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La joyeria

en Orgías

LA JOYERIA.

Carla entró en la joyería para comprar unos pendientes que le habían gustado. Quedarían bien con  el vestido de verano que llevaba puesto, de una sola pieza, con estrechos tirantes, y estampado de flores rojas sobre fondo blanco. La calle estaba prácticamente vacía porque era la hora de cierre de los comercios. Un sábado veraniego y a esa hora, la gente aprovechaba para tomar algo en la terraza de un bar. No quería molestar mucho y esperaba hacerlo rápido.

Conocía a Ana y a Pedro, empleados de la joyería. No era la primera vez que compraba algo allí. Saludó al entrar y obtuvo respuesta acompañada de una sonrisa por parte de ambos.

Ana, una jovencita guapa y amable, estaba ocupada enseñando anillos a un cliente, Juan. Un suéter blanco de manga corta y una falda plisada del mismo color le daba una imagen alegre a juego con su carácter. Unas zapatillas completaban el conjunto. Era alta y no usaba tacones.

Juan, un joven que acababa de encontrar empleo de programador en una empresa, buscaba un regalo para su novia y escuchaba los consejos de Ana. Quería formalizar su compromiso. Un pantalón clásico color crema, con la raya perfectamente marcada y una elegante camisa blanca de manga corta. Cinturón y zapatos negros.

Pedro, joven bien parecido y agradable, atendía al otro joven cliente, Oscar, que preguntaba sobre una pulsera. Como habitualmente, llevaba unos vaqueros grises, camisa azul claro y zapatillas de deporte.

Oscar, vestido de manera informal, pantalón corto y camiseta en tonos marrones, y con una pequeña mochila colocada sobre el mostrador,  no se decidía sobre ninguna y Pedro ya le había enseñado casi todo el muestrario.

Carla, haciendo tiempo, observó a cada uno de ellos. Por afición literaria, le gustaba analizar la vestimenta de la gente.  Después se  entretuvo mirando las joyas expuestas en el escaparate.

–        ¡Un momento!  Voy a por lo último que hemos recibido – dijo Pedro, mientras entraba en la trastienda a buscarlo.

Cuando Pedro salió, se sobresaltó.  Oscar apuntaba hacia él con una pistola. Ana, Carla y Juan estaban juntos e inmóviles al lado de la puerta.

–        Esto es un atraco— escucho decir a Oscar con voz calmada —obedecer y no pasará nada.

Dirigiéndose a Pedro le advirtió: – Ni se te ocurra acercarte al botón de alarma — y miró hacia un punto del mostrador de cristal para dejar claro que sabía dónde se encontraba este.

–        ¡Quiero los móviles, sobre el mostrador!– exclamó.

Los cuatro extrajeron el suyo para colocarlos a la vista, encima del cristal. Carla, que lo llevaba en el bolso, fue la última en hacerlo. 

–        Cierra la puerta y pon el cartel de cerrado– le ordenó a Ana suavemente.

Ana, nerviosa, se apresuró a cumplir sus órdenes. Se acercó a la puerta de entrada y echó la llave. Giró el cartel que colgaba sobre el cristal de la puerta para que hacia el exterior apareciera el texto de “CERRADO”.

Una vez cerrada la puerta, Oscar, sin dejar de amenazar con la pistola, recogió los teléfonos y los metió en su mochila. Ordenó a los cuatro entrar en la trastienda y entró tras ellos, con su mochila, cerrando la puerta tras él.

La habitación de la trastienda era tan amplia como la misma zona de atención a clientes.

En ella realizaban trabajos de joyería. Una mesa alargada con cuatro sillas en una de las paredes soportaba algunos trabajos pendientes. Encima, varias estanterías contenían herramientas especializadas.

En otra pared, un armario cerrado, una voluminosa caja fuerte y otro par de sillas, estas con brazos y más orientadas al descanso.

Otra de las paredes estaba cubierta de espejos lo que agrandaba la sensación de amplitud.

Oscar sacó de su mochila unas largas bridas de plástico negro. Las entregó a Ana y le ordenó atar las muñecas de cada uno, con ellas, a la espalda, empezando por los chicos.

Ana obedeció. Sus manos temblaban y le costó acertar para cerrar la brida sobre las muñecas de Juan. Al final lo consiguió y tiró ligeramente del lado del cierre. Hizo lo mismo con Pedro.

Cuando se dirigió hacia Carla, Oscar le indicó que la atara a una de las sillas de descanso en la pared de la caja fuerte, una mano a cada brazo de la silla. Ana obedeció.

Oscar buscaba el botín de la caja fuerte y no quería dificultades para obtenerlo. Tener tanta gente para vigilar era un posible problema. Lo mejor era anular la capacidad de reacción.

–        Quítale la ropa – le ordeno a Ana, señalando a Pedro.

Ana, dubitativa, miraba sucesivamente a Oscar y Pedro.  Al segundo en busca de aprobación y al primero esperando que desistiera de su orden.

–        ¡Que lo desnudes!  – confirmó en un tono más imperativo.

Ana se acercó a Pedro, cohibida, y empezó a desabrochar los botones de la camisa dejando al descubierto un fornido pecho sin pelo. Miraba a Pedro y agachaba la cabeza avergonzada. Su compañero de trabajo le gustaba,  pero siempre lo había mantenido oculto.

La camisa no podía salir. Las manos atadas a la espalda lo impedían.

–        Los pantalones…  – indicó Oscar.

Ana procedió a desabrochar los botones del pantalón vaquero y poco a poco lo fue bajando. Llevaba un bóxer de color granate. Procuró que estos no acompañaran a los ajustados pantalones, haciendo movimientos laterales con ellos. Observaba disimuladamente intentando adivinar lo que había debajo de aquella tela granate. Por la amplitud, no se podía intuir nada.

A Pedro no le preocupaba que le quitaran la ropa, ni que otra gente lo estuviera viendo. Sus experiencias sexuales ya habían superado esto. Cuando Ana, agachada, bajó los pantalones hasta el suelo, colaboró para que se los quitara del todo.

Ana imploraba internamente para que no le mandaran quitarle la ropa interior. Tuvo suerte.

–        Ahora este…  – dijo Oscar señalando a Juan.

Juan se sobresaltó. Había permanecido observando la escena y por un momento creyó que esto no iba con él.

Ana procedió a desabrochar la camisa dejando el torso desnudo. Un exiguo vello lo decoraba.

Los pantalones, no tan ajustados como los de Pedro, cayeron por si solos cuando soltó el botón y bajó la cremallera del mismo. Llevaba unos calzoncillos tipo tanga, de color negro, que marcaban perfectamente el volumen de su paquete. Ana se quedó un poco impresionada por el tamaño.  Juan levantó sucesivamente los pies para dejar los pantalones abandonados en el suelo.

Carla había observado la escena sentada en la silla en la que permanecía atada y apartada de la acción. Rogaba para que no se percataran de su presencia.

Oscar llamó a Ana – ¡Ven aquí! – Ana se acercó. – ¡Date la vuelta y manos atrás! –  Ana obedeció.

Oscar juntó las muñecas de Ana y las embridó con una rapidez pasmosa. Estiró sin mucha delicadeza arrancando un quejido de Ana. A continuación revisó las ataduras de los otros tres, comprobando que estaban bien apretadas.

Tomó unas tijeras de la mesa de trabajo y con dos cortes en la camisa, en la zona de los hombros, quitó las camisas tanto de Pedro como  de Juan.

Para Carla, la vista era excitante. Llevaba muchos días sin practicar sexo. Sus múltiples obligaciones habían dejado esto en un segundo plano. 

Oscar abrió el armario dejando a la vista el equipo de grabación de seguridad. Manipuló varias teclas. Sabía lo que hacía. Borró la grabación de las últimas horas y desactivó el sistema.

Su próximo objetivo era abrir la caja fuerte. Pidió a Pedro la combinación, era lo más sencillo. Sabía que tenía un retraso de 30 minutos para la apertura. Después de poner la combinación había que esperar. Pedro le dijo que no tenía la combinación.

Oscar no le creía.

—     Sabes la combinación y de un modo u otro me la vas a decir. — advirtió Oscar.

—     ¡No la conozco! — se esforzaba Pedro por convencerle.

—     No soy violento, así que tendré que emplear otros medios para obtenerla. — dijo Oscar.

Ana sabía la combinación. Pedro se la había confiado, pero por lealtad, permaneció callada.

Oscar se acercó a Ana y la empujó suavemente en dirección a Juan hasta estar con la espalda pegada a él. Oscar se colocó detrás de Juan y cortó su brida. Amenazando con la pistola, le indicó:

—     Abrázala por la cintura. Tus brazos por dentro de los suyos y junta las muñecas delante de ella.

 Juan obedeció. Metió los brazos entre los de Ana, atados a su espalda, y la abrazó poniendo las manos sobre su vientre. Las manos de Ana quedaban a la altura de su pene. <>,  pensó y se permitió abrazar con más fuerza restregando su sexo en las manos de ella. Aprovechó para girarse un poco de modo que pudiera ver la imagen de Ana en el espejo. Contemplaba a Ana, molesta por la situación.

Oscar usó una nueva brida para atar a Juan de modo que permaneciera unido a Ana. Su sistema era muy rápido. Primero preparó una brida cerrada formando un círculo grande. Con él abarcaba las muñecas y solo tenía que tirar de la cinta libre.  

Ana flexiono los brazos y levantó las manos para no tocar a Juan directamente en aquella zona tan delicada. Sintió que la presión se aplicaba ahora sobre sus nalgas. Miró avergonzada a Pedro. Giró la cabeza hacia el espejo donde se reflejaba su cuerpo y el de Juan pegado a su espalda. Notaba que se estaba poniendo colorada. Sus experiencias sexuales eran escasas. Sólo masturbaciones íntimas, últimamente pensando en Pedro.

Pedro se preguntaba por qué  la habían atado dando la espalda al cliente. Hubiera preferido ser el afortunado.  Ana estaba como un tren. No hacía mucho que se había incorporado como vendedora. Aprendía rápido y era muy agradable.  En más de una ocasión había pensado en intentar follarla aunque desistió precisamente por ser compañeros.

—     ¿Me das la combinación ahora? — volvió a pedir Oscar.

—     ¡No la sé! — reiteró Pedro, más pendiente de Ana que de otra cosa.

Oscar se aproximó a Ana. Tomó el suéter por el pico central, encima de sus pechos y levanto las tijeras empezando a cortarlo. Ana se estremeció.  Iban a cortar su ropa y dejar a la vista el sujetador. En un instante cortó de arriba abajo dejando a la vista parte del sostén y su bonito ombligo. Un par de cortes en los hombros y un ligero tirón y Ana se quedó con el sujetador a la vista. Sus pechos no necesitaban excesiva contención. Redondos, de tamaño medio y firmes, el sujetador era casi innecesario y sólo lo usaba porque se sentía más protegida.

Aquella protección duro poco.  Un hábil corte entre las copas rompió la cinta que las unía y quedaron los  pechos al descubierto. Dos más en las cintas sobre los hombros y el sujetador  quedó ligeramente enganchado entre los cuerpos atados de Ana y Juan. Oscar estiró de él, desde un lateral, para que se soltara y lo dejó caer al suelo. Los bonitos pezones rosados de Ana quedaron al descubierto. Durante un instante, Oscar olvidó su objetivo, encandilado con aquellos duros y redondos pechos.

Juan, ahora, no pensaba precisamente en su novia. Por encima de un hombro, contemplaba uno de los pechos desnudos de Ana y sobre él, apuntando un poco hacia arriba, su orgulloso pezón.  En el espejo frente a él la veía con ambos pechos al aire. Aprovechando la situación, levanto las manos atadas hasta topar con los senos de Ana. Su tacto era cálido y mullido. Ana reaccionó poniéndose un poco de puntillas. No le sirvió de nada. Descaradamente, Juan elevó un poco más los brazos, abarcando los pechos con los antebrazos. Ana desistió de zafarse y volvió a apoyarse totalmente sobre el suelo. Era imposible. No sabía qué era peor, si tener cubiertas las tetas por los antebrazos de Juan sintiendo su roce, o dejarlas a la vista de todos.

—     ¿Recuerdas la combinación? — repitió Oscar.

—     ¡Que no la sé! — contestó Pedro.

Clara se preguntaba si realmente no la sabía o pretendía ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar Oscar. Por su parte, mientras no se viera involucrada de otro modo, la situación le daba mucho morbo.

Oscar volvió a acercarse a Ana. Tomó la falda y estiró lentamente de ella hacia abajo. Ana intuyó la acción y cruzó las piernas en un intento de cubrir su desnudez. Unos reiterados e implorantes  <<¡No, no!>>  salieron de su boca. De nada le sirvió. Quedó desnuda sólo cubierta por sus bragas blancas. Los diversos movimientos de Ana habían conseguido que sus bragas se encajaran en las ingles y se pegaran más a su sexo marcando la entrada del mismo. Como tenía las manos a la espalda, no podía recolocarlas. Se veía reflejada en el espejo y no le gustaba la colocación de las mismas. Intento un movimiento extraño para recolocarlas pero sus manos no alcanzaban a llegar y solo logró restregarlas en la entrepierna de Juan. Sabía cómo acabar con aquello. Sólo tenía que decir que conocía la combinación pero le parecía una traición a Pedro.

Oscar miró a Pedro en espera de una respuesta. No la obtuvo. Se acercó  a Clara y sin mediar palabra, con las tijeras, corto las tiras superiores del vestido. Un corte largo en el lateral, con dificultades por el propio brazo de la silla,  y el vestido quedó liberado. Clara había entrado a comprar y en ningún momento había imaginado acabar atada a una silla y en ropa interior. Un corte en el sujetador y sus pechos quedaron a la vista. Oscar empezó a tocarlos mientras miraba a Pedro interrogante.

Clara sentía el contacto con sus pechos y también la reacción incontrolada de sus pezones. Se estaban agrandando y no le apetecía que nadie se diera cuenta de su debilidad. No era fácil de ocultar. Oscar metió la mano entre sus pantalones cortos y extrajo su pene descomunal.  Lo colocó delante de la boca de Clara. Esta no discutió, no era el mejor momento. Adivinando las intenciones abrió la boca y permitió que lo metiera en ella. Con ligeros movimientos adelante y atrás, desplazaba la piel que cubría aquella verga. ¿Para qué intentar evitarlo?

Oscar miraba a Pedro. Parecía más interesado en aclararle lo que estaba dispuesto a hacer que en lo que realmente estaba haciendo. Se estaba impacientando. Dejó a Clara, un poco decepcionada por la interrupción,  y se acercó a Ana, con el pene al aire y erecto. Aproximó las tijeras al lateral de sus bragas.

Ana se quedó inmóvil, temerosa de un pinchazo.  Repitió sus inútiles  <<¡No, no!>>.

Tras dos precisos cortes laterales, Oscar se quedó con sus bragas en la mano.

Ana, totalmente desnuda, se veía en el espejo. Había desistido de cruzar las piernas, era agotador y no le servía de nada. El vello de su sexo era escaso y no ocultaba su entrada, sus abultados labios vaginales remarcaban más su sexo. Juan había bajado los brazos y sus tetas estaban completamente al descubierto. La observaba con detenimiento a través del espejo.

Ana notaba una presión puntual sobre sus nalgas. Juan se estaba poniendo cachondo. <>,  pensó.

Aquel alivio duró poco. Oscar se colocó al lado de Juan y le hizo lo mismo que a Ana. Cortó el tanga por los laterales y tiró de ellos. Su miembro, libre de presión, se expandió como un resorte hacia delante.

Ana sentía ahora sobre su culo una presión de abajo hacia arriba. Juan no podía o no quería controlar aquello.

Carla empezaba a maldecir su mala suerte. Le hubiera gustado estar en el lugar de Ana. Se había quedado con ganas.

—     Necesito la combinación. — volvió a decir Oscar.

Pedro callaba. Contemplaba cómo se movía Ana, incómoda, intentando infructuosamente zafarse del contacto con Juan. Sus pechos resaltaban provocativos debido a las manos atadas a la espalda.

Oscar se colocó delante de Ana. Su polla, asomado entre los pantalones, apuntaba directamente a ella. No lo pensó mucho, se acercó hasta que chocó con su coño, entre los labios vaginales y empujo poco a poco. No pretendía follarla aunque la chica merecía la pena. Sólo esperaba una reacción de Pedro cantando la combinación. EL cuerpo le pedía penetrarla hasta el fondo pero tuvo que contenerse.

Ana empezaba a sentir la misma agradable sensación de cuando se masturbaba, incrementada de un modo increíble. El contacto de la piel de un extraño sobre su sexo era toda una novedad y la situación, atada con las manos a la espalda y otro hombre desnudo pegado a su espalda, supera con crecer sus fantasías más eróticas. Por supuesto que ella no iba a decir la combinación. Juan la empujaba por detrás y Oscar por delante.

Oscar permaneció unos instantes en esa posición. La punta de su pene entre los gruesos labios de coño de Ana que hacía leves intentos de retirarse. En cada movimiento hacia atrás, Ana se encontraba con el pene de Juan notándolo duro como una roca y pegado a sus nalgas.    

Oscar recordó que su objetivo no era follarse a Ana sino obtener el botín. Se separó y acercó a Pedro. Empujo a Pedro  en dirección a Ana, hasta dejarlo frente a ella. Ana se quedó inmóvil. Se preguntaba qué iba a ocurrir. Miró hacia abajo y observó que la tela granate del bóxer de Pedro se elevaba empujada desde dentro. Estaba empalmado y era por ella. A pesar de la situación aquello le satisfacía.

Apuntando con el arma, Oscar cortó la brida de Pedro y le ordeno abrazar a Ana, por encima de los brazos de Juan. Pedro estaba deseado hacerlo. Oscar obligó a Ana a inclinar se un podo hacia delante para dejar sitio a las manos de Pedro.

Este pasó las manos entre los brazos de Juan y las introdujo en el círculo de la brida que Oscar había preparado y colocado entre Ana y Juan. Un simple tirón y cerró la brida dejándolo  maniatado.

Ana notaba la presión sobre su vulva. Oscar no esperó para eliminar aquella tela que separa ambos sexos. Dos precisos cortes y el contacto entre ellos fue directo. Ana se debatía entre huir del empuje en su culo o del nuevo empuje en su coño. Aunque su mente quería huir de ambos, su cuerpo estaba reaccionando por libre. Su sexo se estaba lubricando. Parte generado por ella y parte por  el contacto directo de la punta de aquel intruso que buscaba su entrada delantera, según le parecía, con total intención.

Sus tetas friccionando con el pecho de Pedro, provocaban que sus pezones se agrandaran.

Pedro jamás había soñado con una oportunidad como esta. La situación había que aprovecharla y buscaba con su miembro la entrada de Ana. Notó que no había mucha resistencia. Sentía como se retraía la piel de su miembro y su capullo tocaba directamente en los labios vaginales de Ana.

El placer de aquel contacto superó los temores de Ana y se abrió de piernas intentando abarcar aquella agradable polla que hacía fluir líquidos en su coño. No costó que entrara. Ana jadeaba. Unos imperceptibles  <<Más, más>>, salían de su boca.

Pedro abarcó las nalgas de Ana apretándola contra su cuerpo. Su polla había entrado en aquel acogedor coño. Los movimientos convulsivos de Ana, adelante y atrás arrastraban la piel de su pene descubriendo su interior que rozaba con las paredes internas de la vagina.

Ana se estaba corriendo compulsivamente con varios espasmos.  Pedro la siguió eyaculando en su interior varios chorros de semen y arqueaba su cuerpo en un intento de penetrarla más profundamente. 

 Ana se quedó relajada. El primer polvo de su vida había sido con el chico deseado y había sido excepcional, incluso en la situación. No había acabado de pensarlo cuando sintió en su ano la presión del pene de Juan, quien aprovechando la escasez de fuerzas y la indefensión de Ana, empujó con fuerza. Ana abrió la boca por el dolor.

-          ¡Por ahí no …!, ¡Por ahí no …! - repetía sucesivamente.

 Juan comenzó a moverse adelante y atrás. No podía desaprovechar la ocasión. Estaba muy cachondo y aquel estrecho ano le apretaba con gran presión.

-          ¡Sé la combinación …! - exclamó Ana, para intentar librarse del suplicio.

Oscar se acercó y preguntó:

-          ¿Cuál es?

Ana la gritó jadeando. Sentía su culo dolorido junto a una sensación de placer que tampoco podía evitar ni disimular.

Juan no tardó en explotar y llenar el culo de Ana de un espeso líquido que facilitaba los movimientos siguientes.

Clara observaba la escena. Veía a Ana con los pies elevados, colgada de Pedro y con su polla dentro. Detrás de ella, Juan también le metía la suya. Había contemplado la escena con el mayor interés. Ninguna película porno la había puesto tan cachonda.  Miró sus bragas. Una pequeña mancha alargada delataba su estado.

Oscar había dejado de prestar atención a los tres atados juntos. Introdujo la combinación en la caja fuerte y se detuvo  escuchar el sonido del temporizador.

-          ¡A esperar 30 minutos! -  dijo acercándose a Clara.

Al estar junto a ella apreció el estado de sus bragas.

-          Me pareces un poco putita – le dijo – creo que tengo tiempo para echarte un polvo y hacer que te corras.

Oscar actuó rápidamente. Cortó las bridas que la ataban, la levantó y obligó a girarse poniendo las manos sobre los brazos de la silla. Bajó sus bragas dejando al descubierto su sexo y sin preliminares, con su polla, buscó la entrada en el cuerpo de Clara. No le costó entrar, estaba muy lubricado. Empujo hasta el fondo. No entraba más.

Permaneció dentro de Clara haciendo movimientos regulares adelante y atrás.

A cada empujón Clara sentía un ligero espasmo en su interior.  Aquel condenado sabía lo que hacía. En cada espasmo se le escapaba una pequeña exclamación.

La acción duró largo rato hasta que Clara sintió como un escalofrío en su interior. Ahora era ella la que se movía atrás y adelante, buscando un ritmo que le resultaba muy placentero. Sintió el instante en que Oscar descargó dentro de ella y esa sensación fue el límite de su aguante. Clara llegó al orgasmo. Sus movimientos eran incontrolados y varios temblores recorrieron su cuerpo hasta que se sintió relajada.

….

Se escuchó un timbre. ¿La caja fuerte? No, Clara salió de su ensimismamiento. Se encontraba de pie mirando al escaparate. El timbre era el de la puerta. Juan salía por ella. Oscar seguía intentando encontrar la pulsera a su gusto.

Su imaginación le servía para entretenerse en los momentos de espera, aunque su cuerpo a veces reaccionaba como si fuera real. Le daba la sensación de haberse corrido. Esperaba que nadie se hubiera dado cuenta. Ya tenía una idea para un nuevo escrito.

Escucho a Ana llamarla con amabilidad.

-          ¿Te puedo servir en algo?   

Clara se acercó. Estaba un poco avergonzada de lo que su mente era capaz de imaginar en un momento de relajación. Menos mal que aquellos tres no podían leer sus pensamientos.

Ahora había que elegir los pendientes…