía reímos, todavía amamos…"

"Todavía hay esperanzas", agregué de mi coleto.

 

A Rosana F. mi mujer, a quien amo con locura por ser capaz de entender lo que quiero decir… y animarme cada día a hacerlo

Posdata: No sé si esta Web es el lugar adecuado para publicar este cuento corto. Lo hago aquí porque como todos los que quieren decir lo que han visto, necesito otros ojos para mirar lo mismo. Sé que existen mito y tabúes sobre el sexo de los y entre los lisiados y minusválidos. La verdad es que ellos aman, sienten, gozan y sufren al igual que cualquier "normal". Para saber más, pueden asomarse como lo hice yo a la página web http://www.minusval2000.com/relaciones/validos_para_ser_padres/ a la que agradezco la inspiración por este escrito.