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Jude y sus anillos 07

en Sadomaso

Capítulo 33.

Al llegar junto al coche, actúan deprisa. Esta zona está mucho más concurrida y en cualquier momento puede llegar alguien. Jude espera a que Rebeca se decida. Porte vanidoso, hombros bien hacia atrás ayudados por la postura de los brazos. Pechos bien expuestos, barbilla elevada. La cintura encogida sin remisión gracias a la cadena. Mantiene el aire dentro hinchando sus pechos, recordando lo que le gusta a Pierre. Los cordeles están tensos al máximo. Quiere que su ama se sienta orgullosa de ella, que la desee. Nada mejor que su cuerpo. O lo único.

Notando las dudas de Rebeca se atreve a preguntar, que simplemente señala al maletero. Jude comprende. Viajar allí va a ser molesto y asfixiante, aparte de incómodo. Está muy cansada y lo que desea es ponerse en el asiento delantero, escuchar música y hablar con Rebeca. La hora que dura el trayecto. Más si hay atasco. Pero no deja traslucir ninguno de esos pensamientos. Asiente. Rebeca agradece el gesto con una sonrisa y prepara otro cordel que engancha por detrás de la cadena de la cintura, sortea las maravillosas piernas de Jude y tira con fuerza antes de anudarlo a la cadena por delante. Roza los labios vaginales de su concubina y maltrata el clítoris abandonado e implorante. Luego corrige la tensión en los cordeles que van a los pulgares, acortándolos con el simple procedimiento de enroscarlos un par de veces. Los pezones son comprimidos de inmediato.

Rebeca quita la maleta y los vestidos del maletero y los coloca en el asiento trasero dejando todo el espacio a su esclava. Ve los tacones tirados y opta por ajustárselos. Los pies, hinchados y necesitados de espacio no los reciben con alborozo. Mira la cara de Jude y vuelve a besarla mientras remueve las pinzas de los lóbulos una vez más. El beso les sabe a gloria. Restablecidos los pendientes, no falta una nueva inspección a las puntas de vida propia de la esclava. Incapaz de mantener el aire, Jude retira los pezones de los dedos inquisitivos. Sabe que su ama le va a perdonar el gesto, pero se siente molesta con ella misma. Así que se vuelve a inflar para llevar los pezones a los dedos estirados. A Rebeca parece gustarle el movimiento y le indica que lo repita. Jude obedece mientras los cordeles le recuerdan que todo tiene un precio. Continúan así hasta que se enciende la luz. Entonces, a toda velocidad, Rebeca trata de introducir a Jude en el maletero, las dos excitadas por el riesgo a ser descubiertas. Sin pararse a pensar en ello, Jude gira una pierna mientras alza la otra, induciendo un fuerte roce con el cordel que tiene entre los labios vaginales. El clítoris trata de oponer resistencia queriendo convertirse en freno. Los pezones quedan zarandeados por tirones a todos partes, gracias a los cordajes tensos, el bamboleo inevitable y la inclinación del cuerpo mientras se acopla al reducido y claustrofóbico cubículo. Una mano empuja su culo exhibido y realzado mientras que la otra agarra su cintura para que sirva de apoyo. Sin contemplaciones o pausas que den un respiro mientras el dolor en sus pezones y su clítoris atrapados no remite. Las manos ayudan a encerrar las seductoras piernas, doblándolas y evitando que tropiecen con los estrechos márgenes del cubículo. Los tacones rojos ayudan a remarcar la desnudez femenina y acentuar lo desvalida que está. Rebeca no puede evitar apreciar la hermosura del cuerpo, el dinamismo de la esclava y su resolución. Jude trata de olvidarse del dolor que se provoca para evitar la humillación de ser vista en esas condiciones. Siente como la fricción continúa hasta que se queda inmóvil, medio acurrucada y a oscuras al cerrarse la puerta del maletero sobre ella. La postura es tan incómoda que trata de moverse para acallar los músculos, lo que hace chillar de dolor a sus atributos sexuales hasta que llega a un compromiso, que se rompe ante un bache en la carretera o un áspero frenazo.

Durante todo el trayecto nota el ardor en su clítoris maltratado, mucho menos acostumbrado que los pezones a ese tratamiento insufrible. Quiere que Rebeca pare el coche y venga a acariciarlo, a comprobar como está su botón de amor. O que le haga olvidar esa sensación jugando con los pezones, que tire de ellos. Quiere gritar y decírselo. No lo hace, sabe que su ama esta tan excitada como ella, igual de anhelante, igual de mojada.

Interpreta que se están acercando al hogar al incrementarse los frenazos y las arrancadas, fuera de la autopista. Se abre el maletero y Rebeca la incorpora, algo que no podría hacer por ella misma. Lleva sus piernas hacia fuera y la coge por los hombros y por la cintura hasta que se quede sentada al borde. El maletero se abre del todo lo que le permite mantenerse casi vertical con las piernas colgando. Todo este proceso ha supuesto un duro golpe a su moral, pezones y clítoris otra vez rozados, estirados y estrangulados. Lo que hay entre sus piernas es lo único que importa y anula el resto de molestias. No se le permite retardo alguno. Rebeca pone sus dedos en los enormes y predispuestos pezones. Tira de ellos. Jude reacciona con prontitud llevando sus piernas al suelo, los tacones ya están ayudando a elevarla mientras su propio movimiento lleva el dolor a su clítoris, la rozadura con la cuerda su único enfoque vital. Se queda bien erecta. Ya ve algo mejor. El dolor en pies y piernas hacen su aparición sin llegar a tapar el que siente entre sus piernas. Rebeca le indica que vaya corriendo hacia la casa, mientras ella recoge la ropa y la maleta.

Jude trata de cumplir la orden mientras los cordajes ejercen su función. Hay tres escalones que son una barrera casi insuperable en su estado. Con decisión comienza la escalada de pies calzados con tacones bajos para sus estándares, piernas agarrotadas y cinchas reajustándose con el movimiento. Al llegar arriba se siente particularmente orgullosa de sí misma. Su clítoris no opina igual. Ni sus pezones sacudidos o los labios vaginales que igualmente han sentido su honor mancillado. Con rapidez se coloca vertical para evitar dañar más sus puntas que siente gigantescas, sin atreverse a mirarlas. Espera de cara a la escalera mostrando su cuerpo a la calle, sintiéndose algo más segura tan cerca de casa y queriendo ofrecerle una buena vista a su querida ama.

En cuanto Rebeca cierra la puerta y enciende la luz, se pone a comprobar los pezones y el clítoris de su amada. Ha estado inquieta todo el trayecto, creyendo que ha forzado en demasía la cuerda, nunca mejor dicho. No recuerda haber estado así de excitada en toda su vida, pero cree que como ama no puede dejarse llevar de esa manera. Así que examina con esmero los atributos maltratados de su esclava, disimulando con caricias y suaves roces. Sólo cuando siente que está perfectamente consigue relajarse y va a por una copa de vino. Le ordena a Jude que se coloque en el sofá, observando cuidadosamente a través del espejo del salón como se mueve. Es fascinante como obliga a sus pezones a ser fuertemente estirados al inclinarse o agitarse con la oscilación natural de los pechos. Sobre su frente inferior, no tiene dudas de que debe estar ardiendo. Lleva una copa y le da de beber antes que a ella misma. Entonces se da cuenta de que debe estar muy sedienta. El vestido sofocante del viaje, las carreras en el parking, la atmósfera asfixiante del maletero. Sin mediar palabra, va a por agua y con lentitud, para que no se atragante, se la pone en la boca cuidando de no estirar los pezones con un movimiento inapropiado. Una parte de ella quiere retirarle los cordeles, otra quiere se queden dónde están los próximos diez años. Ansía que a su esclava le ocurra igual. Si muestra debilidad en esos momentos, se perderá la magia entre las dos y ahora que ha reencontrado a su amante, prefiere no planteárselo. Busca los pezones de Jude, perdidos en su mente, a pesar de estar plenamente ofrecidos. Están tan excitados que se ríe de su perorata interna. Parece que Jude también desea estar así. Un beso es la mejor medicina, se dice a sí misma. Así que se pone en ello sin dejar de manifestar devoción por los aderezos eróticos de Jude, completamente quietos para evitar los posible tirones, lo que para Rebeca es lo más parecido al paraíso que ha estado nunca. La postura le resulta incómoda. Recordando quién manda y quién obedece, tira de los pezones y Jude no tarda en reaccionar, estando todos sus sentidos repartidos por las cuerdas. Rebeca le indica que se arrodille delante de ella y se ofrezca. Jude lo hace sin dilación e hincha los pechos. Su ama saborea el gesto y prosigue el asalto a sus bienes hasta que horas después se apiada de ella. Duermen acurrucadas, las dos desnudas, salvo los nudos en los pezones de Jude. Deciden dejarlos hasta que no recobren un estado normal. Las tijeras o cuchillo podrían lastimarla.

Capítulo 34.

La vuelta al trabajo le resulta tediosa. Hay nuevos desafíos en su cabeza. Retos que no hace mucho ni siquiera se hubiera planteado. Rebeca está sumida de nuevo en la vorágine empresarial lo que deja a Jude con demasiado tiempo libre y, para colmo, Pierre también está bastante ocupado. De hecho, se está adaptando bastante bien a su trabajo de representación. Leyendo entre líneas, Jude asume que su amante ocasional acompaña a los clientes, gestiona hoteles, reservas y flirteos medio programados. Nada nuevo bajo el sol. Le llegan rumores sobre ligues y conquistas. Le encanta presionar a Pierre las pocas veces que se lo encuentra en las oficinas sobre medidas corporales y comportamientos de cama. Suele escaparse balbuceando excusas documentos que debe entregar a contabilidad o falta de tiempo para tomar un simple café. A Jude ese pudor masculino le recuerda el suyo propio. Sigue sin acostumbrarse a sus tops pensados para excitar a su ama y que, a la postre, le excitan a ella y a todos los que la rodean.

Así que los encuentros con Pierre se vuelven cortos e infrecuentes. Y para Jude, faltos de verdadera intimidad. No vive con él y se dedican al sexo más cercano a la pornografía que al erotismo salvaje que experimenta con Rebeca. El contraste le gusta y con todo quiere que los dos amantes intercambien papeles de cuando en cuando. Un Pierre intimista y una Rebeca desatada serían un cóctel adecuado para algunas noches.

Cuando habla estos temas con Rebeca, sonríe y calla, despreocupada de los devaneos mentales de su concubina. Llega a bromear e indica lo necesario que sería azotarle nalgas y pechos a diario, para quitarle tonterías de la cabeza. Lástima que moratones, arañazos y rojeces no serían bien vistos en la oficina. Jude sabe la verdad, su amante es una esteta. Estropear a sabiendas su cuerpo no está entre sus prioridades o placeres.

Cuando el aburrimiento se apodera de ella, representado por series de televisión en casa y charlas intrascendentes en la oficina, Rebeca decide que es el momento de hacer cambios. Le aburre la cháchara trivial de Jude. Así que contrata unos servicios inusuales. Jude acaba con los pechos y las nalgas doloridas Tres días más tarde y con muchas más humildad en el cuerpo, Jude se abraza a su dueña, el gesto en sí mismo le provoca llanto por el dolor. Rebeca no se inmuta. Hacen el amor de manera casi extraña, cuerpos enroscados, Jude tiene la oportunidad de disfrutar del cuerpo de su dueña, de tocarla con las manos, acariciar las piernas o los pechos de su Rebeca. Esto ha ocurrido tan pocas veces que pone su atención en las yemas de sus dedos y el borde de sus labios mientras trata de no pensar en los mensajes de su cuerpo cuando su ama aprieta los pechos o lleva la mano a las nalgas prietas. No queda marca alguna del tratamiento que ha recibido, nada que se aprecie a simple vista. Rebeca puede disfrutar del precioso cuerpo de Jude como siempre. Como supuesto trueque, Jude tiene el privilegio de acariciar a su ama, no sólo darle placer en su grieta húmeda.

Todas las parejas tienen momentos de mayor o menor pasión. En este caso, ambas mujeres parecer recibir una inyección. Dónde más se puede apreciar es en sus labios. Los besos duran eones. Jude trata por todos los medios de mantener su cintura bien apretada y los pechos bien hinchados. Los besos la dejan sin respiración y a pesar de ello, se ofrece deseosa y deseable. El cambio es percibido por sus compañeros de trabajo. Jude ha dejado de encerrarse en el despacho y sus piernas vuelven a ser el centro de atención, como los pechos medio descubiertos por los imposibles tops que suele llevar. Algunos respiran de alivio, veían resquebrajarse la relación de su jefa y la empresa empezaba a notarlo.

Las amantes van creando una pauta, óptima para Rebeca y difícil para Jude, su mente ya enfocada a los nuevos retos. Nada concreto, sólo difusas acciones agradables para Rebeca y casi nunca para Jude. El contacto entre ambas mujeres se ha vuelto cotidiano, sus cuerpos se conocen mucho mejor, como si una barrera invisible hubiera desaparecido. Jude, por instinto, descubre o vislumbra con mayor detalle lo que su exigente amante desea. Como bienvenida, cuando se reúnen después de la corta separación, Jude se enfrasca en la vagina de su dueña y le da un orgasmo mientras sus pechos son cuidadosamente estrujados o pellizcados y los pezones estirados. Ella misma coloca amorosamente a Rebeca en la postura, después de pasionales besos y exploraciones corporales. Ha encontrado una posición ideal, en la cama, con Rebeca apoyándose en la pared y sentada en dos grandes cojines que elevan su pubis y su coxis. Jude se coloca justo entre las piernas abiertas de su dueña y tiene que llevar la cabeza hacia atrás, la barbilla hacia delante, obligándose a estirar el cuello. Todo para poder alcanzar con la lengua el clítoris y labios de su compañera de juegos. Los pechos quedan apuntando hacia arriba y a la distancia idónea para ser manipulados.

Rebeca usa las dolientes ubres como mando a distancia, pellizcando los pezones cuando desea que su clítoris sea lamido o moviendo los pechos de arriba a abajo cuando quiere ser acariciada con la lengua. Jude mantiene el aire, y si por cansancio no puede hacerlo, recibe una fuerte sacudida en ambos pechos, que la estremece de dolor para rápidamente volver a expandirse.

En ocasiones, esta fase preliminar dura horas, con interludios para explorarse mutuamente. Jude sólo es tocada en los pechos y ella se permite el lujo de acariciar las piernas de Rebeca, fácilmente accesibles desde su posición. Después de un orgasmo de su ama, puede acariciarle los pezones, mientras recibe fuerte pellizcos.

Jude nunca sabe cuánto puede durar esta fase previa, el deseo de Rebeca es muy cambiante. Cuando se acaba, Jude prepara la bañera de agua caliente y mientras se está llenando sale al jardín y se ducha con agua fría. Cuando vuelve a subir, Rebeca está cómodamente sumergida entre burbujas y agua cálida. Jude se introduce rápidamente. El golpe de calor dilata sus poros y le hace creer que se está quemando viniendo del frío anterior. El dolor en sus pechos y sus nalgas no hace más que empeorar. Cuando Rebeca decide que ya ha habido suficiente relajación, vuelven a la cama, ambas bien perfumadas y hasta maquilladas.

En esta segunda fase, una Rebeca ya saciada y relajada, permite a su amante necesitada de cariño, tocarse, besuquearse, lamerse y hasta morderse. Jude se siente encantada de poder disponer del cuerpo de Rebeca, de acariciarle las piernas o los pechos, de jugar con la piel de detrás de las orejas. Todo se acaba si Jude o Rebeca tienen un orgasmo. Así que hace lo posible por posponer el de su ama y evitar el suyo propio a toda costa. Mientras tiene las contracciones automáticas cuando le introducen un dedo sin previo aviso, pide un golpe las nalgas o un fuerte pellizco en sus tetas o incluso que le tiren sin piedad del clítoris.

La tercera fase es una mezcla de comida y cháchara. Son los momentos más intimistas, dónde se dicen lo que desean o fantasean. Y es en estas charlas dónde Jude descubre lo que su ama realmente quiere.

Capítulo 35.

Esa semana ha resultado interminable, las dos esperando que llegase este momento. Jude se ducha, se maquilla y se perfuma. Con los tacones del diecisiete ya puestos, busca la estrecha cadena negra para su cintura y la ajusta. Ya está habituada a mantenerla plenamente encogida, ahora no va a tener elección. Se coloca el ancho aro en el cuello. Le permite respirar sin problemas, a cambio, le cuesta mover la cabeza hacia los lados. Busca los pendientes. También son negros. Con cinco cadenitas cada vez más largas. La última llega a acariciar el hombro. Son pesados y el agujero del lóbulo protesta. Agita la cabeza y siente el chispazo en las orejas. Cuando las cadenitas se tocan entre sí, algo inevitable si se mueven, descargan un pequeño voltaje que puede ir hacia la sujeción en el lóbulo o hacia la punta de la cadena más larga en el hombro. Es totalmente al azar. Luego se recargan con el movimiento hasta que vuelven a disparar su impulso eléctrico. Jude ya las ha probado hace unos días y son una tortura. Si mantiene la barbilla alta en un ángulo determinado, puede ayudar a descargarlas con suavidad y no de golpe o, si no es posible, dilatar el tiempo de carga y descarga.

Hubiera preferido ponerse los pendientes en último lugar, pero no le está permitido. Ahora va a por su sujetador como le gusta llamarlo a Rebeca. No le falta algo de razón. Pero no es ella la que lo lleva. Coge una cadena finísima y la ajusta a la cadena de la cintura. Introduce su pezón en una especie de arandela que sustituye a uno de los eslabones. La cadena queda tirante. Lleva el extremo libre a su cuello y lo engancha al aro que ya tiene puesto en el cuello. Hace lo mismo con la otra cadena y el otro pezón. Agarra un alfiler y con cuidado lo introduce por la arandela que lleva en el pezón izquierdo, esto permite girarla, lo que a su vez, aprieta el pezón. Tiene que rotarla 90 grados, lo que supone una reducción a mitad del diámetro. El pezón se queja al instante. Hace lo mismo con el otro pezón y siente su protesta. Guarda el alfiler en una cajita que le debe entregar a Rebeca cuando llegue. Lo llevará con ella por si es necesario retirarle las arandelas.

Ahora debe terminar de ajustar las cadenas. Esto resulta muy sencillo. En la banda del cuello, dónde se enganchan las dos cadenas, basta pulsar ligeramente y las cadenas pueden ser deslizadas a voluntad. Las arrastra hacia fuera hasta que siente el tirón en sus pezones y retira la presión en el pequeño interruptor. Moviéndose con más cuidado, con medio sujetador ya ajustado prepara las cadenas conectadas a la cintura. Desengancha una y la lleva un par de eslabones más hacia fuera. Luego hace lo mismo con la otra. Ahora los movimientos de su tronco se trasladan con rapidez a sus pezones. Cualquier oscilación de sus pechos se sujeta por sus pezones. Al modo del sujetador sugeridor por Rebeca. Recoge otra cadena, es muy fina pero también pesada. La engancha del aro de su cuello y queda colgando a su espalda, mostrándola más desnuda si cabe.

Sin darse cuenta, se le había caído la cadena que falta. Con la máxima lentitud de la que es capaz se dobla hacia delante manteniendo el tronco vertical y consiguiendo que los pechos acompañen sin demasiada alteración. Recoge el metal del suelo y realiza el movimiento contrario. Parece una danza erótica y no evita del todo algún que otro tirón sus pezones. No tiene prácticamente margen para girarse. Se inclina hacia delante como antes y lleva la cadena entre sus piernas y la engancha a su cintura por detrás en una anilla. Vuelve a la verticalidad y tira de la cadena entre sus piernas y la engancha por delante a la misma ceñida cadena que contrae su pequeña cintura. Esta cadena tiene una particularidad. Uno de los eslabones lleva un pequeño dispositivo que se dilata y se contrae en un ciclo aleatorio, que no se dispara hasta que no se aplica tensión. A partir de ese momento, empieza una contracción de unas decenas de milímetros. Posteriormente se dilata hasta llegar a la extensión actual.

Todo el conjunto es negro. Al verse en el espejo se siente más bella que nunca. Se prepara para su amante. Moviéndose con extrema lentitud abre el armario y extrae un conjunto negro con ribetes dorados. Es de una textura extremadamente fina y agradable al tacto. No pesa nada. Son sólo dos telas con unos pequeños enganches de color oro. Se coloca la tela de la espalda lo que tira de los pezones por la postura girada que realiza y luego hace lo mismo por delante. Mira como queda el conjunto por delante y se mueve. La vanidad puede con ella y tira de las cadenas al girar el cuerpo de nuevo para poder verse por detrás. Hasta se mantiene un rato apreciando su espalda, nalgas y piernas. Vuelve a colocarse y cuando menos se lo espera llega el chispazo en los lóbulos. La electricidad va al oro de cuello y de allí por la cadena de la espada recorre su columna hasta la cintura. Por delante, siente levemente los pechos y los pezones estimulados. Con el susto, se ha sobresaltado y las cadenas ejercen su férrea función. Con tanta ida y venida, sus pendientes no han estado verticales y quietos. Ése ha sido su aviso. En cuanto se tranquiliza, recoge su capa y sale a impresionar a Rebeca.

Entra en el salón con lentitud, obligada por las cadenas parcialmente ocultas por las telas enganchadas. La frontal empieza junto en los pechos y es trasparente aumentando su opacidad hasta un poco antes de los pezones, un sumidero para las miradas. Esconde hasta dónde empiezan los muslos y allí gradualmente se va volviendo transparente hasta el ribete dorado que ayuda a embellecer la piel de las piernas. Las cadenas son evidentes pero cómo están sujetas no tanto. Los laterales desnudos de Jude perfilan su cuerpo, mostrándolo sensual. La parte trasera es casi igual, lo que impide ver la cadena que divide a sus glúteos elevados por los tacones de vértigo, pero es transparente hasta cerca de dónde acaba la cadena de la espalda antes de empezar a oscurecerse. Para un observador casual, es un vestido de noche algo atrevido, poco más.

Rebeca se levanta con la galantería de un caballero esperando a su prometida. Se besan apasionadamente y Rebeca comprueba cuán accesible es su pareja. Los laterales abiertos permiten acariciar los pechos o el culo sin dificultad alguna. Los duros pezones no pueden esconderse detrás del liviano tejido que los arropa.

Coge unas bandas para las muñecas. Parecen simples adornos con una borla dorada, a juego con el traje de noche. Las engancha a la cintura metálica de Jude, que de pronto tiene los brazos inmovilizados. La atadura es sutil, bastaría un tirón para liberarse. Y se oiría un chasquido, no demasiado alto pero perceptible para su acompañante. Han discutido durante semanas al respecto. Rebeca quiere que Jude pueda usar las manos en caso de necesidad y por eso lo ha diseñado así. Su concubina odia el dispositivo, las muñecas quedan hacia fuera y los codos hacia atrás. Las palmas se presentan hacia fuera. Tiene los brazos inutilizados y molestan más que ayudan. Cuando se mueva deberá tener cuidado de no estirarlos. Le obligará a estar muy alerta y centrada. Sabe que cuando las cadenas empiecen sus juegos maquiavélicos su cerebro va a estar ocupado en los pezones y en el clítoris.

Todos estos argumentos sólo sirvieron para reforzar a Rebeca. Quería saber si Jude deseaba usar los brazos o las manos, aunque fuera un instante. ¿Qué mejor modo? Además, esta atadura sólo sería para determinados momentos. Otra le sería impuesta para según qué actividades.

Sólo falta colocar la capa que Jude traía en la mano. Gruesa, pesada y de terciopelo. Recuerda a esas enormes cortinas difíciles de abrir y cerrar. Es roja. Rebeca la engancha al aro del cuello. Sin dificultad oculta el esbelto cuerpo de Jude hasta mitad de los muslos. No tiene botones, cremalleras o cierres. Jude se ve obligada a usar sus manos para cerrar la capa. Rebeca ayuda llevándole unos pequeños cordones que hay en el interior, justo a la altura del ombligo. Jude los agarra con fuerza y tira de ellos. La capa se mantiene cerrada. Si Jude deja de tirar un instante, su amante notará como se entreabre sin más.

Antes de salir se dan otro beso pasional. Jude ofrece su cuerpo soltando un poco los cordones. Rebeca acepta la invitación y lleva sus manos a comprobar la redondez de los pechos medio tapados. Usa sus pulgares para testar la solidez de las puntas que sobresalen entre el suave tejido. Levanta los pechos comprobando su solidez y volumen. Los pezones son tironeados por las cadenas que los atan a la cintura. Los suelta de golpe y la oscilación provoca un nuevo tirón ahora de las cadenas que van al aro del cuello. Vamos, dice Rebeca.

Capítulo 36.

En cuanto oye a su ama, Jude se prepara su verdadera cruzada. Rebeca acepta sus movimientos lentos y cuidadosos mientras se está preparando o camina sola, pero desea una amante resuelta cuando estén juntas, dispuesta a moverse con rapidez y despreocupación. Una estatua cuando está siendo acariciada, una gata flexible si se encaminan hacia alguna parte o pasean por un jardín. Puede que pida demasiado, puede que Jude no sea capaz de realizarlo, pero son las fantasías de su ama.

Jude va a tratar por todas sus fuerzas de cumplir con su parte. Así que alarga sus piernas para seguir a su ama a la puerta. Al no estar acostumbrada a llevar los brazos en esa posición, tiene que usar más el tronco, condicionado por la sujeción de la cadenas. También los anillos en los dos gordos de los pies sufren, Jude no le da importancia. Está muy acostumbrada a esa última sensación. Es peor cuando se para después de salir, esperando a que Rebeca cierre y le eche doble llave a la cerradura. Siente mucho más el dolor en los pezones, en la vagina y hasta en la grieta del culo. Vuelven a caminar hasta las escaleras. Rebeca, sin pensarlo dos veces, comienza a bajar rápidamente y entonces se gira para ayudar a su amante. Sería peligroso que Jude bajase sin ayuda o demasiado rápido. Para Rebeca lo más es sencillo es agarrar a Jude por los hombros, fácilmente discernibles bajo la capa. Jude baja viendo como sus tacones se posan escalón a escalón, sus piernas desnuda se alargan y obviando todas las alteraciones que deforman fuertemente los pezones y clítoris. No puede evitar excitarse por el erotismo de sus piernas y sus tacones, la capa supuestamente protectora y las limitaciones impuestas y asumidas. Si no llevase nada debajo de la capa, posiblemente tendría un orgasmo.

Ya junto al coche se coloca frente al maletero, así que se extraña cuando Rebeca le abre la puerta delantera. Jude no tiene más remedio que volver a moverse deprisa, con lo que ello supone. Todavía no ha recuperado el resuello. Introducirse en el vehículo es una agonía, no sabe calibrar como inclinarse sin acortar o alargar alguna cadena. Rebeca se introduce por su lado y le pone el cinturón. Le pregunta por las borlas de la cintura y Jude, con orgullo, le dice que están en su sitio. La capa ha quedado desordenada y Rebeca la alisa, atenta por detalles mundanos, mientras su hermosa concubina nota el dolor de su aplastado clítoris y los torturados pezones. Jude libera los cordones, ofreciendo a su ama comprobar su excitación. Rebeca, con estudiada indiferencia acaricia un pezón a través del liviano tejido, luego el otro y tira ligeramente de la cadena que atrapa la vagina húmeda.

Llevan unos kilómetros, charlando tranquilamente, cuando Jude pega un grito. Los pendientes han pegado una sacudida. La electricidad ha surgido de la cadena más larga y ha estimulado los pezones, de ahí siguiendo casi una rutina, todos los nervios y cadenas han recibido corriente sobre todo los que están por debajo de la cintura, debido a que los tacones estaban en modo acumulador. Así que hasta la punta de los pies, Jude ha sentido la electricidad. Había olvidado por completo la función de los pendientes. Aún estando completamente quieta no hubiera podido evitar la oscilación por el meneo del coche, pero puede que sí atenuarla. Su mano derecha ha quedado suelta. Le informa a Rebeca. Como está conduciendo, no puede volver a enganchársela, son necesarias dos manos para ello, así que Jude simplemente la coloca dónde estaba y vuelve a tirar bien de los cordones. Está molesta consigo misma por su error e inquieta por si no va a poder cumplir con las tareas de la noche. Para Rebeca lo más importante es saber si es capaz de no usar sus manos. Le ha estado diciendo que sólo si se asegura de la disposición inequívoca de su concubina, seguirá con estas rondas nocturnas. Jude lo sabe porque cuando sacó el tema de los conos, que ya no eran usados en ella, Rebeca le explicó que desde el día del parking y el maletero vio con más claridad aquello que excitaba a Jude de verdad. Debían buscar motivos de deseo y excitación para ambas. Era muy agradable sentir como Jude besaba y solicitaba los conos, pero Rebeca quería que su concubina los desease tanto como ella. Había mejorado mucho con su rutina, pero no lo suficiente.

Jude pensaba en todo esto, mientras mantenía su barbilla horizontal, cuidando que las cadenas de los pendientes no se tocasen. Había juntado los anillos de sus pies, aumentado su estimulación. Las piernas cerradas, lo que no ayudaba a mejorar la presión de la cadena entre las piernas. Era una manera como otra cualquiera de castigarse a sí misma, como hubiera sido inclinarse, pero así no contribuía a aumentar la carga en los pendientes, que descargaron poco antes de llegar al restaurante, esta vez por el lóbulo. Jude, ahora perfectamente preparada, notó como la electricidad iba por la nuca y la espalda antes de sentirla en el ano y por detrás hasta las piernas y sus tacones. Le resultó tan agradable que soltó un pequeño suspiro, moviendo sus pechos, deshinchado sus pulmones y moviendo la cabeza. Cuando volvió a su posición habitual, los pezones ya habían sentido el dolor por encima y por debajo. Y los pendientes sumaron carga.

Su ama le ayudó a salir tirando de los hombros una vez Jude ya había girado, sacado la pierna derecha, extendiéndola y exhibiendola. En cuánto la otra pierna estuvo junto a la primera, se elevó con rapidez. La sucesión de movimientos recordó a Jude dónde se anclaban las cadenas y el dolor reapareció. Hubiera preferido continuar sin paradas pero Rebeca quiso comprobar que su amante tenía pechos. Jude reaccionó algo tarde a las manos de su evaluadora, que simplemente apartó un poco la capa débilmente cerrada con los cordones. Sopesó las ubres de Jude, inspeccionó los pezones con un simple roce de pulgares y retiró las manos, llevando el dolor al instante a los objetos en tratamiento. Jude volvió a tratar de olvidarlo y seguir a su ama, los tacones claqueando, la capa yendo de lado a lado y las piernas reluciendo en la noche, gracias a la lejana luz del local. Rebeca había aparcado lejos y debían de andar un centenar de metros. Jude agarraba los cordeles de la capa y llevaba todo su ser a sus pies y a sus manos, tal y como Rebeca quería, no a sus pezones doloridos o a su vagina cortada.

Fue un alivio quedarse sin la capa, aunque se sintió desnuda, el traje era tan liviano y tan falto de tejido que su única misión parecía ser exhibirla sin tapujos y ocultar parcialmente las cadenas. Soltó las borlas que conectaban las muñecas a la cintura y luego le quitó bandas de la muñeca. Guardó todo en un pequeño bolsillo de la capa antes de entregarlo en la guardarropa. Jude se sintió morir de vergüenza ante la mirada de la empleada que recogió la ropa de abrigo. Entraron al salón principal, terminaron de recorrer los interminables tramos esquivando mesas, algo bastante problemático para Jude, que trataba de soslayar el asunto sonriendo y moviéndose con gracia e intentando que sus brazos continuasen dónde debían, cerca de la cintura. Rebeca le ayudó a sentarse, provocando el que comenzaba a ser un tirón habitual y desagradable. Su mentora le indicó que cuidase de los pendientes, un grito en la sala no sería apropiado. Como Jude trataba por todos los medios de no mover la cabeza o la espalda, asintió usando su mejor sonrisa para ello.

Capítulo 37.

La cena de Jude resultó intensa, a falta de un vocablo mejor. Mantenía la atención dividida entre la conversación, la comida, los lóbulos y su postura. El espíritu de las féminas se contagió del vino, el ambiente y el deseo que se profesaban. Jude trataba de justificar sus fallos, como el grito en el coche o el desenganche de una muñeca. Rebeca, divertida por la necesidad imperiosa de su concubina de agradar, tuvo que decirle que era más importante orientarse a lo que hacía bien. ¿O prefería centrarse en los fallos?

Jude se debatía entre ambos posturas. Admitía que una dueña exigente era la única manera de realizar todos estos actos, también quería que saber si gustaba a su ama, si le resultaba atractiva o era deseada. Rebeca negaba con la cabeza, pensativa. No sólo era deseable, para ella la mujer más hermosa del mundo. Por ello quería someterla y llevarla hasta el límite. Si no era lo que Jude deseaba, no habría más dominación. Y seguirían juntas como amantes. De hecho, era un buen momento para hablar de ello. ¿Querría Jude ser su cortesana?

Moviéndose en terrenos movedizos, Jude no supo que contestar. Rebeca no quería ahondar en temas legales, sólo le dijo que debería ir a su abogado. Mientras tanto quiso saber si aceptaría las cadenas el resto de su vida si fuera necesario. ¿Se excitaba con el dolor en sus pezones cuando le soltaba los pechos? Jude asintió y ante la insistencia de Rebeca lo verbalizó. ¿Aceptaría que su cuerpo fuera modificado? Jude asintió y dijo que sí, orgullosa de que su ama quisiera hacerla más deseable y también algo molesta por no resultarle perfecta.

Rebeca se rió de las dudas sobre su cuerpo. Era un ser adorable y perfecto, los cambios sólo eran meros caprichos y fantasías de su ama. ¿Querría conocerlos?

Jude estaba indecisa. Si los cambios no le gustaban... ¿Decepcionaría a su ama? ¿Era importante su opinión o mejor aceptar lo que viniese? Rebeca le explicó que Jude debería aceptar psicológicamente los cambios. Amarlos como amaría su nuevo cuerpo, hecho a la imagen mental de su ama, para el disfrute de sus amantes, para exhibirla como un objeto de deseo y conquista. Los cambios serían paulatinos y graduales. No sólo consistirían en cambios corporales, también en su percepción. Mientras hablaban, los pendientes recordaron su existencia, obligando a Jude a dividir su atención. Rebeca aprovechó para indicarle que alargase las piernas bajo la mesa, se apoyase exclusivamente en los dedos gordos de los pies y encauzase la electricidad hasta allí cuando los pendientes hablasen. La postura excitó a Jude hasta el punto que sus pezones se quejaron mientras inútilmente pretendían romper las arandelas. Las piernas quedaron al alcance de las manos de Rebeca que bajo el mantel las acarició para su placer. La dos sentían el murmullo eléctrico recorrer la piel sedosa y cuando los pendientes enviaron nuevos electrones a través de la cadenita cercana a los pechos, Jude tuvo que tener precaución para evitar un orgasmo, potenciado por el tacto de los dedos llenos de ternura.

Salieron del restaurante dispuestas a consumar su amor, una ofreciendo su cuerpo de manera incondicional sin ningún de trabas o reparos, la otra excitada del poder que sentía en sus manos. Al recoger los abrigos del guardarropas, Rebeca puso primero las bandas en las muñecas de su concubina, colocó las borlas en los enganches y con cuidado ajustó la capa. Jude sonreía, excitada de nuevo de ser exhibida así en público. Con decisión, acompañó a Rebeca olvidando sus cadenas y su dolor, las piernas sobresaliendo de manera elegante, los pechos oscilando bajo la capa, el dolor agrandando la sumisión.

Junto al coche, Rebeca le retiró la capa y sopesó los pechos, rozó los pezones y soltó las manos. El dolor se cebó en Jude, quien mantuvo los brazos bien quietos, las palmas hacia delante. Mientras se besaban, Rebeca soltó los agarres del traje de su concubina, quedando sólo con sus cadenas. Si salía alguien del restaurante o pasaba un vehículo, sería vista con facilidad. El maletero estaba abierto, su luz iluminaba a ambas mujeres. Cuando el chispazo de los lóbulos fue hacia la nuca de Jude y de ahí por su espalda hasta sus pies, Rebeca volvió a sopesar los pechos hinchados de su amante, para empujarla al maletero a trompicones. Jude tardó en reaccionar, su mente encauzando las agresiones de manos y cadenas más el confuso placer que sentía. Cuando se dio cuenta, su cintura estaba girada en relación a sus pechos y sus caderas. El tirón que sintió entre sus piernas fue lacerante y se añadió al provocado en sus pezones. Sin querer hacer esperar a su ama, levantó su pierna izquierda, consciente de lo que le ocurriría a su clítoris. Rebeca no dejó que hiciese ninguna pausa, como mecanismo de control o para ayudar a su concubina, quién sabe, y empujó a la hembra hacia su refugio, Otra vez la mano contra la nalga sobresaliente fue el mayor goce de Jude. Otra vez su clítoris inundó sus pensamientos durante todo el viaje. Las tentaciones eran su principal problema, los brazos enganchados a su cintura, con la posibilidad de liberarlos y acariciarse. Recordó alargar las piernas y lo consiguió quedándose en diagonal, el movimiento provocando supuestas caricias metálicas. El chispazo desde arriba llegó por los pezones y vagina hasta sus pies, como quería su ama. Movimientos y electricidad mantenían ocupado su cuerpo, su mente tratando de no sacar los brazos y alargar sus piernas.

Cuando se detuvo el vehículo y se abrió el maletero, Rebeca le giró las piernas sin contemplaciones, tiró de ellas hacia fuera y luego cogió fuertemente los pezones de su concubina. Jude estaba acostumbrada a este gesto, sólo que no solía ser acompañado del peso de su propio cuerpo y sin el dolor acumulado. Se incorporó como pudo y golpeó con los dedos de los pies el suelo y se quedó fija y erecta, los brazos todavía en su lugar. Sus movimientos tenían que ser rápidos y precisos para satisfacer a su ama. Sin brazos, lo que implicaba que el tronco llevaba la batuta, trasladando la energía a sus pezones. Sus piernas eran su otro impulsor, la cadena en medio de ellas el gran timón que regía todo. Rebeca volvió a medir los pechos y soltarlos, se besaron. Aprovechó para adularla mientras acariciaba las manos engarzadas de su esclava. Se sentía orgullosa de ella, de su cuerpo siempre disponible, del dolor que obtenía para el placer de su ama y ante todo de como besaba y como sus manos y su mente no buscaban liberarse. Ese regalo era el más preciado.

Jude sentía como la electricidad recorría su cuerpo, por la mera caricia de su ama en las manos expuestas hacia delante. Rebeca levantó los pechos de Jude y rozó los pezones varias veces con los pulgares antes de soltarlos, siguió golpeando la nalga elevada por los tacones instándola a ir hacia la casa. Jude obedeció instantáneamente y ni siquiera paró cuando llegó junto a las escaleras. Las subió como si no llevase cadenas, a pesar de la dificultad y se giró para esperar cuidando que sus palmas quedasen bien expuestas a cado lado de la caderas. Llevó su atención a sus manos, obviando el dolor en sus zonas sexuales. Piernas bien cerradas, protegiendo y acunando su clítoris ardiente, contrastando con el frío que su cuerpo acumulaba del viaje en el maletero y la electricidad que volvió a actuar de arriba a abajo por su parte frontal. Tuvo un orgasmo, doblándose hacia delante y Rebeca que llegaba en ese momento la sostuvo con cariño y le conminó a esperar dos pasos más atrás la próxima vez, por si acaso.

 

Capítulo 38.

Llegó puntual. Pierre la dejó a la puerta después de los tres días de rigor, atada casi todo el tiempo, comiendo semen, uvas y croissants. Exultante, adorada por un hombre y una mujer que amaba por encima de todas las cosas. No sabía lo que le esperaba y ahora se arrepentía de su atuendo. Hacía meses que escogía su vestuario. Rebeca decía que esos pequeños asuntos la distraían. Ya sabía perfectamente lo que deseaba que vistiese. Mientras le resultase incómodo, excitante y sensual, bastaba. Jude aplicó el criterio de seguir con los tops al trabajo, casi siempre lo suficientemente abiertos. Se había creado una regla para fuera de la oficina. Ya en el ascensor al parking o a la salida del edificio se colocaba un cordón que evitaba que el top se alejase de los pechos. Ese cordón tenía dos pinzas para agarrar el top o se anudaba a las puntas o a las ojetes si existían. Hoy había escogido un top rojo que solo cubría el pecho por su parte media, los laterales desnudos. El cordón llevaba pinzas plateadas a juego con sus zapatos y pendientes. La falda eran dos trozos de tela que no llegaban a juntarse en ninguna parte, sus caderas y muslos asomando a cada lado. Otros dos cordones trataban que conseguir que las telas no cayesen al suelo. Algo que parecía difícil.

Se sentó levantándose la falda trasera, de manera tan rutinaria que ya no caía lo excitante que era para los demás saber que no llevaba bragas y que sus nalgas desnudas tocasen el cuero. La secretaría que le acompañó hasta el despacho no parecía demasiado entusiasmada ante la impúdica exhibición de Jude.

Cuando llegó el abogado, se levantó al golpe y le dio dos besos en las mejillas mientras juntaba su cuerpo al suyo, ya tan natural que tampoco se paraba a pensar en ello. Se llamaba Roger Monroe y como presentación le indicó que su deber era proteger los intereses individuales de Jude y no los de Rebeca o los de la empresa de ambas. Durante un buen rato le desglosó su estado financiero. Por exigencia de Rebeca su sueldo, los bonus y dietas habían sido invertidos en acciones de múltiples compañías y actualmente sus dividendos ya era superiores al sueldo. Todo volvía a reinvertirse.

Ya con el café en la mano, le explicó lo que supondría convertirse en cortesana. Sería una mezcla de esclava, pareja y esposa. Era importante que comprendiese lo que supondría. A nivel financiero sería una esposa para Rebeca y casi un igual. Recibiría un asiento en el consejo de la empresa y un suficiente número de acciones para darle voto. Pareja porque compartiría techo, espacio y vida con Rebeca y esclava si aceptaba las condiciones que su pareja: modificación corporal sin condiciones, restricción del placer, aceptación del dolor a capricho de su pareja, exhibición y préstamo de su cuerpo a quien desease.

Por lo que Jude sabía, sólo incumplía con la última y sólo porque nunca se lo había pedido... hasta hoy. Se preguntaba por qué era necesario formalizar todo aquello. Su abogado se lo explicó sencillamente. Si era una esclava, debía hacer todo que le pidiesen. Como consorte, actuaba de hecho como pareja. Si estaba con Rebeca en una cena de negocios y le pedía acostarse con un cliente, no podría negarse. Para el cliente sería un regalo inmenso, una enorme prueba de confianza. Si sólo fuera una esclava, nunca se establecería la misma conexión. En cierta forma, sería la mujer de Rebeca. Los esquimales, por ejemplo, prestaban en ocasiones a su esposa, como buenos anfitriones.

En su caso, Rebeca quería implicarla más en la dirección de la empresa. No era fácil encontrar gente de confianza y preveía problemas a medio plazo. Necesitaba aliados, amigos y confidentes. Naturalmente, la unión podía disolverse cuando cualquiera de las dos lo desease y Jude podría quedarse con las acciones como indemnización. No le gustó esta cláusula y pidió que se retirase. Devolvería todas las acciones si se separaban.

Su abogado sonrió y le dijo que ya estaba prevenido. Rebeca le había informado de cual iba a ser su reacción. En ese caso, no habría unión y ni siquiera nuevos contactos entre ambas. O elegía todas las condiciones de Rebeca, sin cambios o excepciones, o debía abandonarla. Jude sonrió, casi escuchando la voz de su ama. Se le planteó un dilema moral. Se lo explicó a su interlocutor ¿Que pasaba si un día se cansaba de su amante? Dañaría a Rebeca en lo personal y en lo profesional. Lo primero era inevitable. No siempre podemos ajustarnos al otro. Pero no quería ser la causante de un trastorno empresarial del que dependían las vidas de tantas personas. No iba a formalizar algo así.

Su abogado no esperaba una reacción tan racional y, sin embargo, tan estúpida. Se quedo estupefacto. Antes de darse cuenta, Jude ya salía del bufete y llamaba a Pierre para que viniese a recogerla. No se imaginaba no ir a dormir esa noche con Rebeca o con Pierre.

 

Capítulo 39.

Pierre nunca la había visto así de alterada. Le hizo parar junto a un centro comercial y acompañarla a comprar un par de trapitos. Pagó por una camiseta de algodón azul fino y traslúcido acompañada de una minifalda blanca ajustada pobremente a las caderas. Luego la siguió a una zapatería donde Jude buscó unos tacones blancos a juego con la falda. Abiertos y de 14 cms., porque no encontró ninguno más alto. Puso todo lo que llevaba en una bolsa y se la dio a Pierre. LLeváselos a Rebeca, gracias.

Ya en la autopista, no tardó más de dos minutos en ser recogida desde que levantó el dedo. Rato después se puso a llorar. Sonó el móvil y lo apagó. El conductor creía imaginarse el despecho de la chica que tenía al lado, aunque ya no se hacía ilusiones sobre sus posibilidades. Intuyó que era mejor que llorase, y se mantuvo impasible a costa de traicionar todos los principios masculinos que dicen que hay que consolar a las féminas. Y eso fue lo que le otorgó la lotería. Cuando pararon en el área de servicio a repostar, obtuvo un fellatio que ya no deseaba y que recordó el resto de su vida casi con remordimiento.

Aquí perdieron la pista los detectives que Rebeca contrató. El mundo se convirtió en un infierno para infinidad de personas. Rebeca adelgazó hasta quedarse en los huesos. Pierre se quedó a vivir en su casa. A veces hasta en la propia cama, si no se fiaba del ánimo de su jefa. Y casi tuvo que hacerse cargo de la empresa. Cuando no sabía que hacer consultaba con Rebeca. Al parecer era con el único al que escuchaba o con el que hablaba. No se permitió ni un solo orgasmo, pero se dejaba acurrucar por Pierre a todas horas.

Pierre dormía poco, comía menos, saturado de trabajo y consciente de que todo se venía abajo. Le faltaba experiencia y de alguna manera se sentía culpable, sin saber muy bien por qué. La empresa podía funcionar sola en muchos aspectos. Pero mantener la competitividad entre tiburones nunca es fácil. O eres presa o eres cazador. Pierre siguió la máxima de Rebeca: sé cazador. En su caso un depredador inexperto, inhábil y dolido, como si sumara en su ser la incapacidad de los tres. Jude era el verdadero centro de sus vidas, la que daba todo y pedía nada. Los demás creían ser actores principales y sus vidas se desmoronaron.

 

[Este relato continuará en una nueva serie titulada Jude y sus joyas].

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