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Katie 001

en Grandes Relatos

Capítulo 1 - Celos y cojines.

Sé que resulto demasiado tradicional para los tiempos que corren. Recién llegada a la facultad, mi adaptación me está resultando difícil, por no decir penosa. Me mantengo virgen, no por elección propia sino la de mi familia. En esta época tumultuosa, hay aparentemente activos sagrados y uno de ellos es mi pobre himen. Mi padre es un político famoso y mi madre una activista conservadora, secretaria general de la famosa asociación mundial pro sexo seguro. En su universo inmune sólo existe una manera de entender los intentos de reproducción: limitada a un noviazgo formal, al matrimonio o como mal menor un simple escarceo en el que la chica no disfrute. No me entendáis mal, mis padres me quieren muchísimo, me adoran. Es sólo que su afán de protegerme supera su intelecto. Soy la extensión de sus imágenes públicas y en ellas no existen mis hormonas o se reducen a fugaces escarceos en la oscuridad, supongo que me entendéis.

Como bien sabéis, el mayor problema son los estímulos. Chicos por aquí, chicos por allá. Roces casuales, miradas excitantes y flirteos. Demasiado para una chica de pueblo. Aquí es dónde entra mi amiga Cassandra. No sé que hubiera hecho sin ella. Para empezar, es guapa, muy guapa: alta, delgada, rasgos finos. Su cuerpo irradia elegancia en un vestido de noche. Y es inteligente, bastante más inteligente que yo.

Al principio sentí celos. Fue su simpatía y su alegría lo que terminó venciendo mis resistencias. En menos de un mes, ya había caído en sus redes. No me entendáis mal, no me siento manipulada o controlada, pero seamos sinceros: hago lo que ella quiere. Como contrapartida, mis notas son increíbles. Y sin su ayuda, no hubieran pasado de mediocres. ¿Que cómo lo hizo?: Canalizando mi energía sexual. Dicho así, os estaréis riendo de mí y con todo la razón. Sólo os puedo decir que no conocéis a Cassandra.

Su método consiste en dejar que las cosas fluyan, no evitarlas. Al cabo de una semana ya me dijo que le gustaba masturbarse en la cama, no en el baño. Y deleitarse suspirando y gritando mientras jugaba con su clítoris y sus pezones. Mi reacción fue más herencia materna que genuina afrenta: entre la incredulidad y el escándalo. La suya fue algo más racional: me abrazó, pidió disculpas y sólo me dijo que buscaría otra habitación a la mañana siguiente. Por cortesía, consideraba que era yo quién debía trasladarse y así se lo indiqué. Lo que provocó una nueva disputa. Al tercer o cuarto altercado, las dos empezamos a reírnos de nuestras tonterías y terminamos acariciándonos el pelo y la cara, sin olvidar una guerra de cojines.

El encuentro entre nuestros dos mundos nos unió más que dividirnos y pronto nos convertimos en buenas amigas y algo más ...

Ahora en serio, las cosas no empezaron así ... Aquí tenéis fragmentos de la historia.

Capítulo 2 - Reglas monásticas

Estoy en la habitación, desnuda, como siempre que estoy estudiando. Los talones bien levantados, la espalda recta. Estoy tan habituada que ni siquiera pienso en ello. Golpean a la puerta y me levanto de un salto para colocarme una camiseta, colgada estratégicamente en el perchero a mi derecha. Apenas tengo tiempo de colocarmela, de estrecha que es. Mientras bajo mis manos, tratando de estirarla al máximo y cubrir los muslos, miro hacia la puerta y sonrío. Es Cassandra, acompañada de Sara, la compañera de la habitación de al lado. Inspiro aliviada. Las camisetas cada vez son más estrechas y debo ponermelas por arriba. He necesitado pegar un fuerte tirón para atravesar con pechos y pezones la tela rugosa y sintética, sin poder evitar que acaben algo doloridos. Cassandra comenta que me sienta estupendamente, recoge su móvil, aprovecha para hacer una foto y se van con la música o la fotografía a otra parte. Me quito la camiseta con cuidado ahora que puedo hacerlo con lentitud y reanudo el estudio.

El método Cassandra se basa en el principio del cazador y la presa. A mí me toca el papel de cervatilla. Mientras ponga los cinco sentidos en lo que estoy haciendo, lo realizaré a la perfección. ¿Y que mejor forma que obligarme a estar desnuda? Toda mi educación, toda mi experiencia, está en contra de ello. Devoro los libros en un estado de alerta, pendiente del golpeteo en la puerta, consciente de mi cuerpo, excitada de sentirme abierta y predispuesta. Hay un espejo enfrente de mi mesa y puedo observarme. El atril está en un ángulo que me permite o mejor conduce mi vista a mis pezones y a la parte superior de mis pechos. Y en este estado mental, me percato de los detalles de su curvatura, de la dureza de los pezones, de los puntiagudos que son. Miro mi cara en el espejo: dulce, atractiva.

Me impongo vivir el presente. Cassandra ha amenazado con quitarme el espejo o subir ligeramente el atril para impedirme la visión de mis pechos. No es exactamente una coacción, sino la retirada de un privilegio. Mi barbilla más elevada mostraría una pose más refinada y una concentración sobresaliente. Cuando le elevo mi súplica y poder conservar la merced de mirarme, me ataja con un gesto:

-No tengo inconveniente por ahora, pero no siempre podrá ser, Katie. Deberás mantener la barbilla levantada cuando alguien juegue con tus pezones o tus pechos. Tratarás de sentir los dedos de tu amante y no escarbar con tus ojos.

Capítulo 3 - El nacimiento del deseo

Katie había nacido para ser modelo y se paseaba sin conciencia alguna de su cuerpo o de su efecto en los demás. A vista de pájaro, debía de medir 1.75, pesar 55 y sus medidas, cuando pude comprobarlas eran de mujer de cómic: 95-55-95.

De forma incomprensible, al menos para mí, conectamos. Era ridículamente mojigata. Si pretendía quedarse en mi habitación, tendría que adaptarse o morir.

Por suerte para mí o por desgracia para ella, tenía cierta experiencia a los juegos de dominación. Así que decidí usarla como conejillo de indias, si salía mal, dejaría la habitación libre, si salía bien estaría lamiendo los dedos de mis pies.

Cambié de experimento al cabo de un mes, día arriba, día abajo.

-Y bien, tía buena. ¿Qué decides? - le dije con sarcasmo, todo o nada era uno de mis lemas.

-No quiero irme, Cassandra. ¿Me dejas explicarme? -me replicó. ¿O era una súplica?

-Bien, te veo algo incómoda. -Supe que era el momento.

-Te doy una oportunidad, siempre que cumplas algunas reglas.

-¿Qué reglas? -preguntó Katie, quizás ansiosa y empezando a caer en mis redes.

-La primera regla es simple: Harás todo lo que te diga. -Lo solté sin más, de hecho, sin esperanza alguna de éxito. No puedo negar que soy algo tosca.

-¿Sin condiciones? -volvió a preguntar. El punto en el radar se hizo más grande.

-No creo haber dicho “Harás lo te diga con condiciones” -recalqué entre ufana y pedante. O así creo que me así me salió.

-Demasiadas preguntas y pocas respuestas, por lo que veo.

Insistí. Katie empezó a llorar desconsoladamente y salió a trompicones de la habitación. Me quedé hecha polvo. No servía para esos tragos, me quedó claro. Esa noche, vinieron a buscar sus trastos.                  

Increíblemente, volvió dos días después y retomamos la conversación.

-Antes de aceptar, debes conocer algunas cosas sobre mí. -me dijo. En este ocasión se la notaba muy tranquila. ¿Qué habría pasado esos dos días?

-No. Primero aceptas las condiciones y luego, a lo mejor, me apetece oír tus lamentos existenciales. -Me salió con demasiado desdén. Algo en mi interior me decía que no debía continuar con esa pose, patética por otra parte. Nos miramos y al unísono empezamos a reírnos. No la había engañado ni por un instante. Así, como un buen general que cambia de estrategia a mitad de batalla si las circunstancias lo requieren, la abracé y me dispuse a escucharla. Bastó este ligero cambio de actitud para derribar sus defensas y éstas no llegaban más allá de sus ropas. Una vez desnuda, la abracé de nuevo, tratando de no recrearme en su cuerpo. Entonces, gracias a un soplido de inspiración divina, cogí un pañuelo traslúcido y se lo coloqué como venda. No limitaba la luz por completo, pero cumplía mis propósitos, no sabría dónde posaba mi vista. Sin darme cuenta, resoplé. Ella se rió de nuevo. Si quieren conocer el metacielo, junten una Katie desnuda, vendada y ataviada con su sonrisa.

La mocosa, supuestamente desvalida, movió los cañones contra mi posición en una sola jugada:

-Bien, durante un rato pondré yo las condiciones. Cuéntame lo que pasa.

O Katie era tonta, ingenua o una alienígena en el cuerpo de una mujer. Opté por esto último.

-Existe un resumen básico: te quiero.

Cuando el enemigo te desborda, usa granadas de mano.

-Yo también te quiero. ¿Qué más?

-Te deseo

-Yo también te deseo. ¿Qué más?

 Quiero ... -Dudé. ¡Qué remedio! Me lancé sin paracaídas. -¡Quiero que seas mi esclava!

- De acuerdo. Seré tu esclava. Entiendo que es una evolución de “Harás todo lo que te diga sin condiciones”. Lo veo poco práctico. ¿Toda la vida? ¿Cuidarás de mí cuando sea viejecita? ¿O te cansarás cuando encuentres una chica más guapa? ¿O quizás un chico?

La alienígena no dejó de sonreír, mientras mi corazón seguía paralizado. ¿Cuando se callaría y me dejaría contemplarla a mi gusto? Mis manos no cumplían las órdenes de mi torturado cerebro y acaricié los labios en un vano intento de conseguir unos instantes silenciosos. Ni siquiera me atrevía a besarla. Empezaba a dudar de mi condición femenina, parecía un torpe chico en su primera docena de citas.

-Quiero verte. - dijo Katie.

Tenía razón. ¿Qué sentido tenía todo aquello? Nunca obtendría una esclava. Le retiré, con gran pesar, la venda. Entonces, mientras me miraba a los ojos me besó ligeramente en los labios.                               

Capítulo 4 - El fin de la castidad o casi.

Hice sufrir a Katie innecesariamente. Ahora lo sé. Y nunca he dejado de sentir algo de pesar por ello. No me refiero a nuestro juego de dominación y sumisión, ahora que hemos mejorado en él. Más bien a mi incapacidad de comprender el maltrato al que ha sido o es sometida.

Además de recordar ese primer beso de amor, admiro su control. Tuve que admitir lo que deseaba, todo lo que anhelaba. Poseerla. Lo que para mí era tenerla entre mis piernas, dándome orgasmos mientras mantenía las manos a la espalda y los ojos cerrados y claró está, desnuda. No le costó demasiado sonsacarmelo, si no recuerdo mal fue en el segundo beso, algo menos casto. Si mis recuerdos no me engañan, fue lo más sensual que me ha pasado jamás. Usó sus mejillas para acariciarme los muslos y antes de enfrascarse en el pozo de mis sabores me pidió que le indicase qué me gustaba. No es que fuera estrictamente necesario. Hacía ya meses que no estaba con nadie y las masturbaciones últimamente habían sido limitadas debido, como ya sabéis, a las eternas discusiones con la mocosa alienígena. No puedo negar que lo compensó, con creces. Suspiré, chillé, vibré y todo eso que siente una cuando la hacen feliz, feliz de verdad. El metametacielo.

Desperté con mi mano agarrada a su cintura de avispa. Llevé mi mano desde su cadera por todo el lateral curvilíneo hasta el borde de su pecho. No seguí para no despertarla. Seguía desnuda. Yo mantenía mi ropa aunque el pantalón estaba debajo de mis nalgas. Con cuidado, lo subí, estar vestida la desnudaba todavía más, si por alguna mágico desequilibrio, eso era posible.

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