miprimita.com

El Premio

en Gays

El premio

Por Incestuosa

elkaschwartzman@hotmail.com

elkaschwartzman@yahoo.es

 

Introducción

Por mucho tiempo quise escribir de aquellas cosas que viví en la niñez, aunque tengo que reconocer lo embarazoso de la tarea y lo difícil que resultaría encerrarlas todas en un solo libro.

Por ello, aunque sólo sea de modo resumido, he intentado poner aquí lo más sobresaliente, para que lo conozcan las personas que se atrevan a leer este relato.

Doy las gracias a Elka, que generosamente me ayudó a redactarlas, aunque no haya sido cosa fácil.

También le agradezco a Todorelatos, que de seguro las publicará.

Pero sobre todo, doy las gracias a toda persona que se atreva a leerlas.

A.U.H.

 

 

1

Mientras mi madre servía la cena, yo me ocupaba en leer apuradamente los libros de texto que estaban sobre la mesa. Mamá me increpó preocupada.

-No seas tan exagerado, Mauro; mejor deja eso para mañana.

-No mamá –dije yo- Este año tengo que alcanzar mi mejor promedio.

-Pero hijo, si tú no vas mal en la escuela.

-Si, pero no quiero perderme el premio que papá me prometió.

-Humm, ya veo. ¿Quieres decir que te apresuras solamente por eso? –comentó mamá en tono de broma-

-Jajaja, no mamá. Pero este año es cuando más me conviene asegurar. Nunca me han premiado y no quiero perdérmelo. –dije, riendo alegremente-

Todos en la mesa se carcajearon. El potaje fue servido y nos dispusimos a comer con alegría.

Estábamos sentados a la mesa como todas las noches, encabezados por mamá, quien era la que se encargaba de llevar la casa. Mi padre, que trabajaba fuera, sólo venía a vernos cada vez que el tiempo libre se lo permitía. Cuando lo hacía, se quedaba dos o tres días y se volvía tan deprisa como había llegado. Siempre andaba corriendo. Así era su trabajo.

Por una tradición de años, la familia de papá se había dedicado al negocio del transporte de carga, y todos los hijos varones del abuelo, que eran cinco, habían sido prácticamente heredados manteniendo a su cargo su propio camión. El reto para ellos consistía en hacerlos rendir dinero. Para mi abuelo, aquel era un modo bastante práctico de asegurar la subsistencia de sus hijos.

Dependiendo de las temporadas o de los contratos, en ocasiones hacían traslados en flotilla yéndose algunos en grupo hasta los mercados de destino. Cuando así ocurría, mi padre y algunos de mis tíos efectuaban juntos el largo recorrido hasta completar el viaje. Otras veces, en épocas de poco flujo, tenían que hacerlo solos; y así, cada cual por su lado, asumía sus propias responsabilidades.

Aquel año, por primera vez en mi vida, papá me había prometido un premio. La condición había sido que obtuviera un puntaje promedio de 9.5 como mínimo en las calificaciones escolares. Cuando me lo dijo salté de gusto, ya que jamás me había regalado nada. Era de esos hombres tan entregados al trabajo que por lo regular se olvidaba de los detalles.

Como cualquier otro niño y con apenas once años cumplidos, mi sueño más grande era irme algún día de viaje con él. Y ahora que existía la promesa, quería alcanzar la meta. Fue por eso que aquella noche, sentado a la mesa, refrendaba mentalmente mi gran sueño.

Empezamos a comer entre risas y alboroto. De cuatro hijos, yo era el único varón y tenía tres hermanas: Yesenia, la mayor, que acababa de cumplir los trece, Marcela de nueve y la pequeña Antonieta, de apenas seis años. Eso significaba que mi madre, prácticamente sola, tenía que vérselas con la crianza de los cuatro sin ninguna clase de ayuda. Y eso era algo difícil para ella.

El tiempo pasó rápido, y el ciclo escolar concluyó poco después. Gracias a mi empeño conseguí calificar con el promedio esperado. Yo estaba feliz cuando me dieron el diploma, y mamá y Yesenia me abrazaron cálidamente en la ceremonia de premiación.

Ahora sólo tenía que esperar a la llegada de papá para que éste cumpliera su promesa. Comenzaron las largas vacaciones de tres meses, y las cuatro semanas que tardó mi padre en aparecer por el rancho se me hicieron eternas. Pero también estuvieron preñadas de acontecimientos.

Como no íbamos ya a la escuela y no había otra cosa que hacer fuera de las escasas tareas que nos encomendaba mamá, nos pasábamos el día jugando juntos por los alrededores de la casa. Vivíamos en una pequeña pacerla de tres hectáreas que se hallaba situada en las afueras del pueblo, apartada de las demás viviendas, y esa era una gran ventaja para nosotros, pues podíamos jugar, explorar y correr sin que nada se interpusiera.

Recordaba que los últimos dos años, mis dos hermanas más grandes y yo esperábamos ansiosamente a que llegara ese periodo de receso. Y no era para menos. Tanto a Yesenia como a Marcela, que ya tenían la edad para ser independientes, les encantaba jugar conmigo a las escondidas y a algunos otros retozos que yo no desdeñaba en lo absoluto.

A pesar de tener poco contacto con otros niños, los tres nos la habíamos ingeniado para ir creando nuestras propias fantasías. Y puedo asegurar que no nos faltaban ni las mañas ni la perspicacia para ello.

Una mañana en que me encontraba en un rincón del patio fabricando una pistolita de madera, se me acercó la pícara de Yesenia para decirme:

-¿Sabes lo que Maravilla hace del otro lado del vallado?

-No. ¿Qué hace?

-Pues que juega mucho con esa perra blanca.

-¿Cuál? ¿La de la granja de junto?

-Si, esa misma; la que siempre lo busca.

-¿Y que tiene de malo que jueguen? –dije, sin despegar mis ojos del pedazo de madera que trabajaba cuidadosamente con la navaja-

-¿Qué tiene de malo? –repitió mi hermana mayor en un tono que me hizo levantar los ojos para verla con más atención-

-Si, eso dije –respondí, sin dejar de mirarla-

-Pues tendrás que verlo tú mismo. Ya sabes que a mamá no le agrada que Maravilla se junte con esa peluda y sucia perra.

Yo sonreí ante los injuriosos adjetivos de mi hermana mayor. En seguida le dije:

-Ay Yesi, ahora no puedo ir. Me urge acabar esto.

-Anda vamos, Mauro, yo se lo que te digo. –me pidió en tono suave-

Yo me la quedé mirando sin decir nada. Ella insistió:

-Anda ahora; aprovechemos que mamá se ha ido con las niñas al pueblo.

-Pero es que mi pistola… -protesté, sin mucho ánimo-

-Acabarás esa cosa cuando vuelvas. –me comentó, con la impaciencia que la caracterizaba-

Yo me lo quedé pensando unos instantes.

-¿Están muy lejos de aquí? –le pregunté-

-No mucho. Pero tenemos que irnos ya.

Me incorporé con fastidio, echándome a la bolsa el pedazo de palo junto con la navaja. Fue entonces cuando descubrí que Yesenia me sonreía pícaramente, como si ella supiera algo que yo no sabía.

Poco después iba siguiendo a mi hermana por el sendero de tierra sin pronunciar palabra. Atravesamos los elevados cañaverales y los frondosos árboles de mango manila que se levantaban en medio del cerrado y verde follaje.

Pronto alcanzamos el cercado. Yesenia dobló a la izquierda y me condujo con premura por el borde del cerco, entre las densas matas de cardos y los espinosos abrojos. Yo le espeté intranquilo:

-¿Por qué vamos por aquí? Nos vamos a herir las piernas.

-Tú sólo sígueme que no te arrepentirás. –me volvió a decir ella, sin abandonar su incisiva sonrisa-

Como pude fui sorteando los obstáculos siguiéndola de cerca durante un largo trecho. Casi me desanimaba a seguir, cuando Yesenia se acercó, se puso un dedo sobre sus acaramelados labios y me dijo en un susurro:

-Shhhh…que casi llegamos…anda a la alambrada, que nos vamos a atravesar por aquí.

Mi osada hermanita se inclinó, agarró una de las líneas de alambre y levantó una pierna disponiéndose a pasar del otro lado. Aunque mamá nos había prohibido invadir las propiedades de otras gentes, me daba cuenta de lo difícil que sería que alguien pudiera descubrirnos en aquel paraje tan apartado.

Cuando Yesenia se meneó para sortear con su cuerpo los tensos cables de púas, yo pude admirar entre sus piernas abiertas las bragas blancas que se ajustaban a sus ingles por los bordes del elástico. Éstos estaban un poco corridos hacia las orillas, y las exudaciones que le provocara la caminata eran como pálidos reflejos de humedad que escurrían por la piel de sus blancos muslos.

Aquel era un hermoso espectáculo que no me cansaba de ver. Siempre que jugábamos en oculto, Yesenia se esmeraba en mostrarme deliberadamente sus tesoros para que yo los viera de cerca. Y no sólo ella sino también Marcelita, quien a pesar de sus escasos nueve años e imitando sin duda a mi hermanita mayor, se daba gusto en revelarme su linda entrepierna cuando nadie nos veía.

De pie junto al vallado volví a ser testigo de la más vaporosa visión cuando ella alzó la otra pierna para poder franquear la barrera. Cuando Yesi traspuso el cercado yo traté de ser más práctico y me encaramé sobre el hilo superior, saltando con rapidez hacia donde ella estaba. Yesenia se me quedó mirando con gesto desaprobatorio.

-Te dije que debemos guardar silencio, Mauro.

-¿Silencio? Pero si no hay nadie por aquí. –repliqué sonriente-

-Lo sé. Pero no quiero que los perros nos escuchen.

Yo parpadeé.

- ¿En dónde están ellos? –pregunté intrigado-

-Sólo camina detrás de mí y muy pronto lo sabrás. –dijo, con la misma mueca de antes-

 

 

2

Hallándonos pisando tierra ajena avanzamos entre los matorrales hasta llegar a un claro junto al camino real, casi del otro lado de nuestra hacienda. Me preguntaba cómo le habría hecho mi precoz hermanita para dar con la ubicación precisa de los animales. Pero la despabilada Yesenia, siendo tan sagaz como era, regularmente se las arreglaba para descubrir secretos y cosas que yo ni siquiera pensaba que existieran.

Por fin distinguimos a lo lejos los cuerpos de dos perros perfilándose detrás de unas zarzas. Yesenia comenzó a caminar agachada, a paso lento, y a mi no me quedó más remedio que imitarla. Nos detuvimos más adelante, junto a unas matas que ocultaban muy bien nuestra presencia. El espectáculo que contemplamos entonces fue por demás singular.

Maravilla, nuestro robusto macho ovejero, estaba montando a la inquieta hembrita de la granja aledaña con una entrega tal que me llenó de asombro. Los movimientos del perro eran lentos y continuos, pero turbadoramente eficaces.

Trepado sobre las ancas de la primorosa perrita color hueso, que era bastante híspida y de hermoso y fino aspecto, la embestía con denuedo mientras la otra acogía sus soberbios embates con inocultable complacencia.

Yesenia se me quedó mirando de reojo, como si estudiara mis reacciones. Con la boca seca y la mirada extraviada, me interrogó en voz baja:

-¿Habías visto algo así?

-No… sólo cosas de pasadita –dije, sin poder disimular mi emoción-

-Pues yo sí hermanito. Los he visto varias veces –me confesó con voz triunfante-

-Pero Yesi…¿Cómo fue que te diste cuenta? –pregunté intrigado-

-Ah, eso…Bueno, hace dos semanas vine con mamá a visitar a la señora Peret. ¿Lo recuerdas? –soltó ella, con un mohín de superioridad-

-Creo que sí. –le contesté, sin poder ocultar mi asombro- ¿Y qué pasó?

-Cuando veníamos por el camino le dije a mamá que me retrasaría para cortar algunas margaritas. Fue entonces que los descubrí tras unos arbustos haciendo lo mismo. Desde esa vez he venido acá tres veces. –dijo, mirando con lascivia a la pareja de canes que continuaba follando-

-¿Tres veces? Pero…

-Oh, Mauro, si supieras lo fácil que ha sido, no me lo creerías –me interrumpió-

-Pero…¿Cómo sabes tú cuando ellos…ellos… se aparearán?

-Eso no es complicado, hermanito. En realidad sólo tengo que observar a Maravilla cuando se muestra intranquilo. Después, sólo tengo que seguirlo cuando se viene para acá. ¿Porque sabes? Es como si ellos se citaran o algo así….

-Oh si, ya veo…eres genial. –reconocí-

-Por eso esa perra sucia no me agrada para nada… -dijo, poniéndose furiosa de repente-

-Oye, no digas eso –la atajé- ¿Sabes una cosa? Ellos hacen esto porque lo necesitan, y tú debes entenderlo.

-Si, eso lo entiendo muy bien. Pero…es que no me simpatiza esa chaparra lanuda cara de mosca muerta. Se ha adueñado de Maravilla y él ya no me quiere. –dijo ella con evidente molestia-

-Vamos, Yesi, son sólo animales. Tienes que entender eso.

Yesenia no contestó. Sólo se limitó a volver a mirar a la pareja que seguía cogiendo, con la cara arrebolada y los ojos muy abiertos.

Al admirar de cerca a la hembrita mientras era batida por el regio pene del macho, me preguntaba la razón por la cual Yesenia la aborrecía tanto.

Por otro lado debo admitir que jamás había visto tan claramente una panorámica así, aunque ya conocía muchas cosas relativas al sexo.

Los jueguitos secretos con mis dos calientes hermanitas y otras muchas referencias alentadas por la vista de las soberbias fotografías prohibidas que conseguía con mis compañeros de escuela, habían acabado por abrirme la mente. Aunque ante mis padres tenía que fingir que lo ignoraba todo. «¿Por qué diablos se hará eso? »

Yo ya había sido testigo en varias ocasiones de las tentativas de algún perro callejero por montar a una hembra, y en otras hasta los había visto cuando se quedaban pegados. Pero en cuestiones de perros, las cosas no habían pasado de allí.

Pero la visión de la intentona de ciertos canes deseando acoplarse, siempre me había causado una oscura conmoción. No estaba seguro si debía atribuirlo a lo sui géneris del espectáculo, o a que ya traemos con nosotros esa chispa de picardía que se despierta y se enciende como un fósforo cada vez que vemos esas cosas.

Y lo mismo puedo decir acerca de los escondidos juegos con mis dos hermanas. Verle los calzones a Yesenia cuando se abría de piernas frente a mí, o admirar el pasajito oculto de Marcela que se abría entre sus muslos infantiles, me despertaba siempre las mismas ansias que ahora sentía viendo a los perros coger. Y cuando entre juego y juego llegábamos a más y nuestros cuerpos se rozaban o nos tocábamos las partes íntimas, las delicias que experimentaba no tenían adjetivos.

Pero yo estaba seguro que ese deseo tan vivo no solamente se despertaba en mí. También Yesi y Marcelita se complacían tanto como yo. Lo sabía porque veía cómo sus caritas se encendían y sus rostros se ponían sudorosos. Me daba cuenta que entonces sus ojos quemaban , sus labios se resecaban y sus respiraciones se hacían tan intensas como la pasión que bullía en sus pechos.

Entonces, poseídas por el arrebato infantil más lascivo, eran ellas quienes tomaban la iniciativa pillando mi mano y acercándola hasta sus ocultas zonas privadas. Y eso a mi me gustaba mucho. Claro que Yesenia, por ser más grandecita, le llevaba ventaja a Marce, aunque no por eso ésta se quedaba tan atrás. Marce era tan atrevidamente pícara como nuestra hermana mayor, y estaba seguro que llegaría a ser tan arrojada como ella.

Saliendo de mi abstracción volví a centrarme en el espectáculo que teníamos enfrente. Vi que Maravilla había logrado ensartar por completo a la grácil y blanca hembra, que habiendo adoptado la actitud más pasiva del mundo, se dejaba hacer todo con pasmosa tranquilidad.

Podía ver que los ojos de la perrita vecina se hallaban en claro, como si estuviere extasiada bajo el influjo de los dulces placeres que las incesantes arremetidas del macho le prodigaban. Sus jadeantes cuerpos se mantenían acoplados en la misma posición copulatoria, sin que nada perturbase las ansias de su ardorosa entrega.

Yo, mientras tanto, ya maniobraba suavemente sobre la superficie frontal de mi short de mezclilla, justo encima del pequeño bultito que se me había levantado. Volví mis ojos hacia Yesenia, quien puesta en cuclillas descansaba sobre sus dos piernas dobladas, sin apartar un solo instante su mirada de la acción.

Descubrí que un insólito brillo de especial fulgor iluminaba su vehemente mirada. La parte baja de su esbelto cuerpo juvenil se mecía nerviosamente hacia delante y hacia atrás, como si gozare en silencio con algún roce íntimo, pero sin dejar de admirar con extravagante beneplácito el febril encuentro perruno.

Yesenia se humedecía constantemente los labios remojando de saliva los sedosos bordes con la punta de su lengua, mientras una sonrisa libidinosa delineaba la hermosura de su boca, trazando esa rara mueca de lujuria que le veía forjar siempre que se excitaba.

Para regocijo nuestro, la pareja de chuchos no había dejado de lado sus feroces lances, y el macho se esforzaba en proseguir el vigoroso bombeo dentro de la popa de su amante, en un alarde de enjundia y placer inusitados.

En un momento dado Maravilla se arqueó, extendiendo hacia delante su fibroso cuerpo. Sus patas traseras se adelantaron para rejuntarse contra la respingada grupa de la albina hembra. Vimos que la masa corporal de uno se adhirió tanto a la de la otra, que a la postre llegaron a parecer uno sólo, mientras los angustiosos gemidos de brama comenzaron a salir de sus abiertos hocicos, de cuyo interior colgaban sus inermes y flácidas lenguas.

Una serie de aullidos prolongados se dejaron escuchar haciendo que nuestras extraviadas miradas se posasen sorprendidas sobre la cara inmóvil de la hembra. Ésta, brutalmente sometida por el macho, debió haber sentido algo de repente, pues sus gruñidos eran tan sordos que alarmaban, y su cuerpo, antes paralizado, pretendía zafarse del estrujón sin conseguirlo.

Lo vano de sus esfuerzos, sin embargo, producía una leve agitación debajo del tembloroso cuerpo del macho. Por lo que podíamos ver, sus bríos por desabrocharse del amarre sólo contribuían a que éste la penetrase mucho más profundo, hundiéndose más y más dentro de ella. Fue entonces cuando Maravilla, profundamente alucinado por un lujurioso instinto animal, dio un postrero envión sobre la perra atorándose del todo en su cavidad posterior.

Yesenia me volteó a ver. Era notorio que no podía evitar en su mirada la lubricidad que yo conocía tan bien, y que solía aparecer en los momentos de suprema calentura, cuando jugábamos a las escondidas. Puesto que las escenas que nos regalaban los canes eran dignas de ser grabadas en mentes como las nuestras, nos volvimos hacia los cuerpos trabados para no perdernos un solo detalle del final.

A esas alturas, Maravilla ya había pasado una pata por encima de la grupa de la blanca y lanuda hembra, habiendo quedado volteado y pegado de culo contra el propio culo de ésta. Casi en seguida, comenzaron los jaloneos. Una serie de gemidos se oían cuando los dos perros halaban, haciendo esfuerzos por separarse.

Aquello era algo que ya había visto antes, aunque no con tanto detalle como ahora admiraba. Pero mi linda hermanita, por lo que me había dicho antes, no se detenía en sus ansias para obtener placer, habiéndose deleitado ya varias veces de motu propio con el soberbio espectáculo animal.

3

La móvil sombra del cuerpo de Yesenia hizo que yo volviera mi rostro hacia ella, descubriendo que se acababa de colocar frente a mí. No necesité que me dijera nada, pues como en muchas otras ocasiones, su fogosa y vehemente mirada me lo dijo todo.

Me hizo la conocida señal que utilizaba en nuestros juegos íntimos, y en seguida me senté sobre la hierba mientras ella se acomodaba también. Abriendo sus piernas como si no se diera cuenta que la observaba, me mostró dadivosamente las espléndidas caras interiores de sus blancos muslos, que motivados sin duda por el candente espectáculo que veíamos, habían sudado más de lo normal.

Tan magnífica visión bastó para que mi pequeño pene se derramara en una vertiginosa eyaculación primeriza. Aquello me solía ocurrir con inesperada frecuencia. Yo había visto que mi semen, más que ser como el espeso líquido blancuzco de un adulto, era todo lo contrario. Se trataba de una especie de agüita tibia e incolora, diáfana y transparente, carente de chiclosidad como de cuerpo, y totalmente desprovista de la corporeidad y dureza que caracteriza a la secreción masculina.

Mas yo sabía que Yesenia no estaba interesada por el momento ni en mi pitito ni en mi leche. Tomó mi brazo y lo jaló consigo, llevándolo hacia el centro de su aterciopelado juguete. Yo tanteé el espacio y encontré su trémula cueva saturada de efluvios y elíxires corporales. Froté la superficie del calzón con la puntita de mis dedos, sintiendo inmediatamente la tremenda humedad que la embargaba.

Mi hermana arqueó ágilmente las piernas abriéndolas lo más que pudo, mientras se dejaba caer de espaldas sobre el suelo. Su vestido corto se deslizó hacia arriba revelándome los juveniles primores de sus extremidades expuestas. Tanteando la braga, al fin di con uno de sus bordes. Inmediatamente cogí la tela por el flanco y la levanté lentamente. El trapo se corrió hacia un lado y yo lo arrugué entre mis dedos para hacerme de un espacio.

Los afanes quejumbrosos de los perros anudados seguían llegando hasta nosotros, pero esta vez ya no nos importaban tanto las aventuras del ovejero Maravilla, con su tremenda e hinchada bola de carne colgante, ni la hirsuta y agraciada perrita de la granja vecina, con el hoyo de su vulva abierto hasta el delirio.

Ahora éramos sólo nosotros, entregados a la insana pasión de sentir nuestras caricias, de saciar nuestros sentidos, de satisfacer nuestras urgencias. El mundo quedaba ahora a nuestras espaldas, deliberadamente olvidado. Había fuego quemante y destructor en el interior de nuestros cuerpos. Era como si nadie más existiera a nuestro alrededor.

Parte de la pantaleta de Yesenia había quedado arremangada entre mis dedos, mientras que mis yemas seguían toqueteando como las plumas de un colibrí la naciente rendija de su vulva en flor. Era maravilloso poder tentar esa parte tan íntima, tan tierna y tan sutil de mi fogosa hermanita de trece años.

Era Yesenia una linda chiquilla en la plenitud de su pubertad, apenas dos años más grande que yo, pero que parecía como si fueran muchos más. Era blanca, sin llegar a ser rubia, y su cabello era castaño claro. Tenía un cuerpecito espigado, de estatura mediana, que denotaba un desarrollo más allá que el de cualquier chica de su edad.

Sus pechos eran dos esferitas pequeñas pero gráciles, con pezones excitables y levantinos que miraban siempre hacia el frente, como si fuesen las puntas de dos flechas hendiendo el firmamento. No había muchas curvas en su cuerpo, pero Yesi no las necesitaba. Mi hermanita era dueña de unas caderas espléndidas, augustamente curvadas hacia atrás, que de tan solo verlas prometían los más fantásticos y anhelosos sueños.

Sus piernas eran como dos delgadas torres de marfil, espléndidamente torneadas y dotadas de clase. Pero sus mejores tesoros no estaban allí sino que residían en el centro de su pubis. Era allí justamente donde se habían condensado las más finas delicias a que una hermosa jovenzuela de su edad pudiera aspirar.

Podría decirse que Yesi no era vellosa sino más bien lampiña. A los trece, cualquier chica de este mundo ha desarrollado ya, por lo menos, los atributos básicos que mostrará en la adultez. Y una de tales particularidades es justamente el crecimiento del vello, y sin duda, el tamaño de su vagina. Pero Yesi, extrañamente para su edad, no mostraba ni un solo rastro de estas dos cosas.

Podría decir que también yo, con once años encima y dos menos que ella, siendo varón, ya vislumbraba los primeros albores vellosos sobre el monte de mi pubis, y Marcelita, que apenas cumpliría los diez años, ya dejaba ver también la suave pelusa felposa que antecede al nacimiento del vello en esas regiones.

Pero a Yesenia no se le notaba absolutamente nada. Y esa era una de sus particularidades. Aparte de su lampiñez extrema, había algo más que me intrigaba: Su vulva era tan diminuta que parecía que no le había crecido nunca. Su semillita partida venía a ser casi como la cuquita de una niñita menor. Parecía que el desarrollo no había transitado por esa oculta zona, y Yesenia lo sabía.

Era por eso que yo me regocijaba tanto de pasión cuando frotaba su fresita central, tan minúscula y comprimida, sin que ningún pelo me impidiera avanzar sobre la delicada epidermis de su empeine. Mis dedos, temblando como gelatina, se arremolinaban en su breve canalillo disputándose un punto donde palpar. Era un verdadero privilegiado poder tocar el tesorito invaluable de mi linda hermanita.

Palpé de nuevo y restregué las yemas sobre el montecillo lampiño. Una y otra vez subí, bajé, di vueltas, circulé en sentido contrario y me estacioné en el caminillo que conducía a su rajita central. Era genial.

Yesenia no pudo soportar más la excitación y su cuerpo se empezó a tensar como solía hacer siempre que se avecinaba el orgasmo. Entonces escuché sus estertores. Eran gemidos y exclamaciones suaves pero firmes las que salían de su linda boca.

Su rostro había adquirido una expresión de fiereza que la hacía verse más bella, y sus ojos estaban cerrados y apretados. Estrujaba sus endurecidas tetas con cada una de sus manos en un incomparable acto de autocomplacencia que le ayudó a desahogarse hasta el final.

Yo, por mi parte, sentí de nuevo salir la leche de mi pito. Otra vez me estaba viniendo en seco, pero no había problema, pues eso era algo a lo que estaba acostumbrado cada vez que jugábamos de esa forma. Cuando Yesenia recuperó el control de sí misma se levantó, se arregló un poco, y me dijo con cierta inquietud:

-Ay Mauro, debe ser tardísimo. Seguro que mamá ya está en casa.

-Eso creo. Mejor ya vámonos.

Antes de abandonar el lugar atisbamos a la pareja de perros, constatando que aun seguían abrochados. La mirada de ambos canes reflejaba la angustia que experimentaban por no sentirse libres de la salvaje amarra de sus genitales.

De nueva cuenta advertí que en el rostro de mi linda hermana volvía a aparecer aquel extraño mohín de disgusto. De pronto, Yesenia me dijo colérica.

-¿Sabes, Mauro? La próxima vez que vea sola a esa perra melenuda la apedrearé.

Yo sonreí. En el fondo no podía entender la actitud de Yesi hacia la blanca hembrita.

Traspusimos la alambrada y marchamos de regreso, dejando atrás a los dos amantes abotonados.

Yo caminaba junto a Yesi sin dejar de admirar las gracias de su bella figura. Había algo atípico en ella que me atraía como un poderoso imán. Sus duras nalgas brincaban y se movían, levantándose hacia arriba y retrocediendo hacia abajo con cada paso que daba, y sus gloriosas tetitas parecían dos suaves esferas rebotando en una duela.

Por el camino quise indagar el motivo de su animadversión hacia la perra de los vecinos, que por cierto se llamaba Estrella. Fue por ello que le pregunté:

-¿Y cómo pudiste burlar a mamá esa ocasión que descubriste a los perros?

Mi hermana me miró de soslayo, antes de contestarme con aire de suficiencia:

-Bueno, tú sabes que yo puedo hacer muchas cosas sin que se den cuenta. Y no es la primera vez que engaño a mamá. –sonrió-

Mi hermanita tenía razón. Por casi dos años nos habíamos dedicado a jugar y a guardar nuestros secretos sin que mi madre llegara a saber absolutamente nada. Tenía que reconocer la agudeza del genio de Yesenia para esas cosas, pero también para muchas otras.

Era evidente que ella reinaba sobre nosotros con su despabilado talento, y tanto Marcela como yo éramos como dos satélites girando alrededor del eje de sus calientes fantasías. Pero ante una maestra como Yesi, no podía esperarse otra cosa que aplicados alumnos.

Y aquel inolvidable período de vacaciones, tan esperado ese año por los tres, se convertiría en un maravilloso escenario que serviría de tramoya para dar curso a nuestras fogosas y subrepticias prácticas.

Habiendo retornado tarde a casa, mamá nos demandó una explicación que justificara nuestra ausencia. Fue Yesenia quien se encargó rápidamente de salvar el escollo concibiendo con habilidad una mentira. Ella explicó:

-Mauro y yo tuvimos que ir a buscar a Maravilla porque no aparecía por ningún lado. ¿Y donde crees que estaba, mami?

-¿Y cómo voy a saberlo?. –contestó mi madre, un poco seria-

-Pues en las tierras de los Peret, y ya se iba con la mechuda perra esa. Ay mami, tú misma nos has dicho que no te gusta que se junte con ella.

-Si, es cierto. ¿Y qué paso?

-Pasó que nos tardamos más porque él se negaba a regresar. Por eso llegamos tarde.

-Hummm. Pues qué bueno que se lo trajeron. No me agrada que se relacione con esa tal Estrella. –asintió mamá, dando por olvidado el asunto-

Yo sonreí en mi interior felicitando en silencio a mi hermanita. Su talento era tan notable que engatusaba hasta a mi propia madre con su perspicaz verborrea. Ahora confirmaba cómo mi hermana había logrado engañarla cuando había visto a los perros entre los matorrales de los Peret.

 

 

4

Al tiempo que yo esperaba a que retornara papá para poder recibir mi premio del viaje prometido, los días transcurrían lentamente por casa.

Pero los juegos con mis hermanas nunca dejaba de hacerlos, y casi a diario vivíamos algún tipo de experiencia diferente, sobre todo cuando mamá se ausentaba para ir de compras al pueblo.

Era normal que se llevara con ellas a Marcela y Antonieta, las dos menores, por temor a que no las cuidásemos bien. Pero en esta ocasión, al haberse sentido enferma la más pequeña, se vio obligada a dejar bajo nuestro cuidado a Marcela mientras llevaba a la más pequeña con el doctor.

Después de que se mamá fue nos pusimos a jugar en el patio. Cuando apenas comenzaba a deleitarme con las generosas visiones que Yesenia me mostraba con sus piernas abiertas, fui interrumpido por sus propias palabras, diciéndome de repente:

-Mauro, tengo algo que decirte.

Yo levanté la cabeza y me le quedé mirando con atención.

-¿Qué es? –pregunté-

-Que hoy no podré jugar con ustedes.

Sus palabras despertaron mi asombro, pues a pesar de nuestras secretas complicidades nunca antes la había escuchado decir algo semejante. Fue por eso que le pregunté extrañado:

-¿Pero por qué? Recuerda que mamá dijo que no saliéramos de aquí.

-Ay eso ya lo se. Por lo mismo necesito que hablemos. –me dijo en tono conciliador-

-¿Hablar? ¿De qué?

-De una cosa.

Me quedé silencioso ante su actitud, pero ella me dijo de inmediato:

-Mira Mauro, desde muy temprano noté al perro intranquilo, y antes de que mamá se fuera al doctor, lo vi bajar rumbo a la granja de los Peret.

-¿Y qué con eso? –dije intrigado-

-¿Cómo que qué? –respondió ella sobresaltada- ¿No te has dado cuenta que hoy es el día? Hoy le toca, Mauro, hoy mismo.

En seguida recordé lo que antes me había dicho acerca de sus observaciones sobre la conducta de nuestro macho ovejero con la hembra en celo. Yo no sabía si mi hermana fingía todo eso o si lo estaba sintiendo de verdad. Pero no me dio tiempo para pensarlo mucho, pues en seguida prosiguió:

-Y precisamente hoy se volverá a ver con ella. Y yo no quiero que lo haga. –me dijo, haciendo un extraño rictus en su hermoso rostro-

-¿Ya vamos a empezar otra vez con eso? –le espeté-

-No, no…tú déjame a mí, Mauro. Lo único que necesito es ir a buscarlo y traerlo y que no se lo digas a mamá. Es todo.

-¿Y que haremos con Marcela?

-Tú la cuidarás –me dijo en tono ordenativo-

-Pero…

-Nada, nada…tú tienes que hacerme ese favor. Ya sabes que yo también he hecho algunas cosas que tú que me has pedido. ¿Me has comprendido? –me dijo con un guiño de ojos-

-Bueno…si…pero y tú…

-¿Yo qué?

-¿Qué es lo que vas a hacer con esos animales?

-No puedo decírtelo ahora, pero te lo contaré después. ¿De acuerdo?

Me quedé silencioso por unos instantes, mientras Yesenia batía las manos dándole vueltas frente a mí, sin dejar de mirarme fijamente.

-Lo haré sólo con una condición –le solté de repente-

-Pues dímela.

-Que no cometas una locura con Estrella.

Mi hermanita sonrió divertida.

-Ay Mauro ¿Me crees capaz? Todo lo que he dicho hasta ahora han sido sólo ocurrencias mías.

-Está bien, te creo. –dije- Y ahora vete, pero no demores. No sabré qué mentira decirle a mamá si regresa antes que tú. Sabes que no soy tan bueno para eso.

-De eso quería hablarte también. –dijo con los ojos brillosos-

-Pues habla, chica.

-Si llega a venir antes que yo, le dirás que fui en pos de Maravilla, porque vimos cuando esa ladina lo vino a buscar y no pude detenerlo. ¿Lo harás?

-Lo haré. –le aseguré-

-Bien –dijo ella con el rostro colorado- Entonces me voy. Y cuida bien a Marce.

-Si, pero no te tardes. –dije, mientras la veía salir trotando por el sendero terroso.

La perdí de vista cuando, antes de doblar el recodo, me hizo una seña con la mano. Era tan linda Yesenia. Y tan lista.

No deseando pensar en lo que haría mi hermana mayor con los dos perros embramados, decidí ponerme a jugar con Marcelita, quien al saber que Yesenia no estaría, adoptó una actitud tan receptiva que me animó más de la cuenta.

A fin de aprovechar el tiempo, la conduje hasta los árboles que se ubicaban en lo más profundo del patio, en previsión de cualquier intrusión, aunque sabía que nos hallábamos completamente solos.

Debo decir que Marcelita y yo habíamos jugado antes en trío con Yesenia, pero no habíamos tenido nunca un encuentro a solos por las circunstancias. He dicho que mamá se la llevaba junto con Antonieta cuando salía de casa. Pero esta vez tendríamos por lo menos dos horas para hacer lo que deseáramos sin que nos interrumpieran.

Marcelita, que de santita no tenía nada, había sido la primera en ponerse contenta por habernos quedado solitos.

-Marce –le dije- Ahora que no está Yesi, no quiero que te pongas nerviosa cuando juguemos. –le dije-

-No, Mauro. –me contestó sonriente-

-Bueno. Ahora dime. ¿A qué te gustaría jugar hoy que estamos solitos?

-Pues me gustaría que me besaras. –dijo- Y también besarte yo. Así como la otra vez con Yesi.

Me quedé admirado por el despliegue de inteligencia tan precoz de mi pequeña hermanita. En efecto, en uno de nuestros juegos con Yesenia, yo había besado a Marce en la boca, y después ella me lo había hecho a mí. Pero luego de eso y a insistencia de Yesi, hizo que la pequeña Marcela me pusiera los labios en mi pija, para que la lamiera por largo rato mientras elle se masturbaba viéndonos.

Aquel jueguito me había gustado tanto que siempre había deseado repetirlo, pero por una u otra razón nunca se había podido hacer de nuevo. Y ahora, esta mañana, las cosas se me presentaban tan a modo como si las hubiésemos planeado de antemano.

Me senté sobre la base de un árbol de mango, cogí a Marce por los hombros y la atraje hacia mi, sentándola sobre mis piernas. El vestidito corto de la niña se levantó dejando parcialmente libres sus lindas piernitas. Acerqué mis labios a su boca y le planté un beso tierno, mientras la rodeaba por el talle.

Marcelita respondió ganosa, como deseando mostrarme cuánto había extrañado esa caricia. Yo saqué mi lengua e intenté insertársela dentro, buscando la suya. La niña entendió mi mensaje y abrió más sus labios en un intento por dejarme pasar hasta el fondo. Pronto, mi protuberancia se hundió en la grácil boca de mi hermana, y comenzamos a enlazarnos mientras nuestras respiraciones se intensificaban.

No se decir si yo era demasiado ingenuo en ese tiempo o no, pero lo cierto es que demoramos haciéndole lo mismo sin pasar a ninguna otra etapa mejor, aunque la tenía a mi entera disposición. Por más de una hora estuvimos besándonos así, con esa intensidad de hermanos, hasta que nuestros labios se nos pusieron muy rojos e hinchados.

Yo le dije a Marce:

-¿Sabes Marce? Creo que ya no nos besaremos más porque ya me arde la boca.

-Ay a mi también. –me respondió tocándose los labios inferiores, pero sonriendo pícaramente-

-¿Te arden mucho?

-Si, un poco. ¿Por qué?

-Porque no quiero que mamá se de cuenta y te pregunte algo. –dije-

-Sabes que no le diré nada a ella. –afirmó-

-No es por eso, Marce. Pero si te los ve muy rojos, te preguntará que te pasó.

-Le diré que comí muchas cosas con chile. –dijo echándose una carcajada muy mona-

-Oye no, que esto no es cosa de risa –le atajé, sonriendo- Así que deja que te revise bien la boca.

Efectivamente, la larga sesión de besos nos había afectado un poco los labios. Me acerqué a ella y comencé a ver de cerca sus dos carnosos bordecillos, que ahora parecían dos cerezas maduras que acababan de ser abiertas.

En esas estaba cuando sentí su mano trasteándome allá abajo. Yo nada dije, porque sabía que ella solía tocarme esa parte cuando jugábamos. Su manita me apretó justo el pequeño bulbo que formaba mi polla, haciéndome sentir electrizantes descargas de deseo. Cerré los ojos y me transporté en el sutil encanto de la manipulación, sin querer ver lo que ella haría.

Sentí cuando su mano se aplicó en la abertura de mi pantalón y jaló lentamente el zipper. Después de bajarlo abrió la portezuela de tela y metió sus dedos. Palpó el lienzo de mi calzón y poco a poco lo hizo a un lado, hasta tocar mi pequeña pijita endurecida. La atrapó trémula y la sacó fuera.

Sin decir palabra se inclinó hacia mí dejándose caer prácticamente sobre el botoncillo de carne blanca que ahora estaba duro como el huesito de un dedo. Marcelita, con patente golosidad, pasó su roja lengua por el capullo sin pelar. Debía hallarse seboso, ya que el glande aún no se me degollaba por completo, acumulando esa clase de secreción, muy natural en esa zona.

Sin que nadie le instruyera, la niña demostraba tener clase para hacer eso, pues como si de la lengua de un gato que bebe leche se tratase, me la pasaba y retallaba así, lenta y suavemente sobre la cabeza del pene, deslizándola después por el tallo, para luego bajar hasta el nacimiento de mis huevos.

Al darme cuenta de que la ropa no la dejaba operar con libertad, decidí hacer a un lado su cabeza y me bajé con rapidez el pantalón hasta las rodillas con todo y calzón. Marcelita, al ver liberado el objeto de su pasión, se volvió a dejar caer sobre mi pito lengüeteando, chupando y mordiendo la carnita como si fuese una mujer experta.

Ante tantos arrumacos proviniendo de una boca tan tierna como la suya, mi polla no pudo soportar más la excitación y me derramé abundantemente con aquellos líquidos que ya he descrito antes, y que no eran ni con mucho el semen que años después lograría expulsar de mis calientes huevos.

Marcelita, al darse cuenta que me estaba viniendo, se hizo a un lado para observar con curiosidad las transparentes infusiones que yo expulsaba de dentro. Sin soltarme el pajarito, se colocó muy cerca de la punta para no perderse de nada, al tiempo que yo me recostaba de espaldas sobre el tronco del árbol.

Irrigué toda la leche, o como fuera que se llamara, mojándome las piernas y hasta los pantalones. Observé que las manos de Marcelita también se habían mojado a barba regada con aquel brebaje no tan pegajoso, que a mis once años apenas comenzaba yo a verter.

De pronto me sentí tan cansado y con tantas ganas de tenderme sobre el piso, que le dije a mi hermana que nos recostáramos bajo el frondoso árbol. Ella, obedeciendo mi sugerencia, se acostó junto a mi y a poco nos quedamos dormidos.

 

 

5

Cuando escuché el lejano rumor del motor que se acercaba por la carretera, me desperté bruscamente. Vi que Marcelita dormía plácidamente junto a mí, con una hermosa sonrisa dibujándose en sus enrojecidos labios.

Miré sus manos y las hallé sucias y pegajosas con semen reseco, que ahora aparecía como si fueran manchas de pegamento sobre su dermis. Rápidamente agité su cuerpo para que se despertara, diciéndole junto al oído:

-Marce, Marce…despiértate que ya viene mamá.

-Uhh?

-Anda vamos ya, niña, que tengo que lavarte las manos. Pero apresúrate.

Medio adormilada aun, Marcela me siguió hasta el interior de la casa. Como dos huracanes nos metimos al cuarto de baño y comencé a asearle velozmente las partes manchadas. Descubrí que tenía un poco de leche seca a un lado de las comisuras de los labios y le lavé con agua y jabón. Por último la sequé bien con una toalla.

Le hice una guiñada indicándole que saliera hacia la sala, mientras yo también me enjuagaba un poco las piernas. Después, salí como loco del baño hacia mi dormitorio. Necesitaba cambiarme el pantalón. Como pude me hice de otro short y eché el que estaba sucio al depósito de lavado.

No había terminado de abrocharme la prenda cuando escuché la voz de mamá preguntarle a Marcela:

-¿Dónde están los chicos?

Antes de que mi hermanita respondiera, me hice presente en la sala y le pregunté:

-¿Cómo sigue Antonieta, mamá?

-Ya está mejor. Le dieron medicinas y una dieta especial. Al parecer es una infección estomacal. Pero pronto mejorará. –dijo ella-

-Qué bien. –respondí, acercándome y tomando a la más pequeña en mis brazos-

-¿Y Yesenia? –preguntó mi madre viendo hacia todos lados-

Tragué saliva tratando de recomponer mi actitud. Sabía que no era conveniente que mamá sospechara que le mentíamos, que se había ido sin su aprobación. Como pude, le dije:

-Yesenia vendrá en seguida.

-¿A dónde fue?

-Estuvo aquí toda la mañana. No tiene mucho que se fue tras Maravilla y Estrella. Esa hembra vino otra vez acá, y ya sabes lo que ese perro tonto hace cuando la ve.

-¿Se ha ido de nuevo siguiéndola? –insistió mamá-

-Si. Pero Yesenia lo traerá muy pronto. No lo dudes.

-Está bien. –dijo- Vamos, Mauro, ayúdame con esto.

Cogí las bolsas que me daba y las deposité sobre el sofá. Había sido una suerte que mi madre creyera por completo mi versión. Pero la inteligente Yesi, sabiendo perfectamente que mamá aborrecía tanto como ella misma a la perra de nuestros vecinos, había inventado el más efectivo argumento para hacer a un lado toda sospecha.

Miré a Marcelita que me sonreía feliz con una mirada llena de picardía, bajando de cuando en cuando sus lindos ojitos para posarlos sobre mi bultito, cuando mi madre no la veía. Yo tenía que batallar un poco para no reírme también, por lo que la llamé fuera y le ordené en voz baja que no hiciera eso hallándose mamá con nosotros.

Pasó el tiempo y Yesenia no se aparecía. Comenzaba ya a preocuparme, cuando mi madre me dijo alarmada:

-Mauro, anda ve por el camino hacia el terreno de los Peret, y busca bien a tu hermana. Espero que no le haya ocurrido nada malo. –dijo, con los ojos irritados-

Sin contestarle nada, me apresté a hacer lo que me ordenaba, y pronto tomé el mismo sendero que le había visto tomar a ella horas atrás. Caminé presuroso sintiendo un pesado recelo sobre mi pecho. No quería pensar alguna cosa mala, pero Yesenia tendría que oírme muy bien cuando la encontrara.

Sin pérdida de tiempo me dirigí rápidamente hacia el sitio donde ella y yo habíamos estado días antes. Cuando traspuse el vallado, mi corazón comenzó a latir con mayor fuerza. Casi corrí entre los setos buscando con mis ojos febriles cualquier pista de la humanidad de mi hermana.

Cuando arribé al lugar vi que no había nadie. Mis ojos comenzaron a humedecerse y las primeras lágrimas se me escurrieron hacia abajo. No soportando más la presión del momento, me dejé caer de rodillas sobre el verde pasto y metí la cabeza entre mis brazos, soltando el llanto como si fuese un bebé.

Mis lloridos debieron escucharse varios metros a la redonda, pero a mi no me importaba. Aún lloraba intensamente cuando alcancé a oír los lamentos. Como si un rayo me hubiese tocado, aflojé las manos de la cara y levanté la cabeza, mirando hacia todos lados. Un nuevo quejido se oyó. Provenía de más allá de los zarzales donde habíamos estado la última vez.

Me levanté como impulsado por un poderoso motor y corrí hacia allá. Me metí con todas mis fuerzas entre el follaje, haciendo a un lado las ramas para abrirme paso. Más allá vi a Yesenia tendida sobre el suelo. Sus dos piernas estaban desgarradas y la sangre manchaba su blanca epidermis.

Corrí hacia ella gritando su nombre. Pero mi hermana estaba como ida. Sólo salían de su garganta aquellos leves lamentos que habían hecho que la descubriera. Como pude la levanté en vilo y me la eché al hombro. Sacando fuerzas no sé de donde, caminé con ella hasta el vallado, donde la deposité en el suelo para descansar un poco.

Obviamente ignoraba lo qué le había sucedido, pero por fortuna respiraba, y su corazón latía con normalidad. Comencé a agitar sus brazos y a masajear su rostro, con la intención de que recobrara el sentido. Para mi sorpresa, mis ímpetus dieron resultado, pues vi que movía su cabeza delicadamente sobre el piso.

Al poco rato sus ojos se abrieron y me miró un poco confundida.

-Mauro…¿Qué paso?

-No lo sé…te encontré tirada y sangrando de las piernas.

Mi hermana se incorporó lentamente antes de balbucear.

-Fue esa perra…cuando intenté quitársela a Maravilla, me atacó.

-¿Estrella?

-Si.

-Oh Yesi ¿Pero por qué hiciste eso?

-Porque no quería que siguiera dominándolo. Por eso lo hice, pero me agredió la muy maldita.

-Tenía que ser. Ese odio que sientes por ese animal no podía conducir a nada bueno –dije, preocupado-

-Pero ya verá. No dejaré un solo hueso sano en su cochino cuerpo.

-Vamos, no digas eso. Lo importante ahora es que te cures. Mamá se encargará de arreglar este asunto con los Peret.

Mi hermana no respondió, pero pude ver en sus acuosos ojos esa chispa de odio mezclado con cólera que caracteriza a las gentes que tienen la certeza de la venganza.

-¿Ves cuánto me mordió? Cuando me atacó, así de repente, ya no me la pude quitar de encima, por más que le gritaba que se alejara. Y hasta Maravilla, que al principio quiso defenderme, se acobardó después cuando vio que ella se había puesto como loca.

-Ya me imagino. –dije- Pero ya olvídate de eso. Ahora intenta caminar sostenida en mí. Tenemos que llegar a casa para que mamá te lleve al médico.

No quiero describir la reacción de mi madre cuando llegamos a casa. Sólo diré que mi hermana fue atendida de inmediato y que pronto se recuperó de las heridas. Y aunque le quedaron algunas cicatrices en las piernas, por fortuna la cosa no pasó a mayores.

Del destino de Estrella nada supimos. Por supuesto mi madre se quejó duramente con los Peret, pero éstos arguyeron que había sido Yesenia la que intentó interponerse entre los perros hallándose éstos en celo, lo que los hace doblemente peligrosos y no pueden medirse las consecuencias. Fue por ello que no quisieron hacerse responsables de nada. Y en el fondo, nosotros sabíamos que tenían razón.

Mamá se vio obligada a darle una versión muy distinta a mi padre cuando éste volvió a casa, falseando los móviles y alterando la verdad. También le dijo que aunque sabía que la perra lanuda había tenido la culpa porque no dejaba de buscar a Maravilla, ella no deseaba hacer más grande el problema con la familia Peret.

Actuando sabiamente, papá se dejó influenciar por sus persuasivos argumentos, y considerando la rápida recuperación de Yesenia, no intentó nada más, olvidándose del asunto.

Los sucesos de que fue víctima Yesenia pronto fueron quedando atrás. Para entonces, estando deseoso de recibir mi premio, me dispuse a irme con mi padre. Dos días después y habiéndome preparado mamá una maleta con varias mudas de ropa, por fin me fui con él.

Supe por papá que en aquella ocasión haríamos un primer largo viaje hacia el sur, recorriendo más de mil quinientos kilómetros de un solo golpe en casi una semana. Por la naturaleza de la carga, seríamos acompañados por mi tío Eligio, quien compartiría la mitad de la gabela en su trailer, y avanzaríamos juntos en jornadas de doce horas al día.

Como es natural, me sentí lleno de júbilo cuando partimos. Me situé junto a la portezuela de copiloto sintiéndome todo un chófer, viendo cómo mi padre maniobraba la enorme palanca del robusto camión de carga. Él vehículo estaba provisto de un solo camarote con una cama pequeña justo en la parte trasera de los asientos de la cabina.

Papá me había anticipado que yo dormiría allí y que él se las arreglaría quedándose en el asiento del frente. Como todo niño yo no apartaba la vista de los hermosos paisajes que discurrían por los lados a medida que avanzábamos por la carretera.

El primer día nos paramos a comer en un restaurante que estaba a un lado del arcén. Luego de sentarnos en una mesa y ordenar, tío Eligio me llevó a los lavabos para que nos aseáramos las manos. Papá se quedó en la mesa ensimismado en la elaboración de sus apuntes en la bitácora de viaje.

Era mi padre un hombre cercano a los cincuenta, de pelo castaño oscuro y corpulento de figura. Aunque estaba acostumbrado al trabajo duro y agotador, había forjado una barriga bastante prominente y vistosa que se combaba hacia el frente. Mi tío, que era un poco mayor, debía andar por los cincuenta y cinco, y era un tipo mucho más gordo que su hermano. Curiosamente, los dos poseían caracteres muy distintos y encontrados.

Mientras que papá era taciturno, serio y de pocas palabras, tío Eligio se distinguía justamente por lo contrario. Dicharachero, jovial y alegre, no había vez que lo viera sin que sonriera. Contaba chistes y hacía bromas festivas a cada rato y por cualquier ocurrencia.

A mi me agradaba mucho su forma de ser, aunque no por ello me olvidaba de mi padre, a quien respetaba no obstante su sequedad. A decir verdad, papá era bastante tratable y cariñoso conmigo, a pesar de la poca convivencia y del poco trato que habíamos tenido.

El segundo día de viaje, luego de habernos detenido a desayunar, tío Eligio me preguntó hallándonos aun sentados a la mesa:

-¿Qué opinas, Mauro, de este viaje? Dime, ¿Lo estás disfrutando?

-Claro que sí, tío Eligio. Todo es maravilloso. –contesté visiblemente emocionado-

-Y eso que todavía nos falta lo mejor. –dijo él-

-Eso creo –respondí sonriendo-

Tío Eligio miró a mi padre y luego me guiñó un ojo, para decir en broma.

-Aunque yo te recomendaría muy seriamente separarte de tu papi. Con esa cara de aburrimiento no disfrutarás de las cosas bellas, chico.

Todos reímos a carcajadas. Habiendo terminado de comer, salimos del lugar para dirigirnos a nuestros vehículos. Fue entonces cuando mi tío comentó, dirigiéndose a mí:

-¿Qué dices, Mauro, te vienes conmigo?

Yo me volví a ver a mi padre, como buscando su aprobación. Papá me hizo una seña con la cabeza como diciendo que no había problema.

Esta vez me trepé al trailer de mi tío, con el corazón henchido de contento. Durante todo el viaje tío Eligio no dejó de decir chistes y ocurrencias que me mataban de risa. Definitivamente reconocía que era muy distinto viajar con él que con mi padre. Y al parecer a mi tío también le agradaba mi compañía.

Después de almorzar continuamos con nuestro viaje, y cuando cayó la tarde, tío Eligio y yo éramos ya los grandes amigos. Yo jamás lo había tratado antes, pero definitivamente me agradaba su forma de ser ahora que lo conocía mejor. Fue por eso que cuando descubrí lo que intentaba, me hice el desentendido, pensando que tal vez podía tratarse de otra de sus inesperadas y agradables bromas.

Como si nada ocurriera y pretendiendo pasar inadvertido, tío Eligio se había desabrochado el zipper de su pantalón de mezclilla. Al principio yo no había visto muy bien su maniobra, pero después, habiendo volteado a verlo para reírme del chiste que estaba contando, pude ver claramente el movimiento de sus manos trabajando lentamente sobre el cierre.

Me pareció cosa extraña que tío Eligio hiciera aquello, a menos que le moviera alguna comezón y quisiera rascarse allá dentro. Traté de no mirar mas hacia él, intentando centrarme en los paisajes del camino. Pero aunque no quería verlo, lo cierto es que con el rabillo del ojo no me perdía de ninguno de sus movimientos.

Mi tío actuaba como si nada pasara, adoptando un talante sereno y tranquilo. Pero aun así no paraba de manipular con una mano su entrepierna, mientras con la otra conducía el volante. A pesar de que no dejaba de tocarse allí, no por ello desistía de parlar diciendo cosas que movían a risa. Y yo, siendo movido a jolgorio, no paraba de reírme a carcajadas a causa de su magnífico buen humor.

Las primeras sombras de la noche empezaron a caer sobre la carretera, y muy pronto el interior del trailer donde viajábamos se transformó en un mar de penumbras. Sólo los reflejos luminosos de los faros de los vehículos que se cruzaban con nosotros alumbraban fugazmente nuestros cuerpos, para volver a desvanecerse precipitadamente en las sombras.

Con su corrillo habitual, mi tío no abandonaba ese carácter fachoso que tan bien lo distinguía del resto de los hombres. Y ahora, sintiéndome extrañamente protegido por la oscuridad, yo seguía soltando risotadas cada vez que él contaba un nuevo chiste, mientras mi sangre fluía con fuerza inaudita. Pero así como sabía que ahora los dos aparentábamos divertirnos a lo grande, igual concebía la certeza de que un mutuo y sutil secreto comenzaba a aparecer gravitando entre nosotros.

Yo me había dado cuenta que podía verlo mejor cuando nos cruzábamos con algún camión grande, por ser la iluminación de sus faros mucho más poderosas. Por ello, cuando veía venir uno de frente, calculaba meticulosamente el momento en que sus luces barrerían el interior de la cabina, y un poco antes de eso, volteaba hacia las piernas de mi tío.

Entonces podía observar muy fugazmente lo que en lo más recóndito de mi mente ya ansiaba descubrir. Veía a mi tío con un gran pedazo de carne alargada entre sus manos, batiendo el aire y sacudiéndola poderosamente hacia los lados.

Una y otra vez, en sucesivas repeticiones, me recreé la vista con aquella visión prohibida cada tiempo que las luces de los fanales alumbraban su entrepierna. Supe entonces por mis propias reacciones que, descubrir aquello me hacía sentir excitado y anheloso, estimulado y deseoso, y que aun cuando estaba al corriente de que era algo indebido por venir de mi propio tío, no por eso sentía menos el calor y la vehemencia que se despertaban en mi bajo vientre.

De pronto y sin saber por qué, empezaba a concebir a mi tío de otra manera. Entre reflejo y reflejo y entre visión y visión, admirando efímeramente su polla endurecida con cada destello, mi noción hacia él cambió como cambia el día con la noche, y mi alteración comenzó a manifestarse en forma de dureza bajo mi pantalón.

Sabiendo que la oscuridad era nuestra mejor encubridora, llevé una mano hasta mi bragueta y ataqué con mis dedos mi abultada pija. La pequeña carpa fue atendida con las mejores intenciones, y mi pito amenazó inmediatamente con expeler la primera ración de agua clara.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no venirme, pues la candente manipulación que tío Eligio ejercía alrededor de su enhiesto pene y que yo no había dejado de admirar cada vez que la luz lo enfocaba, ayudada por los toques que yo mismo le daba a mi bultito, eran el mejor conductor de placer para explotar en aquel mismo momento.

Cuando el estertor de la eyaculación se anunciaba yo apartaba velozmente mi mano de allí y renunciaba temporalmente a ver a mi tío. A los pocos segundos sentía que mis líquidos retrocedían, y era entonces cuando volvía a la carga.

Pero ante el caldeado vapor de aquel ambiente de confabulación mutua, esta estrategia no podía durar tanto, sobre todo cuando empecé a ver que mi tío, en un acalorado arrebato pasional, se sacudió su cosa más fuerte que antes y su cuerpo se inclinó de pronto sobre el volante, gimiendo suavemente e intentando, por decirlo así, que yo no lo notara.

Pero era imposible no reparar en algo así, a menos que uno estuviese dormido. Y por supuesto que tío Eligio lo sabía. Su venida debió ser para él un suceso brutalmente espectacular, tanto como lo fue para mí. Y aunque como estaban las cosas no alcancé a distinguir ni una sola gota de lechosidad, sí observé en cambio cuando mi tío comenzó a hacer la labor de limpieza con un trapo, enjugando con él los restos del espeso líquido que acababa de expulsar.

 

 

 

6

A las once nos detuvimos para pasar la noche en un espacioso parking para trailers. Luego de estacionar el vehículo, y ya que estuvimos abajo, mi tío me preguntó sin deshacerse de su clásica sonrisa:

-¿Qué te pareció el viaje, Mauro?

Yo lo miré receloso, pero igual le sonreí, diciéndole:

-Me pareció muy bien todo, tío. En realidad me gustó más viajar contigo porque tú eres diferente. Me cuentas chistes, me platicas cuentos picantes, y todas esas cosas que mi padre nunca hace. –le respondí, con los ojos llenos de excitación-

La sonrisa de mi tío se extendió más allá de los límites de las comisuras de sus labios, y yo noté en su mirada un fugaz brillo que no había visto anteriormente.

-Qué bueno que te gustó, sobrino. De no haber sido por tu compañía, lo más seguro es que hubiese cabeceado varias veces. Tú no sabes el martirio que es para mí manejar sólo, sin que nadie te eche por lo menos una miradita.

Supe que mi respuesta abierta y sin ningún resquemor por lo ocurrido le había producido un nuevo sentimiento de confianza, y juzgué conveniente manejarme con él de esa manera a fin de evitar complicaciones.

Por otro lado quería impedir a toda costa que mi padre se diera cuenta de las primicias de nuestros devaneos. Un fallo podría significar el fin del viaje para mí, y mi premio, tanto tiempo anhelado, se podría convertir de pronto en un infamante juicio familiar.

Convencido de que aquella sería la mejor forma de actuar en el futuro, le sonreí amplia y cálidamente. Aquella sonrisa vino a ser a la postre una especie de pacto de complicidad entre nosotros. Era como si con ese gesto le confirmara que todo lo que había visto en la cabina me había gustado tanto como a él. Y en lo más hondo de mí yo sabía que así había sido en realidad.

Los dos callamos cuando vimos que mi padre se acercaba a nosotros. Su rostro se miraba fatigado y sus ojos estaban enrojecidos por la falta de descanso. Aún así me dijo:

-Ha sido un tramo bastante pesado ¿No te lo parece Mauro?

-Si, eso creo. Aunque yo se muy poco de carreteras. –le contesté, con la mejor de mis sonrisas-

-No lo digo por eso, hijo, sino por el tiempo que anduvimos. Quizás si nos hubiésemos detenido un par de horas antes, no se nos hubiera hecho tan cargado. ¿Verdad Eligio?

-Bueno, para mí no estuvo tan mal. –respondió él- Mauro y yo nos la hemos pasado muy divertidos allá arriba, riéndonos como dos locos. ¿No es así, sobrino?

-Si. –confirmé inmediatamente- Tío Eligio tiene un gran humor y es muy bueno para los chistes.

-Ya lo sé. Y espero que con él te aburras menos que conmigo –dijo mi padre, riéndose con ganas-

-Seguro que sí. –dije yo-

Mi padre hizo una pausa mientras nos observaba con todo el cansancio del mundo, y dijo:

-Bien, creo que ya es hora de irnos a descansar. Vamos, Mauro, subamos al camarote.

Nos despedimos de mi tío y nos acomodamos dentro de la cabina del camión de mi padre.

Esa noche soñé con tío Eligio. Lo podía ver sentado en la cabina de su camión agarrando con fuerza el volante, con su robusto cuerpo peludo completamente desnudo y su gran barriga de camionero descolgándose hacia abajo, topando con su gran pene parado, que rociaba surtidores de blanca leche como si fuese un rociador automático.

Cuando mi padre me despertó a la mañana siguiente, tuve temor de que pudiese haber notado alguna cosa rara mientras dormía. Pero al ver que me pasaba la mano por la cabeza en señal de cariño, me tranquilicé por completo.

Toda esa mañana me transporté en el camión de mi padre. Habíamos acordado en el desayuno que lo haría de ese modo, para por las tardes, después de haber comido, irme al camión de mi tío para hacerle compañía.

Y aunque sabía que aquel acuerdo entre los tres me aseguraba en definitiva la oculta participación del secreto bocado que tío Eligio deseaba mostrarme, de cualquier forma me sentía intranquilo y tenso mientras avanzábamos por el camino. Pensaba en lo que podría pasar si papá llegase a notar alguna cosa irregular en nuestras conductas.

Me daba cuenta que de repente, sin yo haberlo esperado, todo había cambiado para mí, y que en mi interior bullían locamente las lenguas de un fuego abrasador que me robaban la calma y me transportaban velozmente hacia una caldera encendida y lasciva que no podría eludir aunque quisiera.

Todo era tan distinto, tan seductor, tan libidinoso, pero al mismo tiempo tan peligroso, que me sentía turbado en extremo. Y no era para menos, si consideraba la circunstancia de que estábamos viajando con mi padre, que era un hombre observador, y por lo mismo yo me debatía entre el miedo y la lujuria, entre seguir o no seguir, pero sin desear apartarme de aquel juego.

En medio de aquella maraña de pensamientos y sentimientos, las horas se me hacían tan largas que había caído en un sopor, dormitando junto a papá, y esperando a que fueran las cuatro para pararnos a comer. Mi rostro se iluminó cuando mi padre me movió en el asiento, diciéndome:

-Mauro, Mauro…es hora de comer.

Yo me incorporé somnoliento, viendo que nos habíamos detenido en el arcén, frente al pabellón de un gran restaurante. Bajamos del camión y nos deleitamos con una rica comida de la región. Ví que tío Eligio permanecía impávido pero sonriente, tratando de mirar siempre hacia todos lados, menos hacia mí.

Comprendí que él evitaba verme con la indudable intención de no dar a sospechar nada a mi padre. Su actitud de aparente indiferencia me causó tan buena impresión y refrescó tanto mis ánimos, que recobré la confianza que había perdido y mis lúbricos deseos se renovaron.

Pero también fui comprendiendo que mi listo tío sabía esconder muy bien tras esa máscara de alegría una astucia que ni siquiera mi padre podía igualar. No cabía duda que en tan corto tiempo yo iba de sorpresa en sorpresa con aquel hombre de risa fácil, pero de inigualable tacto para lograr sus fines.

Cuando acabamos de almorzar reanudamos la marcha. El corazón me latía tan fuerte cuando me subí al primer peldaño del estribo del camión de mi tío, que tuve que bajar la vista para evitar que él se diera cuenta de la extraña desesperación que me embargaba.

Temía que tío Eligio adivinara tan pronto lo irremediablemente atraído que me sentía por lo que habíamos hecho la noche anterior, y que al mismo tiempo anhelaba tanto repetirlo que ni yo mismo podía entender mis desbocados instintos.

Poco después veía fluir la carretera como si fuese de agua, con la interminable línea blanca que la partía en dos, corriendo velozmente debajo de nosotros. Tío Eligio manejaba tranquilo y sonriente mientras me narraba sus ingeniosos chistes y yo reía tan intensamente como si fuese un payaso. No había la menor duda que nuestra confianza se acrecentaba y nuestra novel relación caminaba sobre rieles.

Con apenas dos días de estarlo tratando, aquel hombre había sabido ganarse ya mi total confidencia, y por si fuera poco, había logrado con su astucia mantener mi boca cerrada ante la perspectiva de una convivencia más íntima. Y era justamente esa perspectiva tan sutilmente esperada la que me ponía a temblar.

Sin mi tío saberlo, o tal vez sí, yo ya estaba anhelando la llegada de las sombras para que él se mostrara ante mí igual como lo había hecho la noche ulterior. El tiempo pasó rápidamente, y más pronto de lo que esperaba, el sol comenzó a ocultarse tras las montañosas líneas del horizonte.

Sentía que mis labios y mis manos temblaban brutalmente, pero no deseaba que él percibiera mis angustiosos deseos por comenzar a jugar. Pero él, como la vez anterior, seguía parlando campantemente sus cuentos y chistes sin dar muestras de haber captado mis tormentos.

Cuando las primeras sombras comenzaron a invadir la cabina, vi que mi tío inició el consabido rito de desabrocharse el pantalón, bajándose lentamente el cierre. Mis inhalaciones respiratorias se violentaron y mi pulso sufrió una aceleración pasmosa cuando vi que se sacó su herramienta y comenzó a blandirla lánguidamente entre sus dedos.

Ya para entonces mi pequeño pito se había puesto durísimo. Toqué con mis manos mi entrepierna y comencé a moverlas prestamente sobre el bulto. Ahora estaba sintiendo aquellos delirantes espasmos de lascivia que me llevaban a cometer toda clase de imprevisiones, como cuando practicaba mis rejuegos con Yesenia y Marcelita.

Recordé a Yesenia siendo tocada con mis dedos. Reviví su insólita y frágil vulva, tan minúscula y arrobadora, palpitando entre mis dedos mientras se revolcaba y se tensaba como una crisálida de seda en plenitud del orgasmo. Recordé a Marcelita chupando mi pequeño falo, con su carita manchada de leche, a un lado de su boca. Recreé también a Maravilla follándose con brama animal a la hirsuta perrita de los Peret, y los descubrí abotonados al final de su salvaje encuentro.

Los halos de luz fulguraron dentro de la cabina y yo miré abiertamente a mi tío. Alentado por la fogosidad de mis ansias, me hallaba decidido a ir hasta donde él me lo pidiera. Vi que seguía manteniendo agarrada su gran verga con la única mano desocupada, dándole extraños tironeos a lo largo de su tallo. Por algún excepcional y encubridor sortilegio, sus formas se reflejaron esta vez más de lo normal, y yo pude admirar a mis anchas el bastión que sobresalía bajo la rueda del volante.

Tuve que administrar muy bien mis emociones para no derramarme en aquellos instantes sublimes. Pero esta vez tío Eligio decidió darle a su pene un uso poco habitual, según creo yo, pues empezó a golpear suavemente con la parte alta de su polla endurecida la parte baja del rodete del volante.

Ese género de visión, nunca antes visto por mí, me produjo los más intensos calores que recordara haber sentido. Yo espiaba con extraordinario gozo contenido el espectro de las luces en lontananza, para después calcular el momento preciso en que estallarían los fulgores dentro de la cabina. Cuando llegaba ese momento, mi mirada se fijaba estática en el centro de la entrepierna de mi tío, tragándome con la niña de mis ojos la alargada estampa de aquel pedazo de verga que brillaba bajo los centelleos de la noche oscura.

Casi al punto de vaciarme en un orgasmo frenético, y habiendo retirado mis manos de mi carpa para evitar el drenaje interior, escuché que mi tío me decía, interrumpiendo de pronto su chistosa perorata:

-¿Por cierto Mauro, no has manejado antes una cosa como esta?

Yo lo miré desconcertado. Sabía que él mantenía su brioso pene agarrado, pero actuaba con una frialdad difícil de entender, hablando conmigo como si estuviésemos a la mesa de un restaurante, teniendo a papá a nuestro lado.

-No –le dije- Nunca lo he hecho.

-Ah vamos –dijo él- Es increíble que el hijo de un trailero nunca haya manejado, aunque sea por un rato, una cucaracha como ésta. Si yo tuviera hijos, lo primero que haría sería enseñarles a manejar. Desafortunadamente procreé puras hembras.

Tío Eligio se rió a carcajadas sin soltar su pájaro para nada.

Yo no le respondí. Había visto venir un camión, provisto al parecer de grandes luminarias, y estaba a la espera del haz esplendente que habría de revelarme de nuevo lo que tanto me gustaba observar. Escuché el zumbido del ruido de los motores al cruzarse y rápidamente me concentré en la polla de mi tío, quien continuaba golpeteando suavemente con ella la rodaja del volante.

Vi que la indómita cabeza de su tolete estaba muy colorada, quizá por el impacto de los golpecitos que le propinaba contra la forrada anilla del volante. Pero también descubrí que era un glande demasiado grueso, por lo menos para mi gusto. Aunque así como estábamos, sumidos entre visos de luz y oscuridad, era difícil adivinar a ciencia cierta la plenitud de su verdadero tamaño.

-Pues no…papá nunca…nunca me ha dicho nada… ni yo se lo he pedido. –dije, tratando de ocultar la turbación que había en mi voz-

-Vamos, Mauro, escucha bien lo que voy a decirte. Esta es tu oportunidad, así como lo oyes. Tu verdadera oportunidad está aquí conmigo. Y si papi no te quiere enseñar, déjame hacerlo a mí. Te aseguro que estás en la mejor edad para aprender.

Yo asentí. Podría jurar que nada deseaba más en aquellos momentos que seguir viendo lo que él hacía con su polla, aun repegada ferozmente contra la rueda de manejar. Pero ahora que me había propuesto aquello, no pude alcanzar a suponer que lo que tío Eligio estaba intentando era llevar su juego mucho más allá de los límites imaginados por mí.

Con esa marrullería tan ingeniosa de que hacía gala, volvió a poner el dedo sobre la llaga:

-¿Entonces sí te animarás, Mauro?

Sin desear retardar por más tiempo lo que sabía era irremediable, le contesté decidido:

-Si. –le dije, tragando la poca saliva que me quedaba en la garganta.

-Muy bien hecho –contestó él- Ya verás cómo aprenderás rápido. Y ahora, sólo harás lo que yo te diga. ¿De acuerdo?

-Si…de acuerdo.

Mi tío redujo la velocidad del camión y se orilló poco a poco sobre el arcén. Yo protesté al temer que mi padre, que conducía un poco adelante de nosotros, pudiera darse cuenta de que nos habíamos detenido. Fue por ello que le dije espantado:

-No, tío, porque papá se dará cuenta de que nos hemos detenido.

-Oh, no te preocupes, sobrino. Él no nos verá porque es de noche, y entre tantas luces no se puede saber. Pero aunque así fuera no nos vamos a quedar aquí, sino que solamente nos acomodaremos para que puedas conducir conmigo. Anda vamos, acércate.

Me deslicé sobre el asiento y me puse junto a él. El resplandor de los faros de un camión que pasó me reveló el estado de su magnífica polla, que se erguía completamente endurecida emergiendo de su bragueta.

Haciéndome una seña con la cabeza, mi tío abrió sus piernas para que me sentara entre ellas. Yo me levanté del asiento y como pude me metí entre las dos extremidades. Después, me dejé caer suavemente. Sentí que mi tío exhalaba un leve gemido de placer cuando sintió el peso de mis nalgas posarse sobre su región púbica.

Pero el que más caliente estaba era yo, pues ahora podía sentir su verga en plenitud, totalmente empalmada bajo mi trasero cubierto con el short de gabardina. Tomando mis manos él mismo las puso alrededor del volante, diciéndome:

-Ahora, Mauro, girarás un poco a la izquierda mientras yo cambio velocidad y acelero.

-¿Así? –le pregunté, dándole vueltas a la rueda-

-Exactamente. Pero gira con suavidad, y cuando entremos al asfalto, regresarás el volante hasta este punto. –dijo, señalándome la rueda-

-Está bien, tío.

El trailer comenzó a avanzar con lentitud hasta que sus llantas delanteras invadieron la carretera. En ese momento, a una señal de mi tío, fui devolviendo el manubrio a su posición inicial hasta que el largo furgón de carga quedó por completo sobre la vía.

Tío Eligio no perdía el tiempo, y con un ojo al gato y otro al garabato, conducía junto conmigo mientras movía con suavidad sus piernas bajo mis nalgas. Nos mantuvimos por largo rato en esa envidiable posición, al tiempo que el camión se deslizaba a poca velocidad por el camino.

Pero era lógico que ante las constantes sacudidas del vehículo y los frecuentes desperfectos de la pista, nuestros cuerpos vibraran y se estremecieran de manera persistente, ocasionando las primeras sacudidas previas al derrame eyaculatorio de mi tío.

Mi astuto tío, previendo que la abundancia de su leche mancharía mi short y nos pondría en aprietos ante la suspicaz mirada de papá, me hizo otra seña en uno de mis brazos y me comentó suspirando frenéticamente:

-Vamos, Mauro… hazme un favor.

-¿Si?

-Levántate tantito hasta que yo te diga, pero sin soltar el volante. ¿Podrás hacerlo?

-Si, tío.

Despegué mi trasero de sus piernas quedando por así decir, inclinado hacia delante. Fue entonces que escuché los gemidos ansiosos de tío Eligio, quien se derramó encima del trapo que ocupaba para tales menesteres. Unos minutos después, habiendo limpiado un poco la zona de conflicto, volvió a ordenarme:

-Ya te puedes bajar, chico, pero procura no moverte mucho hacia los lados.

Yo moví la cabeza en señal de asentimiento. Me dejé caer nuevamente sobre sus piernas y me acomodé como pude entre ellas, sin perder de vista el camino.

Seguía sintiendo la polla de mi tío, ahora en fase de flacidez, aunque no por ello indigna de ser nombrada. Continuamos avanzando por un par de horas más hasta que mi tío distinguió a lo lejos el trailer de papá estacionado a un lado de la carretera. Él en seguida me previno:

-Anda, Mauro, vuélvete a tu lugar y procura arreglarte un poco las ropas. Parece que nos detendremos allí adelante.

Le di el volante y volví a deslizarme presuroso hacia el otro lado del asiento. Palpé la parte trasera de mi pantaloncillo, comprobando que estaba completamente seco. Me arreglé un poco la camiseta y el pelo, mientras tío Eligio comenzaba a orillarse junto al camión de mi padre.

 

 

 

7

Cuando nos encontramos con papá, yo evité verlo directamente a los ojos por temor a que notara alguna cosa rara en mí. Pero tío Eligio, desafiando la ley de probabilidades, hasta se puso a referirle algunos chistes que le hicieron reír a carcajadas.

No sé por obra de qué artilugio sacaba mi tío de su mente aquella ingeniosa sarta de comicidades, pero no había duda que todo lo que decía provocaba hilaridad. Al ver a papá desternillarse de risa, la tranquilidad envolvió mi mente y recobré el ánimo perdido.

Descansamos como de costumbre, hasta poco antes del amanecer, reanudando después el rutinario avance de cada día.

Durante todas y cada una de las tardes que duró aquel viaje, yo nunca me olvidé de pasarme puntualmente al camión de mi tío para recibir sus enseñanzas, entre las cuales se encontraba mi escuelita de manejo. Y puedo afirmar que en aquel viaje que había recibido como un premio por parte de mi padre, recibí también otro premio mucho mayor que ni siquiera estaba en el libreto.

El día que arribamos al centro de descarga donde habríamos de dar por terminada la primera etapa de nuestro viaje, el arcano de mi destino aun me reservaba otra sorpresa. Hacía horas que la cuadrilla desestibaba la carga de los camiones, y yo me aburría soberanamente matando sin poder ocuparme en nada.

Como faltaba poco para que anocheciera, mucho me extrañó que mi padre me dijera:

-Mauro, me urge arreglar un asunto pendiente en esta ciudad, así que quiero que te quedes con tu tío. ¿De acuerdo?

-¿Te irás mucho tiempo? –pregunté, un poco extrañado-

-Eso dependerá del asunto que tengo que atender. Pero no te preocupes. No nos iremos hasta mañana, así que pórtate bien mientras estoy fuera. Le he encargado a Eligio que te procure todo lo que necesites.

Cuando mi padre se hubo ido, mi tío se acercó a mí con una amplia sonrisa y me dijo:

-¿Te das cuenta, sobrino, que las cosas se acomodan por sí mismas?

-Si –dije yo- Papá nada sospecha de lo que hacemos, y yo quiero que así sigan las cosas, tío, porque si no, tendré problemas.

-Oh, vamos, tú no te preocupes por eso. Él nunca sabrá nada si actuamos como hasta ahora. –me aseguró-

-Pero yo tengo miedo de que un día nos sorprenda. –dije-

-Nunca nos sorprenderá, te lo aseguro. Ya han terminado de bajar la carga. ¿Quieres que vayamos a cenar?

-Si –le dije sonriente- Ya tengo hambre.

Tío Eligio me llevó a un lindo lugar un poco apartado del centro de la ciudad. Por primera vez pudimos departir a solas, fuera de la cabina del trailer, desde el inicio de nuestro viaje. Yo experimentaba una gratificante euforia por la oportunidad de estar con él en un ambiente mucho menos tenso que el que se daba cuando veníamos por la carretera.

Durante la comida, mi tío Eligio aprovechó para convencerme de que fuésemos a otro sitio mucho más tranquilo. Me dijo que allí podríamos estar completamente solos, sin que nadie nos perturbara.

-¿Y por qué no nos vamos al trailer? –le pregunté inocentemente-

-Nos iremos al trailer pero lo sacaremos del lugar en donde está. –dijo él-

-¿Por qué?

-Porque nos arriesgaríamos demasiado quedándonos allí, chico. Si tu padre regresara de improviso, se nos armará una buena. –me comentó-

Comprendí en seguida que él tenía razón. Mi tío pagó la cuenta y poco después abordábamos un taxi que nos condujo de nuevo a la bodega. Tío Eligio desenganchó la caja y separó la cabina, trepándonos luego a ella. Minutos después condujo por las calles hasta alcanzar el libramiento. Más tarde avanzábamos tranquilamente por las orillas de la ciudad en busca de un sitio que estuviere oculto a cualquier mirada humana.

Habituado como estaba a manejar en las sombras, no le fue difícil dar con un estrecho camino rural que se bifurcaba en medio de la oscuridad reinante. Dobló hacia él y rodamos un largo trecho hasta que topamos con una selva de árboles inmensos que nos impedían el paso.

-Vaya –dijo él sonriendo- Quien lo iba a decir. Este sitio es el más perfecto que he visto para estar a solas.

-Si –dije- Parece que por aquí nunca viene nadie.

-Tenlo por seguro. –respondió- Y ahora hijo, será bueno que nos quitemos lo que traemos encima. Hasta ahora sólo hemos lidiado con nuestras ropas puestas y eso no es justo.

Yo sonreí ante su nueva ocurrencia, pero sabía que él tenía de nuevo razón. Abrió la puerta de la cabina y descendió. Yo lo imité, dándome luego la vuelta hasta donde él se encontraba.

Sin decir nada tío Eligio empezó a quitarse la ropa, al tiempo que yo lo observaba con atención. Me sentía tan emocionado por haber dado con aquel sitio tan apartado, y al mismo tiempo por saber que no tendría que preocuparme por papá, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que mi tío me pidiera.

Llegó un momento en que mi tío sólo se había quedado con las trusas puestas. Miré su cuerpo si ninguna vergüenza, pues entre nosotros ya no había cabida para los pudores, y mucho menos después de todo lo que habíamos hecho. Vi que su inmensa barriga inflada se descolgaba hacia abajo removiendo la parte frontal de su calzón, sin que ello fuera óbice para que su endurecido aparato se mostrase rígido bajo el centro de sus piernas.

Yo, por mi parte, me sentí caliente desde que veníamos por el camino, y mi pequeño sarahuato también estaba tenso, aunque mi bulto no era tan grande como el suyo. Escuché cuando me dijo:

-Vamos, chico, quítate todo. Ya verás que así nos sentiremos mejor.

No deseando esperar más, me despojé con rapidez de todo lo que traes encima, incluyendo mi calzón. Mi tío se le quedó mirando a mi pequeña pija, mientras me decía.

-Es la primera vez que te la veo de fuera, sobrino, y la verdad no está tan mal ¿Eh?

-A mi me parece demasiado chica –dije con el rostro alborozado-

-Nada de eso. Todo es a su tiempo, recuérdalo. Un árbol, cuando se planta, es sólo una semilla, pero con el tiempo crece, y crece tanto, que viene a ser más grande que nosotros mismos.

Me gustó la analogía que acababa de hacer. Como ya he dicho antes, cada día me agradaba más mi tío Eligio.

-Y ahora yo –dijo él, levantando la pierna y pasando por debajo su ancha trusa blanca.

Cuando quedó desnudo, lo primero que hice, como ya podrán adivinar, fue fijarme en los detalles más nimios de su polla endurecida. Hasta aquel momento nos habíamos limitado a jugar entre las sombras, para acabar sentándome sobre él, pero sin que hubiese la coyuntura para verle bien su herramienta.

Pero esa noche, iluminados por la blanca luz de la luna, admiré por primera vez el largo tronco surcado de venas y arrugas, que se levantaba semi doblado hacia arriba. Tío eligio se me acercó y, tomándome del brazo, me dijo:

-Vamos, sobrino, déjame ver bien tu pito.

Me volví de frente hacia él y me arqueé un poco hacia atrás para mostrarle mi pequeño pajarito enchilado. Tío Eligio, tomándola con dos dedos, comenzó a observarla con atención, como buscando algo que yo no sabía.

-Vaya, vaya, vaya… pero si aun no se te ha pelado del todo ¿Eh?

-¿Cómo dices? –pregunté, sin saber a qué se refería-

-Digo que todavía tienes el frenillo del prepucio. Pero dime una cosa, chico ¿Ya le has metido la pija a alguien?

Me quedé en suspenso mientras de nuevo venían a mi mente las imágenes de Yesenia y Marcela. Y aunque yo las había tenido disponibles por mucho tiempo para mí solito, jamás se me ocurrió hacerles eso que mencionaba mi tío. De allí en fuera, nunca había jugado de esa forma con nadie más.

-No –le dije, un poco ruborizado. Nunca lo he hecho.

-Claro. Por eso conservas el ligamento.

-¿Y cómo se hace para que eso se quite? –pregunté-

-Bueno hijo, eso sólo se quita con mucha acción. Te aseguro que esa es la mejor medicina.

Yo asentí en silencio. Por alguna razón intuía que mi tío no me mentía.

-Veamos –dijo, jalándome despacio la parte superior del pellejo. Algunas veces esto puede arremangarse con la mano.

Varias veces intentó romper el repliegue carnoso que sujetaba la punta de mi prepucio, jalando hacia abajo sin conseguirlo. Yo, al sentir molestias en la parte de debajo de la cabeza, le comenté:

-No, tío, no lo hagas más porque me duele.

-Oh, lo siento mucho. Eran solamente algunos ejercicios que sé que te servirán más adelante. –dijo sonriéndome-

Una vez más lo vi con admiración. Con mi tío había aprendido tantas cosas que jamás hubiera podido ni siquiera comentar con mi padre. Qué ironía. En efecto, era irónico pero cierto. Él me interrumpió para decirme:

-Bien, Mauro, aunque no estoy preocupado por el tiempo, porque creo que será mejor que nos apuremos. Recuerda que tenemos que regresar a la bodega para cuando regrese tu padre.

-Si. Tienes razón. –le dije-

Mi tío se sentó sobre el borde del escalón de fierro de la cabina y me urgió:

-Anda, Mauro, ven aquí. Necesito que te acerques un poco más. Hoy jugaremos a cosas nuevas. –me dijo-

Di unos pasos y me coloqué de frente a él.

-Anda dame tus manos.

Hice lo que me dijo y estiré las dos poniéndolas bajo su cara. Mi tío las tomó y las condujo directamente hacia su polla. En aquellos momentos sentía que me iba a morir de placer, y puedo decir que nunca antes, ni siquiera en los juegos con mis hermanas, me había llegado a sentir tan excitado.

-Agárrala y apriétala suavemente. Y tira del pellejito hacia abajo, como tú te haces cuando estás solo.

-¿Así? –dije turbado, largando el prepucio hacia la base de los huevos.

-Si, así, pero tienes que repetirlo una y otra vez, sin detenerte.

Comencé a puñetear aquel hermoso falo que, tal como lo había previsto, tenía casi los quince centímetros de alzada. No puedo decir desde luego que era la tranca más grande del mundo porque mentiría. Pero para mis escasos once años no estaba nada mal. De gruesa tampoco era como el brazo de un titán, pero su espesor no era en lo absoluto despreciable.

Años después, cuando hube crecido, mi propio pene llegó a ser más largo y grueso que el de tío Eligio, y muchos otros que pude ver en algunas páginas de Internet también lo eran. Pero repito que en esos momentos yo aun no lo sabía. Además, qué bueno que su pija no era tan descomunal, pues ahora puedo decir que eso ayudó muchísimo en las cosas que hicimos esa noche.

Estrujé y constreñí con codicia una y otra vez su polla con la palma de mi mano oprimiendo, soltando, apretando, apretujando y prensando su tronco endurecido. Fue tío Eligio quien me sacó de mi delirante y ambicioso accionar, diciéndome:

-Hijo, si sigues haciéndole así no tardaré en venirme.

Yo lo miré interrogante, tratando de adivinar sus deseos.

-¿Quieres que la suelte? –dije-

-No quisiera, pero estoy pronto a descargar la leche. –dijo él-

-¿Y entonces qué hago? –pregunté-

-Cualquier cosa, menos seguirla tocando. –me dijo con los ojos entrecerrados-

-Pues tú tienes qué decírmelo, tío, porque yo no sé nada de esto.

Mi tío se me quedó mirando escrutadoramente, antes de pronunciar:

-Dime una cosa, chico. ¿Nunca antes habías agarrado una polla?

-No. Sólo la mía. –dije-

-Bien, Mauro. Y ahora, antes de continuar, necesito preguntarte algo muy importante.

-Si, claro. ¿Qué es?–le pregunté-

-Nada que no sea de este mundo –me dijo-

Yo sonreí ante su ocurrencia y comenté:

-Adelante.

-¿Te han metido alguna vez una verga? –me soltó de pronto, a boca de jarro-

Su cuestionamiento me desconcertó. Tal vez fue por eso que le respondí con otra pregunta:

-¿Tú qué consideras? –le espeté-

-Que no sé. –dijo, en tono tranquilo- Mira, hijo, llevo muchos años en esto, y uno se sorprende a cada rato con las cosas que ve. Te lo diré de otro modo. Hay veces en que crees algo que no es, y hay otras en que lo que es, no lo puedes creer.

-Ah –dije, más sorprendido aún.

Definitivamente tío Eligio tenía una forma muy especial de decir las cosas. Y eso me agradaba. A cada momento que pasaba él me caía más bien. Puse atención en lo que me comentó en seguida.

-Por eso, chico, lo que yo crea no es importante. Eres tú quien tiene que decírmelo.

Guardé silencio. Estaba pensando en todo lo que acababa de oír de labios de mi tío. Y sabía que él había vuelto a hablar con la razón.

Por varios minutos ninguno de los dos dijo nada. Sólo se escuchaban nuestras agitadas respiraciones y los temporarios sonidos de algunos grillos perdidos entre la espesura del follaje.

-Bueno… sí hice algo en cierta ocasión…hace ya tiempo… –empecé a decir, titubeante-

-¿Qué cosa? Vamos, Mauro, dímelo –me insistió-

-Es que…no sé como decírtelo… -dije, apenado-

-No debes guardar nada dentro de ti. Esas cosas sólo te harán daño.

-Si, lo haré…y ahora, deja que te cuente.

 

8

Comencé a relatarle a tío Eligio la vivencia que guardaba escondida en lo más profundo de mi memoria. Hablaría al fin de ese secreto quemante que había pensado no revelar jamás a nadie. Pero ahora todo era distinto con él.

«Mi hermana Yesenia y yo teníamos la deliciosa costumbre de escaparnos de casa, procurando desde luego que mamá no lo supiera. Era por ello que solíamos aprovechar sus ausencias para dedicarnos al devaneo de los juegos prohibidos en los espacios de la granja vecina, de la cual sólo nos separada un vallado. No puedo explicar por qué nos gustaba tanto irnos a esconder al terreno de los Peret, que así se llamaban los propietarios, pues su parcela era casi igual a la nuestra y su orografía no se diferenciaba en nada.

Pero creo que lo que estaba implícito en tales invasiones era el peso de la culpabilidad que sentíamos por allanar la granja, aunado al hecho de violentar repetidamente las reiteradas recomendaciones de nuestra madre a no hacerlo. Y como suele suceder cuando se es niño, lo primero que se hace es lo que se concibe como cosa prohibida.

Fue en ese contexto de vida que cierto día conocimos al señor Peret, un hombre de poco más de cincuenta, totalmente calvo, bajito y patizambo. Era de tez morena, tenía sus ojos pequeños y las manos demasiado grandes. Montaba siempre un caballo negro de piel brillosa. Creo que era un purasangre.

Peret nos había pillado con las manos en la masa practicando algunas cosas prohibidas a menores tras unos árboles de su parcela. Como nosotros le ocultábamos a mamá lo que hacíamos en secreto y sentíamos miedo de que llegara a saberlo, no estábamos dispuestos a que el señor Peret le fuera con el cuento. Fue por eso que Yesenia, dos años mayor que yo, pero también mucho más despierta en todo, le suplicó a nuestro descubridor que no lo revelase a nuestra madre sino que se confiara presto a nosotros, que bien sabríamos corresponderle con lo que tuviere a bien pedirnos, con la única condición de que se quedase callado.

El señor Peret, siendo desde luego un hombre habilísimo, y viendo que mi hermana le servía las viandas sobre bandeja de plata, supo aprovecharse muy bien de aquella circunstancia e hizo allí mismo pacto con nosotros, con la condición de que no revelásemos a nadie los términos de nuestro acuerdo. Para cumplir con el trato, tendría que ser Yesenia quien primero acudiese a la cita en aquel mismo sitio, en fecha y hora que él mismo fijó. Una semana después lo haría yo. Una vez cumplidas nuestras comparecencias, todos nos olvidaríamos para siempre del asunto. Ese fue el pacto.

Fue mi hermana de trece años la que acudió primero al encuentro. Acostumbrados a engañar siempre a mamá, a Yesenia no le fue difícil inventar un motivo creíble para que ella no sospechase nada, mientras yo me cuidaba de encubrirla . No puedo decir lo que ellos hicieron en la soledad de la campiña porque mi hermana siempre se guardó de decírmelo, aunque lo imagino. Pero lo que si tengo presente como si hubiese sucedido ayer, son las cosas que acaecieron cuando me tocó dar cumplimiento a mi parte. Y de eso es de lo que voy a hablar.

Siendo Peret un hombre práctico y juicioso, era lógico que no deseara arriesgar su reputación demorándose más de la cuenta escondido con un infante. Quizá fue por ello que cuando arribé al paraje, el protohombre ya se hallaba desnudo. Yo iba con los nervios de punta, pero cuando lo vi en tal condición acabé por desmoronarme. Nuestro vecino, con todo el tacto del mundo, comenzó a espolearme el amor propio diciéndome que mi hermana debía ser mucho más valerosa que yo al no haberse opuesto a ninguno de sus caprichos, cumpliendo a cabalidad la palabra empeñada.

Si el fuliginoso patizambo esperaba que sus palabras acicatearan mi ego, es indudable que lo consiguió con creces. Más pronto de lo que pensaba, me deshice de mis ropas para quedar tan desguarnecido como él estaba. Lo demás corrió por su cuenta. Pero si he de decir alguna cosa en su descargo es que Peret no se comportó como el patán que yo esperaba. No. De aquel hombrecito corto de estatura, calvo de la cabeza y de irascible carácter nada quedaba en los momentos de intimidad. Él se transformaba inesperadamente en una dulce fruta; en el jardinero más hábil para podar; en esa chispa fugaz que enciende el fuego de una antorcha apagada. Y por otras muchas cosas innombrables, debo confesarlo, conquistó mis más amplios favores desde aquel día. Y por supuesto, también los de mi hermanita.

Los detalles de lo que sucedió en la intimidad entre nosotros no puedo referirlos más allá de lo que ya he dicho. De alguna manera me siento obligado a honrar la garbosa actitud de Yesenia, que jamás reveló a nadie sus vivencias privadas con aquel hombre. Sólo añadiré dos cuestiones a fin de dar una idea genérica sobre los motivos que tuve para seguirlo viendo después.

Lo primero, como ya dije, fue su escrupulosa y esmerada manera de tratarme. En la intimidad, Peret se transformaba. Así de pronto, sin esperarlo, él era otro ser, experimentaba un cambio, vivía una metamorfosis. Pero lo más sorprendente fue darme cuenta que el tal señor no estaba dotado de atributos masculinos. Aquel hombre era en realidad lo que se conoce como un eunuco. Y aquí voy a exponer una locura. Siempre me he preguntado si el hecho de carecer de órganos sexuales puede en verdad cambiar a esas personas. El señor Peret, al menos, era una muestra genuina de lo que la castración podía lograr.

La segunda cosa era su adaptabilidad. Si, su adaptabilidad. Y no puedo llamarlo de otra forma. Veamos a los ciegos que, careciendo del don de la vista, se adaptan y la sustituyen de un modo práctico mediante el desarrollo de sus demás facultades. Puede que ésta, para algunos, sea una analogía dudosa. Pero eso era lo que sucedía con Peret. El no disponía de un pene ni tampoco de testículos, pero los había sabido suplantar con creces. Se preguntarán cómo puede hacerse tal cosa. Y eso es justamente lo que no he de revelar.

Baste decir que, por una rarísima coincidencia del destino, fue Peret quien desfloró a Yesenia y fue Peret quien me desfloró a mí. Y después nos convirtió a ambos en amantes incondicionales por un tiempo. Pero el desdichado suceso de su muerte repentina terminó abruptamente con nuestros sueños. Mas al final, cuando todo acabó, nos quedó como heredad la agradable evocación de su innegable talento para amar, de sus extraños artilugios y modelos secretos que ya quisieran poseer aquellos que se jactan de todo.

Ciertamente algunos podrían tener en poco los argumentos de un chico precoz e inexperto como yo, poseído por la lujuria y proclive a los subterfugios; pero os aseguro que no es así en modo alguno. Y aunque sé que como siempre los incrédulos irán por delante cuando juzguen lo que digo, ni siquiera ellos podrán atisbar a la gran verdad que encierra mi dicho. La cuestión es simple. Necesitarían vivirlo para creerlo.»

Cuando terminé de hablar, vi que mi tío tenía la boca abierta. Lo miré a los ojos y descubrí que en el fondo de sus pupilas había un extraño brillo de admiración. No sé por qué en ese momento tuve la certeza de que él me había creído. Suspirando profundamente se inclinó hacia mí y me dijo:

-Está bien, Mauro, entiendo que no deseas hablar de eso, pero me pregunto si estarías dispuesto a aclararme una sola duda.

Al ver que mi historia lo había mantenido muy excitado, pues su verga seguía apareciendo dura y jugosa, con el glande rojo e inflamado frente a mí, le respondí:

-¿Qué es lo que quieres saber?

-Es sólo una duda que me quedó –dijo él- ¿Puedo preguntar?

-Claro que sí, tío, adelante. –dije-

Mi tío tragó saliva, y soltó:

-Si Peret era eunuco ¿Cómo hizo entonces para desflorarlos?

Me quedé en silencio por algunos instantes, antes de decirle:

-Te he dicho que él carecía de pene, pero que sabía muy bien suplir esa ausencia con otras habilidades. De mi hermana nada sé, pero lo que te digo de mí no debes dudarlo. –le comenté con seguridad-

-Lo sé, pero… ¿Cómo fue entonces que te desvirgó?

-Bueno, si llamas desvirgar al hecho de que te metan algo dentro, entonces lo hizo.

-No entiendo, hijo, a ver…aclárame eso.

-Si, tío. Tú me preguntaste al principio si me habían metido alguna vez una verga. Y para eso mi respuesta sería no, porque es cierto que nunca me han metido un pene de verdad. Peret, al no tener polla, se ayudaba de ciertas cosas…eran cosas ¿como explicarte? ….artificiales….sí, eso… eran cosas artificiales. –dije-

-Ah, vaya, ya entiendo –dijo él- Y era con esas cosas que te penetraba ¿No?

-Si –le respondí-

-¡Puta! Ahora voy entendiendo. Y supongo que usaba sus manos para introducirlos.

-No. –dije- Él sí usaba sus manos, pero para hacer otras cosas.

-Coño, no jodas. ¡Me he perdido de nuevo! –rió mi tío, intrigado-

-Verás –le dije- Lo que él usaba conmigo yo no sabía que pudiera hacerse.

-¿Qué usaba?

-Utilizaba una cosa que parecía pito, y se la amarraba a la cintura.

-Oh, sí, ya entiendo. Se llaman arneses. Y admito que fue algo muy ingenioso de su parte.

Yo nada respondí. Me limitaba a mirar ansiosamente la polla de tío Eligio, completamente erguida entre sus manos, mientras éste no paraba de acariciarla. Él me dijo entonces:

-Mauro, ahora quiero que tú me escuches.

-Si, tío, adelante.

-Lo que hiciste con ese hombre es algo muy ambiguo, déjame explicarte por qué.

-¿Ambiguo? –interrumpí-

-Si, ambiguo. Para empezar, es seguro que te desvirgó, de eso no tengo dudas. Pero tienes que saber que tu desvirgamiento fue sólo parcial.

-¿Parcial?

-Si, parcial. No fue una desfloración total, chico.

-No entiendo -dije-

-Si me das tiempo te lo explicaré mejor. Para que pueda considerarse que hay un desvirgamiento auténtico y completo, la penetración tiene que ser con una verga de carne. Es más, te debe penetrar por completo, hasta lo más profundo. Tiene que hacerse con una verga así como ésta que estás viendo ahora. –dijo, sacudiéndose fuertemente su polla-

-Ajá. –contesté sonrojado-

-Por eso, cuando se utiliza una pija artificial como lo hizo contigo, y de seguro también con tu hermana, se dice que hubo penetración y puede que hasta desfloración cuando es introducida por primera vez; pero no puede considerarse como un coito total.

-Hummm…pues no sé…

-En tu caso, podemos decir que sí te desvirgó, sobre todo porque te lo hizo muchas veces. Pero nunca te cogió verdaderamente, como debe cogerse en realidad, porque no podía hacerlo.

-Ah, vaya. –comenté- Eso no lo sabía.

-Y entonces –prosiguió- Cuando sólo te han cogido parcialmente; cuando únicamente has vivido eso que tú viviste, se antoja conocer el coito verdadero, el que se hace con una buena verga de verdad ¿No te parece?

-Si, debe ser –comenté con interés-

-Y eso se debe a una razón muy sencilla, hijo. Tú en realidad no has probado jamás una verga de carne. Sentiste aquella cosa que imita un pene, pero eso no es todo, te lo puedo asegurar.

-Si, creo que tienes razón. –convine-

-Y yo creo que lo que verdaderamente te hace falta es esto –dijo, señalando directamente su parada pija -

-Ay tío –contesté embelesado- Yo quisiera sentirla.

-¿Te gustaría?

-Ay sí, sí. ¿Puedo volver a tocarla?

-No, chico, porque es casi seguro que eyacularé, y a mi edad, es difícil lograr otra erección en corto tiempo.

-¿Entonces….?

-Lo mejor será aprovecharse de que está bien parada. –dijo-

-¿Aquí mismo?

-No. Arriba del camión, en el camarote. Allí estaremos más cómodos.

-¿Subo ya?

-Si, subamos. –dijo-

Encaramándonos con desesperación al estribo, fue mi tío quien se encargó de abrir la portezuela del camarote. Nos introdujimos rápidamente al pequeño cubículo, templados y sacudidos por la excitación y la lascivia. Sin haberlo previsto, todo lo que acababa de suceder entre mi tío y yo había puesto un manto de invisible lujuria sobre nuestro primer encuentro en solitario, muy lejos de papá.

Aquella noche, todo había favorecido nuestros planes. Tanto la cómplice y silenciosa búsqueda de un sitio donde escondernos, como la plática indagatoria de mis antecedentes homosexuales, pusieron los primeros toques de sensualidad a nuestro furtivo retiro. Y luego, como feliz colofón, la ardiente confesión de mi antes inconfesable secreto, y la inesperada conclusión de mi tío diciéndome que no había experimentado el verdadero sexo, acabaron por enloquecerme de voluptuosidad.

Fue tío Eligio quien se hizo cargo de dirigir las acciones, como para demostrarme que si de experiencia se trataba, él no se quedaba tan atrás. Entre la nebulosidad de la brama y las ansias que sentía, alcancé a colegir que era posible que él se sintiera celoso por lo que le había referido sobre mis encuentros con Peret.

Tomándome por las axilas me depositó con ternura sobre el angosto lecho de vinil, y me pidió que me voltease de espaldas. Yo obedecí su petición adoptando una actitud de pasivo abandono para dejarle hacer, plenamente convencido de que si habría de entregarme a alguien para que me penetrara de verdad, no podría ser otro que mi propio tío.

Puesto ya de rodillas tras de mí, me cogió por los tobillos y me abrió las piernas en tijera. Sintiendo deseos de ver la forma en que iba a actuar, giré mi cabeza de tal manera que mis ojos no se perdieran de nada. Vi cuando mi tío comenzó a jalarse la polla velozmente, intentando lograr una erección completa. Cuando su pene alcanzó la plenitud, él comenzó a escupir profusamente sobre la palma de su mano, abrazando en seguida su verga por el tronco.

Los tocamientos en torno de su tallo enhiesto no se hicieron esperar, mientras me ponía su mano humedecida entre mis nalgas y comenzaba a verter más saliva en la entrada de mi culito. Las sensaciones que aprecié me hicieron recordar al señor Peret cuando me acariciaba con locura esa parte en la soledad del bosque.

Mi tío debió experimentar ciertas urgencias en su pene, ya que en lugar de seguir actuando con la misma calma y soltura con la que había iniciado, sentíase al parecer obligado a penetrarme lo más antes posible. Comprendí que quizá por lo avanzado de su edad él no podía mantener por demasiado tiempo la erección, y por ello apresuraba la consumación del acto.

Pero por lo que a mí tocaba, ninguna otra cosa me importaba más que sentirme penetrado, traspasado y horadado por una verga de verdad. De modo que dispuesto a cooperar en todo con mi ansioso tío, llevé rápidamente mis manos a mi trasero y yo mismo me abrí las nalgas mientras él, aprovechando muy bien la coyuntura, terminó de embadurnarme la raja con saliva.

Aprestándose a penetrarme se acercó lo más que pudo a mi grupa hasta poner la punta de su hinchada cabeza en la flor de mi culo. Acto seguido, presionó con ella en la entrada de mi esfínter y la empujó con determinación hacia dentro. La invasión del glande me produjo ciertas molestias pero yo no hice caso, pues bien sabía que no había nada que temer.

Después de habérseme hundido la cabeza hasta los relieves del bordecillos del prepucio, mi tío se dejó caer con fuerzas sobre mis nalgas. Sentí su grueso cuerpo posarse sobre mis espaldas y sus sudores mezclarse con los míos, mientras comenzaba a arremeter hacia delante y hacia atrás, batiendo con su polla el hoyo de mi trasero, que a fuerzas de sus embates, se había abierto lo suficiente para albergar por entero el palpitante pedazo de carne.

Algo debió sucederle a mi conducto rectal o a alguna otra cosa en mi interior, pues de repente sentí como si la punta de la cabeza de su polla estuviese siendo aprisionada por algún incógnito orificio de mis intestinos. Como por arte de magia mi tubo posterior empezó a contraerse palpitando frenéticamente, y nuevas y alucinantes sensaciones hicieron presa de mí.

En un arrebato de decisión carnal arremetí con mis nalgas hacia atrás, golpeando con fuerza con mis dos cachetes sus muslos estremecidos. El feroz aporreamiento de que fui objeto por detrás hizo que de mi pito brotaran las primeros efluvios transparentes que daban testimonio de mis más altos instintos de lujuria.

Tío Eligio, por su lado, tampoco pudo sustraerse a los extraños e inéditos apretujones que mi culo prodigaba a la cabeza de su tolete, y endureciendo al máximo su cuerpo sentí que el peso sobre mí aumentaba casi al doble, mientras del orificio de su pene empezaban a surgir los portentosos torrentes de leche que explotaron contra mis abiertas paredes anales como nunca las había sentido.

Aunque no fuera demasiado el tiempo que habíamos tardado aquella vez, mi primera con él, teniendo sexo, sí puedo asegurar que fue algo incomparable y sin igual. A causa de ello, hay que decirlo, había yo descubierto esa cualidad tan desconocida como infrecuente que algunos hombres hemos recibido como si fuese un premio por parte de la naturaleza. Me refiero por supuesto a los "perritos del culo", que años después supe que no es otra cosa que un raro doblez que se forma en la pared profunda del intestino recto.

Esta característica tan atípica y por lo mismo tan poco conocida, y que por razones obvias sólo puede descubrirse en los masculinos homosexuales, produce una dilatación rectal durante la penetración que hace que en cierto momento, alentada por las embestidas del pene, se enrosque a la cabeza de la verga y, habida cuenta su elasticidad, se quede enrollada alrededor del bulbo del prepucio.

Cuando se logra esto, que podría hallarse en los vértices de probabilidad de uno en un millón, la eyaculación del que penetra no tiene parangón, y el macho se descarga en una explosión tan abundantemente pródiga que, una tormenta de nieve podría ser la única analogía que podría utilizarse en estos casos tan fantásticos.

Por eso siempre he sabido que aquella noche recibí mi premio, pero fue un premio doble.

El primer premio fue haber podido probar y deleitarme por primera vez con una verga de verdad, con un pedazo de carne caliente que me traspasara, aunque no tuviera tanto vigor. Una polla de carne que me invadió por dentro e irrigó de leche mis candentes intestinos.

Mi segundo premio consistió en descubrir, por mediación de mi tío, que tenía "perritos". Ese secreto tan grandioso para mi, no develado ni siquiera por el señor Peret, aunque había sido el primero en tenerme, significó ciertamente un gallardete incomparable. Podría decir ahora, después de tantos años, que en realidad era el premio mayor, pues pocos hombres en este mundo caliente pueden jactarse de decir que poseen ese artilugio rectal que yo tengo.

Y bueno, ya para terminar, fue a raíz de otro premio, por cierto, que recibí los beneficios de los dos que he mencionado como iniciales. El premio de aquel viaje que mi padre me había prometido y que supe tan bien aprovechar, cuando las circunstancias se me presentaron.

De tío Eligio sólo puedo decir lo que diría cualquier aprendiz agradecido como yo: que fue un hombre genial que me enseñó lo principal. Me enseñó a no dejar escapar las oportunidades aunque haya escollos por salvar. Me enseñó que el buen humor puede lograr cosas maravillosas en los demás, y también me enseñó a aprovechar cualquier forma de satisfacción, por muy sutil que ésta sea.

Ahora soy un hombre mayor y lógicamente mi tío Eliseo ya no está. Es por ello que saco a colación estas memorias, a fin de que su recuerdo quede al menos en las personas que lean estas humildes líneas.

Es todo.

A.U.H.

Mas de Incestuosa

Paqui y Panchillo

La Mascota

La huésped

Impudicia

Dupla de vida

Animals (2)

Púber

Animals

El Inquilino (3)

El Inquilino (2)

El Inquilino (1)

Juegos Secretos

Locura (2)

Metamorfosis (2) Final

Metamorfosis

Causalidad

Amigas Especiales (02)

Entrampada

Locura (1)

Extraña Complacencia (01)

Precocidad (11 - Final)

Precocidad (10)

Precocidad (09)

Memorias Infantiles

Precocidad (08)

Mi inaudita vida incestuosa (15)

Precocidad (07)

Mi inaudita vida incestuosa (14)

Inconfesables Confidencias (03)

Inconfesables Confidencias (02)

Inconfesables Confidencias (01)

Precocidad (06)

Precocidad (05)

Mi Inolvidable Iniciación (10)

Precocidad (04)

Mi inaudita vida incestuosa (13)

La Expedición (03)

Precocidad (03)

Precocidad (02)

Precocidad (01)

Mi Inolvidable Iniciación (09)

La Expedición (02)

La Expedición (01)

Mi Inolvidable Iniciación (08)

Mi inaudita vida incestuosa (12)

Mi inaudita vida incestuosa (11)

Incesto forzado... pero deseado (07)

Mi Inolvidable Iniciación (07)

Incesto forzado... pero deseado (06)

Mi inaudita vida incestuosa (10)

Mi inaudita vida incestuosa (09)

Mi Inolvidable Iniciación (06)

Mi Inolvidable Iniciación (05)

Incesto forzado... pero deseado (05)

Mi inaudita vida incestuosa (08)

Mi Inolvidable Iniciación (04)

Mi Inolvidable Iniciación (03)

Mi Inolvidable Iniciación (02)

Mi Inolvidable Iniciación (01)

Incesto forzado... pero deseado (04)

Incesto forzado... pero deseado (03)

Mi inaudita vida incestuosa (07)

Incesto forzado... pero deseado (02)

Mi inaudita vida incestuosa (06)

Incesto forzado... pero deseado (01)

Mi inaudita vida incestuosa (05)

Mi inaudita vida incestuosa (04)

Mi inaudita vida incestuosa (03)

Mi inaudita vida incestuosa (02)

Mi inaudita vida incestuosa (01)