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Pobre Francisca (2)

en Dominación

Francisca estaba estudiando en su habitación para el próximo y crucial examen cuando el timbre de la puerta sonó. Le gustaba estar vestida con ropa cómoda para dedicarse a la labor; solía vestir para la ocasión con el pantalón de algodón de su pijama de color rosa pálido y con una camiseta blanca, vieja y desgastada y que por ello le quedaba como cuatro tallas más grande de que lo que necesitaba. El pelo lo tenía sujeto con una mal formada cola de caballo, que hacía que los cabellos lacios y negros cayesen como desbordados del bucle por el efecto de la goma del pelo. El sonido melódico no hizo que cambiase de postura, seguía sentada en su silla con los codos sobre la mesa y la vista clavada en su libro porque sabía que uno de sus padres abriría la puerta, sin sospechar quién podría ser, pues no esperaba ninguna visita. Por eso, cuando la voz de su madre la reclamó para que saliese de su habitación supuestamente para atender a la visita, se extrañó y acudió a la llamada con el ceño fruncido. La expresión tornó a temor cuando vio a Azucena plantada en el recibidor de su casa esperándola.

    • Pero… ¿qué hace aquí? – Preguntó indignada Francisca.
    • He venido a ayudarte un poco con el examen, ¿no te acuerdas?

No sabía qué decir. Era obvio que mentía, jamás le pediría ayuda a esa mujer, pero también era obvia la razón por la que estaba allí y le vino de golpe la amenaza que le había proferido Azucena tras la violación: "Recuerda que siempre podré acusarte de robarme medicamentos estupefacientes de la farmacia si me haces enfadar. A partir de ahora quiero que te pongas a mi disposición, para mi uso y disfrute, y ante el mínimo reproche por tu parte serás denunciada por robo, y quién sabe, por tráfico de estupefacientes. No podrás ir a la universidad, y seguro que a ese novio tuyo tan remilgado no le haría gracia el asunto."

Pero jamás, a pesar de la declaración de sus intenciones, podría haber esperado Francisca que Azucena se presentase en su casa. La presencia de sus padres le hizo confiarse, eso haría que ella no se atreviese a nada semejante a la violación que le había acometido.

    • Ah…sí, es cierto. Mamá, esta es la farmacéutica…
    • Azucena – se presentó diligente.
    • Encantada – contestó la madre.
    • Pues eso, que es la farmacéutica y que le he dicho queeee….me ayude…bueno, le he pedido que si quiere ayudarme con el examen….de física…. – no se le daba bien mentir, pero debía pensar en una excusa para solventar el encuentro. Mientras los segundos transcurrían, Francisca pensaba más y más en lo que estaba viviendo: "Mi violadora se presenta en casa, conoce a mi madre y yo no puedo decir nada porque puedo terminar en la cárcel por tráfico de estupefacientes, ¡Dios mío!"
    • Me encanta la física, y en cuanto Francisca me comentó preocupada que necesitaba ayuda para el examen me ofrecí encantada.
    • Pues no le vendrá nada mal. Esa asignatura siempre se le atraganta. ¿Qué vais, a la habitación?
    • Sí, claro, es mejor que vayamos allí.

Francisca se dio la vuelta y caminó hacia su habitación, al final del pasillo, con Azucena siguiéndola detrás, admirando su trasero a través de la suave tela del pijama; no llevaba nada debajo, según pudo comprobar con agrado la farmacéutica, y la boca comenzó a salivarle.

    • Y, Francisca – le llamó su madre.
    • ¿Sí?
    • La próxima vez avísame de tus visitas. Así podré tener algo preparado para recibirlas.
    • No se preocupe, señora, si tengo hambre ya le pediré algo a Francisca.

La madre volvió al salón, donde con su marido veían la televisión sentados en el sofá. Francisca entró a la habitación, Azucena detrás y la puerta quedó cerrada completamente.

Azucena contempló con inusitado placer la habitación de Francisca, el lugar más íntimo de su presa, aquél en el que su bella chica descansa por las noches, en el que se viste y desviste, en el que quizás su novio le hace el amor los fines de semana. Un amplio cuarto, con la cama en el centro, un armario contra la misma pared de la puerta, con una ventana en la pared opuesta, una mesa bajo ella y frente a la cama unas estanterías repletas de libros, apuntes y peluches. El cobertor de la cama era rosa, al igual que las cortinas, aunque éstas eran un poco más tenues.

Francisca se sentó en la silla cercana de la mesa, Azucena lo hizo sobre la cama, cerca de Francisca y sonriendo complaciente.

    • ¿Cómo sabe dónde vivía? ¿Y lo del examen?
    • Tranquila. Saber dónde vives fue fácil, sólo con seguirte aquel glorioso día que nos conocimos fue suficiente. Estabas tan guapa con esa carita mojada de lágrimas – le acarició una mejilla con el dorso de la mano –. A partir de entonces pasaste a estar controlada totalmente por mí. Conozco tu colegio, tus amigas, tu novio…
    • ¿Qué? – Francisca estaba encolerizándose.
    • Casi toda tu vida está controlada ya, nenita. Eres mía.
    • ¿Pero qué quiere de mí? ¿Por qué me hace esto?
    • Porque has tenido la mala suerte de gustarme, de despertar mis más profundos instintos sexuales. ¿Sabes lo que pienso cada vez que me toco en la ducha? – Se levantó y se acercó a Francisca, tendiendo sus manos hacia ella dulcemente – Pienso en ti, en tu cuerpo, en tu piel, es tan suave…tan apetecible.

Francisca se sentía apocada por la mujer madura. Reconocía en ella una extraña atracción, su recio cuerpo emanaba un poder que la intimidaba, sabía que estaba a su merced, no sólo por la amenaza de ser denunciada a la policía, sino de forma natural, como si ese fuera su papel.

Azucena se acercó a ella despacio, recreándose sabedora del temor que inspiraba en la joven.

    • ¿Cómo va tu pequeño problema? No me has dicho nada – sus ojos se tornaron hacia la zona en cuestión.
    • Bien.
    • ¿Me dejas ver como va? – le acariciaba un mechón de pelo, arremolinándolo y jugando con él.
    • ¿Aquí?
    • Claro tonta. Déjame verte, no seas mala – su voz se convirtió en un susurro.
    • …
    • Venga, levántate. Ponte en pie. Así, bien – Francisca se movía despacio, temerosa –. Eres muy linda. Seguro que tu novio te dice muchos piropos, pero te los mereces todos. Eres un bombón muy dulce – le besó una mejilla tiernamente, y su mano se acercó a la goma del pantalón del pijama.
    • Por favor, si mis padres entran…
    • No entrarán, nena, estamos solas, no tengas miedo.

La mano diestra y hábil de Azucena comenzó a bajar muy lentamente el pijama de la chica. Francisca trataba de sostenerlo para impedir su descenso, pero la tenacidad de la señora era mucha, y poco a poco la blanca piel de la cadera y los muslos de la joven iba saliendo a la luz, al alcance de la farmacéutica. Como Francisca tenía su mente ocupada en dificultar su desnudo impune, Azucena aprovechó para besarla en la boca, un beso repentino pero goloso, húmedo, que la joven, al sentirlo tan agradable, no pudo rechazarlo al principio, hasta que se dio cuenta de que era una mujer la que la besaba y la repulsión por ello hizo apartarse de la cara de la mujer.

Las piernas de Francisca quedaron desnudas al fin. El fino vello de sus bellas extremidades se erizó al entrar en contacto con el aire. Se estremeció al sentirse tan vulnerable delante de Azucena, tener su coñito rasurado a la vista y al alcance de la impetuosa mujer.

    • ¡Qué bella eres! Eres preciosa. Hoy voy a comerte enterita, bomboncito.
    • Por favor, señora…no me haga nada, mis padres…si entran…

Pero Azucena no le dejó terminar la frase. Sus bocas se sellaron otra vez en un cálido beso. Las manos de Azucena repasaban con caricias el cuerpo de Francisca, dulcemente, suavemente, sintiendo en sus yemas cada centímetro de piel de la joven. La chica se resistía tímidamente para no hacer ruido y despertar sospechas en sus padres, que se encontraban en la sala contigua viendo la tele.

No le era muy agradable lo que la mujer le hacía. Nunca tuvo una relación sexual, ni un acercamiento de esa índole con otra mujer. Para ella era su primera vez con una persona de su mismo sexo y no tenía la mente acostumbrada a los tocamientos y los besos de una mujer. Azucena era más grande que ella; no sólo le ganaba en altura, sino también en condición física en general, era más ancha, más robusta y más fuerte que la joven, y ese poderío físico era aprovechado para someter a Francisca a un incesante sobeteo por todo su cuerpo, sin que pudiera zafarse la pobre chica.

Azucena le besaba el cuello cuando dos de sus dedos de su mano derecha alcanzaron la vagina de Francisca. Al sentir el contacto, la chica dio un respingo que fue firmemente impelido por los recios fuertes de la mujer, que la rodeaba en un tenso abrazo. Así pues, Francisca tuvo que soportar el tocamiento y la estimulación que éste producía en su vagina, que reaccionó de manera contraria a lo que hacía su mente; por dentro era torturada, pero su cuerpo respondía a la excitación provocada.

Su cuello pasó a ser el siguiente objetivo de la boca de Azucena. La mujer disfrutaba de la tersa piel de la joven; en ninguna otra persona podía encontrar un manjar semejante salvo en una chica joven, bella y complaciente como Francisca. La chica mantenía sus manos tensas, preparadas para la repulsión pero sin llegar a ejercerla chantajeada como estaba por la mujer madura. Por el momento pensaba que podía seguir soportando las caricias y los besos de Azucena, pero sabía que podía llegar a sentir, de proseguir la situación así, la repulsión suficiente como para hacerle frente sin temer las posibles consecuencias de su rechazo hacia la mujer. Azucena lamía, comía, devoraba el pescuezo de Francisca, siguiendo las líneas azuladas que las hinchadas venas marcaban por debajo de la piel y que tanta sensibilidad provocaba en el cuerpo de la joven. La camiseta ceñida que Francisca mantenía puesta pronto sería despojada de su torso.

La mano de Azucena comenzó a mojarse por los flujos que la vagina de Francisca liberaba por la estimulación. Francisca cerraba las piernas instintivamente en un gesto protector inherente a su mente, pero Azucena alcanzaba el coño de la chica igualmente, a pesar del esfuerzo de ella por evitarlo. La mujer lo prefería así, que existiese cierta resistencia por parte de la joven, que ésta no se dejara convencer tan fácilmente; en cuanto Francisca aceptase sin resistencia su papel de sumisa, de amante lesbiana, a Azucena dejaría de interesarle.

La camiseta blanca de algodón, que resguardaba el escultural torso de Francisca, fue despojaba de su cuerpo. Azucena se alejó un poco para contemplar con mayor perspectiva el espectacular cuerpo de la joven. Sus pechos no eran grandes, no destacaban por su tamaño, pero sí por su forma agradable y por su aparente esponjosidad. La piel era blanca, muy clara, y los pezones destacaban sobre ella pequeños, duros, rosas. Sin embargo, la cara de Francisca denotaba su disgusto por ser tan claramente objeto de una mirada excesiva que le hacía estremecer en su interior y que no podía evitar que se reflejara hacia el exterior.

Ante el asombro de la joven, Azucena comenzó a despojarse de su ropa. Sin dejar de observar el estremecido cuerpo de Francisca, fue desabrochándose los botones de su blusa uno a uno. La mirada era viciosa, había encontrado otro aspecto para satisfacer su morbo, y era el desnudarse ella también poco a poco delante de la chica. Francisca sintió temor por el panorama que podían encontrar sus padres si alguno de ellos entraba repentina e inocentemente en la habitación. ¿Qué dirían al verla a ella desnuda y a una mujer mayor desnuda también con ella? Bueno, claro que sabría lo que dirían, pero lo que sucedería a partir de entonces no podía imaginarlo. Azucena se quitó la blusa y la dejó en la silla, donde pocos segundos después el sujetador descansaba también. El torso de Azucena se mostró en todo su esplendor, con sus dos pechos duros, de un aspecto recio. Francisca se sintió todavía más impresionada por esa mujer poderosa, no solo en cuanto a carácter sino que también físicamente.

    • ¿Qué hace? – corrió presurosa a asegurarse de que la puerta seguía cerrada.
    • No tengas miedo, no vendrán. Se nota que eres una buena chica y que tus padres son de esos que no molestarían a su hija mientras estudia.
    • Por favor, déjelo ya. Si quiere mañana voy a su casa, pero aquí no – el rostro de Francisca mostraba auténtico pavor. Su cuerpo tenía esa agitación nerviosa del que teme ser cazado in fraganti en actitud poco decorosa.
    • No, lo haremos aquí.
    • ¿Haremos?
    • Ven – Francisca no acató la orden enseguida –. Te he dicho que vengas – la rígida voz de Azucena se hizo más fuerte y se elevó un poco más –. No lo volveré a repetir, ven – finalmente, Francisca tuvo que obedecer y sumisamente se situó al lado de su Ama, cerca de la cama.

Azucena se desabrochó el botón de su pantalón, se bajó la cremallera, haciendo todos estos gestos despacio para deleitarse ante la mirada de la joven. Dejó que el pantalón descendiera a lo largo de sus piernas, hasta que se topó con el suelo. Bajo él, un tanga rojo era el objetivo de la mirada de Francisca, una mirada hecha más de manera incauta que buscada, pues no deseaba contemplar el cuerpo desnudo de su Señora.

  • Mírame – le dijo de súpito Azucena al ver que Francisca esquivaba su mirada.

La miró, pero sin aparente interés. Azucena se quitó el tanga y lo dejó al lado del pantalón en el suelo. Las piernas de la mujer eran también fibrosas y fuertes, anchas. Las nalgas poderosas, algo caídas pero de buen porte. Se quedaron inmóviles las dos, mirándose la una a la otra. Las dos sabían lo que estaba a punto de ocurrir, pero una de ellas no lo deseaba.

Azucena empujó levemente a Francisca con el objeto de hacerla tender en su cama boca arriba. La joven apenas ofreció una leve resistencia, más propia de la vergüenza que estaba pasando que de evitar realmente los deseos de la mujer madura. Se sentó en la cama y se acostó, exhortada por los brazos de Azucena que la empujaron hasta que se quedó acostada mirando hacia el techo. Azucena estaba de rodillas entre sus piernas abiertas, haciéndole suaves caricias con los dedos a lo largo de sus caderas y pubis, haciendo que el vello se erizase cada vez que el dedo surcaba la piel. Francisca se cubrió instintivamente los pechos con los brazos, cruzándolos sobre ellos; no quería ver lo que le hacía la mujer, aunque lo sentía perfectamente. Intuía claramente cual era la postura de ella, lo sabía no solo por el tacto de sus manos sino por el aliento de la mujer y por los ligeros soplidos que ésta le hacía sobre su vagina. Se estremecía cada vez que lo hacía.

Azucena disfrutaba causando esa sensación en la joven, haciéndola esperar sin llegar a tocarla ni comerla abiertamente, aunque todo llegaría finalmente, pero antes quería calentarla, y si no lo consiguiese, al menos la haría sufrir un poco manteniéndola en esa tensión. Apretó su boca contra el reluciente coño de Francisca y le dio un fuerte lametón. El cuerpo de la joven pegó un respingo repentino. Irguió la cabeza para comprobar lo que la mujer le hacía y se topó con la amplia sonrisa de ésta. Azucena le volvió a dar otro lametón, más profundo en su vagina, y un estremecimiento más fuerte recorrió su cuerpo.

    • ¡No, por favor!
    • Vamos tonta, no me digas que no te gusta.
    • Me da escalofríos.
    • ¿Es que tu novio nunca te hizo esto? – Volvió a darle otro lametón entre sus labios vaginales.
    • Mmmmmm….sí, o sea…no, una vez, pero es que…
    • ¿Pero es que qué?
    • Nada.

Azucena volvió a sonreír de la misma forma malévola con la que lo había hecho antes. Estaba disfrutando mucho.

Su boca succionaba los fluidos de la joven. No podía absorberlos completamente, por lo que los muslos de la joven se humedecieron, dando lugar a la aparición del olor a sexo, procedente no solo de los fluidos vaginales sino también de la transpiración de ambos cuerpos. Francisca estaba tendida, rendida a disposición de Azucena, sin atreverse a hacer nada por molestarla, aunque no le faltaban las ganas para intentar, al menos, ofrecer una resistencia mayor, pero sus padres se encontraban cerca de ellas y su postura, debía reconocer, no era fácilmente defendible. Aún cuando denunciase a Azucena por ¿violación? no sabía si la iban a creer. ¿Por qué no lo hizo antes? Supo que el momento de la denuncia había pasado, ya no había vuelta atrás. Azucena podía argüir que era una relación consentida desde el principio, pues Francisca no había mostrado signos externos ni le había comentado a nadie, ni siquiera a su madre, el apuro en el que se encontraba. Tuvo que dejarse comer, permitió que la madura señora la devorase y tapizase todo su cuerpo con su saliva, que sus manos surcasen toda su piel y se dejó estremecer por los tocamientos de Azucena.

Su cuerpo volvió a traicionarla. Era seguro que ella, mentalmente no se encontraba estimulada sexualmente, pero esa repulsión interna no hallaba correspondencia en su cuerpo; éste seguía un camino independiente, a él sí le gustaba lo que estaba ocurriendo. Esa traición, la de su propio cuerpo, era lo que más afligía a Francisca.

Por mucho que intentó disimular el orgasmo, se hizo bien patente a través de los movimientos y estertores de todo su cuerpo. ¿Era posible que en el afán de tratar de esconderlo, el orgasmo hubiera adquirido mayor potencia? Incluso se asustó, pues pensó que un orgasmo de semejante intensidad no podía ser normal. Inclinó la cabeza para observar a Azucena, que se hallaba entre sus piernas comiéndola ruidosamente.

El orgasmo no sólo fue mayor en cuanto a fuerza, sino también en cuanto a duración. La vista se le llegó a nublar, su voz quedó parcialmente muda, y sus oídos dejaron de oír durante unos segundos. Sintió vaciarse, no le quedaba más que su cuerpo húmedo y agotado, nada en su pensamiento se movía. Inerte y respirando forzosamente, quedó la pobre Francisca.

Cuando volvió a tomar consciencia, pues así se sentía, como si la hubiera perdido, aunque no fue totalmente, Azucena estaba acostada a su lado, acariciándola tiernamente, besándola suavemente, las dos mujeres desnudas, la una al lado de la otra.

Azucena dejó que la joven se recuperase unos minutos. Miró el reloj y dudó sobre si le daría tiempo a hacer una última cosa con Francisca. Cuanto más pasaba el tiempo, mayor riesgo había de que sus padres entraran en la habitación, o llamasen a su hija para preguntarle algo. ¿Y si la llamaban para cenar? Le entró un poco de miedo.

    • ¿Has cenado? – le preguntó en un susurro.
    • No… – respondió quedamente Francisca.
    • Pues no te preocupes, que yo te daré algo para cenar.

Azucena se recostó boca arriba con las piernas abiertas. Su coño se mostraba resplandeciente a la luz que entraba por la ventana debido a los fluidos que lo humidificaban. De repente un improvisto olor acarició las fosas nasales de Francisca. Seguía recuperándose del brutal orgasmo que la mujer le había provocado y poco a poco iba volviendo a tomar conciencia de lo que ocurría. Azucena la miraba en silencio, agitando nerviosa sus piernas con pequeños movimientos, llamando la atención de la joven hacia esa zona. Francisca miró a Azucena, con cierto temor pues ese silencio le infundía más miedo que nada en aquel momento, sin percatarse de las intenciones de Azucena.

    • Ahora tienes que devolverme lo que yo te hice.
    • ¿Devolverle…qué?
    • Tienes que hacerme lo que yo te hice.

La mente de Francisca era incapaz de concebir el deseo de Azucena.

    • ¿Qué quiere que haga?
    • Vamos niña – sonrió cínicamente –, dime qué te acabo de hacer.
    • Acaba de…chuparme…de lamer mi vagina… – lo dijo tan bajo que apenas se escuchó.
    • No cielo, acabo de comerte. ¿Una lamida dices? Una "lamida" no te hubiera provocado ese orgasmo.
    • No, señora.
    • ¿Y bien?
    • ¿Quiere que yo…a usted? – señalaba con miedo hacia el vientre de Azucena, queriendo hacerlo hacia su coño pero sin atreverse del todo.
    • Sí, niña, quiero que tú ahora me comas como yo te he comido a ti.

La cara de Francisca sufrió un cambio drástico, se encontraba al borde del llanto. Se encontraba incapaz de procesar lo que la inmoral mujer le proponía realizar. ¡Si ya le costaba hacérselo a su chico, cómo sería capaz de hacérselo a una mujer!

    • Pero…no, no puedo.
    • Eso lo dices porque nunca lo has hecho, pero te encantará.
    • No, de verdad, no me obligue a hacer eso…no puedo…
    • Me estoy impacientando. Una cosa es que te hagas de rogar, cosa que hasta tiene su punto morboso, pero otra cosa es que te comportes como una niña mimada. Harás lo que yo te diga, porque si no puedes terminar en la cárcel por asunto de drogas. Te lo he dicho muchas veces y parece que todavía te lo tomas a broma. Dime, ¿eres consciente de tu situación?
    • Sí, pero por favor, ¿por qué me hace esto? Yo no hice nada malo, no hice nada, no me pida esto ahora.
    • Me estás irritando, Francisca – dijo su nombre con especial entonación, remarcando su enojo –. No te pido más qué que me comas y que me hagas estremecer de placer como yo lo hice contigo. Hazlo por las buenas o lo harás por las malas.

Súbitamente el tono de Azucena había subido una barbaridad. Era severa y dura con Francisca, pero en ese momento a la joven le pareció percibir una cólera interior en la mujer que podía tener peligrosas consecuencias si emergía al exterior. Con movimientos vacilantes, todo su cuerpo temblaba, se irguió y se fue acomodando, sin saber como, para adoptar una postura que fuese lo suficientemente adecuada para realizar la comida. Azucena vio que Francisca tenía tanto miedo que apenas pensaba, haciendo que sus movimientos sobre la cama fuesen torpes y lentos. Con órdenes precisas le indicó como ponerse, quedando al final la joven de rodillas, con los codos apoyados sobre la superficie de la cama y entre las piernas de la mujer. El coño de Azucena estaba a escasos centímetros del rostro de Francisca, haciéndole descubrir a la joven un aroma que difícilmente podría olvidar.

Otras órdenes aún más tajantes que las anteriores mostraron a Francisca como realizar la comida. Con sus finos y temblorosos dedos separó los labios de la mujer. Acercó muy lentamente su cara y sacó la lengua, hasta que encontró la mucosa rezumante de Azucena. El sabor del líquido la amargó y puso cara agria, pero ante otra orden de Azucena repitió la operación. Azucena agarró con firmeza un brazo de Francisca por la muñeca y la llevó hasta que su mano entro en contacto con un de sus pechos. Instintivamente, la joven quiso retirar su brazo, no porque le resultase desagradable el esponjoso tacto del pecho de la mujer, sino porque no en su mente, aquel comportamiento no lo consideraba como propio entre mujeres. ¿Pero qué podía hacer? Parecía que Azucena soportaba las dudas de Francisca, pero hasta cierto límite. Francisca abandonó su brazo y su mano haciendo que Azucena recorriese sus pechos con los dedos de la joven, hasta que la mujer ya no necesitó agarrarla más por la muñeca, pues Francisca ya continuaba con el sobeo ella sola.

Finalmente, después de varias aproximaciones en las que poco a poco se fue acostumbrando, sus labios entraron en contacto con la vagina de Azucena y pudo realizarle una comida fabulosa y plena que dejó totalmente satisfecha, tanto física como orgullosamente, a la mujer que la tenía atada a sus designios.

Francisca se apartó del cuerpo desnudo de la mujer, sin atreverse a mirarla a los ojos. Se sentía tan humillada que ni siquiera podía sollozar, tan sólo quería desaparecer de la vista de cualquier persona, que la tragase la tierra, pero allí estaba Azucena mirándola fijamente con sus vanidosos ojos negros, esbozando una leve sonrisa que indicaba el grado de satisfacción que su mente había alcanzado al dominar a la joven.

Se vistió lentamente, sin perder de vista a Francisca que permanecía sentada en la silla, de espaldas a ella y desnuda, con las rodillas dobladas a la altura del pecho y los brazos rodeando las piernas para sostener la postura.

    • Esto no termina aquí nena – le dijo secamente –, pienso seguir disfrutando de ti por mucho tiempo.
    • No podrá mantenerme atada de esta manera por mucho tiempo – acertó a decir en un susurro Francisca –. Dentro de poco sus amenazas sobre los estupefacientes perderán efecto sobre mí.

Azucena, una vez que ya estaba vestida y preparada para salir se acercó a ella y le dijo al oído.

    • Entonces buscaremos otra excusa para continuar jugando.

Francisca rompió a llorar en cuanto Azucena salió de la habitación. Continuaba inmóvil en la silla, sin atreverse siquiera a la presencia de sus padres tras el momento que había pasado. Lejos, en la puerta de la casa, Francisca oyó como Azucena se despedía amablemente de sus padres.