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Por el culo, por favor. II

en Sexo Anal

Junio de 2002

El tañido fuerte, acompasado, casi inclemente, de la campana se pasea por encima de los cuchicheos de la gente, manchando, quebrando la blanca luz de la espléndida mañana de junio.

Son las doce del mediodía. María cierra los ojos como si haciendo eso pudiera evitar ese sonido frío y despiadado que la golpea dentro. Nunca le ha gustado el sonido de las campanas, ni cuando suenan por buenos motivos, le parece que es invasor, despiadado, que se mete en rincones de su cabeza donde ni ella misma puede llegar…

Ha muerto el Sr. Altamira. Todo el pueblo se apiña en la pequeña iglesia para darle el último adiós.

Cuando María se enteró de la noticia no supo como sentirse, como si eso fuera una elección… Pero en su caso quizás sí lo era. Ese hombre le enseñó a disimular, a aguantar y a hacer como si nada… Así que cuando su vecina le llamó para decírselo, María, por dentro, en un segundo, meditó su reacción.

Y allí está. En la iglesia. De pie entre el gentío. Una más para despedirse del hombre que trajo la industria al pueblo. Que lo hizo despegar y ser lo que es ahora. Aunque su fábrica ya hace tiempo que cerró. María, de vez en cuando, pasa por delante de las ruinas de lo que había sido una construcción orgullosa y llena de vida y no puede evitar que se le humedezcan los ojos (por el abuso) y el coño (por el placer, muy a su pesar).

Hacía muchos años que el Sr. Altamira no vivía en la villa, pero parece ser que poco antes de morir había dispuesto ser enterrado allí, donde había pasado la mayor parte de su vida trabajando.

Cuando las campanas dejan de sonar María vuelve a abrir los ojos. Todas las cabezas se vuelven para ver como entra el ataúd por el pasillo principal, hasta el pie del altar. Silencio, carraspeos, alguien que se suena, un bebé que llora…

El capellán les hace un gesto y todos los asistentes que tienen suerte de haber conseguido un banco se sientan. María lo agradece porque ya le estaba empezando a doler el lumbago.

En las primeras filas se apiñan la viuda, los hijos, los nietos y demás familia del Sr. Altamira. María ya no los conoce ni de vista. Demasiado tiempo, demasiado dolor, demasiado olvido para sobrevivir…

De nuevo deben ponerse en pie. María recita bajito el padrenuestro junto con todos los demás. Alguien sale por una puerta lateral y el olor de las lilas florecidas de la plaza se desliza travieso bajo la nariz de María, que lo prefiere mil veces al de la cera y el incienso que intentan pegársele a la piel. Para después, piensa María, para que cada vez que los vuelva a oler no pueda olvidar que estuve aquí y que ese muerto que yace al pie del altar estuvo en mí, más que ninguna otra persona que haya conocido en toda mi vida.

La ceremonia continúa y los asistentes, ovejas obedientes, se levantan y se sientan, al son que marca el cura. María ha venido sola. Ha preferido no quedar con ninguna de sus vecinas o amigas. Aunque después ha saludado a alguna de ellas en la calle. Pero prefiere despedirse sola, ni ella misma sabe cuál puede ser su reacción. Tanto tiempo durmiendo los sentimientos, acallando las sensaciones, negando los hechos (excepto por el desahogo con su primo)…

Otra vez en pie, la cosa debe estar ya acabando, María siente un cosquilleo en la mano del brazo derecho que tiene colgando al lado del cuerpo. Alguien, desde atrás, le ha puesto algo en la mano. Cree que es un papel, pero no se atreve a mirarlo allí, con gente a los lados, con el cura bendiciendo la caja y los sollozos ahogados de la anciana viuda…

La gente empieza a desfilar detrás del ataúd y de los familiares. Van saliendo todos de la iglesia y María se rezaga un momento para mirar lo que tiene en la mano.

Un simple papel blanco doblado. Lo desdobla. Pone: “Yo os vi”.

Y María se tiene que apoyar en una columna para no perder el equilibrio. Ya casi no queda nadie en la iglesia y nadie repara en ella.

“Yo os vi”.

¿Qué significa eso? Se pregunta María. A ella solo le viene un significado a la cabeza. Ese “Yo os vi” quiere decir “Yo os vi cuando el Sr. Altamira te daba por el culo y tú te dejabas”.

Lo piensa y se le llena la boca de saliva. Poner esos recuerdos en palabras es excitante y a la vez casi la inmoviliza de terror. Alguien les vio en la sala de taquillas…

Pero también podría ser otra cosa, que alguien la viera a ella con su primo, hace dos años, o simplemente una broma de algún chaval. “Yo os vi”. Eso se le puede decir a cualquiera y cualquiera tendrá un recuerdo en que estuviera con otra persona…

María sonríe sin darse cuenta. ¿A quién quiere engañar? Esa frase solo tiene un significado y debe aceptarlo. Nada de bromas. Nada de otras personas. Está en el entierro del Sr. Altamira y alguien que les vio se lo ha hecho saber.

María vuelve a sentarse en un banco un momento. Para recuperar el aliento. Para limpiarse una lágrima que se le ha deslizado rápida y cristalina hasta la barbilla.

Vale, alguien les vio y ahora se lo ha dicho. ¿Y qué? ¿Eso es todo?

María teme que no, que si se lo ha dicho es porque quiere o espera algo más. De lo contrario no habría hecho falta molestarse en ponerse detrás de ella en el entierro y deslizarle el papel disimuladamente en la mano.

La iglesia ya está completamente vacía y María piensa que debe salir ya si no quiere llamar la atención.

El sol la deslumbra cuando pone los pies en la calle de nuevo. Junio, maravilloso, envolviéndola, diciéndole que no pasa nada, que puede volver a casa y olvidarse una vez más de todo. No habrá felicidad, no habrá placer, pero tampoco dolor ni temor…

Pero una de sus amigas de toda la vida le dice que se va a acercar al cementerio, que cree que es lo más correcto, acompañar a la familia hasta el final, que el Sr. Altamira significó mucho para el pueblo… Y María no puede negarse a ir con ella. Además, ahora que está en la calle y ha tirado la nota a una papelera, le parece que todo vuelve a la normalidad.

El cementerio, como la iglesia, es demasiado pequeño para acoger a la cantidad de curiosos y aburridos que se ha desplazado hasta allí, cubriendo los escasos quinientos metros que lo separan de la iglesia.

María se separa de su amiga, la gente la mueve hacia un lado, hacia otro. Piensa que se va a ir a la mínima que vea un resquicio entre la masa. Un grupo de mujeres hablan entre ellas, la mayoría consultan el móvil, algunos buscan el nicho de su familia. Y sin querer, sin darse cuenta, buscando la salida, María se ve arrinconada en una esquina, los nichos a su espalda, la gente delante pendiente en ese momento de cómo el ataúd del Sr. Altamira es introducido en un sencillo nicho como todos los demás.

María deja de respirar cuando siente la mano que a sus espaldas le levanta la falda y se desliza por encima de sus bragas, acariciando sus nalgas.

No se ha dado cuenta de que había alguien detrás de ella, pensaba que era la última entre la multitud y la pared. Pero no… Hay alguien. Seguramente el que ha escrito la nota…

Intenta caminar hacia delante, salir de allí, pero no quiere llamar la atención y la gente está en ese momento quieta escuchando las últimas palabras que alguien pronuncia antes de cerrar el nicho.

La mano le baja las bragas y se desliza en la raja de su culo. Le pellizca una nalga, después la otra, las acaricia como si sopesara su peso, desliza un dedo entre los cachetes, baja hasta encontrar el ojete, lo cosquillea con la yema del dedo, empieza a presionarlo…

María piensa que sin duda es el de la nota y que sí que los vio hace treinta años. Ahí está hurgándole el culo. Le gustaría girarse pero no puede moverse.

Y a la vez que María piensa y se horroriza, su cuerpo empieza a arder de deseo y placer. Su ojete palpita bajo el dedo que cada vez presiona con más fuerza, su coño está mojándose y los pezones le duelen duros y electrizados bajo la tela del sujetador.

María no puede con todo. Su cerebro intentando buscar una salida, su alma rota de nuevo al recordar el pasado, y su cuerpo feliz, feliz de que alguien lo desee, lo toque, lo someta de nuevo, en contra de la voluntad de María, pero no en contra de la voluntad de su piel que arde bajo la ropa, de su clítoris que se estremece en su capuchón, de su culo que se aprieta contra el desconocido…

El dedo avanza hasta la entrada de su coño. María separa más las piernas con un gemido ahogado. No quiere hacerlo, no quiere… Pero, joder, como lo desea…

El dedo se moja en su flujo y vuelve a su culo. Entra fácil y empieza a moverse en un mete-saca al que pronto se añade otro dedo.

María no sabe cómo hacer para disimular, para no gritar de gusto, echa la cabeza hacia atrás y se golpea con la encalada pared. El extraño ha desaparecido, la gente empieza a desfilar, la ceremonia ha acabado.

Comprueba que tiene la falda bien puesta por detrás y sale del cementerio. Le cuesta andar. Siente sus agujeros dilatados, mojados, moviéndose casi como si tuvieran vida propia.

Hace más de un año que María no tiene un orgasmo. Y hace casi seis meses que no tiene relaciones con su marido. María piensa que es normal. Que les pasa a todas las parejas a cierta edad. Y ella puede vivir con eso, sin dolor y sin deseo, sin ansiedad y sin placer. Pero si un mal nacido le despierta el cuerpo…

A la salida del cementerio vuelve a encontrarse con su amiga y juntas emprenden el camino de vuelta hacia su barrio. La amiga le propone que den un pequeño rodeo y pasar por delante de las ruinas de la fábrica, como un acto de despedida más.

María acepta. El cerebro le bulle con mil ideas y conjeturas y su cuerpo no acaba de enfriarse, se mueve bajo la ropa como un animal vivo y sensual que pide más…

Cuando ya han enfilado la calle en la que la antigua fábrica se va desmoronando poco a poco, su amiga recibe una llamada al móvil para que se pase rápido por casa. La amiga se va y María decide que ella sola, mejor, pasará una vez más por delante de ese sitio.

Treinta años. Toda una puta vida, piensa. Y que después de todo lo que ha vivido, de su matrimonio plácido, de sus hijos… Que lo único que agite su corazón sea el recuerdo de esa sumisión… Se enfada con ella misma pero decide que cuando llegue a casa, una vez más, volverá a enterrar todos esos recuerdos bajo mantos y mantos de aburrida e insensible cotidianidad.

Se para delante de la puerta principal, de hierro forjado, hermosa aún, aguantando orgullosa. El edificio la mira desde detrás de la maleza que ha invadido todo el patio.

María extiende una mano y la puerta se desliza hacia dentro. No sabe por qué, o sí, ha tenido la intuición de que estaría abierta.

Entra, esquiva las hierbas, la basura, el barro… Sus pasos van hacia la entrada de trabajadores, por donde ella entró durante esos cuatro años. Cada día con la duda de si el Sr. Altamira entraría en el cuarto de taquillas, cada día con el deseo de que así fuera, cada día con el deseo de que no fuera así… Es complicado el ser humano… La suma de demasiadas cosas…

La puerta, de madera que ha perdido el barniz hace años, se abre hacia dentro al leve toque de la mano de María. Y ella ya no tiene duda, todo la está esperando y sabe dónde tiene que ir.

Dentro ya casi no quedan muebles, solo polvo, más basura, restos de algún botellón.

María se planta ante la puerta del cuarto de taquillas, la abre, entra y la vuelve a cerrar.

Se queda a oscuras, ya no hay electricidad en las instalaciones y ese cuarto no tiene ventanas. En un momento de lucidez decide volver a salir. Pero la puerta ya no se abre y María empieza a temblar.

Hasta que una voz de hombre, dulce, aterciopelada, tranquila; le dice que no pasa nada, que no tenga miedo, que no le va a doler, que será solo un ratito, que le va a gustar…

Y unas manos fuertes y seguras le arremangan la falda hasta la cintura, le bajan las bragas y le separan los muslos para que una boca caliente y húmeda empiece a devorarla.

María se muerde los labios, intenta no gemir. La lengua del hombre se mueve arriba y abajo de su raja. Debido a la completa oscuridad María siente esa lengua como si tuviera vida propia, como si una boca sola la estuviera comiendo, sin la presencia de nadie más.

Aún no ha perdido la cabeza del todo, se pregunta quién es él y también intenta orientarse para ir hacia la puerta y escapar. ¿Pero quiere realmente salir de allí?

¿De verdad quiere huir y pasar quizás diez años más o los que le queden hasta el fin de sus días sin sentir un orgasmo como los que vivió allí dentro? ¿Será suficiente un polvo con su marido una o dos veces al año para seguir viviendo en paz?

Y María busca con sus manos la cabeza del hombre, la aprieta más contra su coño, se abre más, se ofrece entera. Claro que hay riesgos. ¿Y si es alguien conocido? ¿Y si habla? ¿Y si le hace chantaje? Y lo que es peor (o mejor)… ¿Y si ese hombre quiere repetir?

Su clítoris endurecido se frota en la lengua de él. El hombre jadea, sus manos le clavan las uñas en los muslos, de la fuerza que hace para abrirla, para poseerla.

Le mete dos dedos en el coño y sigue presionando su clítoris con la lengua. Hasta que María se corre. De tanto morderse los labios se ha hecho sangre y su sabor metálico le invade la boca. Pero no grita. No estaría bien. No ahí dentro…

De pie, todo su cuerpo se agita en un vaivén, en un ofrecerse y un retirarse, ahogándose en un calor sin el cual le parece mentira que haya podido vivir.

Ella espera ahora que el hombre se la meta en el culo. Si es verdad que los vio, a ella y al Sr. Altamira, sabrá lo que toca ahora…

Pero el hombre se aparta del guión. Le pide, le ordena que se abra la blusa, que se suelte el sujetador. Ella lo hace y una boca pegajosa de su flujo y de saliva busca a ciegas sus pezones, los localiza, los chupa, los muerde… Mientras los dos dedos de la mano no han abandonado en ningún momento la calidez de su vagina y empiezan a moverse con más fuerza y  rapidez.

Eso sí que no lo había sentido nunca María. Tiene ganas de mear. En ese momento. Qué vergüenza. Pero cada embestida de los dedos le hace sentir más intensamente esa necesidad. No quiere, no puede, pero si el hombre no para…

Ella dice “No, no, no”. Y él le contesta un “Calla” ahogado porque su boca sigue en sus tetas. La mano parece de nuevo tener vida propia, los dedos entran y salen rápido y María no puede evitar ni mearse ni gritar. Porque aquello es nuevo, el líquido caliente bajando por sus piernas y el placer de la liberación. Está a punto de desmayarse. Pero él, que nota como toda ella se afloja, la sujeta muy pegada a él. Y se lo cuenta.

“Os vi, María. Os vi cada una de las veces que ese hijo de puta abusó de ti. Eras muy bonita y yo un aprendiz de contable tímido y gris. Creo que nunca reparaste en mi presencia. Yo controlaba el armario de las llaves de la fábrica. Cada vez que el Sr. Altamira venía a coger las llaves del cuarto de taquillas, yo sabía que era para abusar de ti. Lo supe desde el primer día. Y antes que tu entraras a cambiarte para salir, yo ya estaba escondido entre dos hileras de taquillas. Os vi y os sentí, os olí, cada una de las veces. Cada una de las veces me masturbé con tu vergüenza y tu placer. Poco después que tú dejaras la empresa yo también la dejé y me fui a vivir a otro pueblo. Lejos de aquí. Hasta que hoy he vuelto para el entierro y te he visto y he decidido tenerte. Si él te tomó, también puedo yo. Sé la clase de perra que eres…”

Y dicho esto la hace poner de espaldas a él, la cara de María contra las taquillas, le levanta el culo, busca a ciegas su coño y la penetra con facilidad, solo un par de movimientos dentro de ella, para lubricar su pene y rápidamente metérselo en el culo, sin más preparativos.

La cara de María se aprieta contra el frío del metal. Las lágrimas ruedan silenciosas por sus mejillas. Sigue sin saber quién es ese hombre. Pero la conoce bien.

La está penetrando con dureza, profundamente, con rabia. María levanta un poco más el culo, sus tetas cuelgan y según la fuerza de la embestida chocan también con la taquilla que deja escapar un quejido metálico.

Siente sus muslos, sus piernas, los pies, todo mojado. Le escuece el ojete. Cada vez que el pene de él hace su camino hacia dentro María piensa que se va a desmayar de placer, cada vez que la polla retrocede, ella aprieta el culo para que no salga del todo.

El hombre pasa una mano por entre las piernas de ella, sus dedos resbalan en el coño mojado, le da unas palmaditas en el clítoris. Suena un chasquido húmedo que se mezcla con el ruido del frotamiento de la carne contra la carne. Un nuevo orgasmo sacude a María, que abre la boca, no grita, pero babea sobre el metal. Y al cabo de un minuto, otro más. Y otro…

Toda ella se convierte en un bulto caliente y palpitante de carne temblorosa y entregada. Llora y moquea, de absoluto placer. Pero no grita, ni gime, si acaso el jadeo necesario en busca de oxígeno para sobrevivir a esa felicidad de la carne.

Los dos pierden la noción del tiempo. Hasta que él no puede más y se corre dentro del recto de María, que hace rato que no es más que una pura agitación de espasmos incontrolados.

Cuando él se retira, María resbala por la taquilla hasta quedar sentada en el suelo. Está agotada y feliz. Asustada y feliz. Avergonzada y feliz. Feliz.

Un hilo de luz resquebraja la oscuridad, primero se marca el perímetro de la puerta, después la luz hace camino, en una ralla alargada y amarillenta hasta ella, como buscándola, como invitándola a salir. El hombre ya no está.

María busca su bolso. Las toallitas húmedas. Los pañuelos de papel. El peine. Todo es poco y casi inútil para recomponerla. ¿Cómo sale alguien a la luz después de que cada átomo de su cuerpo se haya entregada al más absoluto y prohibido placer? Porque María sabe que esta vez nadie la ha obligado, que no lo ha hecho ni por conservar el trabajo ni por miedo a nadie. Al contrario, hacerlo ha sido el verdadero riesgo. Y lo ha hecho.

Se levanta, se cuelga el bolso y empieza a andar. Le duelen los mordiscos en los pezones, los arañazos en el coño, el ojete que sigue dilatado. Abre del todo la puerta y cruza la sala hasta la puerta de salida al patio.

Allí ve una nueva nota, en el suelo, justo al abrir, con una piedrecita encima. Un nombre y un número de móvil.

María se agacha y al hacerlo le duele todo el cuerpo y a la vez siente placer al notar como con el esfuerzo sus agujeros se abren, mojados aún, de flujo y de leche…

No debería haber recogido la nota, no debería haberla guardado en el bolso, no debería ir por la calle con esa sonrisa boba de niña de trece años a la que le acaban de dar el primer beso…