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Manolito y la señora Aurora (episodios)

en Sexo con maduras

Episodio 1

La señora Aurora camina segura y altiva cruzando la plaza del pueblo. Sabe que con su taconeo y su paso elegante y decidido siempre hay alguien que la mira. No lo hace porque sea demasiado presumida ni quiera llamar la atención. Más bien es una manera de mantener su imagen. En los pueblos pequeños nos podemos encontrar todos los estereotipos. La viuda alegre, el gandul, el triunfador, la madraza... Y Aurora es la señora. Y todos la llaman “señora Aurora”. Está a punto de cumplir sesenta años y hace ya cinco que vio morir a su marido. Él era el notario del pueblo. Y no se sabe bien cómo, Aurora, la moza de Casa Pinto, pasó a ser la señora Aurora. Fue antes de quedarse viuda, pero ella no sabría decir en qué momento exacto.

Aurora mantiene la imagen que el pueblo espera de ella. La viuda que vive sola, que cuida de su casa y de la hija y los nietos cuando la visitan el fin de semana. Siempre vestida con buenas ropas, muchas de ellas confeccionadas por su modista de toda la vida. Discreta, con clase... Aurora a veces se cansa de su papel. Bien, no es exactamente un papel pero, a veces, principalmente en verano, le gustaría ponerse un vestido de flores sin mangas, como cuando era joven, y sentir el aire acariciando sus axilas. Pero ahora ya no tiene fuerzas de romper con nada. No quiere que las vecinas, las conocidas de toda la vida, murmuren a sus espaldas por un simple vestido.

 

Así que hoy, a finales de junio, con todo el calor que hace en la planicie donde está el pueblo, la señora Aurora sale a la calle con zapatos tipo salón de color negro, con bastante tacón; medias finas de verano; falda negra que llega más abajo de las rodillas y blusa blanca de lino, con el cuello camisero para mostrar el delicado collar de perlas que le regaló su marido, Dios lo tenga en su gloria.

 

Es una mujer alta, ni delgada ni gruesa, con un cuerpo de movimientos ágiles y sensuales que quedan anulados bajo su uniforme de viuda impecable.

 

Aurora entra en el Depósito. Es un edificio grande, una especie de almacén-cooperativa donde venden frutas, verduras y todas las cosas que pueden hacer falta a los payeses de los alrededores.

 

Corre el fresquito dentro del edificio viejo de techos altísimos. Huele a melocotones maduros, a plantel de tomateras tardías, a polvo y a humedad. Teresa, la encargada, repasa con la vista de arriba a abajo a Aurora. Siente envidia sana de esa elegancia, ese saber estar natural... Y dobla un poco su delantal para que no se vean las manchas acumuladas de toda la semana.

La saluda con un “Hola señora Aurora, ¿qué le pongo?” Y Aurora empieza a pedir fruta y verdura, un quilito de esto, un cuarto de lo otro...

No hay luces encendidas dentro del almacén, las ventas se hacen casi a la entrada, aprovechando la luz natural y hacia dentro la penumbra se vuelve espesa y gris. De la oscuridad del fondo sale un chaval alto, robusto, con un cuerpo de hombre que le revienta por todos los lados y una cara de niño que se resiste a la mutación natural que todos hemos de pasar. El chico lleva un mono azul y un saco de patatas cargado a la espalda. Teresa lo riñe “Manolito, te he dicho mil veces que los sacos de patatas los transportes en la carretilla” y el chaval contesta “mamá, estoy harto de que me llames Manolito, joder, que ya tengo dieciocho años”. Así que Teresa deduce que aquel niño que cada año ayudaba a su madre durante las vacaciones de verano se ha convertido en un jovencito con cuerpo de hombre.

En los cinco años que Aurora lleva viuda no se le ha pasado por la cabeza, al menos de manera consciente, el cuerpo de ningún hombre. Ni tan solo el del suyo, de hecho mucho menos el del suyo... En los últimos años, entre ella y Antonio, lo que había era una amistad profunda, nada más.

 

Por eso Aurora se sorprende de lo que siente, sólo ha pensado que ese chaval tenía un cuerpo fuerte, todo nuevo y a punto para vivir la vida de adulto. No es un pensamiento malo ni anormal, pero hacía tanto tiempo que Aurora no pensaba en esas cosas que se ha sonrojado. Ella tiene la piel muy blanca, los ojos negros como el carbón y el pelo rubio recogido en un moño discreto, cómo no. Ahora una ligera capa de sudor le cubre la piel sobre el labio superior y los ojos se le humedecen. Continua haciendo su pedido mientras mira al chico que saca las patatas del saco y va haciendo bolsas de un kilo. Recuerda que de pequeño era un niño muy guapo, el pelo rizado y rojo, la cara llena de pecas, los ojos verdes como el cristal de las botellas de cava cuando se rompe. Ahora esa cara aún está ahí pero es como si bajo la piel hirviera otra persona, un macho que quiere conquistar el terreno, que demanda ese cuerpo para él, porque ya le toca, porque es ley de vida...

 

Aurora está tan embobada con sus pensamientos que no se ha dado cuenta de que el chico la estaba mirando. Él ha admirado la piel fina de sus mejillas, el color rosa precioso que las mancha, el sudor que hace que le brille el cuello, las perlas nacaradas apretando levemente la piel, el nacimiento de los pechos, casi imperceptible... Y lo que le ha excitado: Los pezones de la señora Aurora que se han puesto duros con el fresco del local y que se perciben ligeramente bajo su blusa. A su temprana edad con poquita cosa tiene suficiente para excitarse y siente como la polla se mueve dentro de los calzoncillos. Ya ha acabado de poner las patatas y se va al fondo del almacén a buscar otro saco.

 

Fuera llega una furgoneta que se aparca en doble fila y que hace sonar el claxon. Teresa sale corriendo, es el suministrador de las olivas. Pega un chillido hacia dentro del edificio “Manolitoooo, acaba de despachar a la señora Aurora, por favor”.

No es normal que a la señora Aurora la dejen así colgada, sin acabar de atenderla, pero ella no se inmuta, aún le tiemblan las piernas por su reacción frente a aquel chavalote que conoce de toda la vida.

Y Manolito que no sale, así que la señora Aurora se adentra hacia el fondo del almacén. Pasa por delante de estanterías con comida preparada para perros y gatos, botes de herbicida, bolsas de pan seco para los cerdos... No ve a nadie. Cuanto más adentro más fresco se está y menos luz hay. Llega al final de un pasillo y se da cuenta de que por ahí no hay salida, ya está a punto de dar la vuelta cuando oye el jadeo de una respiración.

Fuerza un poco la vista y ve a Manolito sentado sobre un montón de sacos de patatas, lleva el mono bajado hasta las rodillas, está despatarrado y desnudo sobre los sacos, el cuerpo de hombre con piel de niño brillando de sudor, los pezones duros y pequeñitos, cuatro pelos en el pecho, cuatro granitos en la frente... La señora Aurora mira la cara del chico, él la mira también sorprendido, no parece que él quisiera exhibirse delante de ella, más bien ha sido casualidad, pero ahora él no recula, ni se viste ni dice nada. Continúa allí, desnudo como un dios y con una polla grande y dura. Su mano derecha sigue subiendo y bajando por su verga, parece que con independencia de lo que el chaval piense.

La señora Aurora no se había dado cuenta, “qué tonta” piensa ella. Un chaval masturbándose delante de ella, “la señora”... Tendría que retroceder, salir corriendo... Pero los dedos húmedos que suben y bajan por el tronco de ese pene a punto de explotar la hipnotizan. Él respira aceleradamente y, al ver que la mujer ni se asusta ni chilla, aumenta el ritmo de la mano. Cada vez que la mano baja hasta la base de la polla, la señora Aurora ve el glande oscuro y brillante, inflamado. Ella se mete una mano en el escote de la blusa, de dentro del sujetador se saca un pañuelito impregnado en agua de lavanda. Se lo pone delante de la boca. Manolito piensa que quizás es porque huele mal, quizás porque le da vergüenza, o ganas de vomitar, o quizás es que se va a poner a llorar...

Pero no, la señora Aurora, que tiene que mantener su papel hasta el final, ha sacado el pañuelo para ganar tiempo y poder seguir admirando unos segundos más a ese macho que estrena cuerpo, desde detrás del escudo de su pañuelo de viuda decente. Lo mira intensamente a los ojos, después los pezones, el ombligo, el pene que tiene una gotita de vidrio fundido en la punta... Hasta que oye a Teresa llamándola desde la entrada y la señora Aurora se da media vuelta y vuelve al mostrador y a la luz con paso rápido.

Episodio 2

Una mañana de sábado de principios de noviembre. Algunos hilos de blanca bruma flotan aún sobre los tejados del pueblo mientras las chimeneas humean. Huele a hierba marchita, a ramas desnudas, a leña quemada, a otoño.

La señora Aurora está en el gran patio de su casa barriendo hojas mientras refunfuña y piensa que habría que talar unos cuantos árboles. Hay demasiados, sobre todo frutales, que ensucian el suelo con sus frutos maduros, como pasa ahora con la higuera. Ella con la pala va recogiendo los higos caídos, hojas amarillas, tronquitos secos... Tiene una chica que algunos días a la semana la ayuda en las tareas de casa pero el patio es campo de trabajo exclusivo de Aurora y cuando llega el otoño siempre piensa que habría que talarlo todo, pero también es cierto que cuando llega la primavera se alegra de no haberlo hecho.

Hoy tendría que salir a comprar pero, al ir retrasada con todo lo que quiere hacer, ha hecho el pedido al Depósito por teléfono. Normalmente no lo hace pero es un servicio que el establecimiento ofrece gratuitamente y hoy lo ha aprovechado.

Llaman al timbre y Aurora va a abrir, cruza el patio y ve que ya le traen el pedido. Lo trae Manolito. No lo había visto más desde aquel día de finales de junio, en esa oscuridad húmeda y caliente del almacén...

El chaval le da los buenos días y le pregunta donde quiere que le deje las bolsas. Ella lo hace pasar y se dirigen a la cocina. El chico vuelve a llevar el mono azul de trabajo y Aurora se da cuenta de que el hombre que le hervía bajo la piel en junio ya ha ganado el territorio al niño, que no se ve por ningún lado, si acaso en los gestos tímidos y las miradas que van por el suelo.

Ella aún lleva la escoba en la mano y para romper el silencio le explica a Manolito que estaba barriendo el patio lleno de hojas, higos pasados, nueces... una porquería. Manolito le dice que a él le gustan mucho los higos y que si le deja coger unos cuantos si es que aún quedan en el árbol. Después de decir la frase el chaval se sonroja y Aurora no sabe si es por la osadía de pedirle una cosa a la señora o por el doble significado del nombre de ese fruto que parece ser que tanto gusta al chico. A ella le hace gracia y sonríe diciendo que puede coger los que quiera, que ella mientras acabará de barrer.

Vuelven a salir al patio, la higuera es muy grande, debe tener unos cincuenta años, hay ramas que pesan tanto que casi tocan el suelo. Manolito le dice que habría que podarla cuando se hayan caído todas las hojas. Ella dice que ya lo sabe pero que no hay ningún hombre en la casa y ella no tiene ni idea... El chaval trepa por el tronco, lleva una bolsa de plástico en la mano y empieza a recoger la fruta madura.

La señora Aurora lo observa, tan ágil, tan fuerte, con el pelo colorado y esos ojos de fuego verde... Desde arriba él baja la vista y también la ve a ella, parada, la escoba entre las manos, unas alpargatas negras, una bata como la que lleva su madre, con un estampado muy fino, eso sí, pero que no va con ella, que podría ir vestida como una chica. Desde arriba del árbol el joven puede verle el escote, el nacimiento de esos pechos que no ha olvidado desde junio… Se distrae, pone mal el pie y cae a los pies de Aurora. Ella chilla, él también.

Manolito queda sentado en el suelo, los higos todos reventados a su alrededor y algunos más que caen del árbol y manchan a los dos. Después él rompe a reír y ella, que se agacha para ver si se ha hecho daño, también ríe. Y Manolito le mira el cuello que ella tensa hacia atrás cuando ríe, los pechos que suben y bajan con la respiración, una pequeña salpicadura de pulpa de higo junto a los labios... Y el chaval no se lo piensa dos veces, estira el cuello y lame la salpicadura y después los labios, atrapando la sonrisa de ella, le mete la lengua en la boca, no encuentra la de ella que sorprendida se ha quedado paralizada.

 

Toda la mañana, el mundo entero, se paran en ese momento. Manolito sentado en el suelo, ella agachada a su lado, y la lengua de él, caliente, mojada, dulce, quemando, dentro de la boca de ella... Es un segundo, pero a los dos se les hace una eternidad.

Hasta que Aurora responde y el mundo vuelve a rodar, los pájaros cantan de nuevo, el viento agita las hojas y la señora Aurora acaricia esa lengua con la suya, la chupa y la suelta, para volverla a atrapar con los labios. Él la mira, ella cierra los ojos.

 

Manolito continúa sentado en el suelo, las piernas estiradas, las manos a ambos lados de su cuerpo, hacia atrás, para aguantar el tronco y el beso apasionado de ella. Aurora se pone sobre él, una pierna a cada lado de sus caderas, cara a cara. Las manos de ella, temblando de deseo, cálidas, suaves, imperiosas; le desabrochan los botones del mono, le destapan el pecho salpicado de pelitos anaranjados; más abajo buscan sin vergüenza, con ansia, la polla hinchada bajo los calzoncillos; la sacan y la guían entre las piernas de ella, apartando las bragas y metiéndola dentro entera.

Querrían ir más despacio. Manolito piensa que le gustaría desvestirla, verla toda desnuda, lamerla y chuparla durante horas. Ella piensa en tenerlo en su cama, desnudo y limpio, cerrados al mundo, sólo ella y él... Pero no pueden esperar, ella lo quiere dentro y él la quiere suya, ahora, tiene que ser ahora, ahora, ahora...

La señora Aurora tiene una polla dentro del coño después de más de diez años, se sorprende de lo mojado que está, de lo fácilmente que ha entrado y de cómo su cuerpo no ha olvidado lo que hay que hacer y las sensaciones están todas ahí, igual que antes... Empieza a moverse despacito, piensa que seguramente el chaval no ha estado nunca con una mujer, teme que se le corra enseguida y ella no quiere, quiere que dure...

Vuelven a besarse y la señora Aurora para los movimientos, primero una cosa, después la otra, los ojos negros y los verdes se encuentran, se sonríen, sus besos son sonoros, húmedos, resbaladizos por la saliva que les brota con la excitación. La polla de él se estremece dentro del coño de ella, Aurora lo nota. El elástico de las braguitas le está oprimiendo el clítoris y le da placer también. El chaval le dice “las tetas” y ella se desabrocha con una mano los botones superiores de la bata, se baja el sujetador y deja que los pechos blanquísimos acabados en pezones de un suave rosa se bamboleen delante de los ojos de él. Manolito acerca la boca, lame la piel que le sabe a lavanda, chupa los pezones que se le escapan una y otra vez entre los labios, muerde esa suavidad blanda y tersa a la vez...

Ella vuelve a moverse, tres o cuatro embestidas más hasta que le viene el orgasmo, después de tanto tiempo, de nuevo aquellas oleadas calientes, eléctricas, paralizantes, succionadoras de la fuerza y del aliento... Y Manolito chilla “joooodeeer” y toda su leche se derrama dentro de ella, mientras consigue levantar una mano y deshacerle el moño de un tirón, los dorados cabellos cayendo, desmoronándose lentamente hasta la cintura…

Episodio 3

Está oscureciendo y fuera de la casa la niebla comienza a aparecer como por arte de magia, hilitos blancos aquí y allá, jirones de un delicado vestido que alguien ha destrozado y esparcido caprichosamente. María observa el patio detrás del cristal de una gran ventana, siente cierta nostalgia de cuando vivía en la casa, de cuando era una niña... Ahora quien corre por el patio entre los árboles son sus dos hijos cuando de vez en cuando vienen a pasar el fin de semana a casa de la abuela. Maria gira la cabeza y mira amorosamente a su madre que hace ganchillo sentada en un balancín cerca del fuego medio apagado de la chimenea. Piensa con tristeza en su padre, que murió prematuramente y que dejó a su madre sola en una casa demasiado grande. Ella ya hace años que vive en la capital y ahora ya no puede (ni quiere) cambiar su vida, pero a veces, en tardes como ésta, se pregunta cómo sería vivir todos juntos en este pueblo tranquilo.

El salón está casi a oscuras, una pequeña lámpara cerca de la puerta de entrada ilumina de refilón a los niños que duermen en el sofá. Se han pasado la mañana saltando y corriendo por los campos y por toda la casa y después de comer han caído vencidos. El padre se ha quedado en Barcelona por cuestiones de trabajo y Maria le está enviando un correo desde el portátil con la fotografía del par de bichitos dormidos. También le ha hecho una foto a escondidas a su madre Aurora. Sentada de cara al fuego que se va consumiendo lentamente, la espalda a oscuras y la cara iluminada por el cálido resplandor de las brasas, sus manos moviéndose incansables, haciendo una cenefa que después quiere coser a una bolsa del pan, los cabellos dorados brillando apresados en el impecable moño, la piel blanquísima casi sin arrugas.

María sólo la ve de perfil, no le ve los ojos, parece que todo su cuerpo esté inmóvil excepto por la actividad casi febril de sus manos. Su madre lleva un vestido gris, sin ningún ornamento, manga larga, cuello de pico, no muy entallado, largo hasta media pierna, pero le queda perfecto. María piensa que debe ser uno de los que le hacen a medida, su modista de toda la vida. Los pies calzados en unas elegantes alpargatas negras de estar por casa. “Siempre impoluta, siempre correcta” piensa María mientras vuelve a mirar a su madre con admiración y se pregunta si la mujer no debe estar medio adormecida o si es la concentración del trabajo manual la que la tiene absorbida por completo.

 

Aurora mueve las manos mecánicamente, se podría decir que funcionan solas, mientras ella se dedica a pensar en sus cosas. Sabe que su hija la está observando desde hace rato. Y allí está su cuerpo de señora, tejiendo laboriosamente, las manos calientes del fuego, la paz de la habitación... Y dentro de ella sólo imágenes de Manolito, de sus ojos de hombre con mirada de niño, de su piel de macho con pecas de la infancia, de su polla que justo empieza el camino y que a ella le quita el sueño. Lo desea de nuevo, necesita tenerlo entre sus brazos y entre sus piernas. Hace rato que tiene la boca llena de saliva de pensar en sus labios, lo desea, como nunca ha deseado a nadie. Mientras las manos van haciendo y deshaciendo con el ganchillo...

 

Llaman al timbre. Son las seis de la tarde, ya empieza a oscurecer. María hace intención de ir a abrir pero su madre se levanta rápido y dice que ya va ella. Hay que salir fuera y cruzar el patio para abrir la puerta de la verja. Aurora se pone una chaquetita negra sobre las espaldas y sale. Hace frío, todos los árboles del patio ya han perdido por completo sus hojas y huele a agua estancada y naturaleza dormida. Aurora no ve quién es hasta que no abre la puerta.

Manolito. Trae una bolsa de patatas. Aurora lo interroga con la mirada, no recuerda haber hecho ningún pedido. Deseaba tanto volver a verlo que se ha quedado muda, sólo lo mira y sonríe y él, intensamente sonrojado, baja la mirada hacia el saco lleno de patatas. Aurora no sabe si es un error o si Manolito ha decidido por su cuenta volver a casa de ella y las patatas son una excusa. Reza en su interior para que sea la segunda opción. Sólo pensar en que él la desea y que se ha atrevido a ir a su casa para verla hace que los latidos de su corazón se le concentren en el coño.

 

Finalmente los dos consiguen hablar, saludarse, Aurora le dice rápidamente que su hija y nietos están en la casa y lo hace pasar para que descargue el saco. Cuando entran dentro de la casa Maria está en el sofá con sus dos hijos y Aurora hace bajar a Manolito al subterráneo, donde está la despensa. Ahí guarda las patatas extendidas sobre sacos para que no se pudran. Él deja el saco en el suelo con un resoplido y la mira intensamente a los ojos aunque eso le cuesta que sus mejillas vuelvan a explotar en claveles carmesí. Ella no sabe qué hacer, él ha dado un paso viniendo a su casa pero su hija está arriba, no pueden ir a más, con las ganas que tiene...

Piensa que la acción de Manolito se merece un premio, vuelve a subir las escaleras ágilmente y cierra la puerta, sin llave, pero de manera que si viene alguien oirán el ruido de la puerta al abrirse. Vuelve a bajar y camina hacia él. Pasos felinos, decididos, su cuerpo vibrando entero bajo el vestido gris de señora. Manolito ya tiene una dolorosa erección. Se ha masturbado dos veces antes de ir a la casa, para durar más que la otra vez pero no sabía que la señora Aurora tendría a la familia.

 

Ella se acerca, lo mira a los ojos anegados de excitación y, sin apartar la mirada, le empieza a desabrochar el cinturón y los pantalones, después se los baja junto con los calzoncillos. Él se muere de vergüenza pero parece que su polla no opina lo mismo porque luce orgullosa e inflada delante de la mirada decidida de Aurora. Ella se agacha y piensa que seguramente Manolito aún no ha recibido ninguna mamada. Así que acerca su boca muy despacito a aquel pene que la llama. Primero le da leves besitos en el glande y en todo el tronco, hasta rozar los pelitos del pubis con la nariz. Huele a macho, una mezcla entre olor de orina, esperma y piel caliente que ha estado sometida a la tiranía de los calzoncillos. Ella abre la boca, saca la lengua y la acerca poco a poco al glande. Manolito la mira desde arriba, teme que entre alguien, teme eyacular demasiado rápido, teme que se acabe...

 

Después de lamer toda la polla Aurora ya no puede esperar más a tenerla dentro de la boca. Por la manera en que todo el cuerpo del chico se ha estremecido mientras le daba lametones, la mujer piensa que sí, que nadie antes le ha comido la polla, así que intenta hacerlo con toda la suavidad del mundo, para que la sensación no sea insoportable, para no hacerle daño. No es fácil, la polla ha crecido, transformándose en un cilindro de piedra, casi no le cabe en la boca. Ella lo engulle lentamente, apartando los dientes, apresando el miembro entre el paladar y la lengua, no presiona, no se mueve, sólo la tiene allí dentro, puede sentir cómo la verga palpita y se mueve. Oye también los gemidos de Manolito que le pone las manos en la cabeza, una a cada lado del moño. Ella empieza a chupar, tiene sed, quiere que él sienta placer, lo quiere recompensar por haber sido tan valiente de venir a su casa, la boca adelante y atrás, sin dejar salir el pene del todo, hundiéndoselo hasta la garganta, sofocando las arcadas, poseyéndolo. Él hunde los dedos en los sedosos cabellos, aprieta las nalgas, se muerde los labios para no chillar, se corre dentro de esa boca suave y cálida que le está succionando la vida toda.

 

Aurora se recupera rápido, se pone en pie de nuevo, se limpia los labios con el dorso de la mano, se pasa las manos por la cabeza para asegurarse de que los cabellos están en su sitio, recoge la chaqueta que se le había caído de las espaldas. Él se sube los calzoncillos y los pantalones. Vuelven arriba rápidamente. Aurora lo acompaña a la puerta de la verja. Le dice: “Mañana mi hija ya se va. Si puedes, tráeme pasado mañana unas cuantas calabazas, querría hacer cabello de ángel”. Y él afirma con la cabeza y se va a paso rápido. La niebla le engulle al cabo de pocos metros, envolviéndolo en una sábana de seda.

 

Aurora vuelve al salón. “Manolito, que ha traído un saco de patatas”, le dice a su hija que continua en el sofá con el portátil sobre las rodillas. Y los niños que se están despertando... La señora Aurora se sienta de nuevo en su balancín y vuelve al ganchillo. Las manos le tiemblan ligeramente, tiene la boca pastosa, siente las bragas mojadas, el aroma de él adherido a la piel de la cara. Piensa que le está quedando bastante bien esa cenefa para la bolsa del pan…

Episodio 4

Son las ocho de la mañana. Hace ya dos horas que Aurora se ha levantado, no podía dormir, solo podía pensar en él. Ha aprovechado para ordenar toda la casa y ha tenido la desagradable sensación de ser una araña preparando su tela. Pero el pensamiento ha durado poco, no tiene por qué sentirse culpable, no está haciendo nada malo, cree... Pero le da igual, sólo puede pensar en que lo quiere tener y sabe que él volverá a ella, al menos ahora, que aún no sabe bien lo que hace y que ninguna chica de su edad aún no lo ha pescado.

Ha sudado y todo de tan rápido como ha hecho todas las faenas, sólo son las ocho, se acaba de duchar y no sabe qué más hacer. Será larga la espera. El vendrá, seguro, pero Aurora no había pensado que hoy el chico tiene clase y que es posible que no pueda venir hasta la tarde.

 

Mientras pasa la toalla lentamente por la piel lechosa y húmeda, Aurora mira hacia fuera a través del cristal medio empañado de la ventana del baño, que está en la parte de atrás de la casa. En aquella zona los campos se extienden hasta perderse en el horizonte, algunos ya está labrados, color chocolate y de superficie irregular; otros aún conservan los rastrojos secos y amarillentos. Ningún árbol hasta donde llega la vista. Ninguna casa en ese lado. Un tractor lejano circula rápido por un camino de tierra y la niebla, que la pasada noche no se ha descolgado sobre el pueblo, parece a alcance de los dedos de cualquier persona que se ponga de puntillas. Ha helado y el suelo brilla bajo un blanco manto de cristales que el sol detrás de la neblina no consigue deshacer.

 

Aurora se pasa la suave toalla por los pechos. Una toalla que forma parte aún del ajuar de cuando se casó, hace casi cuarenta años, tiene bordadas las iniciales y un par de pequeñas mariposas. Las bordó ella, al igual que todas sus amigas en aquellos tiempos. Se hacían las mantelerías, las sábanas, las toallas, los paños de cocina, los peinadores, los camisones... Casi todo su tiempo libre lo dedicaban a esa faena que podía durar años, dependiendo de lo trabajadas que fueran las piezas.

 

Aurora mete la toalla entre sus piernas, abre bien los muslos, se seca con cuidado, percibe como la presión de su mano detrás de la toalla le separa los labios de la vagina, un estremecimiento le sube por toda la columna hasta deshacerse en su nuca. No lo entiende, no sabe de dónde viene esta sensualidad reencontrada. Por qué justo ahora su cuerpo se ha vuelto a despertar, cuando ella ya lo daba por dormido para siempre. No lo buscó, ella no sabia que podía volver a sentir de esa manera, pero aquel día en el Depósito fue como si su alma hubiera salido de un cuerpo para meterse en otro, con las mismas formas, todo igual por fuera, pero tan diferente por dentro... Tan de piel y fuego, tan de sangre y anhelo…

 

Ella ni tan siquiera recuerda qué había sentido cuando era joven, las primeras veces, en el despertar de los sentidos, pero cree que este segundo despertar está siendo mucho más intenso y tiene miedo. Miedo de perder el control y miedo de que igual que ha empezado se acabe, de golpe, sin saber por qué. Sabe que si todo termina no sufrirá, porque ya no tendrá hambre, pero es que ella no quiere perder estas ansias, esta agitación, quiere sufrir por tenerlo. Y no quiere a ninguno más que no sea Manolito.

 

La mañana se va deslizando lentamente entre el silencio de la casona y el murmullo sordo de la calle de delante. Las horas se deshacen perezosamente bajo el débil sol que ha conseguido salir y que penetra delicadamente por las ventanas, sorprendiendo a miles de partículas doradas de polvo que danzan delante de los negros ojos de Aurora. Ha hecho ganchillo, ha leído una revista, ha barrido el patio, ha preparado la comida, ha limpiado la cristalería del aparador... Ya no sabe qué más hacer y no se puede estar quieta.

 

De tanto esperar a oír el timbre, cuando éste suena, hacia las tres de la tarde, Aurora no sabe si se lo ha imaginado o es real. Se levanta sobresaltada, el ganchillo y la cenefa caen al suelo mientras ella aparta la cortina de la ventana e intenta ver si hay alguien en la puerta de la verja. Sale, camina despacio, se dice a sí misma “recuerda quien eres, piensa que alguien puede estar mirando, camina sin ansia, no tienes prisa, si es Manolito que vea que no corres por él”.

Parece una leona acechando a su víctima, concentrada en la caza. Su peinado inmaculado, una perlita en cada lóbulo, una blusita negra de manga larga, una falda gris de pata de gallo, medias negras, zapatos bajos de ante negros. Anda hacia la puerta, felina, como si tuviera todo el tiempo del mundo, con los movimientos precisos, ni más ni menos, sin ofrecerse, sin esconderse...

 

Manolito la está observando desde el otro lado de la valla. Sólo con verla avanzar ya se le ha puesto la polla dura. Él la “ve”, puede sentir a la hembra bajo aquella apariencia de señora mayor y de gran señora. Él lo sabe. Ella es una Mujer y lo devorará entero... 

Aurora abre la puerta, le falta oxígeno, piensa que se va a ahogar y ese pensamiento tonto la hace sonreír delante del chaval y él se deshace bajo esa mirada penetrante y aquellos labios que ríen nerviosos.

 

"Tra-traigo las ca-calabazas", dice él.

 

"Joder", piensa Manolito, "a ver si se va a creer que soy tonto”.

 

"Pasa, pasa" dice ella, poniéndose a un lado para que pase el chico. Lo hace andar delante de ella, “ya conoces el camino”.

 

Una vez dentro de casa él deja las calabazas sobre una mesa del recibidor y después se encara con ella. Quizás ya sería hora de que hablasen, casi nunca se dicen nada... Aurora le dice “ven, te enseñaré una cosa” y él la sigue hacia el comedor. Asiste sorprendido a un rápido “striptease”. Ella se saca la blusa por la cabeza, la falda por los pies. Él observa el sujetador y las braguitas negros de blonda semitransparente, las medias con ligas. No es que ella se haya vestido especialmente para él, siempre ha llevado esta ropa interior, a veces en blanco, a veces en color crudo, pero siempre así. Ella se quita las bragas y su coño queda a la vista de Manolito.

Él está un poco sorprendido, había pensado que follarían salvajemente como aquel día bajo la higuera, pero parece que ella tiene otros planes. Aurora se tumba sobre la mesa de roble macizo, la misma que ha sido testigo de tantas comidas familiares y le dice “hoy me comerás tú a mí”. Abre las piernas, las medias negras hasta la mitad del muslo donde la carne blanca y suave se hunde por la presión de la goma, después el coño de rizos dorados y blancos. Manolito se acerca sin quitar la vista de esa raja que tiembla ligeramente y que brilla de humedad.

Ella, la espalda sobre la mesa, la mirada en el techo, los brazos a los costados, le dice “empieza muy despacio, primero las piernas, después los muslos, después...”.

 

Y él obedece, se muere de ganas. Acaricia la aterciopelada piel de los zapatos. Se los quita. Pasa sus manos por los pies de ella, con la punta de los dedos pellizca la lycra de las medias, llega hasta las rodillas, que calienta durante unos segundos con las palmas, se agacha, le besa una rótula, después la otra, percibe el olor del tejido caliente, de la crema hidratante. Muerde y estira la media, la deja caer de nuevo sobre la estremecida pierna. No aparta los labios ni para coger aire, deja atrás las rodillas y arrastra la boca, poco a poco, hasta llegar a la goma que está lacerando el blanco muslo, muerde otra vez, la liga, la carne… que tiembla bajo sus dientes.

La saliva le sale de la boca sin control, ha dejado un rastro de caracol en las medias y ahora saca la lengua un poquito para frotarla en esa suavidad de seda, hasta llegar donde los pelos empiezan a crecer. El aroma del coño abierto, expuesto, le llega a la nariz de golpe. Picante, animal, ácido, como nada que haya olido antes. El vello cosquillea su nariz, la lengua se enreda en los rizos, los dientes quieren morder de nuevo, mientras la cara se le va hundiendo en ese agujero caliente y mojado.

 

Manolito se pregunta si lo estará haciendo bien. Ha visto cincuenta mil escenas de este tipo en internet, actúa según ha visto y también por lo que le piden el cuerpo y ella.

 

Aurora tiene ahora los ojos cerrados, hace rato que aprieta la boca para no gemir, porque no quiere que el se embale, quiere que vaya despacio y piensa que sí, sí que lo está haciendo bien el muy hijo de puta...

 

Manolito pone una mano a cada lado del coño y tensa la piel, los pelos se separan y le ofrecen la visión de los labios internos, oscuros y temblorosos, el chaval piensa que parecen dos limacos unidos por la cabeza, pero la idea no le da asco, al contrario, la polla se le ha puesto aún más dura. Siente los calzoncillos empapados pegados al orificio del pene. Mira el agujero del coño de Aurora, sigue bajando hasta el inicio del agujero del culo, después sube, tensa un poco más la piel y ve el clítoris, un pequeño guisante medio escondido. Acerca de nuevo la cara, besa los pelos, los labios, el agujero, besa chupando y lamiendo, con cuidado y orden, no quiere dejar ni un solo rincón sin besuquear, sin mojarlo con su saliva.

 

Ella le pone las manos en la cabeza y lo empieza a guiar. “Méteme la lengua en el agujero, muévela rápido, chupa el clítoris con dulzura, despacito, lámelo, méteme los dedos, primero uno, después dos, ahora lame el clítoris de nuevo, más deprisa, no aprietes tanto, mójalo más...”

 

Aurora le da las instrucciones entre gemidos y pequeños gritos de placer que ahora ya no sofoca, siente la respiración caliente de él, cada vez más acelerada. No le quita las manos de la cabeza, lo mueve a un lado y a otro, hasta que ya no puede más, Manolito le lame el clítoris al ritmo perfecto...

Manolito la oye gemir, ella mueve las caderas y el culo, se frota con la cara de él, él lucha para que el clítoris no se le escape de entre los labios, la lengua ya le empieza a doler pero antes preferiría que se le cayera seca al suelo que retirarla de ese coño. Y las manos de ella que le presionan más la cabeza, la nariz hundida, la barbilla chorreante de los líquidos de ella...

Aurora grita, levanta las piernas, arquea la espalda, da un golpe a la mesa con la cabeza y cae deshecha sobre la superficie de madera, mientras Manolito le lame como un perro los líquidos que salen de la vagina. Piensa que tienen un sabor diferente de los que salían antes del orgasmo, más ásperos, le escuece la lengua, olor de mar, de aguas profundas. Levanta la cabeza y la mira, tiene la cara pringosa y se ha corrido en los pantalones. Sonríe.

 

La señora Aurora se pasa la mano por el moño y comprueba que no se le ha movido ni un pelo. Mira al chaval de pie entre sus piernas. “¿Ya has comido?”, le pregunta con una sonrisa sincera de madraza preocupada...