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El peregrino negro

en Confesiones

Polvos del Covento (receta no gastronómica)

La verdad es que ser negro en la Europa blanca y dedicarse a las peregrinaciones es una tarea cuando menos un tanto ingrata, pues no siempre se ve bien que un negro ande vagando por los caminos de la búsqueda del santo grial. En una de mis diversas peregrinaciones alguien me habló de una peregrinación iniciática en busca del prepucio de Santo Cojonancio y el clítoris de Santa Frígida..., y allí me encamine para buscar esos santos lugares de peregrinación sexy-iniciática....en medio de los bosques denominados como Aquianos Batuecos.

Me encaminé pues ante el reto que me esperaba en frío día de Enero, crucé gélidos paramos castellanos para luego virar al oeste e internarme durante semanas en húmedos bosques pasando por misérrimos pueblos donde a veces conseguía un mendrugo de pan un poco de sopa y de vez en cuando una caricia, y ya no se cuando un "dulce transporte" con alguna autóctona, pero eso quedaba tan lejos que apenas si puedo recordarlo.

Como digo, llevaba días perdido por un inmenso bosque desde hacía semanas sin ver a nadie en medio de aquella niebla y con un permanente tañer de campanillas, aunque el mes de Abril ya estaba muy adelantado el frío, el cansancio de mi peregrinaje y cierta locura hicieron presa en mi cuerpo y mente y junto a un viejo castaño me deje ir muriendo poco a poco, cuando ya creí estar en manos de la flaca, sentí que alguien envolvía mi cuerpo en calientes mantas, cuando desperté creí estar en mi vieja Benguela, tierra de los gorilas, porque una inmensa figura se inclinaba sobre mí sintiendo que mis huevos eran tanteados, medidos y pesados como alguna vez habían hechos los monos Bonono que alguna vez me dieron cobijo y fuego matinal

Conseguí abrir los ojos y encontré sobre mí la inmensa figura de un hombre de bobalicona sonrisa y que por medio de gestos y mimos me indicaba que me llevaría a otro lugar mejor, que no merecía la pena morir con tan buenas herramientas...

Y así fue como me vi despertando en un viejo jergón en una apartada casucha , allá en los límites de la inmensa huerta; donde empecé a los pocos días a trabajar en la huerta de un Covento . A lo lejos veía de vez en cuando a las monjitas en sus diversos paseos monacales, que cada vez eran más cercanos y atrevidos en las distancias y en las miradas que nos echaban las dulces siervas del Señor, que a buen seguro que con sus incisivos ojos sopesaban nuestras más nobles disponibilidades.

Por señas mi anfitrión, que era sordomudo, me fue indicando que pronto le relevaría de sus pesada carga, que ya se le hacía muy pesada y monótona, pues el gallinero lo tenía muy conocido y sopesado. Ya me veía yo como el gran hortelano del convento y mi futuro resuelto, evitando así el eterno peregrinar.

De esta forma me vi trabajando en la huerta de sol a sol, mientras mi anfitrión de vez en cuando me dejaba solo ante tanta tarea, sin que yo supiera a donde iba en esos tiempos muertos que se tomaba; ya muy intrigado entre tanto perderse de las tareas, me propuse saber cuales eran sus ocupaciones.

Aquella mañana, muy cercana ya la hora de la comida, estaban las monjitas en su diario retozo matutino dispersas por el el campo adyacente, cuando el sordomudo se ausentó de sus tareas, sin mucha excusa; una vez le ví alejarse hacía los viejos galpones del caballar, dejé mis tareas y me propuse seguirle para saber a que dedicaba tales momentos de asueto.

Dejé pasar los minutos y muy lentamente me dejé caer por entre el tablizo del cobertizo y allí ví al sordomudo arrodillado sobre la peluda grupa de una monja, que tras un rubicundo culo lleno de pelos, estaba el sordomudo sorbiendo de aquel manantial divino que tenía la monjita por chocho y que con tanto fervor sorbía el sordo mudo.

Tras la primera faena de limpidez de bajos, la rechoncha monja se subió los refajos hasta el mismo cogote, dejando unas redondas y bien formadas tetas, que enseguida empezó a frotar y lamer el hábil sordomudo, que no tardó en poner a la monjita hincada de rodillas rezando el enorme rosario de bolas de ébano, mientras bajo la grupa de la susodicha algo trajinaba que entre los retazos del hábito y de los calzones apenas si podía observar, en cuanto la freila se encomiaba al santo Cojonancio por el suplicio que iba a sufrir, sacó el sordomudo de la faltriquera un buen badajo, que tras darles con el unos refriegues y toletazos a la monja en la espalda, lubricó a base de escupitazos tan buen bastón, a la vez que con el resto de la ensalivada se la paso por la entrepierna a la monja que dió todo un respingo de placer.

Seguía pues la freila encomendándose de rodillas a su santo patrono, cuando sintió el morcillazo del sordomudo, unos cuantos vaivenes a la vez que le rasgaba la espalda con el cilicio a la monja a la vez que tiraba del enorme rosario hacía atrás, era todo un trabajo que el sordomudo hacía a la superiora del Convento sin mucho énfasis, pese a los requerimientos de más ardor en el suplicio que le pedía la ardora freila. En pleno rifirafe , por la falta de aplicación del disminuido, éste me debió ver por el rabillo del ojo y llamó mi atención con el dedo para que sigilosamente me acercara hasta el lugar de a coyunta, echó aún más si cabe los hábitos de la monja sobre su cabeza dejando la grupa y su espalda al descubierto, del rojo chocho iba sacando las enormes bolas del rosario, que previamente le había ido insertando en los continuos vaivenes místicos en los cuales la religiosa se iba encomendando ante tanta tortura, sacó pues su exhausto badajo y tras darle unas refriegas en la espalda, me emplazó para que le sustituyera, la pobre religiosa con todo el refajo por encima, no sabía lo que se le venía encima, de hecho tras sacarle todas las bolas, dios sabe cuantas le cogían a la real hembra dentro el sordomudo tras agacharse y darle unas buenas lamidas al chocho se refociló en lenguetearle el ojete a capricho, mientras a mi desabotonaba la faltriquera y alternando en lamidas me ponía el cantimpalo en buena forma.

Una vez toda las herramientas en su punto, el hereje sordomudo, metió como pudo alguna bola de ébano en el culo, resistiéndose esta cuanto pidió, aunque yo a indicaciones de mi maestro la había cogido en bolandas para que no descubriese el engaño, cuando ya la monja porfiaba y boqueaba, no se si por dolor o por placer nos fuimos los dos a tierra, me abrí de piernas y volví a ponerla de rodillas ya con la frente pegada al suelo, el sordomudo seguía lamiendo y metiendo, y cuando ya la cosa estaba para romper, sentí que me tiraban del nabo y entraba en una cálida mazmorra, que hacía años ya que no cataba , la sensación fue deliciosa, verse allí cobijado, entrando y metiendo cuanta herramienta quise, la monja en cuanto sintió el mandurrio ensalibado dejose hacer, pero cuando vió y sintió que aquello no tenía fin, se resistía a tan honda tortura y se retorcía la condenada, no sabiendo yo si lo que quería era abandonar la cabalgada o que aún le metiera el resto que aún era importante. Debió ser esto último, pues se paró en seco, dándose cuenta del engaño, que una cosa era que al jardinero le hubiera venido el fervor de folleteo, pero otra cosa muy distinta era que la herramienta le hubiera crecido. Echó pues la mano por debajo la mística y tomóme las pelotas ya de buen tamaño, éstas al verse amasadas, sopesadas y sintiendo que un peligroso dedo rondaba mi esfinter, abríme cuanto pude y deje salir el pus del placer a borbotones entre los rizos del chocho y de mis cojones, a la vez que tiaraba del santo rosario y los aullidos de la freira, pronto fueron oídos por otras reverendas que al punto se presentaron.

Creí que nos molerían con los palos que traían en las manos, pero al ver tanto badajo y relicario pringoso, se lanzaron al festín, y aunque la edad de lso ardores ya la habían pasado, por eso dejaron de lamer y enbadurnarse con los pringues de mi pollón y del manatial de su santa y sacificada reverenda. El sordomudo tuvo un trato muy especial, pues una de las freilas, cogiendo una ciruela se la iba masticando a la vez que se la iba dando a buchitos en propia boca al disminuido, en otros momentos dejaba la perfida caer unas gotas de la ciruela por entre las tetas ya alicaidas, pues los hábitos hacían ya minutos que habían ido por los aires, a toda vez que el muy cabrón de sordomudo, dejaba que la otra religiosa le mamara a modo de biberon de chupeta el bandurrio, cuestión que debía ser grata puesto que la moza no tenía dientes y mostraba una sonrosada encia muy propicia para los mandados del chupeteo.

Yo ya descargado casi al completo, me relaje al tenor de los sorbeteos de la priora que no dejaba que nadie se acercara a mi instrumento, y que atesoraba como propio, tan intensos fueron sus trabajos de medir longitud y latitud, que de nuevo me vino la fuerza al bandurrio que dio dos saltitos para verse enterrado de nuevo entre las nalgas de la exigente madre abadesa, que apretaba cuanto podía mis nalgas para dar cumplida cabalgada de mi badajo en su culo, el cual no tardó entre pedos y chupeteos del entrenado ojete en dispensarse un remojón con lo que me podía quedar dentro.

Un amigo