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Jude y sus anillos 06

en Sadomaso

Capítulo 29.

Se despertó con frío e incapaz de volver a colocar la sábana al cuello, los brazos sujetos por el guante. El dolor terminó de despertarla, hombros contraídos con los pies, pantorrillas y tobillos y pantorrillas agarrotados, por la postura forzada de los tacones, todavía calzados a pesar de estar en la cama. El no tener la posibilidad de estirar o contraer esos músculos era una tortura en sí misma. El estrecho cinturón le obligó a volver a respirar por el torso. Sentía la zona dolorida, lo que indicaba que había estado tratando de romper inútilmente el cable metálico. Tenía los pies conectados a la arandela de atrás, obligando a las piernas a doblarse mientras que a su vez los tacones le mantenían los pies extendidos. Al intentar moverse despertó a Pierre mientras llevó el dolor al dedo gordo de cada pie: el cable tiró de los anillos que los rodeaban, así la fuerza de las piernas ejerció una fuerte presión sobre ellos. Entonces comprendió que llevaba una venda en los ojos. Pidió disculpas por despertarlo. Como toda respuesta, sintió los dedos de su amo explorando los pezones, solidificándoles y alargándolos. Luego sus consabidas contracciones en la vagina gracias a un dedo exploratorio. Pierre repitió el ciclo innumerables veces.

Cuando la penetró, su peso llevó más dolor a las articulaciones, sólo parcialmente amortiguadas por el colchón. Sabía que no tardaría en eyacular. Podía notar el olor. Pierre le dijo que tuviera su orgasmo cuando notase un fuerte tirón en los lóbulos de las orejas. Un fuerte y doloroso tirón. Jude no sabía si sería capaz de cumplir con las expectativas, aniquilada por el suplicio y a la vez excitada por la virilidad de su amante. Pronto salió de dudas, mientras él empezaba a descargar, los lóbulos chillaron y su orgasmo recorrió todo el cuerpo, recordándole su fragilidad. No había acabado cuando los pellizcos en los pezones elevaron la vibración. El esperma de Pierre fue la guinda. Por precaución y órdenes de Rebeca ya tomaba la píldora y su otro dueño estaba plenamente informado.

Por suerte para ella, la sucesión de orgasmos era imposible de dividir o se convirtió en el más largo de su vida. Se quedaron pegados el uno al otro besándose con fruición, lo que provocó a Jude una creciente exaltación, el pene amorosamente arropado. Era un animal bien amaestrado, un perfecto objeto de deseo, una ninfómana en estado permanente de excitación. Ya no sentía dolor en el cuerpo. Pierre medía de nuevo la altura de los pezones, comprobaba el ancho y convenía en voz de alta que eran fantásticos. Le pidió ser la esclava perfecta, siempre erotizada, deseosa y predispuesta a recibir placer, dolor o ambas cosas. Le pidió cumplir sus fantasías. Jude sólo pudo responder con un nuevo beso, que en su caso provocaba nuevos retazos eléctricos distribuidos hasta su vagina y sus pies. Por fin se retiró a su lado de la cama, con ganas de dormir. Antes de hacerlo, comprobó si las formas felinas seguían en su sitio y ajustadas de la misma manera, algo que Jude consideró completamente inútil y sin saber por qué, gozosamente adulador. Los hombres no podían evitar ser como eran. Antes de dormirse, agotada, dolorida y deliciosamente feliz, reconoció que las mujeres tampoco.

 

Capítulo 30.

Esta vez se despertó al sentir el fuerte pellizco en los lugares preferidos de Pierre y de Rebeca. Le dolió tanto que tardó en reaccionar y recibió nuevos pellizcos. Se incorporó. Todo su attrezzo seguía en su sitio y el dolor en los dedos gordos de los pies, las pantorrillas y las piernas, la cintura y los hombros recobraron su ímpetu. El dedo ya estaba en la gruta extrañamente seca de Jude. Las contracciones ayudaron a humedecerla. Pierre continuó el ciclo de dolor y exploración hasta que la sintió bien excitada, lo que equivalía en su lenguaje a estar completamente húmeda. Recibió el falo con nuevas contracciones claramente acogedoras pues el esperma fluyó inmediatamente, lo que provocó un orgullo desmedido en la doliente Jude. Recibió como premio nuevos pellizcos en los pezones. Pierre le retiró la venda, pero tuvo poco tiempo para mirarlo, pues comenzó a besarla de nuevo y ella con sus fijos hábitos cerró los ojos. Y sin siquiera pensar en ello, condujo su lengua a la garganta de Pierre. Varios dedos aprisionaron los pezones sin miramiento alguno. A medida que transcurría los minutos, el cansancio se apoderaba de Jude, con las piernas abiertas y dobladas detrás de ella, el guante no permitiendole un buen apoyo y los hombros tirando hacia atrás. Básicamente los abdominales entrenados la estaban sosteniendo, pero la cintura aprisionada impedía respirar correctamente unido a la hiperventilación del beso pasional la agotaron. Así que cada vez se encaraba menos por sí misma y más por los dedos sofocando los pezones, siendo su propio peso el que tiraba de ellos. Cuando los soltó y Jude estuvo a caer hacia atrás de golpe por la sorpresa y la debilidad, le agarró por la cintura para volver a besarla. No tardó en posicionar las manos otra vez, llevando una al pezón izquierdo y la derecha entre las piernas sociables de su amante. Ahora se sostenía básicamente por la punta de un pecho mientras las contracciones de su vagina la debilitaban todavía más. Pero el beso sabía a caramelo, meloso. Trato de centrarse en sus labios y no en otros puntos calientes. Pierre intercambió manos, pezones y contracciones sin perder el contacto superior. Pidió clemencia y dormir más. Se desplomó. Seguía tan cansada que se durmió casi al instante, despreocupada de sus hombros, sus pies o su cintura. La única diferencia es que estaba muy excitada y ya no llevaba venda.

Después del descanso se encontró desnuda, completamente desnuda, sin aderezos o calzado, cuerdas metálicas o de otro tipo, guantes o instrumentos de tortura. Sin sábana o almohada. Posada en la cama. Pierre estaba leyendo y levantó ligeramente la cabeza y le sonrió. Devolvió la sonrisa con su mejor disposición, comprendiendo que había estado contemplándola mientras dormía. El placer de poder tener las piernas estiradas le compensaba cualquier cosa, incluyendo ser devorada visualmente. Insegura sobre qué hacer, esperó una orden o sugerencia. Al no recibir mensaje alguno, se fue a la ducha, para intentar quitarse el olor a semen, sudor y pescado, todo a partes iguales. Pensó en lo injusto de la biología, el sudor femenino y el olor vaginal no emitían feromonas de igual manera que el sudor masculino y el semen. Relajada bajo el agua, supuso que quizás era lo mejor, su poder de seducción ya era suficiente.

Comieron en la propia habitación, el desayuno nunca tuvo oportunidad. Jude desnuda y Pierre vestido de calle. Los dos parecían necesitar un erotismo más sutil y menos estímulos groseros. El sofá resultó el lugar más adecuado para exhibir el cuerpo de Jude y provocar a Pierre cuando se agachaba a la mesita para recoger un trozo de comida del plato. Los dos se volvieron charlatanes, ayudados por el vino e impulsados por la certeza de su admiración mutua. Jude relata trozos de su iniciación, cuando comprende que no ha vaciado a su dueño. Ya es tarde, mañana no tendrá orgasmo, supone.

Cuando Pierre observa como Jude se lanza a por él, le propone (o legisla según se mire) que se ofrezca para ser excitada. Esa debe ser su tarjeta de presentación. En alguna ocasión, él aceptará el regalo y a cambio verterá su semen. No es difícil intuir como debe presentarse. Se coloca en posición de exhibición, manos en la nuca, ojos cerrados, piernas entreabiertas, hombros hacia atrás, pecho adelantado. Corrige la posición de los codos, trata de encoger al máximo la cintura, hincha los pechos y mantiene el aire. Espera agitada el visto bueno. Pierre le alza la barbilla con mimo. Sin más preámbulos le da el fuerte pellizco a sus antenas y lleva el dedo al túnel encharcado y deseoso de sentir los inevitables pulsos erotizantes. Vuelve arriba y otra vez abajo, hasta que se cansa. Sabe que Jude no va a tardar en sucumbir y opta por refrenarse. Un beso se convierte en la excusa perfecta mientras agarra el culo elevado. A Jude le cuesta horrores no pensar en su clítoris y su orgasmo, las contracciones la han cansado. Los impulsos desde unos labios a otros no hacen más que empeorar el asunto. Si pudiese cerrar las piernas o bajar los brazos. La postura es traicionera por sí misma, rogando, suplicando ser manoseada y usada. Pierre está también está agotado y la disposición de Jude no le ayuda para nada. Termina por comprender que va a tener que ser el que tenga que deshacer el beso y ordenar a Jude que baje los brazos y deje de ofrecerse.

 

 

 

 

Capítulo 31.

Los dos se despiertan atontados. Con la mano de Pierre entre las piernas de su amada, libre de ataduras y atuendos. Al sentir conscientemente el dedo en su cavidad, Jude aprieta el dedo con suavidad y trata de mantener la presión. El dedo sale y entra a su antojo y cada vez las contracciones hacen su aparición. Jude trata de mantener la presión. Pronto es el falo hinchado el que entra y es acogido amorosamente y estimulado con las contracciones y el apretón. Jude aguanta todo lo que puede, encogiendo sus músculos vaginales al máximo. Al soltar, el esperma de Pierre inunda el espacio libre y se pega a las paredes húmedas. El beso es la guinda. Sin plantearse siquiera el placer o la excitación de su amada, se separa, comprueba el estado de los pezones como si evaluase el estado del tiempo y se dispone a pedir el desayuno.

Se duchan juntos y él le pide que lleve siempre tacones en la habitación y para evitar males mayores los pendientes/pinzas en los lóbulos. Jude asiente. Se coloca en modo ya habitual de ruego y espera los pellizcos y el dedo. Las contracciones son instantáneas y ajusta la presión al dedo, esperando el visto bueno o un nuevo ciclo. Recibe tres más antes de salir de la ducha.

Bien seca, perfumada e hidratada con el repertorio de cremas, sale y busca los tacones y las pinzas. Le encanta el poder que tiene cuando lleva los tacones, no pudiendo Pierre evitar dejar de mirar de arriba abajo una y otra vez. Las pinzas ayudan a trasladarse al dolor y evita pensar en orgasmos. Llaman a la puerta y Pierre, despreocupado del espectáculo que pueda ofrecer Jude, abre y sostiene la puerta mientras detrás de un carrito lleno de viandas y olores surge un joven que se queda paralizado al ver a Jude desnuda, sentada en la cama, con unas tacones de escándalo y unos pendientes con cadenitas que llegan hasta los hombros. Sin poder evitarlo, se queda unos segundo deleitándose antes de reaccionar y preparar el carro levantado tapas metálicas y mostrando tostadas, huevos revueltos, zumos de naranja, mantequilla, cruasanes y frutas. Y té y café envueltos en jarras térmicas.

El joven se dispone a salir cuando Pierre hace el ademán de mover una silla. Con reflejos de superhéroe, el camarero coge el respaldo y lo lleva hacía sí e invita a Pierre a sentarse, que con otro ademán señala a Jude. La diosa nórdica, a ojos del joven de vista excelente, se levanta y va hacia la mesita, mantel y servilletas ya en su sitio. Se sienta con lentitud, sabedora del espectáculo que ofrece, mitad pretenciosa mitad azorada. El camarero sólo sale de la habitación cuando Pierre está tan bien perfectamente aposentado y con el plato acogiendo una tostada y la taza un café humeante. Mira a ambos comensales a los ojos antes de salir. Pierre vislumbra agradecimiento.

Jude está tan húmeda que piensa que va a manchar la exquisita silla y con toda la parsimonia de la que es capaz va al baño, trae una toalla y la aplana sobre el asiento, ajustándola con exquisitez. Vuelve a sentarse y ofrecer su cuerpo por el lado frontal. Empieza a untarse una tostada para terminar por coger un zumo de naranja y espera paciente a que Pierre comience a conversar. Sumida en sus pensamientos, se plantea el espectáculo que ha dado. Una hembra a punto del clímax, desvestida y sin embargo adornada. La desnudez que acostumbra a llevar en la oficina o cuando sale con Rebeca se ha convertido en el orgullo de su amante. Como todo macho, mostrar a la hembra que lleva de su brazo, la fémina que ha conquistado y subyugado, es casi tan importante como depositar el semen. Y a ella le ha excitado tanto obtener su aprobación, el orgullo que siente por su necesidad de exhibirla que se pregunta si le pasa a todas las mujeres. Quiere ser un trofeo y adora parecer uno. Se da cuenta que a su cuerpo le gusta mostrarse así, apetecible para todos y con su mente disfruta de ser exhibida por su amante. Se pregunta si desaparecería su inhibición natural si estuviese siempre desnuda o sólo con adornos.

Mastica consciente del dolor en sus lóbulos y agradecida a los tacones, a pesar de notar la corriente recorrer todo su cuerpo de arriba a abajo. Coge la mano de Pierre y la lleva a su muslo, tratando de que sienta la corriente. Pierre aprecia la dulce piel. Jude se saca un tacón y le obliga a acariciar la suela metálica. Ahora sí que nota la frialdad de la corriente. Le conduce el dedo al anillo que suele sujetar el dedo gordo y le conmina a bordearlo con los dedos. Pierre siente los nervios de sus dedos estimulados. Jude se vuelve a colocar el zapato ajustado el dedo al anillo y el aro metálico del tobillo. Con suavidad y sutileza empuja desde la uña, recorriendo su dedo gordo, el pie y la pierna, junto a la vagina, el pubis, el surco entre las piernas, la cadera, la cintura, el pecho hasta el pezón y sube por los labios hasta la oreja, parándose en el pendiente izquierdo. Con una seña le indica a Pierre que haga lo mismo.

Pierre siente un escalofrío que recorre el cuerpo de Jude. Su asombro es tal que repite otra vez antes de pasarse al lado derecho en un afán de simetría. Su pene muestra signos de exceso de producción así que Jude se coloca en su posición de presentación, preparándose para ser excitada y luego vaciar a su amo. Acabados los rituales, Pierre se sienta en el suelo, más tranquilo su cerebro entre sus piernas, inquieto su otro cerebro y acaricia las piernas abiertas y expuestas de Jude, yendo una y otra vez desde la punta de pie hasta los labios de la vagina, soliviantando los nervios excitados de su amante. Jude siente como la electricidad pasa por la yema de los dedos de su amo. El movimiento es subyugador, erótico y se siente reverenciada.

 

Capítulo 32.

La vuelta al hogar le resulta tumultuosa. Jude se siente culpable por no cumplir las reglas y triste porque algo no funciona con Pierre. No tiene quejas por su amor, sí por su obsesión. Esta pendiente de ella y no de su propio placer. En cuanto ve a Rebeca, esperándola a la salida, acelera el paso a pesar de la maleta que arrastra. Ésta, a su vez, comprueba la agitación de su pupila. Lleva su conjunto apretado de látex rojo, con el top apretando y perfilando los senos. Los zapatos rojos son los cortos de doce centímetros y los pendientes/pinzas plateados rompen los lóbulos de sus orejas. Se ha colocado una especie de cadena metálica en la cintura. Es tan estrecha que comprende que no puede respirar por ahí. Unido a la estrechez del top y el calor que le produce ha debido de sentirse medio asfixiada durante todo el viaje. La falda se sube sola y cada pocos pasos la baja, en un gesto ya inconsciente y rutinario. Los cuerpos se funden en un abrazo y los labios se juntan. Jude sube el talón derecho hasta dejarlo arriba y vertical. El beso es kilométrico y público. Cuando se acaba, Rebeca inicia otro, obligando a Jude a cambiar de pie. Está acalorada y hiperventilando aunque no deja acariciar la nuca de su ama, que comprueba la estrechez forzada del talle de su esclava. El beso se hace eterno, forzando la pierna apoyada de Jude, la pantorrilla acortada. Le gustaría llevar puestos los tacones habituales. A su malestar ha sumado la irritación de su ama, claramente molesta por su insubordinación, pues no lleva el traje escogido para el viaje. Cuando por fin puede sostenerse con ambas piernas, no sabe que decirle. Rebeca, por su parte, mirándo a los ojos le dice: Te quiero. Buscaremos el castigo adecuado.

Para abrir boca, bajan hasta el parking, recorriendo los interminables pasillos, para dejar la maleta y cuando Jude está abriendo la puerta para introducirse en el vehículo, Rebeca, con frialdad le ordena que se quite la ropa y los tacones. Jude, ya desnuda excepto la cadena en la cintura y las pinzas en las orejas, trata de mantener su maltrecha dignidad, manteniéndose bien erecta. La frialdad y humedad del parking le sobrecogen. Ya echa de menos su molesto y apretado traje de látex. Sabe que va a pasar mucho rato antes de volver a ponérselo, hace nada sólo pensaba en quitárselo. Rebeca se mete en el coche, baja la ventanilla y le señala hacia abajo y evitándola con cuidado sale marcha atrás. Y se aleja.

Jude no tiene más remedio que seguir la estela de olor a gasolina. Y el ruido. No quiere hacer esperar a Rebeca así que empieza a correr, sus pies descalzos laminando el implacable y rugoso pavimento. Las pinzas le molestan al ser agitadas y el cinturón no ayuda. Baja dos plantas. Y con el resuello en el cogote llega hasta Rebeca que espera reloj en mano apoyada en el maletero. Siete minutos. Se refiere al tiempo que ha tardado. Hace unos cálculos en un papel y le da el planning: Cada veinte minutos debes estar aquí o arriba, a dos plantas de aquí. Yo vendré aquí o allí y esperaré exactamente cuarenta minutos así que si cumples con el horario, me encontrarás. Si no estás, volveré más tarde. Ahora voy arriba, sube pero recuerda que deberás hacer el trayecto con la luz apagada. Tarda un minuto en apagarse, yo la he estado encendiendo todo este rato. Así que te recomiendo memorizar el trayecto.

Jude, con los pies quemados y los lóbulos doloridos se presentó arriba. Rebeca le indicó que se pellizcase los pezones hasta dejarlos duros y ensanchados y luego que se colocara en posición de rezo invertido. Jude se inquieta por no recibir el pellizco de su ama, poco acostumbrada a que se le permita tocarse. Rebeca ata un cordel a la base de los pezones, aprieta y luego lo sujeta a la cadena de su cintura formando una v bien tensa. Se pone detrás de ella y ata los brazos en la posición de rezo que mantiene. También le ata los pulgares que están vueltos hacia arriba como le suele ser exigido. Ese cordel es conducido a través de su lado derecho del cuello y una vez allí cruzado hasta el pezón izquierdo dónde forma otro nudo en la base del pezón. Cuida de no apretarlo. Un nuevo cordel le es atado a los pulgares y ahora es cruzado al revés hasta el pezón derecho dónde otro nudo espera. Rebeca le indica que suba los pulgares. Jude comprende lo que quiere su ama y obedece, forzando la postura y notando como le cansa los brazos, forzados por la postura, aunque bien estirados por el entrenamiento. Su ama aprieta estira y aprieta los cordones que conduce a los distendidos pezones, quizás de temor, de excitación o de frío.

Por último, Rebeca le indica que cuando se encienda la luz se esconda detrás de algún coche, debe rozar con los pezones la chapa y unos segundos después comprimir los pechos al máximo hasta que se apague la luz o si tiene mala suerte y debe moverse porque se acerquen y puedan descubrirla, realizar los mismos actos después de ocultarse de nuevo. En cuanto se apague la luz, proseguir la ruta hasta el parking correspondiente. Si no hay coches cerca, puede ocultarse detrás de una columna pero no debe dejar de mover los pulgares mientras tanto. Cuando llegue al parking, si no la encuentra, debe realizar el mismo ejercicio en otra columna, al menos un rato antes de reemprender el camino de vuelta. También debe tener en cuenta que ella va a dejar el coche en la primera planta, así que no podrá saber cuándo llega por el ruido. Esperará sin el vehículo. Le da un beso, que Jude devuelve necesitada de cualquier gesto de afecto, aliviada de seguir siendo querida. Rebeca, sin dejar de besarla, suelta las pinzas de los lóbulos tirantes y los acaricia. Jude no puede evitar un suspiro, mitad de alivio y mitad de excitación. Un rato después vuelve a colocarlos en su sitio. Ahora con un gesto casi etéreo roza los pezones alargados y encumbrados de su concubina. Reaccionan al instante endureciéndose, forzando los cordeles que los aprisionan y los sujetan. Rebeca se mete en el coche y se va. Jude trata de recordar las instrucciones. En cuanto se apaga la luz, se coloca junto a la columna más cercana y lleva sus pezones y sus pechos a palpar el material. Una luz mortecina le permite orientarse, deben de ser luces de emergencia. Recuerda que debe subir y bajar los pulgares, lo que además de cansarla molesta a los pezones oprimidos. El material rugoso es desagradable como si se estuviese lijando sus propios pechos. Tiene tiempo de sobra salvo que entre alguien y deba esperar. Es mejor no arriesgarse. Separa los pechos y los pezones de la columna con gran alivio y comienza a caminar deprisa, ajustando el ritmo antes de empezar a correr. Los pechos bambolean y los pezones, estirados por los cordeles, emiten señales de dolor. Jude se decide por un ritmo constante como mejor opción. Esto supone que los pies descalzos pisan con decisión. El roce con el cemento rápidamente los calienta. Trata de mantener los pulgares bien levantados, la mejor manera de dar holgura a su sujetador forzado. Se cansa con rapidez, por el aire enrarecido, el viaje asfixiante, sin posibilidad de respirar por la cintura y el dolor que siente.

Se enciende la luz. Rápidamente se agacha junto a un coche y lleva los pezones a tocar el metal. Una especie de chispazo surge desde los mismos y a duras penas ahoga un grito. Queda en un murmullo pero sabe que han podido oírla. Decide avanzar varios metros más, bien agachada. La postura hace crujir sus rodillas y sus codos. Vuelve a colocar los pezones en otra chapa metálica y vuelve a sentir un chispazo, algo más apagado. Presiona los pechos todo lo que puede, los cordeles tirando. Ha bajados los pulgares, tratando que sus brazos descansen. Mejor ahora que cuando esté corriendo. En cuanto se apaga la luz vuelve a su tarea, los pezones le duelen más, los siente más grandes porque están más excitados y consecuentemente cada nudo aprieta todavía más. Llega a su objetivo y vuelve a poner los pezones a rozar la columna, prosiguiendo con los pechos. Baja los talones, le duelen mucho más las pantorrillas deseosas de los tacones, pero prefiere llevarlas alzadas cuando corre y debe ahorrar fuerzas el resto del tiempo.

No todas las veces tiene suerte. En uno de los trayectos es interrumpida cinco veces, lo que sabe que probablemente le puede hacer perder la cita. Sin contar los minutos que está con los pezones descargando en el metal o los pechos sorprendentemente calentados comprimidos a la carrocería.

Después de once viajes, Rebeca está allí. Se besan con pasión. Jude le ruega que le deje darle placer y allí mismo se arrodilla y le introduce la lengua en el túnel conocido mientras Rebeca mantiene su falda levantada. Para Jude todo es ahora más sencillo. Su dolor y el placer de su ama. Sólo importa eso. Los dedos de Rebeca exploran los pezones, acariciando y tirando de ellos en el gesto que tanto le gusta. Jude se siente contenta al saber que está complaciendo a su ama. Tira de sus pulgares hacia abajo, forzando el cordel hasta los pezones. Se enciende la luz. Las dos se esconden detrás de un coche. Jude, sin pensarlo dos veces, lleva los pezones al metal. Su ama, agazapada junto a ella, recorre la espalda de Jude, percibiendo la corriente que surge de sus dedos y se descarga a través de los pezones.

Suben corriendo hasta la primera planta sin más interrupciones. Jude en su uniforme de batalla, dolorida y excitada, contenta de haber sido perdonada, alegre de satisfacer a su ama. Su mente está clara y despejada, a pesar de dolor persistente y del ardor en los pies y en sus dedos, las pantorrillas, la cintura, los pechos, pezones, lóbulos, codos y pulgares. Vive el cansancio de manera exultante. Las endorfinas han vuelto.

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