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Impudicia

en Autosatisfacción

Impudicia

Por Incestuosa

elkaschwartzman@yahoo.es

elkaschwartzman@hotmail.com

 

Una lúbrica y libidinosa descripción de las novedades anales que me gusta forjar cada noche, siempre buscando, siempre explorando, siempre intentando…lo imposible.

 

Aquel había sido un día como cualquier otro en la oficina. Desde el interior de mi pequeño privado podía escuchar el bullicio alegre y las estridentes risas de los que se iban despidiendo, mientras desfilaban en algarada hacia la puerta de salida.

Yo sabía que tendría que esperar un par de horas más para quedarme sola, y mi paciencia venía a ser una providencial y astuta previsión contra la indeseable irrupción de algún compañero de trabajo al que se le ocurriese regresar de improviso a la oficina.

Diariamente, desde hacía varios meses, yo esperaba inquieta a que llegara la hora de salida para quedarme sola. Quedarme sola era para mí un arte infalible que me estaba dando buenos dividendos. Pero tenía muy claro que debía cuidarme de las sorpresas. Era indispensable seguir alimentando mi reputación de mujer intachable. Necesitaba mantener mis intimidades lejos de los ojos de los demás. Y para eso había muchas razones.

A mis 26, ya había logrado ascender a supervisora, y mi promoción en la oficina no había sido del agrado de muchos, en especial de las mujeres. No sabía por qué era más notoria en ellas la inconformidad por mi ascenso. Y era obvio que me veían con envidia no tan sólo por mis logros, sino también por mi aspecto.

No es que yo fuese una belleza para desfilar en la pasarela de algún concurso, pero tampoco me agradaba tener en menos mis atributos. Había algunas cosas en mí que hasta a mí misma me cautivaban. De verdad. ¿Narcisismo? No puedo saberlo. Quizá sí, quizá no. O tal vez se tratase de mi personalidad. Aunque reconozco que también se debía a una que otra atrayente sinuosidad de mi cuerpo.

Y yo era una adoradora de mi propio cuerpo. Si. Yo era un transformer. En la soledad y sin que nadie lo supiera, yo me transformaba. Era como el Dr. Jeckill y Mr. Hide, pero en versión femenina.

Repentinamente me convertía en una bacante. En una bacante que bebía y que abrevaba sin parar hasta embriagarse. En una bacante que sólo gustaba de sus deliciosas mieles corporales, promovidas, autosugestionadas, y exaltadas por sí misma. Digamos que en el fondo, no era otra cosa que una especie de sacerdotisa de la voluptuosidad y la lujuria, pero en solitario. Si. Nada de orgías.

Lo que colmaba la medida de mis delirios era la autosatisfacción, el onanismo y los vicios en single. Pero tenía y sentía una necesidad; una urgente necesidad. Mi disfrute se acentuaba cuando lo hacía fuera de casa. Lo admito. Tenía que ser en algún sitio ajeno.

¿Extraño, no?

Pero… ¿Quien podrá afirmar que no tiene o siente algún gusto especial por hacer ciertas cosas prohibidas?

Y teniendo en cuenta el ámbito en que me desenvolvía, debía evitar a toda costa que alguien supiera lo que hacía a escondidas. Definitivamente era yo sola con mis secretos. Y nadie más.

Esperé el momento preciso y entonces, cuando ya no se escuchaba ningún ruido, me di a la práctica de lo que ordinariamente hacía previo a mis encierros en privado. Me levanté del sillón, rodeé el escritorio y salí al pasillo.

Caminé lentamente por la espaciosa oficina observando la atiborrada sala donde se apilaban las mesas de trabajo. La estancia se hallaba solitaria y silenciosa. Uno por uno, pasé revista a los cubículos. Todos se encontraban vacíos.

El corazón comenzó a latirme con ímpetu y mis nervios se templaron sobrecogidos. Todo eso que estaba sintiendo era parte del juego que iba a iniciar, y yo lo sabía muy bien.

Fui hasta la zona de sanitarios y me detuve frente a la entrada. Toqué ambas puertas y esperé. No hubo respuesta. Giré el picaporte e ingresé primero al de hombres. No había nadie. Entré luego al de mujeres. Vacío... solo vacío.

Me faltaba revisar solamente el área de jefaturas. Necesitaba asegurarme que estaba completamente sola antes de ir hasta el estacionamiento, donde dejaba siempre mi auto. Eché un vistazo a los privados. No había nadie. Las tres secretarias al igual que los patrones se habían retirado.

Como todas las noches, las cosas caminaban de modo favorable. Estupendo. Bajé las gradas y alcancé la puerta de salida. Me moví hacia el área de aparcamiento hasta llegar a mi coche. Abrí el guardapaquetes y allí estaba la jaula. Volteé a ver hacia todas partes, antes de sacarla del auto y llevarla conmigo. Después, con paso rápido, regresé a la oficina.

Entré nuevamente en la oficina con la jaula en la mano. Consulté mi reloj y comprobé que pronto serían las nueve. Sería difícil que alguien regresara a esa hora, pero nunca se sabía. Quise garantizar mi soledad atrancando con seguro el cerrojo de la entrada principal. Por fin me hallaba confinada y solitaria. ¡Qué delicia!

Había tanta magia en el ambiente en esos instantes que me sentía magnetizada y trémula. No sé decir por qué, pero todo aquel cuadro me producía sensaciones tan asombrosamente excitantes, que por lo mismo lo refrendaba a diario, repitiéndolo con voracidad durante los cinco días hábiles de la semana.

Solamente me abstenía los sábados y domingos porque dejaban guardia, cosa que yo aprovechaba con pertinencia para reponer fuerzas.

Pero ahora, enclaustrada en solitario, experimentaba una conmoción de placer tan aguda que difícilmente podría expresarla con frases. Mi respiración se había acelerado, me sentía totalmente arrebatada y mi pulso palpitaba con furia. La mirada se me había afilado y un brillo extraño fulguraba en el centro de mis pupilas.

Retorné al piso de oficinas con la dermis estremecida y el sudor brotándome por todo el cuerpo. Al pasar por el espejo del baño pude admirar mi rostro. Las motas de arrebol surgían como múltiples estrellas en una noche diáfana. Mis piernas temblaban y tenía los brazos mojados y calientes. Mis axilas transpiraban con abundancia, y el olorcillo mistificado de mi sudor y mi perfume me embriagaba.

La dorada jaula colgaba de una de mis manos, y de tan sólo ver lo que contenía me hacía tiritar de gozo y de contento. Pero había que manejarse con calma.

Comencé por apagar una por una las luces del recinto. Sabía que debía dejar todo en penumbras para evitar riesgos y suspicacias. Si alguien regresaba a la oficina, antes tendría que mirar que todo estaba oscuro. Y las luces encendidas, definitivamente, no eran un buen auspicio para mis fines.

Cuando volví a mi privado me sentía enteramente estimulada, y la humedad de mi entrepierna era inmensa. Hice clic en el interruptor y me quedé en penumbras. Puse la jaula sobre el piso, admirando de nueva lo que había dentro, y esperé en silencio. Mis ojos tenían que acostumbrarse a la penumbra.

Minutos después abrí un cajón del escritorio y saqué mi maletilla negra. Siempre la guardaba con celo y bajo llave. Extendí con parsimonia las cosas sobre la mesa. Se trataba del más soberbio y ostentoso arsenal, digno de una coleccionista de objetos fálicos como yo.

El conjunto era variopinto: constaba de tres grandes y jugosos pepinos verdes; cuatro bananos maduros; media docena de zanahorias frescas; varios cebollines de cauda verde, rayados y esféricos; dos frondosos racimos de uvas moradas, y media docena de fresas, entre algunas otras dulzuras.

Destacaba por su singularidad la enorme vela de cera, tan suculenta como apetitosa. El esfínter me latía de tan sólo verla allí, con la punta hacia arriba, como si fuese la lanza de una armadura preparada para atacar. Era de esos cirios que se utilizan en los velatorios, pero esta tenía la forma de un falo. Yo misma me había encargado de tallarla a pulso, valiéndome de su plástica y dócil serosidad, hasta convertirla en una deleitosa polla de artificio.

Llamaban la atención también varios tubillos de plástico, de esos de desodorante, de cierta gradación y grosura, aunque no eran tan largos. Había lápices labiales cilíndricos, bolígrafos gruesos, un par de cañoncitos de vidrio de ensayo, y tres juegos de bolitas chinas de diversos colores y grosores.

Los tres vibradores se diferenciaban claramente de los demás objetos. Uno era de textura de látex; el otro de aluminio forjado, y el último, de vidrio sólido transparente con ondulosos relieves longitudinales. Me quedé contemplando codiciosamente aquel conjunto de formas y mi región secreta se sacudió de placer.

Pasé la mano por el magnífico pelotón de artefactos. Me daba cuenta de que me había convertido en una fetichista consumada; en una adoradora fálica de altura. Pero yo no era de esas sibilas de medio tiempo que se detienen ante el uso de lo novedoso a causa de atavismos y tabúes. Sabía bien que en esas cosas yo era disímil al común de las mujeres.

Desde hacía mucho yo venía dando culto sexual a todos esos cuerpos aparentemente inanimados, utilizándolos en mis juegos íntimos como entidades consoladoras y dadoras de placer, sin sentir la menor culpa o remordimiento.

Y para confirmar mis extrañas proclividades, había preparado para aquella noche un numerito especialmente incomparable, como solía hacer casi siempre, buscando diferenciar cada una de mis sesiones y explotando hasta el delirio mi imaginación desbordada.

Estaba cierta que de así quererlo, bien podría ejercitar mis ardientes inclinaciones en la intimidad de mi casa, sin correr ningún riesgo. Pero el misterio de lo prohibido y lo aventurado de hacerlo en la oficina eran dos cosas que me cautivaban. Era tanto el morbo y la lascivia por practicarlo en lugares vedados, que una pasión insana me saturaba por dentro cuando lo hacía.

Además, sentía un oculto temor de que mis padres llegasen a conocer mis clandestinas tendencias por la masturbación fetichista, dado lo estrambótico de mis prácticas y lo exultante de mis manifestaciones en los momentos cumbres.

Hurgué en mi bolso y saqué, con manos temblorosas, una de las cosas que con tanta avaricia había estado guardando para aquel momento tan sublime. Me regodeé cuando vi que varias granadas de plástico, de esas con las que juegan los niños en los patios de sus casas, rodaron sobre la cubierta de cristal del escritorio.

Las había comprado por la tarde, a la hora de la comida, en una de esas tiendas donde rematan juguetes. Desde que las vi me habían fascinado. Eran sencillamente deliciosas. No eran planas sino más bien de superficie sórdida y desigual, y estaban provistas de numerosos relieves parecidos a las estrías. Y esa era justamente una de las cosas que más me había atraído.

Cada una debía medir unos ocho centímetros de diámetro y no eran tan cortas, pues de largo alcanzaban casi los diez. Estaban fabricadas de un material plástico, blando y esponjoso, muy suave al tacto, y al parecer estaban huecas por dentro. Eso lo deduje porque al apretarlas parecía que se desinflaban y como que se volvían a llenar de aire. Venían cuatro de ellas en cada bolsita.

Para complementar la ingeniosa adquisición, había pasado por la farmacia para hacerme de una caja de preservativos ultra reforzados, de esos saborizados y de textura en color. No hacía falta comprar aceites ni cremas porque disponía de sendos potes en la oficina. El óleo catalizador era algo que nunca permitía que faltara.

Habiéndome acostumbrado perfectamente a las sombras, comencé a preparar los avíos para el asalto de esa noche. Intentaba conservarme serena, aunque por dentro sentía que los temblores me quemaban.

Me dediqué primero a resguardar cada una de las granadas plásticas, recubriéndolas con su respectivo condón con sabor a cereza. Decidí que cuatro adminículos serían más que suficientes para la sesión que me aguardaba.

Cuando estuvieron listas, cogí unos ligueros gruesos que solía utilizar para amarrar los objetos que usaba en mis juegos; até con presteza las popas de los preservativos con firme doblez, y reaseguré fuertemente los nudos. Sabía que era muy importante sujetar perfectamente las ligazones para evitarme sorpresas.

A poco, observé la larga cadena de objetos semielípticos, cubiertos todos por el resistente telar de látex multicolor de los condones, enlazados y sujetos entre sí. Había creado un achorizado consolador artificial con los aparentemente inocuos juguetes infantiles. ¡Genial!

Como parte de mi ritual fantástico, cogí la cinta métrica y coloqué linealmente el postizo salchichón para poder tomarle medidas. Yo hacía todo aquello con una sensualidad tan sublime, que la atmósfera que iba construyendo acrecentaba paso a paso la salvaje imperiosidad de mis apetitos. Considerando los cuatro nudos y midiéndolo de punta a punta, aquella butifarra alcanzaba poco más de treinta centímetros. ¡Una mortadela apreciablemente larga!

De espesor no estaba mal, pues aun cuando no llegaba a los nueve centímetros, era casi igual de grueso que un pene humano promedio. Un intenso escalofrío me estremeció mientras observaba la sicalíptica figura del espurio artilugio que yo misma había creado tan artificiosamente.

Busqué en mi memoria cual podía haber sido la cosa más larga que me había metido hasta ahora, sin hallar ninguna de tanto largor como ésta. Cualquier pepino, por luengo que fuese, nunca rebasaba los veintitantos centímetros, y las hibrideces, lo sabía, eran muy difíciles de conseguir. Aunque admitía, claro está, que esos vegetales, siendo de una sola pieza, eran por tanto mucho más difíciles de manejar si lo que se deseaba era obtener un placer atípico y distinto; algo fuera de serie.

Calculaba asimismo que después de todo no sería tan peligroso maniobrar mi nuevo consolador si actuaba con pericia. La ventaja de estar formado de cuatro ricos óvalos vinculados, pero separados entre sí, le daba un toque de especial ergonomía que muy bien podría facilitar su uso por etapas; sobre todo si los absorbía uno por uno y si era capaz de contener mis furores para hacer estratégicos recesos entre bolo y bolo.

Tan lasciva deducción no hizo más que acrecentar la potencia de mis ardores, y comencé a sentir mi rajita desbordarse. Los acelerados latidos de mi rendija me comunicaban prestamente las urgencias que concebía mi entrepierna por iniciar cuanto antes mis sublimes y eróticos manipuleos.

Pero antes era preciso preparar el camino. Saqué de otro cajón una lona cimbrada y la extendí sobre el suelo adoquinado. Luego empecé a desvestirme anhelosamente, despojándome de todo lo que traía encima. Dejé mi ropa sobre el sillón y acerqué la punta de la nariz a mis húmedas axilas.

Absorbí con fuerza los incitantes aromas de mis sudores, metiendo después la puntita de mi lengua entre los pliegues de mis sobacos. Habiendo saboreado intensamente el inigualable y exquisito placer de mis transpiraciones, fui deslizando mi apéndice por la piel de mis hombros.

Levanté mis dos tetas sudadas y las acerqué a mi boca. Chupé golosa las intensas humedades que había en los pezones, en los surcos de las bolas estremecidas y en el espacio llano de mi entreseno.

Con los ojos cerrados fui despertando poco a poco las sensitivas alucinaciones que bordarían los barrocos preliminares de mi entrega.

Tomé por fin el pote de crema humectante y derramé abundante líquido semi espeso sobre mis manos. En seguida di inicio al hermoso protocolo de embadurnar primeramente la totalidad de mi cuerpo, en una liturgia de indecible voluptuosidad, empezando con la encendida piel de mi rostro. Deslicé luego mis manos por el cuello, la nuca, y los hombros, recorriéndome a mí misma en ondulatorias y candentes caricias.

Por ser una zona tan especialmente sensible para mí, quise poner mucha crema en mis axilas e hice dúctiles circunvalos en mis centros sobacales. Muy a propósito me dejaba siempre crecer una vellosidad incipiente, bajita, y tan sutilmente suave que, en los momentos de más alta temperatura solían transportarme de un modo singular al portentoso desfogue de mis ansias.

Continué mi recorrido pausadamente, para bajar después hasta mis tetas. La sensación de deseo y morbosidad era terrible. Puse más crema en las palmas y froté suave, pero firmemente mis dos bolas, apretándolas y moviéndolas, levantándolas y sacudiéndolas una y otra vez, hasta que se convirtieron en dos rocas ígneas. Recorrí con avidez mis pezones y concentré mis tocamientos en las lozanas y sonrosadas aureolas.

Por largos minutos me mantuve prodigando lisonjeras caricias a mis glóbulos mamarios, pero sin saciarme. Me derretía por alargar más mis recorridos, especialmente hacia abajo. Al fin deslicé las dos manos sobre el plano de mi vientre y llené de crema el agujero del ombligo. Quise hacer verano en esa diminuta oquedad dando vueltas en su interior con mi dedo central, hasta que sentí que varios espasmos corporales se amalgamaban en la parte baja de mi pubis. Estaba a punto del primer orgasmo.

Alejé las manos de esa zona para retomar lentamente el recorrido por mis espaldas. Necesitaba interrumpir la amenaza explosiva de la venida. Escurrí las manos hacia abajo frotando, tallando, deslizando, fregando, mientras mis dedos continuaban incitando mi piel sobrecogida. Pronto di con las ondulaciones de mis colinas traseras, que se levantaban desafiantes como dos esferas pelonas y flotantes, sinuosas y duras.

La rotundez de mis caderas y la frondosidad de mi popa aparecían de pronto en mi ardoroso recorrido como dos ciervas insatisfechas, y me consagré por completo en apretujar mis glúteos con fuerza y calidez. Siempre me había llenado de embeleso hacer aquello antes de someter mis postreros montículos a la caliginosa inspección táctil y erótica que me elevaba a las nubes.

Volví a comprimirme las nalgas una y otra vez sin pensar jamás en detenerme. Acopié más cosmético con mis manos y las restregué sobre la superficie de mi retaguardia con la voluptuosidad de un felino. No me cansaba nunca de hacer aquello, aunque me daba cuenta que una urgencia mucho mayor volvía a reclamar el avance de mis manos un poco más abajo.

Abrí de par en par el rosetón de mis dos pelotas e invadí presurosa el oscuro y hendido capullo que las separaba, llenando con el blanco y denso catalizador los curvos recovecos de mi culo.

La mórbida y húmeda frialdad del fino lubricante filtrándose serpenteante entre el canalillo de mis glúteos, me puso más cachonda de lo que ya estaba. Pero usualmente procuraba no apresurar las cosas; sino que avanzaba con calma, con tiento, con sutileza; por más embramada que me sintiera.

Cogiendo el pote, unté abundantemente mis brazos con crema y luego bajé con lentitud a todo lo largo de mis extremidades inferiores. Me detuve a lubricar con apasionada flema los sinuosos dobleces de mis corvas, las rugosidades de mis rodillas, los altozanos de mis tobillos y la exquisita piel de mis pies, en un eminente acto de culto corporal.

Deliberadamente y por una razón muy extraña, dejaba para lo último mi punto más sensible: mi fogosa vulva lampiña. Ese paraje tan sublime, que era la gruta de los valiosos tesoros de mi cuerpo y el centro de mis emociones más lúdicas, no podía matizarlo de humectantes sino hasta después de haberlo entregado como ofrenda. Y aún faltaba para llegar a eso.

A esas alturas, todo mi cuerpo era un violento y delirante mar aceitoso y húmedo que fulguraba al influjo de los reflejos de los tenues destellos que entraban en el oscuro recinto. Acababa de concluir con la primera etapa de la sesión: llenarme por completo el cuerpo con crema y acariciarme preliminarmente sin dejar un solo ápice de piel sin impregnar.

Sólo mi vulva estremecida permanecía al natural, sin ningún matiz de cremosidad. Pero eso era parte de mi ritual. Parecía como si mi cuquita fuese un volcán en erupción que se esforzaba por retener en su interior el quemante fuego de su propia lava, esperando a ser volcada, escupida, expectorada y saciada, pero con otra clase de óleo.

Mas yo sabía que eso habría de hacerlo en su momento.

Aun cuando el apremio que sentía por acariciarme la entrepierna era irreprimible, me esforcé no sin dificultad en mantener mis ansias dentro de los linderos permisibles para no romper la solemnidad de mi rito.

Sabía que apenas había dado curso a la primera fase y todavía faltaban otras etapas por gozar.

Tomé el otro pote, cogí el chorizo que acababa de fabricar y lo unté generosamente con aceite para bebé. Era una labor lenta y pausada engrasar aquel largo consolador artificioso por todas partes, sin dejar absolutamente un solo pliegue, nudo o rincón sin humectar.

Cuando lo hube lubricado plenamente, lo deposité sobre la lona del piso y procedí, como parte selecta del evento, a preparar con mucho aceite la entrada de mi culo. Aquel acto era para mí tanto o más candente que el primero, aunque reconocía que cada uno me prodigaba sus propias complacencias.

Cogí el eyector de plástico que usaba para esas artes, y atiborrándolo de aceite, lo ubiqué sobre la lona junto al consolador que acababa de forjar. Después, doblando mis piernas hasta quedar encuclillada, me coloqué el puntilloso pico de la válvula en la entrada de mi culo.

Sentir allí la puntiaguda cresta de plástico llena de humedad era para mí un trance ultracachondo. Con el fin de intensificar el lascivo bombeo, hice lenta la infusión apretando suavemente la prominencia del depósito. Los delgados hillillos de aceite manaron con fuerza hacia el interior de mi recto.

Podía sentir la babosidad del oleaginoso brebaje ingresar por mi apretado tubo intestinal. Seguí bombeando sin cesar hasta que hice una pausa para incrementar la calentura. Dejé la cánula a un lado y llevé los dedos hacia el esfínter. Restos de la resbaladiza pócima aceitosa se precipitaban por las comisuras de mi ano.

Enterré un poco el primer dedo e inicié los movimientos en círculo en la entradita. Había aceite suficiente en mi canal, pero yo sabía que aún necesitaría mucho más. Acomodé un segundo dedo y lo dispuse en ángulo vertical insertándolo junto al primero. Los pliegues de mi culo se abrieron otro poco, y los deseos lujuriosos aumentaron su fluidez por todo mi cuerpo.

Cerrando los ojos y suspirando intensamente me detuve unos instantes. En semejante quietud y con mis dedos metidos hasta la mitad, dejaba pasar los estertores amenazantes del orgasmo que, como si fuera un ladrón, ansiaba sorprenderme en medio de la oscuridad. Pero yo estaba al corriente de cómo eludir el peligro.

Cuando supe que lo crítico pasó, volví a la carga dando vida y movimiento a mis dos falanges que, suaves y lentas como una pluma de ganso, se perdieron en mi apretujado túnel. Antes de volver a sentir la amenaza de otro espasmo, revoloteé como garras los dos dedos en mi interior, como si estuviese rascando la tierra en algún pequeño agujero.

La cavernosa piel interna de mi laberinto se dilató un poco mientras se iba impregnando del aceite para bebé. Preparé un tercer dedo, el índice, para que acudiera en ayuda de sus hermanos gemelos. Ubicándolo en posición, presioné junto a los otros dos para insertarlo lentamente en la jadeante abertura.

No fue difícil ingresarlo en mi aceitado caño y se fue hundiendo en una tercia de ases que se esfumó en mi interior como por arte de magia. Ahora podía sentir las ondulaciones de mis nalgas restregarse contra la base de mis nudillos. Era tiempo de comenzar la agradabilísima tarea de dilatación anal.

Preparé mis emociones inhalando el aire con vigor. Sabía que debía gozar de todo eso sin dar cabida al orgasmo. Relajé con presteza mis nalgas cerrando los ojos por unos instantes. Acto seguido, mis dedos iniciaron una suerte de danza, moviéndose y girando sobre sí mismos, y doblándose una y otra vez en los profundos meandros de mi cavidad rectal.

Los suspiros y gemidos de placer no se hicieron esperar ante semejante intrusión. No obstante, nada hice por acallarlos. Sabía que me hallaba sola en la oficina y que no corría peligro si gritaba. Mis tres dedos bailaban como tres indios salvajes en torno a una fogosa hoguera dentro de mi candente culo que, estremecido por tanto placer, se abría y se cerraba en sucesivas convulsiones ante el ataque tan furioso.

De tiempo en tiempo detenía el movimiento de mi mano y dejaba de trastearme por dentro. Entonces aflojaba el cuerpo dejando pasar varios minutos, para después proseguir de nuevo en el mismo tenor.

Esta cadena continua de penetraciones preparaba muy bien el camino íntimo, pues mi conducto rectal se iba acostumbrando a mantenerse dilatado para el festín que le aguardaba. Por si fuera poco el aceite se distendía, desparramándose y adhiriéndose a mi forro rectal, cosa que favorecía en mucho las contracciones en la penetración.

Situé repetidas veces la punta de la cánula en la entrada de mi culo y repetí los bombeos de aceite hasta dejarla vacía. Los ríos de líquido que bullían en mi interior eran parte esencial de la liturgia, mientras mis dedos no cejaban de trabajar internamente.

Debo confesar sin equívocos que en aquellos momentos el tiempo se detenía. Ningún medidor de horario bastaría para detener el insaciable placer que despertaba en mí el premeditado y lascivo acto preparatorio de mi culo.

El aceite para bebé estimulaba ya las profundidades de mis entrañas, pues a fuerza de bombeos y manipulaciones internas se había transportado, por efecto de su viscosidad, hacia los más apartados rincones de mis intestinos.

Por otra parte sentía resbalar de mi interior un abundante flujo acuoso que manaba y se extendía por la curvosa raja de mi vulva, pero ni aún así me atrevía a palpar ese tesoro frontal que no se cansaba nunca de esperar lo suyo. Aquello era algo que tenía que mantener incólume e intocable hasta el último instante.

Sabiendo que mi recto se hallaba preparado para cualquier juego de locura, tenía que dar lugar de una vez por todas al siguiente paso. Tomé el consolador de granadas y lo acerqué a mi cara. Tan brilloso se veía por tanto aceite que mi culo se estremeció de infinito placer.

Me tendí boca arriba sobre la lona del piso y llevé el alargado consolador hasta mi dilatado orificio trasero. Planté una de las puntas del consolador en la entrada de mi cala y presioné con mi mano sobre el primer óvalo forrado. Un agradable olor a cereza combinado con crema humectante se percibía en el ambiente.

No fue difícil que la elipse prefabricada se deslizara suavemente por el sedoso tubo de mi recto, perdiéndose casi al instante en mi interior. ¿Cómo describir las deleitosas sensaciones de la primera inserción? Es difícil explicarlo. Tan sólo puedo afirmar que es algo tan sublime que no se puede comparar con nada. Ni siquiera puedo decir que una buena polla de carne metida por la conchita produzca esos efectos tan salvajes y antinaturales. Sí, ese debe ser el término adecuado. Sensaciones antinaturales.

Se muy bien que el conducto natural para que el cuerpo de una mujer sea penetrado es el orificio vulvar. No hay duda de que éste ha sido puesto por sobre cualquier otro cauce. De hecho es el medio de procreación por antonomasia. Se también que el conducto anal está destinado a otros propósitos, no tan nobles como el de las otras cavidades del cuerpo.

Mas con todo, probar la inserción de algún objeto por detrás es una cosa inigualable que produce una sensación incomparable, que tiene la dulzura de un bocado formidable, y todos los demás adjetivos que terminen en "able". Sensaciones antinaturales.

A pesar de mi juventud, yo llevaba un buen trecho recorrido en materia de autosatisfacción por todos los socavones de mi cuerpo. Había comenzado a autoexplorarme desde los once, con la misma acuciosidad que siempre acostumbraba. Claro que la experiencia hace la diferencia. Pero de todas las variedades de goces y autoplaceres, siempre preferí por encima de todos el de la estimulación anal.

Frecuentemente me había preguntado el por qué de tal predilección, pero nunca pude responder a esa interrogante. Después de mucho analizarlo, sólo podía intuir una cosa: que al ser el conducto anal un tubo primordialmente expulsor, con funciones de eyección más que de absorción, sus células tenían que conformarse de un modo diferente. Sensaciones antinaturales.

La primera granada elíptica forrada y empapada con aceite se había hundido ya en mi interior, pero mi culo pedía más y más. Debo decir que en ese punto de mi ritual yo ya me abstenía de utilizar la presión de mis manos, prefiriendo usar únicamente el esfínter como si fuese una boca sorbiendo, succionando, comiendo, masticando, absorbiendo, tragando y chupando el objeto de mis deseos. ¿Cómo lo hacía? Lo lograba a base de autopalpitaciones interminables y constantes. Esa era la clave.

Comencé a apretar el esfínter con suavidad, una y otra vez, sin cesar para nada las pulsaciones. Más pronto de lo que hubiese esperado, la segunda granada fue absorbida con un chup de neumático. La abundante cantidad de líquido graso contribuía en mucho a la autopenetración.

Sin dejar de lado las sístoles de mi culo, seguí efectuando esa suerte de contracciones sin detenerme. Mis manos apretaban mientras tanto las dos duras bolas de mis senos, produciéndome unas sensaciones fenomenales. Minutos después, el tercer óvalo fue lentamente atraído por la fuerza generadora de la succión, hasta que se escurrió por completo en el interior de mi recto.

Con cada penetración de un ovoide de plástico yo experimentaba una delicia nueva. En algún recóndito espacio de mis intestinos debían estar hallando acomodo, pues las sentía moverse, correrse, rodar, patinar, precipitarse y menearse cual escurridizas culebrillas, rozando de un modo excelso mis sensitivas paredes internas.

Tan gratas manifestaciones de delectación que los encajamientos me provocaban, me inducían a mantener mis ojos cerrados para poder disfrutar cada milímetro del avance de la pléyade plástica que mi recto iba tragándose goloso. Mis dedos, mientras tanto, no se apartaban de mis dos gloriosas tetas endurecidas, que semejaban ahora a dos globos inflados, candentes y palpitantes.

Sólo quedaba uno de los bolos fuera. Continué efectuando las regias pulsaciones de mi ampliado esfínter con frenesí, pujando y gimiendo como toda una puta. Y más pronto de lo que yo esperaba, la última granada de la cadena achorizada penetró, produciéndome las más gloriosas sensaciones de este mundo.

Entonces, al sentir que sólo colgaba de fuera el extremo de la ligadura con que la haba atado, me fui recostando boca abajo para dejar que el extraño consolador se me fuese metiendo más adentro para incrementar mi placer.

Luego de varios minutos de estarme moviendo en giros sobre la lona del piso, y sintiendo que el orgasmo volvía a tocar a mis puertas, me detuve unos instantes reacomodándome de nuevo. Sabiendo que no podría repetir mi voluptuoso accionar sin que la venida me alcanzara, supe que era hora de dar el siguiente paso.

Me reincorporé lentamente hasta quedar en un ángulo desde el cual pudiese alcanzar la jaula dorada. La tomé y la puse frente a mí. Corrí el delgado pestillo que le servía de cerrojo y abrí la puertecilla. El animalito se me quedó mirando con atención. Era mi vieja amiguita de juegos y se llamaba Ticha.

La llamé tronándole los dedos con delicadeza. Antes de entrar en acción le acerqué la escudilla donde previamente había preparado un poco de leche con azúcar. Sabía que era el manjar que más le gustaba lamer. La pequeña hembrita se puso a beber en desesperados lengüetazas con su diminuto apéndice. Apenas si tenía cuatro meses de nacida.

Los apretados pinchos que acomodé en mis dos pezones me sirvieron de acicate para provocar aún más mi brama animal, pues me apretaban como si me estuviesen mordiendo las salientes carnosas con mucha fuerza.

La dejé tomar la lechita zucarosa por unos minutos, antes de pasarme una poca por mi rajita. Luego, la acerqué a mi gruta mojada de leche y le puse la trompita en pleno centro. Ella misma comenzó a mamar y a lamerme la raja, provocándome los primeros y magníficos estertores de placer.

Su lengüita ciertamente era pequeña, pero a mi me gustaba utilizarla justamente por eso. Lo más largo y delicioso ya lo tenía muy dentro de mi culo y lo disfrutaba con creces. Pero ahora se trataba de compensar. Y yo lo sabía compensar muy bien. El animalito se movía incesantemente, como lo hacen a esa edad las perritas, meneándose inquita entre mis muslos y mi pubis totalmente depilado, husmeando allí, en pleno epicentro, como si buscase hallar algo con su sentido del olfato.

Ante lo sutil de las caricias de su hocico y los terribles apretamientos de los pinchos en mis tetas, no pude contener por más tiempo la explosión y me derramé febrilmente en la primera de las erupciones salvajes de la noche. La violencia de mis sacudidas corporales no asustó para nada a la perrita, quien no dejó de acometerme con su lengua al tiempo que yo, estremecida y trémula, apretaba sucesivamente mi culo gozándome al máximo con aquel largo y grueso chorizo dentro de mis entrañas.

Dejé que Ticha continuase mamando, y otra vez me encontré con otro orgasmo, y luego con otro, y otro más. Se trataba de esas venidas encadenadas que sólo se consiguen a través de una estimulación anal muy profunda; de una motivación sui géneris como la que yo procuraba autoprodigarme casi siempre.

Esa era mi manera de actuar.

Esa era mi manera de gozarme en solitario.

Ese era mi ritual.

¿Cuánto tiempo pasé disfrutando de aquellas locuras encerrada en la oficina? Yo no medía el tiempo cuando me masturbaba en single.

Solo puedo decir que cuando acabé, el reloj marcaba las dos de la madrugada.

Y todas las noches, de lunes a viernes, me encanta repetir aquel jueguito extraño, donde doy culto a los objetos, culto a mi cuerpo y culto a mi desbordante pasión masturbatoria.

¿Quién quiere saber más?

 

 

Si Te gusta este relato me puedes escribir tus emociones y comentarios a mis correos: elkaschwartzman@yahoo.es ó elkaschwartzman@hotmail.com

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