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Tus manos

en Confesiones

Cuando te tengo en la cama, tumbado boca arriba, con tu polla en mi boca, tus manos me agarran la cabeza, me tiran del pelo, guían mis movimientos para que mi boca vaya más rápido, o más despacio, para que tu polla se me clave en la garganta o entre sólo un poquito resbalando sobre mi lengua.

 

Tus manos me ordenan y me acarician a la vez, yo casi siempre tengo los ojos cerrados, para sentirte más dentro de mí, para acompasar los movimientos, para hacerte mío, para que tu placer sea el de los dos, para ser uno en esta unión de polla y boca. Escucho tu respiración, tus gemidos que suben de volumen, sé que pronto vendrá la leche, la espero con glotonería, es mía, yo la he buscado, yo la he hecho subir de dentro de ti...

 

Y después, el orgasmo. Y los movimientos que se acaban, yo clavada en ti, mi cara hundida en tu pubis, tu polla mojada dulcemente aprisionada entre mi paladar y la lengua, tus manos sobre mi cabeza, pidiendo inmovilidad.

 

Después abro la boca y también los ojos, tu miembro precioso cae como muerto, víctima del combate, empapado, brillante, agotado. Y tus manos quedan inertes, una a cada lado de tu pene, sobre las ingles, las palmas hacia abajo, temblando ligeramente, pendientes de que no se me ocurra volver a lamer, débiles guardianes de tu sensibilidad desbocada.

 

Tus manos... blancas y de dedos delgados, de piel delicada, moviéndose en pequeños espasmos, como si ellas también hubieran llegado al orgasmo, más pálidas que el resto de tu cuerpo, inmaculadas, tiernas... Las acaricio con pequeños besos, como quien besa a un recién nacido que duerme, rozando delicadamente mis labios magullados, sintiendo su calor, el tenue estremecimiento de los dedos que vuelven a la normalidad después de la agitación.

 

En esos momentos, tus manos tienen luz, tienen toda la vida en la punta de los dedos. Es entonces cuando más siento que te quiero.

 

Tan entregado, tan indefenso, tan mío en aquellos instantes... Y tan bello... Como un dios dorado que se ha vuelto terrenal para experimentar la lujuria... El fulgor de tu alianza me deslumbra y me recuerda que eres humano, que no eres mío más allá de esos minutos furtivos que valen más que todas las horas que quedan del día.