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Muñeca mía...

en Fetichismo

Gema va pasando la fregona despacio, perdida en sus pensamientos, hace ya rato que friega el mismo trozo de parquet. El espacioso comedor está en penumbra, las pesadas cortinas corridas, la atmósfera cargada. Mediados de octubre y los días aún son cálidos. El sol de mediodía calienta los cristales pero las ventanas están todas cerradas al aire del exterior.

Hace ya un mes que Enrique, el marido de Gema, sufrió un accidente de coche, por la noche, cuando volvía de trabajar. “Una distracción”, dijo la policía. Se estrelló contra una farola y murió en el acto. Cuarenta y ocho años (tres más que Gema) que se fueron a la porra en un segundo.

 

Ahora ella se mueve por la casa como una sonámbula que no se acaba de despertar de  la pesadilla. Ella piensa que si al menos hubieran tenido hijos... Pero no pudo ser. Vivían bien ellos dos solos, cada uno con su trabajo, los amigos, la vida que los tenía atrapados en su engranaje y los iba moviendo hacia delante...

 

Se siente el tornillo que ha saltado del mecanismo. Se ha quedado en el suelo, la máquina ha continuado su camino y ella permanece desconcertada en un charco espeso de tristeza y desesperación.

 

Lo peor de todo es que ni ella misma acaba de entender su abatimiento. Enrique y ella hacía años que ya no estaban enamorados, se querían como compañeros de un proyecto común pero sin la pasión y la entrega de los primeros años.

 

Habían estado juntos veinticinco años, quizás era eso lo que la tenía abrumada, que ella nunca había vivido sola, que siempre había tenido detrás unos padres o un marido para apoyarla.

 

Inesperadamente, sin una enfermedad que avisara, sin un presagio funesto de esos que salen en las películas, la llamada a las diez de la noche. “¿La señora Gema García?” Y el mundo había empezado a moverse bajo sus pies, el aire había huido de su alrededor, la sangre helándose en las venas...

Lo más duro de pasar son los fines de semana, como este sábado, cuando no tiene la obligación de ir a trabajar y el silencio y la inmovilidad se hacen sólidos a su alrededor.

 

Cuando por fin se da cuenta de que el suelo ya brilla de tanto frotarlo, decide subir al estudio de Enrique. Es una decisión que ha pospuesto durante todo el mes pero que ya no puede esperar más. Vivían, vive, en una preciosa casa adosada de tres plantas. La de arriba del todo se la apropió Enrique desde el principio, para tener su estudio, una área sagrada solo para él que Gema respetaba y a la cual únicamente iba muy de cuando en cuando a buscar algún libro. Desde el principio se habían repartido las tareas de la casa y Enrique se ocupaba de tener ordenado lo que él denominaba “su mundo”.

 

Gema no ha subido ni un solo día al estudio, tiene miedo de acabar de hundirse, pero sabe que tarde o temprano tendrá que ir, decidir qué hacer con todo lo que hay allí. Los libros, el ordenador, las cámaras de fotografía, los recuerdos de múltiples viajes... Piensa que no tiene por qué tocar nada. Lo puede dejar como está. Nadie la obliga a nada y tampoco es malo dejar las cosas así. Pero alguna cosa dentro de ella le dice que si no es valiente para entrar en el mundo de Enrique, tampoco lo será para tirar adelante su propia vida.

 

La puerta está medio abierta, la sala es grande, ocupa toda la planta superior, un despacho lleno de libros, fotografías enmarcadas, papeles encima de la mesa, lápices de todo tipo... A Enrique le encantaban.

 

La luz entra por las dos ventanas que tienen las persianas medio bajadas. Una ligera capa de polvo cubre todo, apagando los brillos, los colores, cómo si aquellos objetos no fueran reales ahora que su amo ya no vive.

Gema se sienta en una butaca situada bajo una de las ventanas, a Enrique le encantaba leer allí, con la luz natural entrando a raudales.

 

La mujer no llora, observa todas las cosas que ahora le parecen extrañas, sin valor, ajenas... Para ella tuvieron valor mientras su marido las amaba, pero ahora no le dicen nada. Piensa que algunos de los libros los podría donar a la biblioteca municipal, las cámaras de fotos y el ordenador para sus sobrinos, el baúl para su hermana (le gustan tanto...).

Gema abre los ojos de par en par, traga saliva. ¿El baúl? ¿De dónde ha salido ese baúl? Está medio escondido debajo de la mesa del despacho y ella no se había fijado nunca. Parece antiguo, pero está claro que es una imitación. La mujer se levanta y lo saca de debajo de la mesa, pesa bastante, quiere levantar la tapa pero está cerrado con llave.

 

Sonríe incrédula, ¿puede ser que su marido tuviera algún secreto para ella? Hasta ahora pensaba que no, igual que ella no había tenido ninguno para él, pero ese baúl cerrado con llave le está diciendo a la cara que dentro hay alguna cosa que su marido no quería que estuviera a la vista.

 

Comienza a buscar la llave, en los cajones de la mesa, detrás de los libros de las estanterías, en las cajas de fotos, en los archivadores... Aparece dentro del bote de los lápices y Gema la coge con dedos nerviosos y húmedos. Piensa que es tonta, porque haya lo que haya dentro del baúl, nada cambiará, además: ¿Qué puede haber?

 

La llave gira con facilidad, Gema levanta la tapa con impaciencia, pega un grito y se cae de culo al suelo.

Se ha hecho daño en el culo pero sonríe porque piensa que la situación es cómica, se levanta y mira más de cerca lo que hay dentro del baúl.

Es una mujer. No, una niña. No...

Es una muñeca, con el cuerpo de mujer y la cara de niña.

¿UNA MUÑECA?

Su aspecto es tan natural que, en el primer instante de levantar la tapa, Gema pensó que era un ser humano, pero ahora ve que se trata de una muñeca de silicona. Las ha visto en televisión alguna vez. Tiene una cara preciosa, de piel fina y blanca, con los ojos de rasgos orientales y la boquita de labios rojos formando un amoroso corazón. Sus cabellos, media melena lisa negra, parecen naturales.

Gema no se atreve a tocarla. Una vez desaparecida la sorpresa inicial su cerebro empieza a hacer preguntas. ¿Para qué podía querer Enrique una muñeca? ¿Y por qué tenía que esconderla?

 

Gema coge la muñeca y la tiende en el suelo del despacho. Debe medir un metro sesenta aproximadamente, dentro del baúl estaba plegada, pero ahora está completamente estirada sobre las baldosas. La cara de una adolescente japonesa (quizás) y un cuerpo esbelto con un vestido estampado de flores, bajo el que se adivinan dos pechos grandes que han temblado ligeramente cuando Gema la ha sacado del baúl. Las piernas largas, bien torneadas, los pies desnudos, acabados hasta el último detalle.

 

De golpe, un pensamiento como una flecha incandescente atraviesa el cerebro de Gema. “Enrique tenía esta muñeca para tener sexo con ella.”

 

Ahora lo ve, qué tonta, se trata de una muñeca sexual, una versión muy mejorada de las que ella había visto en las despedidas de solteros y solteras. No es de plástico, no tiene costuras, no está llena de aire. Es silicona de calidad, no pesa tanto como un cuerpo humano, pero a la vista y al tacto... Gema se estremece. ¿Puede ser que Enrique prefiriera tener sexo con esa muñeca antes que con ella? Su vida sexual había sido satisfactoria, bastante más que la de muchas amigas de Gema pero, a pesar de eso, ahí está esa niña, mujer, muñeca... Gema ya no sabe cómo denominarla.

 

La cara es casi angelical, no sonríe, pero su expresión es dulce y amorosa, la mirada perdida en la nada...

 

Gema toca el vestido, de seda, floreado de violetas y rosas blancas, abrochado por delante con una hilera de botones de nácar, de arriba a abajo. ¿Podía ser que a su marido le excitara? Comienza a desabrochar los botones, las manos rozan el cuerpo bajo la tela y la sensación es como si aquello fuera una mujer de verdad.

Una vez sacado el vestido Gema observa la delicada ropa interior que lleva puesta la muñeca. Sujetador y braguitas de seda blanca. No, no puede ser que Enrique hubiera hecho nada con eso, seguro que hay una explicación. Desabrocha el sujetador y un par de pechos grandes, de pezones duros color marrón claro quedan delante de su cara. No puede evitar pasar la mano por encima de las tetazas de puta que no concuerdan con la carita de ángel. O quizás sí que van a juego... Al tacto parecen de carne... Si cierra los ojos es lo mismo que si acariciara a una mujer… Una mujer muy bien formada y complaciente...

A Gema se le pone la piel de gallina porque por un momento siente que la niña/mujer está en su poder, que es suya y que ella puede hacerle lo que quiera. Un sensual cuerpo de mujer sin voluntad y a la que no hace falta darle ninguna explicación, un juguete íntimo sobre el que no hay que hablar ni reflexionar. Están ellas dos solas (está ella sola), nadie la puede ver, nadie la puede juzgar...

 

Gema tiene la cabeza muy espesa en ese momento, no entiende su excitación, si nunca se había fijado en las mujeres... Pero lo que la tiene más trastornada es la sensación de propiedad, de tener otro cuerpo a su disposición. Dirige su mirada hacia las braguitas, se pregunta si la muñeca estará tan bien acabada “ahí” también. Las antiguas muñecas de plástico solo tenían agujeros...

 

Arrastra la mano acariciando las bragas por encima, mirando los pechos, los ojos, la carita que le dice que es suya...

 

Arranca las bragas de un manotazo, aparece una vagina sin un solo pelo, labios mayores rosados y carnosos, labios menores un poco más oscuros y ligeramente separados, el clítoris un poco visible, desafiándola. Separa las piernas y ve el agujero de la vagina, pequeño, perfecto. Acerca el dedo, empuja y la penetra. Ha entrado fácilmente pero Gema siente el tacto de las paredes vaginales (o lo que sea) que acogen su dedo con una presión turbadora. Dos dedos, tres dedos, cuatro dedos... Gema penetra a la muñeca y mueve la mano adelante y atrás, cómo Enrique le hacía a veces a ella, la cara de la muñeca no cambia, su coño se amolda a los dedos, es aterciopelado, acogedor... Ella no ha tocado nunca el coño de otra mujer.

Gema tiene las mejillas encendidas, la respiración acelerada, la piel brillante de sudor... Se levanta, mira a la muñeca desde arriba. Piensa que se ha vuelto loca, jugando con una muñeca... Hacía años que no se sentía tan excitada. Se vuelve a agachar, pone a la muñeca de cara al suelo, le separa las nalgas redondas y turgentes, aparece el ano, fruncido, rosado... Piensa que si su marido se follaba eso, el culo tenía que ser el principal objetivo, porque era lo que ella siempre le había negado. Sin saber por qué lo hace, Gema se acerca y huele aquel agujero. No huele a nada. ¿Qué esperaba? Piensa que es idiota. ¿Se imaginaba que iba a oler a culo humano? Pone una mano en cada nalga y clava los dedos con fuerza. La “carne” se hunde y vuelve a su forma original cuando ella deja de magrearla. Piensa que ese juguete le debió costar un dineral a Enrique, porque parece de verdad, si es que tanta perfección puede ser verdad...

Mete un dedo dentro del culo de la muñeca, bastante más estrecho que el coño, palpa una sustancia seca. Se huele el dedo, sonríe a la vez que los ojos se le llenan de lágrimas. Esperma, esperma de su marido muerto hace un mes...

 

Se levanta, huye corriendo, cierra la puerta y baja las escaleras rápidamente. Se sienta en el sofá y llora hasta que oye que el reloj del ayuntamiento toca las ocho de la tarde.

 

Vuelve a subir las escaleras, abre la puerta, la muñeca en el suelo, las piernas obscenamente separadas, el culo ofrecido, como ella la ha dejado. Se agacha, la coge en brazos y la baja al cuarto de baño. Quiere lavar ese agujero, la quiere dejar limpia. La sienta en el bidet, de cara a ella, las piernas abiertas, los labios internos del coño que cuelgan un poquito, los pechos que se bambolean, los pezones que rozan la cara de Gema.

 

La mujer lava con jabón la vagina y el culo de la muñeca. Cuando acaba la pone encima de la cama y comienza a secarla con una toalla.

Le vienen ganas de hacer una cosa, sube a la cama, entre las piernas de la muñeca, acerca la boca a su coño de silicona y empieza a lamerlo, está blandito, caliente y mojado del agua del bidet, los labios internos se separan con suavidad cuando pasa la lengua, el clítoris se ofrece bajo el flexible capuchón. Gema hunde toda la cara, penetra con la lengua el agujero vaginal, después el culo, vuelve al clítoris, como si esperara oír gritos de placer, pero en el dormitorio solo se escuchan los jadeos de ella. Se incorpora, tiene ganas de hacer otra cosa, se vuelve a agachar y muerde los pezones duros y alargados.

 

¿Qué coño está haciendo? Se mira en el espejo que hay al lado de la cama. Visto desde esa perspectiva la muñeca parece una mujer de carne y hueso, una mujer que está a su disposición, que es SUYA.

Gema se saca rápidamente toda la ropa, coge a la muñeca por la cabeza y amorra la cara de niña buena a su coño peludo y húmedo, oprime fuerte la cabeza de cabellos sedosos entre sus muslos, la hace ir arriba y abajo, la boquita de labios de fresa le roza el clítoris una y otra vez hasta que Gema llega al orgasmo.

 

Después apaga la luz y se mete entre las sábanas con la muñeca. Se abrazan, se besan, se frotan la una con la otra, Gema la penetra con los dedos, la mano de la muñeca dentro del coño de Gema, las bocas fundidas en una. Parece tan de verdad aquella piel de melocotón que casi puede sentir la sangre correr por debajo, caliente y veloz...

Largo rato después Gema se duerme sintiendo el aliento de ella en su cuello.

Y cuando llega la mañana del domingo Gema abre los ojos, primero no recuerda nada, después le viene todo a la cabeza. Enrique está muerto y ella... Y ella ha pasado la noche con una muñeca de silicona. La busca pero no está entre las sábanas. Oye correr el agua de la ducha en el baño...