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15 años después

en Amor filial

La comencé a amar en el momento en que la conocí.

Era algo así como los sueños hechos realidad, la mujer soñada, aquello que se piensa que nunca se tendrá pero que se anhela conseguir.

Teníamos poco más de 15 años. Yo, un grandulón que a patadas trataba de abrirse camino en la vida. Ella, una diosa escultural: el cabello largo casi hasta la cintura, fino y lacio como guedejas de sol; los ojos verdes… o amarillos… o azules. Dependía del ánimo y la luz. La boca tentaba el beso y el cuerpo era una sucesión infinita de curvas y redondeces, que cualquier hombre hubiera ansiado conocer

A veces, tomaba la guitarra y cantaba las dulces canciones de la tierra en la que había crecido. Su voz eran los suspiros de Vinicius, la sensualidad de Jobín, las disonancias de Toquinho. La amaba más cuando cantaba, especialmente cuando estábamos solos y me traducía los versos apasionados de sus canciones.

Me excitaba su olor, su aliento, mirarla. Durante casi dos años fue la causa y razón de mis fantasías más eróticas, la destinataria exclusiva de pajas feroces, necesarias para calmar el cuerpo y el alma.

Nunca, entonces, le pude decir a mi prima hermana cuánto la amaba.

Nos alejamos pues teníamos rumbos marcados. Ella volvió al país del Corcovado y yo marché a la adultez con pasos demasiados apurados.

Quince años después, siendo un profesional, mi empresa me destinó a la ciudad en la que ella vivía, ya divorciada y con hijos.

Verla fue volver a sentir la adolescencia en las venas, sentir el rebrote del amor nunca acabado y nunca consumado.

Su pelo y sus ojos, su voz y su guitarra, sólo habían cambiado para hacerla más deseable. El cuerpo le había crecido en proporciones perfectas y no sé si porque revivía las imágenes del pasado o realmente lo era, la sentí mil veces más hembra.

La miraba en la playa y era imposible no excitarme. El paso largo, dominante; la cabeza alta, mayestática. Los grandes senos vibrando y su cola firme, dura, simplemente tentando. Era una diosa y lo sabía y gozaba con serlo.

Una noche salimos. Una cena larga, un buen vino importado de esos que abren el corazón y los sentimientos, un clima íntimo que deseaba no acabara jamás. Sus hombres, mis mujeres. Las historias, las pasiones. Los sueños, las esperanzas. Las pasiones de nuevo… y otra vez, y otra.

Hacía calor en el "sambao" de la Avenida Ibirapuera. Una espuma de cuerpos sudados procurando a pura cerveza calmar el frenesí del movimiento al que impulsaban, imparables, tamborines, maracas y sartenes. Me cohibí cuando me dijo que bailáramos y me animé cuando me aclaró que nadie nos vería de tantos que había.

En pocos minutos éramos parte del todo. Del ritmo de batucada, del olor de los "charutos" y del movimiento inconscientemente inevitable que la música inyectaba directamente a las piernas, a las manos, a la cintura.

Me sorprendí al darme cuenta que estaba coqueteando. Movía brazos y senos mirándome fijo, con una sonrisa grandota. Me azotaba con el pelo, me mostraba su habilidad para mover en forma independiente una u otra nalga al compás de la música, desplazando los pies con pasos muy cortos y a ritmo violento.

Con la tercera jarra de cerveza terminé de licuar los principios.

La Bethania comenzó a desgranar romance, lento, pegajoso, caliente.

Le tomé la mano y la llevé a la pista, donde docenas de cuerpos amañaban preludios de amor más o menos avanzados.

Me dijo algo que no escuché y arrimamos las caras y así fabricamos el primer beso.

Dos, tres, mil. Le dije que hacía 15 años que la esperaba y seguí recuperando el tiempo en el que me había estado preparando para tener en los brazos a semejante mujer. No era mi prima. Era el sueño que tanteaba, mecía, apretaba, palpaba…

Su cama fue testigo quejumbroso de un esperado incesto.

La besé toda. Cada monte, cada valle, cada cueva. Probé el sabor de cada espacio y hundí la cara en cada pliegue. Cada tanto, de rodillas, simplemente la miraba. Los rizos del pubis, las formas macizas y redondas de los senos, las caderas generosas…

Hicimos el amor como dos fieras. Con furia, con rabia, con ansias, con deseo, con pasión. Con amor, como debe hacerse el amor.

No hubo tabúes ni inhibiciones. Cada uno sabía qué dar y cómo hacerlo. Los dos habíamos aprendido en otros cuerpos que el goce total y auténtico está en el placer del otro, así que recién en su tercer o cuarto orgasmo le levanté las piernas al cielo y la penetré sin respeto.

No pude dejar, entonces, de recordar –como hago ahora- aquellos versos exactos: "Esa noche recorrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar, sin bridas y sin estribos".

Largo rato después comencé a acariciarle la espalda. Desde la húmeda nuca modelaba con la punta de los dedos cada espacio, sentía cada hueso. Había espacio para muchos besos, así que deposité algunos columna abajo y noté la piel erizada cuando la lengua exigió conocer el sabor de lo que había entre sus dos más bellas montañas. Era el fin y el principio. El fin de un sueño de tres lustros, el comienzo del final de lo alcanzado.

Dejé saliva allí, como animal que marca su sitio. Me acomodé entre sus piernas entreabiertas y fui subiendo muy lento hasta donde había empezado. Cuando le mordí la nuca, como lo hacen los leones y los gatos, suspiró profundo y alzó la pelvis. Ofrenda total de la hembra exquisita.

La penetré suavemente, muy atento a cada uno de sus gestos, gemidos, suspiros. Miraba su cara de costado, la boca entreabierta de labios resecos, la nariz palpitando y aún se me eriza el pelo cuando recuerdo la mano que apretaba fuerte, fuerte, un trozo de sábana.

Con un movimiento y un grito me insertó en sus entrañas y comenzamos la danza que sólo bailan aquéllos a los que el placer devora.

Gritaba y gemía. Yo la oía y sentía. Pedía más, insaciable y le daba más, le daba todo, pero ella más quería.

Comenzó a alzarse con los brazos y la aplasté con todo el cuerpo. Cuando dijo mi nombre, en un grito, me fui hundiendo en el pozo profundo del placer infinito.

No fue un orgasmo. Fue un todo. No tengo otras palabras para describirlo,

No sé si esa noche paulista sonaron campanas. Debieron sonar al vuelo. Por los sueños que se hacen posible y los sentimientos que se pierden cuando los sueños dejan de serlo.