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La Mascota

en Grandes Series

La mascota

Por Incestuosa

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elkaschwartzman@yahoo.es

 

La tigre de Bengala,

con su lustrosa piel manchada a trechos

está alegre y gentil, está de gala.

Salta de los repechos

de un ribazo al tupido

carrizal de un bambú; luego a la roca

que se yergue a la entrada de su gruta.

Allí lanza un rugido,

se agita como loca

y eriza de placer su piel hirsuta.

R. Darío.

 

 

Mascota oh gran mascota

animal mal domado

¿no captas el misterio

de tus antepasados?

tu rugido se fue,

a la caza has renunciado

¿a qué infausta ignominia

tus sueños has atado?

E. S.

 

-1-

 

No sé decir por qué, pero siempre que se habla de mascotas, todo el mundo se remite a la iconografía estereotipada que guarda nuestra mente de esos animales.

Se evocan entonces las domésticas imágenes de dóciles y sumisos perros que esconden con egoísmo un suculento hueso bajo el césped de un jardín; las de haraganes y perezosos gatos tirados indolentemente sobre un sofá; las de briosos y esforzados equinos de imponente alzada y trancos vertiginosos; y también, por qué no, la de uno u otro conejo que, imitando al proverbial e insolente Bugs, jamás se cansan de devorar zanahorias.

En esas representaciones se cavila, digo yo.

Y para no dejar, todos ellos siempre dispuestos a hacer la suprema voluntad de sus amos, y por si ello fuera poco, a pervivir entre la abulia, la crueldad y la indiferencia humanas.

Por supuesto que Ady y Julián, para no ser menos, e imitando las costumbres más tradicionalistas, se habían hecho también de una. Pero la suya era una mascota muy distinta. Y cuando digo que era distinta, es porque no era servil, ni haragana, ni de talla magnífica, ni guardahuesos, ni devorazanahorias.

Se trataba más bien de un animal rebelde y avisado, de asombrosa percepción, que rebosaba orgullo y dignidad por todos lados. Era propenso también a hacer perpetuamente su enfática voluntad; condición sine qua non en él. Y Ady, naturalmente, había comenzado a notarlo.

Le habían hecho un espacio en una pequeña casita del patio que le serviría de guarida, pues no era conveniente que viviera con ellos en la casa. Pero Ady intuía que algo no andaba bien en sus relaciones con la mascota. Como que existía una suerte de inquina entre el animal y la chica. Categóricamente, ellos no simpatizaban en lo más mínimo. Era, a todas luces, un caso por demás atípico entre ama y mascota.

Siempre que le ponía la escudilla con comida, él la rechazaba y la volcaba a propósito frente a sus propias narices, en un afán de darse ínfulas de grandeza, o tal vez para hacerla limpiar el piso. Las ocasiones en que por las noches le llevaba el pote con agua para beber, a la mañana siguiente lo encontraba intacto.

A veces, cuando la animaba algún infrecuente gesto de ternura por hacerle una caricia, él la despreciaba olímpicamente, y con pasos lentos y desdeñosos se alejaba de ella como lo hace un torero en el ruedo frente a un astado vencido. ¡Y en muchas ocasiones y con reiteración, se sacrificaba altivamente para no comer de su mano!

Ady había llegado a la conclusión de que la mascota era, ergo, un animal altanero, arrogante y perverso.

Intuía igualmente que esa ausencia de empatía había surgido entre ellos prácticamente desde que su esposo lo había llevado consigo a casa, hacía casi seis meses. Pero lo más extraño era que ignoraba las causas. Y lo comprobaba cuando Julián, los fines de semana, se ponía a jugar con la mascota. Entonces el animal, adoptando otra conducta, se dejaba querer y apapachar, y hasta se veía que le agradaba entregarse a los mimos de su cónyuge.

¡Qué cosa tan rara!

En su momento le hizo saber sus inquietudes al marido, pero él se limitó a comentarle jocoso:

-Oh, cariño, tienes que darle tiempo. Caníbal no es una criatura común, sino un animal muy sensible. Ya verás que pronto se hallará contigo y cambiará de actitud.

Pero ella no estaba tan segura. Y para colmo, le chocaba el nombre que le había puesto. ¡A ella no le agradaba en lo más mínimo el horroroso apelativo de Caníbal! Sonaba terrible. Y no era tan sólo porque se oyera espantoso, sino porque aludía a un ser que le gustaba comer carne humana. Y ella odiaba esas sucias cosas. ¡Maldita sea!

Hacía casi dos años que se había casado con Julián, y al menos por el momento no estaba entre sus planes tener hijos. No, después de la tribulación que los dos habían vivido. A Ady le parecía un sueño que a sus veinticinco ya estuviese casada. De hecho, casi ninguna de sus excompañeras de universidad lo estaba.

Pero la irreflexiva decisión de desposarse con Julián había venido de un embarazo imprevisto. Por desgracia, el fruto se malogró. Y aunque finalmente consiguió terminar su carrera, ahora le movía el deseo de trabajar para estar en lo suyo: el campo de la medicina.

Pero Julián no quería eso. Pasada la tribulación del aborto, él la había convencido de que aguardase un par de años más. Y después, ya verían.

Como corolario, su vida discurría entre la atención a su esposo, el cuidado de la casa, y la diaria rutina de ejercicios en el gimnasio para mantenerse en forma. Claro que como cualquier otra chica, también ella tenía sus secretitos. Pero ese era un foco oculto que no estaba dispuesta a revelarle nunca a Julián. Eso era algo suyo; muy suyo.

Pero lo que no le hacía mucha gracia era tener que soportar la altanería y el desprecio de la petulante mascota. Porque en realidad, el animal no era suyo, sino de su marido. ¡Diablos!

Esa tarde, después de retornar del gimnasio, recibió la llamada de Julián. Le dijo que llegaría tarde porque se quedaría a preparar una reunión. Ady ni se inmutó. A últimas fechas su marido estaba demasiado ocupado con el trabajo. Y ella sabía que el fogoso ciclo de impetuosa pasión había pasado entre los dos. Había pasado, como pasa cada año el ardiente verano.

Luego de colgar, se metió en la ducha. Cuando salió, se puso ropas cómodas y se fue a la cocina. Se preparó un trillado de frutas, buscó algo de leer y se apoltronó en un sillón de la biblioteca. Se encontró con algunos temas underground y eligió uno de los compendios. Aquel género le agradaba. Pronto se prendió con La Máquina de Follar, de Bukowski. Era un relato fascinante.

Los repentinos deseos por ir al baño le hicieron dejar el libro en la mesita y marcharse raudamente al sanitario. Como iba afanosa, ni siquiera se ocupó en cerrar la puerta. Sentada en la letrina y mientras hacía pipí, recordó la última noche en que había tenido sexo con su marido. ¡Maldita sea! ¿Por qué Julián no la había tocado en las últimas dos semanas?

Con esos pensamientos en mente, bajó una mano y la deslizó, lenta, entre sus acalorados muslos. La mantuvo quieta sobre su pubis y cerró los ojos. Podía apreciar la sensación caliente del chorro que se escurría hacia abajo. Un dedo se movió furtivo, recorrió la grieta y se empapó con la tibia humedad de su vejiga. Los suspiros surgieron anhelantes. Iba a hundirlo en el resquicio cuando la faena fue bruscamente interrumpida. Acababa de escuchar un extraño bisbiseo.

Ady levantó la cara para ver hacia la puerta. Y allí estaba, viéndola fijamente. Su mirada brillaba con el fulgor penetrante de un astro nocturno. La reacción de la chica fue instantánea.

-¡Vamos, Caníbal, lárgate de aquí!

La mascota ni siquiera se movió. Su taimada e incisiva mirada no se apartaba de las suaves curvas de sus nalgas. El animal admiraba fijamente los níveos glúteos que, impulsados hacia los lados por el breve peso del cuerpo, aparecían como dos bolas de carne semi aplastadas sobre el grisáceo inodoro de mármol.

Por instinto, Ady detuvo el dren de la vejiga y se alzó de la letrina haciendo un gesto de manos hacia él. Éste, temiendo quizás una agresión, se fue apartando indolentemente de su sitio a paso lento, sin dejar de relamerse el hocico con la lengua. Pero antes de esfumarse echó un último vistazo al algodonoso y oscuro pubis de su ama.

¡Qué cosa tan rara!

La chica se encerró y retornó a su quehacer en el retrete. Y cuando salió, se puso a buscarlo por todas partes. Quería sacarlo al patio; pero antes, le daría con la puerta en las narices ¡No faltaba más!

Pero al parecer, el chimpancé se había hecho ojo de hormiga. Ady, encogiéndose de hombros, se volvió pensativa a la biblioteca. Pronto, la lectura hizo que se olvidara del incidente.

Era poco más de las diez cuando terminó de leer La Máquina de Follar. ¡Pobre Mike el Indio! ¡De nada le había servido tener una polla tan formidable! ¡Jamás se imaginó que su vida habría de acabar a manos de una chica! La lectura le había dejado un buen sabor de boca, y se sentía relajada.

Cerró los ojos y pensó en su marido. Sabía que no llegaría hasta después de media noche. Aflojó el cuerpo y elevó las piernas, doblándolas sobre el sillón. Una de sus manos viajó hasta los muslos e hizo a un lado la tela de la falda. Presionó su entrepierna sobre la braga y se estremeció. Sus ojos se cerraron perezosamente, disfrutando de la caricia.

Los deseos se despertaron como una llama de fuego. Se levantó y se encaminó a su recámara. Entró en la estancia y cerró la puerta. Con toda esa carga erótica en sus sentidos, era obvio que no deseara presencias extrañas.

Se desvistió con parsimonia y se tendió desnuda sobre la cama. Se palpó los senos y tembló. Siempre que lo hacía, tiritaba. Se mantuvo con las palmas apretadas alrededor de las dos rígidas esferas. ¡Era una sensación fantástica!

Insólitamente, no pensaba en Julián. Su imaginación había volado de repente hacia sus inolvidables tiempos de estudiante. En su alterada mente bullían en tumulto las escenas del pasado, y sus vivencias juveniles se desdoblaban intactas; como cada noche que se quedaba sola. Algunas imágenes eran extrañas; otras, fantásticas. ¿Cómo no recordarlas?

Decididamente, había disfrutado más en esas épocas. Y de hecho, añoraba esos tiempos. ¿No era para asombrarse? Estaba casada, pero parecía como si no lo estuviera. ¡Qué curioso era todo! Su vida matrimonial era rutinaria y poco estimulante.

¿Por qué se había casado? ¿Había sido el embarazo una razón suficiente? ¿O la había burlado un espejismo del destino? No lo sabía. Lo único que sabía era que, en el fondo, la unión no había sido lo que ella esperaba. Nunca previó que la frialdad y el desafecto llegarían tan pronto. Porque el alejamiento ya estaba allí. Y el exceso de trabajo. Y las excusas. Y todo lo demás.

Mientras se acariciaba el cuerpo, recordó a sus antiguas amistades. Y entre todas, evocó a una; a la más especial. Era tan especial, que destacaba vigorosamente en sus reminiscencias. Y era también a la que más añoraba. Sobre todo en aquellos intervalos de intimidad; en los inolvodables instantes de subrepticia pasión y onanismo.

Esa amiga era la mejor. Ella sí era intensa, apasionada, encrespada, fogosa. Tanto o más fogosa que ella misma. Con el pensamiento fijo en esa efigie, quiso entregarse en lujuriosa ofrenda a aquel recuerdo; el recuerdo de su amada… amiga.

Sus manos bajaron con tiento por la firme planicie de su vientre. Sus dedos eran ahora como fugitivas falanges perdidas en el remolino de un tornado, girando con locura en uno y otro punto de su corteza corporal. Sus yemas daban vueltas febrilmente alrededor de los pezones, para deslizarse luego hasta el foco del ombligo, e ir a mudarse trémulas hasta el bordecillo de su triángulo piloso.

Ahora, el tiempo se había detenido. En la estancia sólo se oían los murmullos de sus ansiosos gemidos. Avanzó con desesperación hasta el ducto cerrado de su entrepierna. Ella misma se abrió la puertecilla rosada e insertó con delicadeza el dedo mayor. Sus ojos se cerraron con fuerza ante el feroz arrebato de la turbadora caricia.

No quiso avanzar hacia dentro, sino que prefirió concentrarse en el botoncillo que surgía vibrante en la cúspide de los labios superiores. Lo capturó y allí se apostó. Comenzó a prodigarle molinetes vertiginosos con las yemas. La sensación era letal. Sus piernas se cerraron con ardor oprimiendo la mano intrusa.

Muy pronto llegaron las agonías, y una abrupta y desbocada pasión hizo brotar el primer espasmo como un torbellino. Ady se dio la vuelta para quedar boca abajo. Sin dejar de prensarse la mano con los muslos, volvió a gimotear de placer. Dobló las corvas y lanzó los pies hacia el aire. En una delicada constricción de su cuerpo, sollozó de nuevo, como invocando una presencia desconocida.

De repente se quedó quieta. Sólo se escuchaban sus jadeos. Su tembloroso cuerpo yacía sobre el lecho absorbiendo las vibraciones del inmenso clímax. Pero alguien más jadeaba al unísono; casi al mismo ritmo de sus propios espasmos. Y Ady lo notó al instante.

Moviéndose sobre sí con rapidez, lo distinguió allí, parado junto a la cama. El antropoide la miraba con fijeza. Eran sus ojos como dos intensos puntos ardientes, aunque aparecían pequeños y aguzados. Pero había algo en esas pupilas que daba la impresión de quemarle la piel.

Un súbito estremecimiento de cólera se apoderó de la joven doctora, que sin preocuparse por cubrir su cuerpo, se levantó como loca y le espetó un terrible ¡Fuera de aquí!, que el primate captó al instante. Pero el animal no pudo abandonar el cuarto. La puerta se hallaba cerrada.

Desnuda como estaba, Ady se encaminó presurosa hacia el umbral y le abrió la hoja de par en par. Antes de salir, la mascota le lanzó una mirada tan penetrante, que la chica pensó que en sus ojos había ardor… un ardor perverso. Y también una rara agudeza. Una agudeza demasiado extraña.

Pero lo que más le fastidiaba era no saber el modo en que la mascota había franqueado el dormitorio. ¿Por qué estaba dentro de su recámara? ¿Qué era lo que buscaba? ¿Por qué actuaba tan extrañamente?

Por más que se lo preguntó, no encontró una respuesta.

¡Maldita sea!

 

 

-2-

Aquella mañana, Ady se levantó de buen talante, y no era para menos. El día anterior, su amiga Popys le había telefoneado para decirle que la visitaría por la tarde. Popys, a quien jamás llamaba por Popea, su verdadero nombre, era su más querida excompañera de colegio, y continuaba siendo, naturalmente, su amiga favorita.

Se habían conocido desde los tiempos preparatorianos y cursaron juntas la carrera de medicina. Y a pesar de que Popys seguía soltera, no por eso dejaban de frecuentarse a menudo. Entre ellas, en realidad, existía algo mucho más fuerte que la amistad.

Popys llegó poco antes de las siete; y Ady, como siempre, se había preparado para recibirla.

Se sirvieron café y panecillos calientes, y los degustaron en la intimidad de la sala. Conversaron alegremente de muchas cosas, y de pronto, el tema derivó involuntariamente hacia la mascota.

Ady aprovechó entonces para contarle a su amiga la enigmática actitud del primate, y la aprensión que la embargaba cuando se quedaban solos.

-¿Pero, por qué será así? –preguntó Popys- No es normal que una mascota se comporte de esa manera. Aunque hay que admitir que ésta es de una especie distinta.

-Lo sé, y se lo he dicho a Julián. Pero él no le da tanta importancia a eso.

-¿Y no sería mejor que se buscaran otra?

-No estoy tan segura que Julián lo quiera así. Entre ellos existe entendimiento y se ve que hasta se quieren. Por lo visto, la ojeriza es conmigo.

-Oh, qué cosa tan rara. –comentó Popys- Entonces tendrás que estar atenta a su conducta, no vaya a querer atacarte…

-Ay ni lo digas. Hasta ahora no ha intento nada, pero sí siento ese temor.

Mientras las dos amigas se servían más café, una encorvada sombra se movió furtiva, perfilándose escurridiza y encubierta tras el muro de la cocina.

-Pero fíjate que lo que más me enfadó fue aquella vez que le dio por observarme. –le confió Ady de repente-

-¿Observarte?… ay amiga, ¿qué estás diciendo?

-Si. El maldito mono me observa; me mira... ay no sé cómo explicártelo…

-Pero Ady, ¿qué te ocurre? ¡Eso no puede ser! -dijo Popys sorprendida-

-Claro que sí. El chango lo ha hecho. ¡Y no sabes cuánto me disgusta!

-¿En serio?… ¿y cómo ha sido? –preguntó Popys desconcertada-

-Bueno, no te lo podría explicar…o mejor dicho, sí, pero…

-A ver…a ver… ¿por qué no te calmas y me lo cuentas despacio?

Ady tomó otro sorbo de café y contestó:

-Es que no sé como decírtelo. La primera vez fue en el baño. Creí que estaba sola y dejé la puerta abierta.

-Oh, ¿Y te vió?

-Si, me vió. Me vió toda el condenado. Me estuvo observando mientras hacía pipí.

El rostro de Ady se puso rojo, y también el de su amiga.

-Ay, Ady… ¿Y qué hiciste? –preguntó Popys-

-¿Pues qué querías que hiciera? Lo amenacé y se fue; aunque me pareció que no quería dejar de mirarme. Había algo raro en sus ojos que no me gustó. –explicó Ady-

-¿Algo raro? ¿Qué quieres decir?

-No lo sé…. no sé que era…pero lo ví.

-Bueno. Puede que le hubiera extrañado verte así; sin ropa. No me vas a decir que te desea, ¿no? Recuerda que después de todo, es sólo un animal. –dijo Popys sonriendo-

Ady dudó.

-Lo sé; lo sé. Pero tendrías que verlo para que me comprendas. –contestó Ady-

-Ay, amiga, no me vayas a salir ahora con que tu mono también habla. –dijo Popys en tonillo burlón-

Ady sonrió y dijo.

-No, nada de eso. Sólo te cuento mi percepción, porque poco después, volvió a suceder.

-¿Lo hizo otra vez? Pero… ¿cómo...?

-Fue esa misma noche, después de lo del baño. Estaba sola y estuve leyendo un rato. Cuando me dio sueño, me fui a mi cuarto y me acosté. Pero antes, había cerrado la puerta. Por eso se me hizo muy extraño verlo dentro del cuarto.

-¿Y qué fue lo que sucedió?

-Que de repente lo descubrí. Estaba allí dentro, observándome fijamente.

-¿Estaba dentro de tu recámara?

-Como lo oyes. Estaba allí, viéndome con esa mirada extraña. Sus ojos eran como de lumbre…como de fuego. Yo misma pude verlo.

-Ay, amiga…la verdad que todo eso es increíble.

-Lo sé, pero no estoy mintiendo.

Popys se quedó pensativa unos instantes.

-Bueno, ¿y ya se lo dijiste a Julián? –le dijo de repente-

-¿A Julián? ¿Y para qué?

-¿Cómo que para qué?

-Ay Popys, es que ya sé lo que me va a decir…tú ya lo conoces…

-Entiendo. –dijo Popys- Piensas que tu marido no te lo creerá ¿No es así?

-Si, eso creo. Pero dime. ¿Qué harías tú si fueras él? ¿Acaso no reaccionarías de la misma manera?

Popys no contestó. Reflexionaba en lo que Ady le acababa de preguntar.

-Si… creo que tienes razón. –dijo al fin- Será inútil que se lo digas.

-Por eso no lo he hecho, y no lo haré –dijo Ady-

-Bueno, pero entonces ¿Por qué no te deshaces tú misma de esa… cosa?

-Porque no quiero tener problemas con Julián. Si lo hago, sé que habrá dificultades.

-Hummm…pues qué lío, amiga. Entonces no te queda más que vigilar de cerca al mono ese. Aunque no creo que te quite nada con mirarte desnuda ¿eh? –dijo, sonriendo pícaramente-

Ady también sonrió. Sabía que Popys tenía razón. Pero había algo extraño que no la convencía del todo.

Popys, en un intento por cambiar de tema, le dijo:

-Oye, por cierto. ¿Qué has sabido de la loca de Elidé?

-Nada tú. Lo último que supe fue que se embarcó para el oriente poco después de la graduación. Ya sabes; la doctora Elidé y sus locuras. Siempre soñó con atravesar el océano en buque… y se le concedió, jajajaja.

-Jajaja, si…y creo que se le concedieron también muchas otras cosas. ¿No crees? –dijo Popys, haciéndole un guiño-

-Pues… algo he oído decir de esos…viajes… pero no sé….no estoy tan segura de que allí…

-¡Oh, pero claro…claro que sí, amiga! Nadie podría hacer una travesía de tantos meses sin que los deseos no le dominen. –dijo Popys, riendo entre dientes-

-Ay tú, pero… ¿será verdad todo lo que dicen? –dijo Ady dudosa-

-¿Y tú qué crees?

-Pues no sé…

-Pero yo sí. Y ahora deja que te cuente algo que no sabes. –dijo Popys, adoptando un gesto de formalidad-

-Ay sí, ya dímelo.

La sombra volvió a moverse tras la arista del panel.

Popys dijo, retomando el parlamento:

-Pues mira. Supe por alguien que ha tenido contacto con eso, que en los trayectos suceden cosas raras…

-¿Cosas raras? No me digas.

-Si, Ady. Al cabo de unos días de navegación, algo extraño sucede. Es como un síndrome que se posesiona de los pasajeros, tal vez de los más sensibles, de los más propensos…tú ya sabes…y después de las primeras semanas, su conducta se transforma.

-No me digas que…. ¿les da por hacer eso?…

-Exacto. Pero de un modo bastante extraño.

-¿Si? ¿Cómo?–preguntó Ady-

-La promiscuidad surge. Se rompen las reglas y se juega a los intercambios. Hay transgresiones de sexos, permutas de parejas, orgías, y todo eso. Nadie sabe estadísticamente el por qué se da más en las travesías por barco… pero sucede. –dijo Popys-

-¿No será que la causa proviene del mar? –comentó Ady jocosamente-

-Nadie lo sabe. –respondió su amiga- Pero si así fuera, entonces yo quisiera ser sirena…jajajajaja.

-Jajajaja.

Luego de reír a carcajadas, Ady frunció el ceño, pensativa.

Las pláticas con su amiga la hacían sentirse complacida y feliz, despertándole una sensibilidad adormecida. Siempre que se juntaban, le animaba un raro efecto de euforia que le colmaba el pecho. De temas insulsos, derivaban sutilmente hacia tópicos más sensuales. Y eso ya era costumbre entre las dos. Y lo curioso es que Popys sentía lo mismo.

De hecho, lo que ellas experimentaban no era algo nuevo. ¿Para qué negarlo? Lo habían venido refrendando desde sus épocas universitarias. Y además, les gustaba…y desde luego lo disfrutaban. Para eso, ambas eran muy sensibles. Sensibles y pícaras. Tanto que, en muchas ocasiones, habían ido más allá de lo convencional; más allá de lo permisible.

No esquivaban en absoluto cualquier coyuntura para estar juntas, porque siempre que lo hacían se despertaba en ellas una ansiosa voluptuosidad donde el erotismo y la sensualidad se hacían visibles. Y las dos lo sabían.

Era extraño, pero desde muy jóvenes habían descubierto esa rara liga que las vinculaba de un modo irresistible. Y las dos se guardaban muy bien de disimularlo. Al fin y al cabo que para las mujeres era mucho más fácil aparentar las cosas. Desde el comienzo de los tiempos, siempre lo había sido. Lo de ellas era muy distinto a una relación entre hombres.

Las dos sabían que cuando se veía a dos hombres convivir más de la cuenta, tal relación era por lo general estigmatizada por la gente. Pero no sucedía lo mismo cuando se trataba de mujeres. Nadie veía mal que dos chicas mantuviesen un concierto de esa naturaleza, sino todo lo contrario. Y ellas habían aprovechado muy bien la circunstancia. Y desde entonces, se habían vuelto inseparables.

La oculta mirada tras la pared seguía fulgurando extrañamente. Pero ninguna de los dos lo advirtió.

Ady retomó el hilo de la plática.

-Entonces debe ser grandioso el aquelarre el que se arma ¿No?

-¡Ya lo creo! Y en ese aspecto el ambiente es algo extremo. Lo raro es que nadie se juzga, participe o no. En las travesías, por lo regular, cualquier cosa es permitida. Es como una regla no escrita; un valor entendido, o algo así. ¡Y eso no suena tan mal! –dijo Popys con cierto morbo-.

Ady sonrió. Estaba de acuerdo con ella. Su open mind, al igual que el de su amiga, le hacía entender esas cosas con mucho más facilidad.

-Quiere decir que la caliente de Elidé debió agasajarse a su gusto, ¿no crees? –comentó Ady, riendo alegremente-

-Ay pues claro. ¿Qué esperabas? La conoces tan bien como yo –se carcajeó Popys-

Ady se levantó y fue a asomarse a la ventana, volviendo en seguida al sillón.

Repentinamente, cambiando de voz y de actitud, Popys le preguntó:

-¿Hoy a qué horas vendrá?

Ady entornó los ojos antes de decirle:

-Hoy no llamó. Pero últimamente no llega antes de media noche.

Popys alzó la mirada para ver el reloj de pared. Apenas iban a dar las nueve.

Las dos mujeres cruzaron miradas intensas.

Un poco más allá, la sombra extraña continuaba con la vista clavada en las dos chicas.

-¿Cuándo fue la última vez? –preguntó Popys, con un ligero temblor en los labios-

-Ay, linda…ya tiene más de dos semanas.

-Es increíble. ¿Por qué lo permites?

-Le digo, pero se duerme rápido. Su argumento es el cansancio. ¿Qué puedo hacer? –dijo Ady-

-Pero querida… entonces debes intentar otras formas…tú sabes…

-Procuro hacerlo… créemelo; aunque no es lo mismo.

-Eso lo sé. Pero por lo menos te ayudará a... ¿ujummm?…

-Si… apenas hace dos días que...

-Ajá.

Popys se le acercó y se acomodó junto a ella. Sus miradas estaban clavadas, sus mejillas aparecían enrojecidas, y el rigor de sus ansias era patente.

Los tibios soplos de sus agitadas respiraciones se entretejieron, y la roja boca de Popys buscó desesperadamente la de su amiga. Ady suspiró ansiosa mientras sus brazos rodeaban la espalda de la otra, atrayéndola con fuerza sobre sí. La caricia fue prolongada y los susurros de pasión llenaron rápidamente la estancia.

Después de besarse frenéticas, las dos amigas se separaron y marcharon abrazadas al dormitorio. Su andar era apremiante. Antes de entrar Ady volvió a estrujarla y se fundieron otra vez en un rabioso y espectacular beso que pareció trasponer la eternidad. Sus cabelleras revolotearon al aire ante los bruscos movimientos de las cabezas, al tiempo que los gemidos no dejaban de arrullar el idílico preámbulo de un encuentro.

Habiéndose detenido en el umbral, las manos de Popys buscaron con ansiedad las nalgas de Ady, y comenzó a apretarle los glúteos por encima de la falda. La anfitriona cabeceaba mientras le metía la lengua en la boca; y su receptora, en ávida correspondencia, abría los labios al máximo recreándose con la feroz intrusión lingual en su salivoso interior.

Siempre que estaban juntas se transportaban a otra dimensión. Se mantuvieron entrelazadas por un buen rato, pero el ímpetu que experimentaban por tenerse era más salvaje que cualquier cosa. La misma Ady, turbada y extasiada por la lascivia, fue llevando a su amiga hacia su propia cama sin siquiera ocuparse de la puerta.

La tumbó sobre el lecho y comenzó a desvestirla con apremio. Los pantalones de mezclilla de Popys fueron a dar al piso junto con su blusa de pana. Después fue su portatetas y luego su braga los que cayeron encima de sus demás vestiduras. Con un apresuramiento que ni ella misma entendía, Ady empezó a quitarse la suya. Lo hacía con urgencia manifiesta; síntoma de no poder contener su liviandad desbordada.

Habiendo quedado como Eva antes de pecar, las amigas se volvieron a abrazar haciendo gala de ese irracional desenfreno que tanto avivaba el fuego de sus sentidos.

Pero fue Popys la que ahora se ocupó en llevar la parte activa. A Ady, al parecer, sólo le tocaba desnudarla. Pero de allí en adelante era la otra la que actuaba en mandato, y su amante únicamente obedecía, concretándose a recibir las imperiosas caricias y las órdenes sexuales de su compañera de libídine.

Sus cuerpos de blanquísimas carnes se convirtieron de pronto en dos masas corpóreas que se fundieron en una sola. Enlazadas en furioso arrebato, la rubia Popys se deleitó en chupar las enhiestas tetas de su excondiscípula, mientras ésta se debatía entre lascivos jadeos de placer.

Cuando los redondos pectorales de Ady dieron muestras de hallarse saciados de tanto palpamiento, Popys dejó de manosearlos para concentrarse en lamer un poco más abajo. Con avidez fue recorriendo la piel estremecida del vientre de Ady, que no dejaba de gemir encendida en un caldero y a punto de estallar como un petardo.

Fue ella misma quien se abrió de piernas poco a poco, implorando a su amante que centrase su atención en la gruta, que estaba a punto de hacer erupción. Entendida para eso, Popys metió la cara entre los muslos divididos y abrevó con locura los elíxires tibios que emergían de la hendidura de su amiga.

Los gritos que exhalaba Ady podrían haberse oído en toda la casa, pero las dos sabían que nadie las molestaría. Popys seguía mamando la húmeda gruta de su amiguita, en tanto ésta había corrido la mano hacia la vulva de la otra, encargándose de dedearla con fruición.

Cuando Ady le gritó a su colega que explotaría, ésta arreció los embates con la boca sobre su roja fisura. El orgasmo le llegó como un furioso aluvión, y sus lamentos aumentaron de tono. Popys le insertó la lengua hasta el fondo, versada de que su amiga lo disfrutaría hasta el delirio como si fuese un pene removiéndose en sus profundidades.

Los espasmos se prolongaron aún más cuando Ady, como si estuviese demente, enganchó las piernas alrededor del cuello de la otra y empezó a repegarle la cuca a la boca. Entonces Popys, comprendiendo sus lujuriosos anhelos, volvió la punta de su lengua al botoncito del clítoris y comenzó a relamer el rico capullito con pausados repuntes.

Los suspiros y sollozos de Ady no se hicieron esperar y Popys, conociendo en el acto que su amiga explotaría otra vez, acrecentó el ritmo de las acometidas. El estallido fue tan bárbaro, que Popys tuvo que salirse materialmente del hueco que formaban las piernas de su amante, pues ésta, transportada al más delirante paroxismo de la brama, las apretó salvajemente en torno a su cuello, impidiéndole respirar.

No deseando privarla de sus caricias en los instantes sublimes, Popys fue hasta sus labios y le plantó un ansioso beso de lengua que la otra recibió con avidez, mientras su cuerpo se tensaba como pértiga, gozándose y saciándose entre brutales sacudidas orgásmicas.

Las dos mujeres seguían embelesadas prodigándose caricias mutuas con sus lenguas palpitantes. Y aunque Ady aún no estaba llena, era Popys la que ahora ansiaba venirse. Comprendiendo al punto sus afanes, Ady se dispuso a acariciarle primero la raja. Sus dedos iban y venían golosos a lo largo del húmedo resquicio, hasta que Popys se dejó caer de espaldas sobre las sábanas, haciéndole una señal.

Ady, sometiéndose por costumbre al influyente dominio de su amiga, se tendió junto a ella y esperó. Popys actuó de inmediato incorporándose presta, y se amoldó a las piernas de Ady abriéndose angularmente para quedar prácticamente cruzadas en tijera, de tal suerte que las vulvas se encontraron frente a frente, como se contraponen dos horquetas en un yugo duplex.

Lo que siguió fue un aquelarre de proceloso goce lésbico que no se puede comparar con nada. La insólita plasticidad de la entrega era francamente apetitosa. De repente, ambas se dieron a frotar furiosamente los pubis y las rajas, entrelazando el encrespado vello de sus conchas, restregando sus transpiradas ingles y friccionando alternativamente sus extraviados clítoris.

De cuando en cuando se inclinaban hacia delante y pegaban sus sobrecogidas bocas para casi comerse los labios; mordiéndose, chupando y sorbiendo sus savias salivales en un extravagante intercambio de licores bucales.

Varias veces repitieron la maniobra hasta que Popys, no pudiendo aguantar más, le anunció a su amante que estallaría. Ady, deseosa de complacerla, arremetió con su entrepierna la bragadura de la otra y comenzó a moverse en un diligente y feroz roce vulvar, como si fueran las aspas de un molino en plena actividad.

Popys explotó casi de inmediato y sus lamentos salieron de su boca como alucinantes gritos en medio de la selva. Sin dejar de moverse, Ady intensificó las acometidas sintiendo que también se venía. La descarga la alcanzó poco después y su cuerpo se abandonó al dulce encanto de los temblores febriles.

Sus bocas se volvieron a buscar con codicia y sus besos se transformaron de pronto en lúcidas señales de agradecimiento. Permanecieron abrazadas tiernamente, como dos amantes plenas y satisfechas, fraguando sin pudor el siguiente encuentro donde habrían de volver a rendir tributo a Safo.

Pero por ahora, sabían que ya era tiempo de separarse. Fue Ady quien actuó primero, moviéndose hacia la mesilla de la cabecera para consultar el reloj.

Sin más, la joven lanzó una exclamación de sorpresa. ¡Acababa de ver a la mascota dentro de la habitación!

En efecto, allí estaba el chimpancé, con los ojos brillantes y la cara atenta, observándolas de cerca. ¡Tan embebidas estaban en lo suyo que nunca lo notaron!

Fue Ady quien le arengó furiosa:

-¿Qué haces aquí, Caníbal? Vamos, lárgate… ¡Fueraaaa!

Popys observaba al animal con más curiosidad que temor. Esta vez había comprobado lo que su amiga le había dicho.

El primate se dio la vuelta con calma, sin prisa, y se alejó rumbo a la puerta abierta.

-¡Oh, Ady, lo siento; se nos olvidó cerrar! –dijo Popys-

-No te preocupes. De todos modos él se da sus mañas para entrar –contestó Ady-

-Ay cariño, yo quiero decirte algo. –comentó Popys, como si le fuese a exponer un secreto-

-Claro, linda, adelante.

-¿Viste como se le salía esa cosa de allí?

-¿Cuál cosa? ¿La de allá abajo?

-Ay sí, ¿Cuál otra?

-Pues sí. Ya he visto que se le pone así cuando me mira sin ropa. –dijo Ady-

-Ah, bribona; eso no me lo dijiste. –sonrió la otra-

-¿Y para qué?

-¿Cómo que para qué?

-Ay, Popys, no me digas que te gustó verle eso…

-¿Y por qué no? –dijo Popys, sonriendo pícaramente-

-Pues….no sé…a mí no me llama la atención…

-Ay mira, no empieces con eso. Sabes bien que yo no me espanto de nada, ni tú tampoco. –dijo Popys-

-Jajajaja…ya lo sé, linda; sólo bromeaba. –rió Ady, con su natural encanto-

Las dos se quedaron calladas mirando hacia la puerta. Pero el animal había desaparecido.

Comenzaron a vestirse entre bromas y cuchicheos. La suya era una linda y entrañable amistad que rebasaba lo convencional.

Poco después, ambas se despedían en la entrada del jardín.

-¿Me llamarás? –dijo Ady-

-Lo haré, querida.

Cuando Popys se hubo ido, Ady se apresuró a regresar al dormitorio. Faltaba poco para la media noche y Julián no tardaría en llegar. Debía encontrarla dormida, aunque tuviera que fingirlo. Aún cuando esperaba que a él le apeteciera tener relaciones, no deseaba exponerse ni tampoco dar lugar a la desconfianza. Comenzó a arreglar la cama y a poner las cosas en orden.

No era conveniente generar sospechas.

Ya acostada, pensó en Caníbal. Y también en lo que Popys le había dicho. Pero ella le había visto ya antes esa cosa. Siempre que se acercaba para mirarla, se la veía. Y no podía negar que vérsela le provocaba algo raro. Pero aún no sabía qué era. ¿O sí?

Pensando en eso, se fue quedando dormida.

 

 

 

-3-

La invitación le había llegado de improviso, y sólo faltaba ver lo que decía Julián. Ella sabía que a él no le agradaba tanto que saliera sola, pero trataría de convencerlo. Después de todo, hacía tiempo que no viajaba, y para variar, se aburría mucho en casa. De no ser por los ejercicios aeróbicos que la despejaban un poco, no hubiera sabido qué hacer.

Por otra parte, no deseaba empolvarse. A casi dos años de haberse graduado, no había tomado ningún curso. Y ahora que le invitaban a éste, Ady podría actualizarse. Decidida a asistir al evento, esa misma noche se lo comentó a su marido. Contra todo pronóstico, Julián accedió sin vacilaciones. Incluso le dijo que se tomara un par de días más si así lo deseaba.

No es que a Ady le disgustase reconocer las virtudes de su esposo, pero su inesperada reacción la dejó perpleja. Le sorprendía que de repente y sin más preámbulos, él hubiese cambiado su modo de ser. ¡Qué cosa tan rara!

Pero lo que ella más anhelaba era ir a ese curso. Y era una lástima que Popys no pudiese ir también. Pero su amiga tenía que quedarse interna por unas semanas en la especialidad que estaba cursando.

Tres días después, habiendo hecho las reservaciones de rigor, el mismo Julián la trasladó al aeropuerto; y esa misma tarde, Ady volaba a Cartagena. Yendo desde Bogotá hay más de setecientos kilómetros por carretera hasta Cartagena, pero ella había preferido tomar un vuelo que, en poco más de una hora, la pondría en su destino. Quería aprovechar su estancia allá para ir a la playa y tomar algo de sol. ¡Qué delicia!

Llegó al hotel y se hospedó. Luego de deshacer la maleta bajó a cenar, y después se fue a dormir. Al otro día se enroló en el curso desde temprano y no volvió al hotel hasta entrada la noche. Era cansado permanecer todo el día entre conferencias y exposiciones. Pero a Ady le agradaba aquel ambiente. Era lo suyo.

El segundo día de sesiones, en un receso entre temas, Ady conoció a un colega que desde el principio del evento había estado mirándola insistentemente. Se había acercado a ella con un vaso en la mano, y le había convidado a tomar una soda. La chica aceptó y entablaron la plática. En el fondo, el hombre no le había sido del todo desagradable. Además, ella no tenía con quien conversar.

Charlaron durante todo el receso y quedaron de volver a verse en el siguiente break. Al final del día, ya habían trabado amistad. El hombre, un médico de treinta y cuatro llamado Huber, había sido atractivo a los ojos de Ady. Y aunque ella pervivía entre su apagado matrimonio y su fogosa relación con su excondiscípula, lo cierto es que no le desagradó la idea de gozar de una posible escaramuza con aquel tipo tan simpático.

Por ello, cuando la invitó a cenar esa noche, la joven no se negó. Él la llevó hasta un bucólico sitio de playa desde donde se divisaba el oleaje en el horizonte, y podía escucharse el ir y venir de las olas cuando golpeaban la arena. Aparte de la comida hubo también sonido de copas, de tal suerte que al filo de la media noche, medio embriagados, dejaron el lugar y él la llevó al hotel.

Cuando llegaron, fue la misma Ady quien lo invitó a subir. Ya en la habitación y estimulados por la bebida, los dos se entregaron sin barreras a la pasión.

Huber la desnudó con sapiencia, como quien le quita los velos a una estatua muy apreciada, y luego de desvestirse, se recostó junto a ella. Los amantes se abrazaron con pasión y empezaron a besarse codiciosos. Casi en seguida, Huber fue bajando por las blancas piernas recorriendo la epidermis con su lengua. Iba chupando y lamiendo sus carnes mientras sus manos no dejaban de apretarle las tetas con fuerza.

Ady quiso echar mano a la herramienta del médico pero éste la eludió, y como que hizo un ademán para alejarse un poco de ella. La chica carraspeó confundida, pero él se limitó a mirarla sin hacerle caso. Después, Huber se bajó hasta sus muslos y le hundió la cara entre las piernas.

Al sentir la irrupción de la tibia lengua hurgando entre su pubis depilado, la chica se olvidó momentáneamente de todo y se abandonó de espaldas al lecho para recibir las caricias de su amante ocasional.

Éste, sin duda versado en las artes del chupeteo, le abrió las piernas y la obligó a levantarlas sobre sus hombros, iniciando una serie de lamidas transversales que le provocaron magníficas sensaciones de placer. Muy pronto el primer orgasmo la tomó por sorpresa y estalló en la propia boca de su abductor, sin que éste se apartara para nada de su vulva.

Una vez más y sin pensar en las treguas, Huber retomó el chupeteo e incrementó la violencia de sus lamidas, mientras Ady se revolvía como una serpiente en pleno celo. Sólo que ahora el hombre quiso ayudarse utilizando los dedos. Encaminándolos hasta el trasero de la doctora y abriéndole los cachetes de las nalgas, insertó el más largo entre las magníficas colinas nacaradas.

Ady gimió al sentir el contacto y se relajó lo más que pudo para recibirlo dentro. Huber, con toda calma, inició el consabido giro de la punta entre la arrugada piel de la entrada, en tanto con la lengua seguía lamiendo la humedecida gruta de la cachonda mujer.

No tardó mucho en empujar el dedal hasta dentro y pronto se perdió en el fosco conducto de la chica. Entonces Huber comenzó a moverlo en giros lentos que se fueron hiciendo cada vez más vertiginosos; tanto como los clamores de la joven, que más pronto de lo que esperaba estalló en el segundo orgasmo duplex de la noche.

A pesar de las descargas, lo que más deseaba Ady en esos momentos era que Huber se le encimara. ¡Deseaba tanto sentir su pene traspasando sus carnes! Fue por ello que al darse cuenta de que el hombre quería seguir con la boca soldada a su fisura, decidió comentarle:

-Oh, Huber…ya quiero sentirla.

El hombre se puso serio, pero detuvo sus acometidas bucales. Ella lo miró a los ojos, esperando una respuesta. Pero él permaneció silencioso, en actitud inmóvil. Ady le dijo:

-¿Ocurre algo?

El tipo sólo asintió, pero nada dijo. Entonces Ady, decidida a hablar con él, volvió a intervenir:

-Vamos, Huber… ¿Qué es lo que pasa?

Él alzó la vista y la miró. Ady, deseando clarificar lo que sucedía, quiso mirar en su entrepierna buscando ansiosamente el pedazo de carne que tanto anhelaba. Pero lo que vió la hizo palidecer.

Huber, dándose cuenta de que ella lo había descubierto, no tuvo más remedio que enfrentar la situación, diciéndole:

-Lo siento, linda…debí decírtelo, pero no me atreví…yo…no sé… cómo explicártelo…

Ady, haciendo un esfuerzo, intentó calmarse antes de responder:

-Si…entiendo…no te preocupes.

El médico movió la cabeza en señal afirmativa. Ella dijo:

-¿Te sucede eso….siempre…?

-Si.

-¿Y no sabes por qué?

-Bueno… en realidad, sí. El problema es de tipo mental y recibo terapias regularmente.

-Oh –susurró ella-

El hombre continuó:

-Nací con el pene tan pequeño que yo mismo, en el momento preciso, lo inhibo mentalmente… y ahora….ahora ya no reacciona.

La chica se puso seria. Él dijo a modo de disculpa:

-Siento…siento mucho dejarte así, Ady…

-Oh, bueno…la verdad es que ya tuve dos orgasmos…así que…

-¡No! –interrumpió él, gritando- ¡Lo que yo quiero es que tú tengas un orgasmo en forma! ¡Eso es lo que quiero! ¿Entiendes?

La joven se estremeció. No esperaba esa dosis de neurosis por parte del hombre. Por eso, intentando tranquilizar las cosas, sólo dijo:

-Pero para mí está muy bien así. Lo digo de verdad.

Los dos se quedaron silenciosos. La magia se fue rompiendo poco a poco, y fue Huber el primero en levantarse y comenzar a vestirse. Ady no intentó impedírselo. Se sentía quizás tan mal como él, y sabía que lo mejor para ambos era separarse. Necesitaba descansar…y también pensar.

Poco después el tipo se despidió fríamente de la chica y abandonó la habitación.

Los días que siguieron, Huber sólo la saludaba de lejos en el curso, pero no intentó acercársele. Ella, por su parte, tampoco sentía ganas de interactuar con él. Cuando el evento terminó, quiso retirarse en seguida sin quedarse al acto de clausura.

Por la noche no quiso salir a ningún lado y decidió encerrarse en su habitación. Estaba decidida a tomarse los dos días que Julián le había ofrecido, pero por ahora necesitaba relajarse.

Al día siguiente, cuando se hallaba desayunando, el altavoz le anunció que tenía llamada. Era Julián. Quería saber si se quedaría el par de días que habían convenido. Ella le dijo que sí; y luego de intercambiar algunas frases, se despidieron con un beso.

Cuando acabó de comer subió a su habitación para asearse los dientes. En el momento que tocaron a la puerta, ella se encontraba en el sanitario. Terminó de lavarse rápido y fue a abrir. Se sorprendió cuando vio a Huber tras el umbral, acompañado de otra persona. A Ady le fastidió verlo allí, sobre todo porque no iba solo. Pero Huber le sonrió amablemente y le presentó en seguida a su acompañante.

-El doctor Juan Moara…la doctora Ady Neváres.

Luego de los saludos, ella le preguntó:

-¿Qué te trae por aquí, Huber? Pensé que te habías ido de Cartagena.

-Oh, no; aún estaré varios días en la ciudad. Mi amigo –dijo, señalando al otro- me ha pedido que le ayude con algunas cosas.

-Qué bien. ¿Te puedo servir en algo? –preguntó fríamente ella-

-No, no. Era sólo el deseo de visitarte –dijo Huber- En realidad quería que mi amigo te conociera antes de que te marches de la ciudad.

Ady sonrió forzadamente. No le estaba agradando el desparpajo que mostraba Huber, llevando incluso a otro hombre hasta su misma habitación. De pronto se vio interrumpida por la voz de Huber.

-¿No nos invitarás a pasar?

La chica dudó.

-Bueno…en realidad estaba por salir…y yo…

-Oh, lo siento mucho. –interrumpió Huber- Será sólo un momento.

Ella, no sabiendo que contestarle, se hizo a un lado para que pasaran.

Los dos hombres ingresaron en el cuarto, pero la joven no quiso cerrar la puerta. Algo le decía que las cosas no iban bien. Huber la interrumpió de pronto.

-Quería que conocieras al doctor Juan Moara, un experto en sexología.

La chica se quedó callada. Huber mostraba ahora una personalidad muy distinta. Por eso no dijo nada, sino que decidió esperarse a conocer su juego. En caso de que algo tramara, sólo tendría que correr hacia el pasillo y gritar; gritar muy fuerte.

Sus manos comenzaron a temblar y el miedo empezó a subírsele a la cabeza.

-Su especialidad le ha permitido viajar por el mundo, particularmente en largas travesías. Ello le ha procurado conocer los secretos del sexo en casi todas las culturas. –dijo Huber sonriendo, pero mirándola con burla-

Huber volteó a ver a Moara, y ambos sonrieron con complicidad.

A Ady le pareció que el rostro de Juan Moara era una de esas caras muy poco vistas que reflejan al instante, como una fotografía agigantada, los claros rasgos que producen los vicios, los excesos, y las malas aficiones.

Huber volvió a decir:

-Y para una chica como tú, que espera de un hombre un máximo rendimiento, nada mejor que mi amigo para que te muestre todo lo que sabe hacer. ¿Verdad Moara?

El tipo rió estrepitosamente.

La joven se sobresaltó.

Huber acababa de mostrarle su juego, y ahora debía ser ella quien se la jugara también para ganarle la partida. Mas cuando quiso echar a correr como una loca, Huber previó la huída. Interponiéndose entre la puerta y ella, la tomó entre sus brazos y la tiró violentamente sobre el sofá, mientras Moara cerraba la puerta con seguro.

Ady quiso gritar, pero Huber, sacando un pañuelo del pantalón, la amordazó de inmediato. Luego, tomando una sábana del clóset, la hizo tiras y con ellas le amarró las manos y las piernas. La chica quedó totalmente inutilizada sobre la cama, a merced de sus captores. El miedo que experimentó la hizo desvanecerse.

No supo cuanto tiempo permaneció así, pero cuando despertó, deseaba que al abrir los ojos todo fuera sólo un sueño. Pero no fue así. Allí estaban los dos hombres, esperando a que recobrara el sentido. Y ahora ella se encontraba sujeta, pero totalmente desnuda.

Vio que los tipos habían armado una fiesta electrónica dentro de la habitación. Tenían listo un sofisticado equipo para filmar y proyectar, varias cintas de vídeo y una moderna cámara portátil. La joven, sin comprender aún sus intenciones, miraba con ojos acusadores a Huber, quien sin el más mínimo gesto de humanidad, le había tendido una trampa.

-¿Qué es lo que pretendes? -le preguntó, con la furia reflejada en el rostro-

Huber sonrió.

-Bueno, Ady, tú eres una mujer muy hermosa, y después de conocerte, de ningún modo podría dejarte ir sin filmar algunas escenas interesantes contigo. Solo un estúpido lo haría, créemelo. ¿Sabías que estás llamada a ser una rutilante estrella del porn? Muy pronto te convertirás en la nueva musa del cine de la triple equis. ¿No te da gusto saberlo?

Ady palideció.

-No lo hagas, Huber, o lo lamentarás.

-Jajaja… ¿Cuántas veces he escuchado decir eso? Mira, linda, en realidad, no tardaremos mucho en hacer nuestro trabajo. Créeme que en unas cuantas horas tendremos el material que necesitamos. Tampoco queremos que los del hotel nos den molestias. ¿Verdad Moara?

El tipo asintió sonriendo, mientras terminaba de conectar algunos cables.

-Y ahora, Ady, prepárate para ver uno de los últimos filmes de Juan Moara. ¡El tipo es un genio!

Se escuchó un suave ruidillo, característico de una cinta corriendo. Huber apagó la luz y se sentó en el sillón, sonriendo complacido. Un cuadrante de imágenes se proyectó sobre la pared, y empezaron a aparecer las primeras escenas.

Teniendo como fondo el mar azul turquesa, se admiraron primero las aguas en tono índigo que corrían por el costado de una embarcación gigantesca, que parecía un buque de pasajeros. Después, la cámara hacía una toma hacia los interiores, y aparecía de pronto Juan Moara con una copa de vino en la mano. El protervo individuo tenía puesto un short americano, pantuflas, y una camisa estampada, muy al estilo de las islas del Pacífico sur.

Luego de sonreír torvamente a la cámara, Juan Moara se adelantó dirigiéndose hacia unas escalerillas metálicas. Comenzó a bajar las gradas hasta llegar a un falso piso de hierro. Acto seguido, se internó por el pasillo, en cuyos lados se veían varias puertas cerradas. Llegó hasta una de ellas, abrió la hoja y pasó dentro. Las tomas se las hacían desde el ángulo de su espalda, por lo cual se advertían todos los detalles del interior del camarote.

Pero lo más extraño era lo que se alcanzaba a distinguir sobre la cama. Cuando se hizo un acercamiento, Ady pudo ver que encima de ella se hallaba tendido el cuerpo de una mujer. Sólo que la dama portaba un negro capuchón que le cubría la cabeza. ¡Una toma horrible! Obviamente no se le podía ver el rostro, pero sí la indumentaria. Y al igual que la joven doctora, la mujer se encontraba atada de manos y pies.

Ady lanzó un fuerte grito de angustia que la tela del pañuelo ahogó.

Juan Moara, luego de cerrar el compartimiento, comenzó a desvestirse hasta quedar desnudo. En seguida, reincorporó a la mujer y la sentó sobre el borde de la cama. Una vez allí, el hombre le soltó el primer batacazo con los puños. La mujer acusó el impacto del golpe y se fue de espaldas sobre el colchón.

Moara la tomó por los brazos y le atizó un segundo sopapo. Pronto, aquello se convirtió en una carnicería. En el curso de la salvaje golpiza la sangre fluyó con abundancia por la boca y nariz de la mujer, y las gruesas gotas rojas mancharon con amplitud la ropa de cama. Ady podía oír los angustiosos lamentos de dolor que la dama no dejaba de emitir acusando el castigo.

Después de muchos puñetes, Juan Moara al fin se cansó de golpearla. La mujer yacía sobre el lecho, tinta en sangre, esforzándose por librarse de las ataduras. Entonces el verdugo se le acercó y la levantó con violencia, tomándola fuertemente de los cabellos.

La zarandeó como un guiñapo antes de despojarla de la negra caperuza.

Un grito aún más fuerte salió de la garganta de Ady, que se puso lívida al reconocer en el acto el rostro de la chica.

Huber le hizo señas al otro para que situara el proyector en pausa, y se volteó para mirarla atentamente. Ady, haciendo un esfuerzo, bajó la vista para no mirarlo.

-¿Acaso la conoces? –preguntó interesado, sin dejar de observarla fijamente-

Ady negó con la cabeza.

El falso doctor, no tan convencido de lo que ella le dijo, dejó pasar unos segundos, antes de instar a Moara a que reanudase la proyección.

Ahora Moara, sin desatar las manos de la mujer, pero provisto de un cuchillo, le acercó su falo semi enhiesto a la cara, y abriéndole la boca con fuerza, le metió la pija entre los labios. Después, levantó el arma y se la puso en la garganta. Ante la flagrante amenaza, la chica comenzó a chupar, mientras la sangre seguía escurriéndole por el rostro y las comisuras. Era rubia y de rasgos finos, a pesar de lo desfigurada que estaba.

Con el cuerpo atado a la cama, Ady lloraba como una niña.

Pero el escatológico film aún no concluía. Ahora, el verdugo puso a la mujer en cuatro patas, le abrió las piernas y se le montó por detrás. Le acercó la tiesa polla al trasero y le puso la punta en la hendidura. La rubia acusó el violento empellón que el gordo le propinó por detrás, pero nada podía hacer para evitarlo.

Por lo visto, el tal Juan Moara era un cerdo profesional para esas cuestiones, pues se la estuvo cogiendo por más de media hora sin alcanzar la eyaculación. Además, el tipo no estaba tan mal dotado, si es que caben calificativos para algo tan patológico. Mas siendo objetivos, el verdugo era portador de una verga de regular alzada y grosura, que mediaría unos dieciocho centímetros a todo vapor.

La joven decidió no ver más las escabrosas escenas, adoptando una pose que aparentaba estar atenta. Fue por ello que se recobró un tanto cuando vió que la cinta llegaba al final. Pero por desgracia se dio cuenta de que le aguardaba otra sorpresa. Y lo que más dolor le causó fue ver el colofón.

No es que se advirtiese nada alusivo a un homicidio ni mucho menos, pero cuando la cinta concluyó, Ady distinguió en el fondo de la última toma el cuerpo de la chica tumbado como una muñeca de trapo sobre las ensangrentadas sábanas.

Ady, temerosa de que Huber volviese a notar su turbación, trató de simular lo que no sentía. Éste, urgiendo al gordo verdugo a que iniciase su actuación, tomó la cámara portátil y se aprestó para la acción.

En un dos por tres, Juan Moara se despojó de sus vestimentas mientras el otro comenzaba el rodaje. Ahora sería Ady quien sufriría seguramente las sicalípticas costumbres del perverso actor porno. Cerrando los ojos, esperó temerosa el primer catorrazo. Pero luego de algunos segundos, nada sucedió. Abrió los párpados para mirar su entorno. Y el horror que sintió fue aún más pavoroso.

Juan Moara estaba frente a ella con una enorme y gruesa boa enrollada entre las manos. ¡Qué cosa tan espantosa! La chica gritó, pero la eufonía de sus expresiones no se pudo escuchar a causa de la mordaza. El verdugo soltó al animal sobre la cama y éste empezó a serpentear por encima de las frazadas. Poco a poco, en lentas ondulaciones, el áspid se deslizó sobre el edredón y se acercó a escudriñar el cuerpo de Ady.

Inmovilizada por completo la chica sólo podía mirar con espanto a la culebra que avanzaba lentamente arrastrándose hacia ella. Ady reflejaba en su rostro el enorme pánico que sentía. Huber, mientras tanto, se movía con precisión en los espacios postreros con la cámara al hombro. Moara dejó que la serpiente siguiera acercándose a la chica, hasta que el áspid comenzó a rodearla como si fuese un grueso cabo enrollándose a un árbol.

Entonces el verdugo, viejo conocedor de su oficio, tomó a Ady por los hombros y la estiró sobre el lecho. La joven abrió los ojos horrorizada cuando vio que Juan Moara le acercaba el pito semi enhiesto a la cara. Con los miembros atados y el animal enrollado en torno a su cuerpo, Ady nada podía hacer mas que obedecer. Sabía que por ahora no tenía otra opción que cooperar.

El verdugo le quitó la mordaza y le metió rápidamente el pájaro en la boca mientras le hacía una señal amenazante. Ella, no deseando ser castigada como la chica del film, obedeció al punto y comenzó a chuparle la polla. Era evidente que el degenerado sujeto se gozaba en extremo con aquellas prácticas barrocas y obscenas, pues casi en seguida su pija adquirió las dimensiones propias de una herramienta digna de utilizarse en menesteres menos degradantes.

La puya del gordo empezó a entrar y a salir del hueco bucal de Ady, quien con los ojos muy abiertos chupaba el tramo de carne que la violentaba contra su voluntad. Huber se mantenía entregado al trabajo, haciendo algunas tomas desde el piso y otras desde la superficie de la cama. La boa, al parecer, se conformaba con seguir enroscada en el cuerpo de la chica, pues se había quedado quieta y su cabeza descansaba tras la nuca de la doctora.

Siendo esos instantes tan intensos y cargados de enfermiza lujuria, Juan Moara comenzó muy pronto a engarrotarse, en el preludio de una efusión eyaculatoria. Huber, advirtiendo ese detalle, le dijo algo al verdugo y éste interrumpió sus embates. Ady se quedó quieta esperando adivinar la trama de lo que seguía.

Moara se le acercó y no sin dificultad, comenzó a desamarrar poco a poco, por así decir, al reptil de su cuerpo. Huber no desaprovechaba ninguna de las escenas, grabando prestamente los mejores detalles que se le presentaban. Cuando minutos después la boa fue retirada, el cruel verdugo con el reptil en las manos, fue hasta las piernas de la chica y comenzó a desanudarlas.

La hermosa Ady, intuyendo el peligro, se revolvió con fuerza tratando de impedir la maniobra del gordo perverso. Pero éste, estimulado aún más por sus protestas, sonreía de un modo extraño mientras ataba a la joven de diferente manera. Esta vez amarró cada una de sus piernas a un extremo de la cama, de tal suerte que la dejó abierta de par en par, con la vulva totalmente expuesta.

Las lágrimas de pánico fluían con abundancia por el rostro de la chica, que se desmayó en el acto a causa del horror. Aunque no le sirvió de nada perder el sentido. Huber, al verla desvanecida, apagó momentáneamente la cámara, preparó rápidamente una jeringa y la inyectó en el brazo.

Cuando la joven despertó, tuvo cierta conciencia de que algo le andaba en su interior. Movió la cabeza para mirar hacia su centro, y lo que vió le hizo ahogar otro alarido de espanto. Pero la daga que Moara le puso en la garganta le hizo callar en el acto.

El reptil había invadido ya su cueva frontal, pero de un modo inesperado. No era la cabeza la que había ingresado en su vulva, sino la gruesa punta de su cola, ayudada por las manos del verdugo, quien al parecer había entrenado muy bien a la mascota para la realización de tan profanas actividades.

La serpiente se movía lentamente en su interior, y la chica comenzó a experimentar poco a poco una laxitud distinta. La cámara, entre tanto, continuaba grabando las increíbles escenas forzadas, que por lo visto eran el ingrediente principal en esa género de vídeos. La pitón se mantuvo en su sitio sin dejar de agitar su larga y postrera extremidad.

Pero ahora Ady, sin haberlo esperado, fue cambiando gradualmente su sentir. La embargaba una rara conmoción de tranquilidad que le hacía sentirse ahíta y llena, y un escozor muy extraño la recorría por dentro. Sus miembros flotaban y sentía que su mente volaba. Juan Moara la observaba atentamente en busca de la reacción que esperaba.

Gradualmente, la chica fue experimentando un cambio en sus modales. De repente se había vuelto más receptiva, más dispuesta, más accesible. El efecto del sedante daba sus resultados. Habiendo percibido el cambio, Moara se volvió a tironear el pájaro, sacudiéndoselo con fuerza. Repentinamente, su polla se tensó como un hierro.

El degenerado tipo le volvió a acercar el tolete a la cara y Ady, quien ahora no se mostró inhibida como antes, cogió el péndulo colgante y comenzó a lamerlo con éxtasis, como si fuese la polla del hombre que más amara en el mundo. Dúctil y condescendiente, el grueso verdugo se dejó trastear, en tanto Huber, sin abandonar su labor filmográfica, se movía quietamente cámara en mano buscando capturar el mejor ángulo.

La hermosa boca de la joven parecía como la de un sediento que no ha bebido agua en meses, moviéndose y atragantándose desesperadamente con la tranca metida entre los labios. Así se mantuvo mamando y succionando la verga, hasta que Moara, presintiendo los estertores, la agarró de los cabellos y la alejó de sí.

A la chica, por lo visto, se le habían despertado de repente los más intensos deseos lujuriosos, y ahora era el verdugo quien no podía detenerla ni saciarla. Volcada materialmente sobre su gordo cuerpo, le largaba las manos hacia los genitales en un intento desesperado por continuar chupándole la tiesa polla.

El tipo la tomó de los brazos y la mantuvo quieta por algunos minutos, esperando a que se le pasaran las ganas de venirse. Pero no por eso la boa dejó de mover su cola dentro del orificio de la linda joven. Ella, al no tener a mano la pija del gandul, se entregó momentáneamente a la pasión de sentir aquella cosa inserta en la vulva, que seguía agitándose en lentos enrosques entre sus delicadísimos pliegues.

Los ojos de Ady se mostraban semiadormecidos, como se revela la mirada de una persona bajo el influjo de una droga, y sus reflejos vitales habían sufrido menoscabo. Por ello, sus manos se meneaban como en cámara lenta, y su capacidad de vista se había acortado. Cuando Moara consideró que podía volver a la carga, se encaramó en la cama y, poniéndola con las nalgas hacia arriba, se colocó entre sus glúteos con el pito por delante.

Como la boa seguía enrollándole el cuerpo, la chica aparecía enfluxada de los espacios de la cintura y las piernas. A Moara apenas si le quedaba sitio para escabullirse por el resquicio trasero de Ady, pero aún así, logró acomodarle el pito en el centro del culo y, empujando fuertemente su cuerpo hacia delante, se dejó caer sobre la blanca grupa con violencia.

La chica gritó pero de placer, al sentir la dura tranca que invadía súbitamente su apretado recto. Mas su reacción fue esta vez tan inesperada como cachonda, pues se reculó con fuerza sobre los velludos muslos de su atacante, e inició un baile frenético y salvaje con su precioso trasero, gozándose con el tolete de su propio verdugo metido hasta el tope.

Huber, sonriente tras la cámara, se daba cuenta del extraordinario efecto que suponía en la chica la impostura de sus ardides filmográficos, ayudado con la ligera dosis de clorazepato dipotásico que le había aplicado. Por ello se esmeró al máximo en aquellas tomas inéditas, donde Ady actuaba con ilusoria voluntad, imprimiéndole veracidad al coito con el sanguinario y gordo domador.

La estrechez del ducto posterior de la joven no permitió a su verdugo disfrutarla mucho tiempo, pues más pronto de lo que supuso, los aluviones seminales amenazaron con salirle por la punta. Huber, dándose cuenta de las ansias que ya quemaban a Moara, le gritó que le sacara la pija del culo y se la pusiera en la boca. El tipo deseaba filmar la salida del semen surtiendo el rostro de la chica.

Moara, haciendo un gran esfuerzo, se echó hacia atrás y le sacó la polla del ano. Tan veloz como pudo obrar, se recorrió hacia el frente para quedar junto a los rojizos labios de Ady, quien con los ojos entrecerrados abrió la boca para recibir la punta del boqueante falo, de donde comenzaron a salir los primeros brotes de blancuzca leche.

Ady se engolosinó tanto con los hilos de semen, que se dio a esparcirlos por su cara, como si fuese una puta barata, mientras Moara le frotaba el miembro por las mejillas, los ojos, la nariz y la frente, en un cumshot tan realista como candente.

El reptil, por su parte, mantenía la cola oculta en el caliente recodo de la joven, y no fue sino hasta que ésta explotó en sucesivas convulsiones, que el reptil dio muestras de querer salir de allí, perturbado quizás por los estremecimientos de los apretujones que las juveniles piernas ejercieron sobre su rolliza constitución.

Huber terminó de grabar las últimas escenas un poco antes de que Ady, cayendo en un profundo sopor, se quedase enteramente dormida. De inmediato, los dos hombres empezaron a recogerlo todo.

Antes de abandonar la habitación, Huber escribió una nota y dejó el papel sobre el mueble del tocador.

Minutos después, los dos dejaban atrás el hotel, perdiéndose entre el gentío de la plaza.

 

 

 

 

 

 

 

-4-

El dolor de cabeza era terrible y sentía que todo le daba vueltas. Se levantó como pudo y se metió apresuradamente en el baño. Sorprendentemente, las arcadas la despejaron un poco. Salió del sanitario y volvió a recostarse un rato. Necesitaba pensar. Tenía que recordar lo sucedido.

Se incorporó y cogió el teléfono. Ordenó un par de bebidas fuertes y algo de comer.

Después de degustar la provisión, la chica sintió que su cabeza volvía a funcionar de nuevo. Y entonces lo fue recordando todo. Húber, aquel patán del curso de medicina, la había engañado como a una boba. Y lo había hecho valiéndose de un cómplice. Los muy perros la habían obligado a hacer todas esas cosas para filmarla. ¡Maldita sea! Cerró los ojos y suspiró largamente.

Ady sintió que la embargaba un hondo sentimiento de odio. ¡Sabía que había sido una estúpida al confiar en aquel hombre! ¡Y hasta se había acostado con él! En esos momentos se sentía la mujer más indecente de la tierra. ¡Por todos los diablos!

Ahora, a no dudarlo, tendría que ir con la policía. No estaba dispuesta a dejar que las desgraciadas bestias se saliesen con la suya.

Consideró su situación y pensó en actuar cuanto antes. Pero quiso darse tiempo para tomar una ducha. Eso la ayudaría a sentirse mejor. Se levantó para preparar el baño, y entonces descubrió la nota.

Tomándola, la leyó. El rostro de Ady se fue transformando en un lívido rictus de ira. Una ira violenta. La nota decía:

Amantísima doctora Neváres:

«Me complace decirte que me siento halagado por tu activa participación en la película, sobre todo al darme cuenta que contigo he logrado una de mis producciones más realistas en mucho tiempo. ¡En verdad me has maravillado! Hace años que buscaba a una mujer-actriz como tú, y es una lástima que no pudiera quedarme para que editáramos juntos el rodaje. Créeme que la pasaríamos muy bien junto a nuestro buen amigo el verdugo. ¿No te parece?

Sé que no te sentirás tan bien cuando despiertes, pero te sugiero no acudir a la policía ni buscar la ayuda de nadie. En todo caso, las cosas te serán más fáciles si sigues al pie de la letra mi valioso consejo: Sólo piensa en lo que tu esposo y tus demás familiares sentirán cuando te vean actuando de un modo tan convincente. ¿Y qué diría también la gente de la universidad que te conoce cuando admiren tan espléndidas escenas?

Por la vehemencia que despliegas se puede advertir que te encantó la boa. Y por supuesto, también el verdugo.

Sería en verdad muy lamentable que no pudiésemos rodar una segunda parte.»

 

La humillación que experimentó fue tan grande, que los sollozos la ahogaron. Se sentía burlada e impotente. Lloró por largo tiempo en la soledad de su cuarto hasta que se sintió desahogada. Tuvo deseos de llamar a Julián, pero no lo hizo. Se sentía tan sucia y utilizada, que temía que él se diera cuenta de su vergüenza.

Se sumió por un buen rato en la reflexión, y después de mucho meditarlo, consideró que lo mejor era alejarse de allí cuanto antes. Había tomado la decisión de no decirle nada a nadie, ni siquiera a Popys. Sabía que a partir de ahora, estaba en las manos de sus propios transgresores, sin poder hacer nada.

Pensó en el maldito film y se estremeció. Si lo veía algún conocido, por supuesto que la reconocería. Aunque estaba segura que se daría cuenta que ella no participaba por propia voluntad. Cuando lo pensó de nuevo, no pudo evitar lanzar un sollozo. Estaba segura que la cinta parecería real a quienquiera que la viera. Si no, Huber no se sentiría tan seguro.

Tenía claro, además, que algo le habían inyectado durante el rodaje. ¡Y eso la había hecho perder el pudor!

¡Malditos bastardos!

No deseando pensar más en eso, hizo los arreglos de su viaje, y por la noche volaba de regreso a Bogotá. No le había anunciado a Julián su retorno, y se puso a pensar en lo que le diría cuando la viera llegar.

Y fue justo en aquel instante cuando la recordó. Le vino como un soplo de luz en medio de la seca oscuridad. La mente le había jugado una mala pasada. Y ahora, en pleno vuelo, le había traído la reminiscencia de aquellas imágenes.

Ady se llevó las manos al rostro. ¡Pero qué barbaridad! ¡Había sido ella! ¡Sí! ¡Esos canallas también la habían filmado! ¿Qué le habría sucedido? ¿En dónde se encontraría ahora? ¿Estaría aún en el buque?

Y todo eso, en caso de que aún estuviese viva. ¡Malditos perros de mierda!

Su cuerpo se volvió a estremecer y el llanto no cesó de correr por sus mejillas. La mujer que iba sentada a su lado le preguntó si se sentía mal. La joven hizo un ademán negativo. Entonces, haciendo su mejor esfuerzo, trató de controlarse.

Poco después, la azafata anunciaba la llegada del avión a su destino. Luego de abandonar la nave, Ady anduvo rápidamente el largo pasillo y salió finalmente al andén. Allí tomó un taxi. En el camino abrió su bolso y comenzó a arreglarse el maquillaje. No quería que Julián notase que había llorado.

Habiendo arribado a su casa, pagó el servicio y se dirigió a la puerta, valija en mano. Abrió con su llave e ingresó en la sala. Todo estaba oscuro y silencioso. Aunque ya era de noche, al ver la hora pensó que Julián debía hallarse en la oficina. Apenas iban a dar las nueve.

Sintiéndose más animada por su retorno, dejó su equipaje sobre el sillón y se encaminó hacia la recámara. Quería tumbarse por un rato para pensar mejor las cosas. Abrió la puerta, entró y se dejó caer en el lecho, suspirando profundamente. Volvían a su mente las escenas de la película que le habían obligado a ver. Y también, la que habían filmado contra su propia voluntad.

Se mantuvo así por un rato, hasta que sintió deseos de beber algo. Bajó hasta la cocina con la intención de tomarse una cerveza. Abrió el congelador y sacó el bote; jaló la rosca metálica y se la empinó. El líquido frío le hizo sentir mejor. Iba a sentarse tras la mesita del comedor cuando escuchó los murmullos.

Ady se sobresaltó. ¿Entrarían ladrones en la casa?

Porque con esos ruidos, era evidente que no se hallaba sola. ¿O sería acaso la mascota? Si, tal vez era Caníbal quien producía los ecos. Aguzó el oído y esperó. El rumor procedía del patio.

La chica se dirigió con tiento hacia la puerta trasera. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que algo extraño sucedía. Ady palideció. Desde el oscuro cristal del portal podía ver a Caníbal moviéndose extrañamente en el interior de su guarida, aunque no alcanzaba a distinguir muy bien lo que hacía.

¿Qué diablos estaba ocurriendo? No lo sabía. Pero tenía que averiguarlo. Ya eran demasiadas sorpresas en tan poco tiempo para no intentar saber lo que sucedía en su propia casa.

Se quitó las zapatillas, abrió la puerta con sigilo, y se deslizó por la densa oscuridad del patio. Cuando llegó al ventanal del cuartito donde habitaba la mascota, se inclinó para ver hacia dentro. El cuadro que se le ofreció fue asombrosamente increíble.

Julián, completamente desnudo y colocado en cuatro patas sobre el suelo, era montado con furia por la híspida mascota. Pero lo más asombroso era el modo en que el primate se cogía a su marido. Éste se mantenía de rodillas, sostenido por las palmas sobre el piso, en tanto el chimpancé, haciendo los característicos movimientos de un hombre cuando se ayunta, se movía rítmicamente, como si fuese un ser humano, tras el culo de su receptor.

Los jadeos de Julián eran tan excitantes que al parecer estimulaban el instinto lujurioso de su matador, que entraba y salía con su enhiesta polla de entre los glúteos de su amo.

Al principio Ady se sintió impulsada a entrar y separarlos, espetándole a su marido los calificativos más abyectos de que era merecedor. Pero un sentimiento interno la contuvo, y decidió permanecer a la expectativa. Además, recordó que ella tampoco estaba limpia. ¡Maldita sea!

Habiéndose adaptado a la penumbra, sus ojos fueron descubriendo cada vez mejor el kafkiano cuadro que hombre y animal ofrecían. La chica quiso verle bien el miembro al mono, recordando repentinamente lo que su amiga Popys le había referido. Pero desde su perspectiva sólo podía distinguir difusamente el mete y saca que ejercía el pedazo de tolete contra la abierta popa del hombre.

Muy pronto sus anhelos serían saciados con creces al ser el propio Julián quien, con la finalidad de gozar más de las variantes del encuentro, se zafó de la acometida animal y fue a colocarse en una posición distinta. Desde su puesto, Ady no perdía detalle de sus movimientos, con el rostro alterado y el cuerpo sudoroso. No había duda que ver todo aquello le había despertado un sentimiento nuevo que le llenaba el pecho de ansiedad.

Su marido, poniendo de manifiesto el entendimiento pleno que existía con la mascota, sólo tuvo que moverse y hacerle algunas señas. Y Caníbal, quien a todas luces hacía honor a su nombre, se colocó tal y cómo su dueño le había solicitado. Sentándose sobre el piso, quedó doblado con la tiesa pija viendo hacia arriba. De inmediato Julián, con el rostro descompuesto, buscó acomodo situándose a horcajadas sobre las hirsutas piernas del mono.

Fue entonces cuando Ady pudo admirar abiertamente el duro cañón que sobresalía de entre las piernas de la mascota. No se trataba de una polla descomunal, como se hubiese pensado, sobre todo viniendo de un primate; porque en verdad no era tan grande su cosa. Su tolete era más bien un trozo cilíndrico de regular tamaño, que mediría quizá unos veinte centímetros como máximo.

Y extrañamente tampoco era tan grueso. Podría decirse que incluso era menos rollizo que un pene masculino común. En otras palabras, tenía el típico tamaño de un banano tropical, algo estrecho y al parecer, muy suave. Pero su color y textura eran bastante originales. Era su pija de un rosa pálido claro y suave, delicadamente suave; tanto, que hasta se antojaba tenerlo entre las manos para admirarlo de cerca.

Con esas imágenes en mente, Ady se estremeció.

Vio cuando su marido se trepó con complacencia a la pieza de artillera que portaba Caníbal y, sujetándose de los lanudos hombros del gorila, se fue dejando caer poco a poco hasta que la tranca desapareció en el interior de su culo.

De inmediato el hombre comenzó a moverse con frenesí sobre las fuertes piernas de la mascota, exhalando gemidos y grititos de placer que su misma esposa nunca hubiese imaginado.

Cuando minutos después los amantes se descargaron en sendas venidas que hicieron aullar de brama también a la mascota, la chica decidió esfumarse por temor a ser descubierta.

Habiendo retornado a la cocina, se dio prisa en ir hasta su cuarto a recoger su bolso. Bajó a la sala, cogió su valija y volvió a salir a la calle. Había decidido pasar la noche en un hotel para no despertar recelos. Así, podría regresar al día siguiente sin que Julián sospechase que había estado en la casa.

Esa noche, instalada en su habitación de alquiler, Ady se dio a recomponer los hechos y los escenarios que habían impactado su vida de un modo tan vertiginoso. ¡Era increíble! En tan pocos días la joven había vivido lo que nunca en muchos años, y sin siquiera buscarlo. En cierto modo, era como una confirmación de la Ley de Murphy. ¿O no?

Bebió de su copa y se relajó lo más que pudo.

En aquellos instantes de calmoso alivio, su mente voló con placidez hacia la dulce figura de Popys. ¿En dónde estaría su amiga? La había llamado a su casa pero no le contestaron. Hubiese querido invitarla a pasar la noche juntas. ¡Qué delicia! Pero esta vez no se podría.

De cualquier modo, la chica sonrió. Julián no la esperaba hasta el otro día, de modo que dormiría a pierna suelta y sin presiones.

De repente recordó lo que le había visto hacer con la mascota, y el rubor se le subió a la cara. ¡Nunca se hubiera imaginado a su marido haciendo esas cosas! ¿Cómo había podido ser tan ciega? ¡Con razón se llevaba tan bien con Caníbal! ¿Sería por eso que el chimpancé no la aceptaba a ella? Hummm…sí. Era muy probable.

Como médico, Ady tenía conocimientos básicos sobre conducta animal, y algo sabía de los asuntos conductuales. Temas como el de la defensa del territorio, la posesión de las presas, el liderazgo, los roles, y sobre todo, el dominio sexual para acceder a privilegios, eran tópicos que la joven conocía bien. No era que la mascota fuese un ser sobrenatural. ¡No, obviamente! Caníbal se había venido comportando como lo que era: un simple animal que se guiaba por sus instintos.

Y ahora mismo ella lo estaba concluyendo. ¡Su conducta se lo decía todo! Ady se conmovió ante lo irrefutable de sus deducciones. ¡Qué cosas! ¡Hasta se había atrevido a etiquetar al chimpancé de supuestos poderes desconocidos! ¡Qué locura!

Caníbal no la aceptaba porque se sentía con derechos de posesión sexual sobre Julián. ¡Ahora lo sabía! Y por otro lado, el animal sabía de la relación que ella mantenía con él. Pero Ady había estado ignorante de los afectos que ambos escondían. Era por eso que para la mascota, ella era una especie de rival. Un rival muy riesgoso. Y en consecuencia, qué mejor que rechazarla para mostrarle una actitud de desprecio. De ese modo reafirmaba su dominio y expresaba su superioridad.

Sus conjeturas le clarificaban cada vez más el asunto. ¡Pero tenía que comentarlas con Popys! Seguro que entre las dos sacarían mejores conclusiones. Pero algo en su interior le dijo que no lo hiciera. No, al menos por el momento. Antes deseaba… ¿Qué? ¿Qué es lo que estaba deseando? Pero… ¿Cómo podría atreverse a tanto? ¡Maldición!

¡Pero la calentura es la calentura!

Sus manos bajaron hasta la bragadura y dos dedos se interpusieron entre la pantaleta y el pubis. Se acomodaron trémulos en la rendija y Ady los dejó reposar allí, tensando con fuerza las piernas. Con la otra mano se apretó las tetas y suspiró de placer. Se acarició los pezones y después los apretó, hasta sentir que le dolían.

No pudiendo soportar sus deseos, buscó un poco más arriba el capullo del clítoris. Lo halló más que dispuesto, asomando entre los dobleces de sus labios superiores. Y no era para menos. Los acontecimientos de aquel día lo habían incitado a mantenerse húmedo y erecto. Ady se apretó el minúsculo botón con las yemas y sintió que sus humores se volcaban hacia fuera. Estaba casi a punto.

Con una mano en la entrepierna y la otra en los pechos, dio inicio a la zarandeada. Pronto se vino intensamente, entre lamentos y lloriqueos, hasta quedar saciada.

Después, el sueño la venció.

Y esa noche, soñó con una cosa.

Una cosa sonrosada y pálida que había visto en el patio de su casa.

 

 

 

 

 

-5-

 

Para no despertar sospechas, Ady tuvo que simularlo todo. Fue hasta el aeropuerto, esperó el arribo del vuelo procedente de Cartagena, y desde allí le telefoneó a su marido.

Cuando Julián pasó a recogerla, la chica tuvo que fingir a fin de que no advirtiese nada extraño. Por fortuna, él la dejó en la casa y se regresó a la oficina. Ella aprovechó entonces para llamar a Popys. Necesitaba platicarle lo que sabía. Pero le dijeron que su amiga no estaría disponible sino hasta dos días después, cuando saliese del internado. ¡Perra suerte!

Se armó de paciencia y dejó que las cosas caminasen por sí mismas.

Se preparó de comer y después se dirigió a la biblioteca. Cuando atravesó la cocina, miró hacia el patio a través de los cristales polarizados. Se detuvo instintivamente para ver hacia la casita del fondo. Y desde allí distinguió a la mascota. Estaba sentada sobre el piso, acariciándose insistentemente la entrepierna.

Ady se sobrecogió por la visión. ¿Por qué se agarraría tanto allí?

De momento le pareció que sus pies se habían clavado al piso. Quería quedarse a observar lo que el animal hacía. La mascota, por su lado, ni cuenta se había dado de la presencia de la mujer en la casa.

El chimpancé se tocaba por propensión y reflejo. Con una mano se restregaba los muslos y con la otra se agitaba la polla, sacudiéndola con fuerza al aire. Repitió la maniobra varias veces sin que Ady le quitara la vista de encima. Los ojos de la joven mostraban el enardecimiento que la embargaba, pero se mantenía quieta en su sitio. ¡Necesitaba ver más!

El antropoide, al parecer, tenía intenciones de masturbarse, y la chica se sorprendió. Recordaba que la masturbación en animales era una teoría no comprobada entre los biólogos especialistas en conducta animal.

Caníbal continuó con los manipuleos sobre sus genitales, hasta que la pija se le endureció como un camote. La luz del día se reflejaba sobre el oscuro cuerpo del mono, dejando ver claramente a la chica el pedazo de carne endurecida que sobresalía entre sus patas.

Ady, sin poder evitarlo, clavó los ojos en el bastión del gorila y observó con calma la conformación de su apéndice. Comprobaba en efecto que su pito era tal como lo había imaginado la noche anterior. Y su textura era….toda color de rosa.

¡Qué pinga tan maravillosa!

Una punzada de placer le atravesó las ingles y se dio a estirar las piernas. Se sentía ansiosa y turbada. En su mente comenzaron a forjarse algunos escenarios prohibidos donde la mascota jugaba un papel destacadísimo.

Pasaron los minutos y Caníbal seguía manoseándose la cosa con placentero interés. El pene se agitaba hacia todos lados completamente erguido, cosa que a la joven doctora le ponía la carne de gallina. Y también la entrepierna.

Al ver el tesón con que la verga se mantenía enhiesta, Ady ya no dudó. Decidida a aprovecharse de los conocimientos que tenía sobre conducta animal, se dispuso a dar los primeros pasos. Sabía que tendría que actuar con rapidez si quería aprovecharse del tenso momento sexual de la mascota.

Abrió de par en par la puerta de la cocina y surgió al patio. Una vez allí comenzó a gritar con fuerza el nombre del animal, quien pronto levantó la cabeza y se la quedó mirando. Ady, al darse cuenta de que el primer intento había dado resultados, entró en la casa y fue a meterse apresuradamente al baño, dejando la puerta abierta.

Allí se desvistió totalmente y se sentó sobre la taza. Estaba decidida a esperar el tiempo que fuese necesario. Tal como lo había supuesto, no tuvo que aguardar tanto tiempo, pues Caníbal, enterado de que estaba en casa pronto apareció, perfilándose en la entrada de la cocina.

Ady adoptó una actitud de impasible ignorancia. Sabía que eso le agradaba a la mascota, a juzgar por las anteriores ocasiones en que la había visto desnuda. No obstante, con el rabillo del ojo supervisaba los movimientos del primate, que ahora se había acercado a la puerta y la miraba con esos ojos de fuego tan intensos.

¿Era deseo o era rivalidad? Ady no lo sabía. Pero estaba cierta que si las cosas caminaban como había pensado, entonces lo sabría.

Los flujos somáticos se hicieron más patentes en sus intimidades, pero tuvo que aguantarse para no llevar su mano a la rendija. Por ahora necesitaba vigilar la actitud de la mascota, que no apartaba los ojos de su cuerpo desnudo. Ady se dio cuenta que el chimpancé le veía de un modo especial las blancas nalgas, adosadas ahora al redondel de mármol del retrete.

Quiso confirmar su excitación y volteó deliberadamente para verle el pájaro. Y lo que vio la encendió aún más. Caníbal se había agarrado la polla con una mano y la estrujaba fuertemente con los peludos y callosos dedos. La protuberancia era tal como Ady lo había previsto.

Para ser el pene de un mono, era una polla bastante fina y delicada. Nunca se imaginó la doctora que los primates de esa especie portasen un verdugón tan suculento y sonrosado, y que estuviese provista del delicado capullo que se alzaba sobre la punta endurecida, como la de cualquier hombre.

¡En realidad ansiaba chupársela! ¿Para que ocultar sus ansias más profundas?

¡Por todos los diablos!

Mas Ady sabía que tenía que andar con tiento. Ansiosa por dar un paso más, se puso de pie y comenzó a limpiarse el trasero. El mono se inclinó un poco para verle mejor el triángulo piloso. No había duda que al animal le atraían sus desnudeces, y en particular, el centro de su oscuro y velloso pubis. ¡Se veía que Caníbal se identificaba mucho con las cosas peludas!

Cuando Ady acabó de limpiarse, echó el papel en la taza y bajó la palanca de desagüe. En ese momento no supo qué hacer. No sabía si volverse a sentar, o si salir hacia la sala. Pensando en eso recordó a Julián trenzado con la mascota en el interior de su guarida. ¡Su guarida! ¡Sí! ¡Eso era! De repente, la luz había llegado a su mente. ¿Cómo no lo pensó antes?

La joven comenzó a hacer conjeturas.

¿Por qué no había encontrado a Julián y a la mascota teniendo sexo en la recámara, o en alguna otra parte de la casa? Ahora le quedaba claro.

Ady supo que no lo hacían dentro de la casa, no tanto porque su marido temiese una irrupción, pues sabía que ella se encontraba muy lejos. ¡Él tenía sus razones para hacerlo dentro de la guarida de la mascota!

¡Se trataba de un ritual, y sólo había que encontrarle el modo!

Él iba hasta su madriguera y se entregaba a él. Es decir, se sometía. ¡Se sometía como si fuese una hembra en celo! ¡Porque a Caníbal le gustaba tener sexo en su propio cubil! De ese modo, el macho marcaba claramente su posición dominante. Y muchas cosas más. ¡Cuestiones de territorio, qué más da!

Y Julián, desde luego, lo sabía. Pero ahora, ella lo sabía también. Y lo aprovecharía tanto como él. ¡Claro que sí!

Sin dudarlo más, la joven doctora salió del baño sin volverse a ver a Caníbal. Se le paseteó contoneando sus blancas nalgas frente a él, y después, se encaminó hacia el patio. Advirtió que el macho corrió hacia fuera, al parecer, con la intención de alcanzarla. Pero no fue así. La mascota sólo quería estar presente en su guarida, antes de que ella llegara.

Ady lo dejó pasar, haciendo lentos sus pasos. El antropoide se paró en la puerta de su casita y comenzó a dar de saltos. La chica supo que en aquel momento estaba reafirmando su jerarquía sobre ella. La joven bajó la cabeza en actitud de sumisión. El animal, complacido por sus modos, hizo un rodeo alrededor de la guarida, surtiendo de orín el perímetro.

Ady infirió que Caníbal acababa de delimitar las fronteras de su territorio. Pero faltaba lo más importante. ¡El rito de la aceptación! ¡El grandioso rito del sexo!

La chica recordó de pronto la persistente actitud de rechazo de la mascota hacia su persona. Y en ese momento comprendió que no sería fácil acercársele. Pero tenía los muslos húmedos y la vulva le latía con fuerza bajo las bragas.

Se quedó parada unos instantes sin apartar los ojos de la polla del chimpancé. Vio que ésta seguía tan rígida como un palo. Por lo pronto, aquello no sería problema. Ady cavilaba eufórica el modo de ofrecérsele al animal sin que éste la rechazara. ¡Y de pronto le vino la idea!

Recordó que en sus días de estudiante había leído un artículo sobre sexualidad en primates, donde se detallaban los ritos de que éstos se valían para copular en grupo. El autor sostenía que el macho disponía de varias hembras al mismo tiempo, pero se ayuntaba con la primera que le "presentaba" el trasero.

Y "presentar", en un lenguaje teórico, equivalía a ofrecer. Había que ofrecérsele. Tenía que ofrecerle su trasero a Caníbal para que la aceptara.

Alentada por tan precisa deducción hecha en el momento justo, la doctora se agachó como si fuese una hembra en celo y comenzó a avanzar en cuatro patas, de rodillas y entre contoneos lascivos, procurando dejarle ver el levantado culo a Caníbal, presentándoselo frente a la cara.

El mono reaccionó de inmediato, y soltó un par de chillidos que espantaron momentáneamente a la joven. Pero luego, cuando se dio cuenta que se le acercaba por detrás y comenzaba a olerle la grupa, Ady se quedó quieta. Ahora tenía que mostrarle sumisión. Y también dejarse oler y lamer. Y todo lo que el macho quisiera hacerle.

Caníbal oteó el formidable culo de la joven metiendo las narices entre las voluptuosas nalgas. El aroma que percibió debió agradarle mucho, pues casi en seguida repitió la envidiable faena. Varias veces hizo lo mismo, deleitándose con el olor a ojete de su ama. Sin duda, el olor a sucio; el aroma a excremento, lo enardecía. Y a la doctora Ady también.

La chica no dejaba de observar con atención las sutiles maniobras de la mascota. Era importante entender su conducta para futuras exploraciones en los candentes terrenos de la zoofilia. El macho, estimulado por haber logrado sus propósitos, lanzó un último chillido y se metió corriendo en la madriguera.

Ady comprendió que había llegado el momento de la entrega. ¡Había sido aceptada!

¡Diablos!

Hincada como estaba, se fue metiendo lentamente en la casita. Y el mono ya la esperaba. La polla se le había puesto más dura y ahora la cacheteaba con furor. Ya dentro, Ady se colocó en cuatro, pues sabía que esa era la pose clásica en que los machos montaban a las hembras. Acomodándose con presteza, la joven doctora se humilló ante la superior masculinidad del macho, sometida y dispuesta para que éste la vejara a su antojo.

Caníbal se le acercó, y luego de una última olfateada a su trasero, se le subió encima. Ady sintió el peludo cuerpo pegado a su blanca y suave piel, y sus furores se encendieron como se enciende una hoguera de paja. Percibió asimismo sus olores. El olor a animal. El olor a macho. El fuego la abrasó como un caldero de presión, y sus gemidos de lascivia comenzaron a oírse por toda la casa.

Después de tres intentos fallidos, por fin la penetró. Fue una acometida grosera, tan directa como salvaje. Pero a la chica le encantó. ¡Cuánto había deseado un sometimiento semejante! ¡Lo había añorado por años! Porque en realidad, la entrega de la hembra al macho, en cualquier cultura del mundo, no es otra cosa que el sometimiento y la capitulación ante una autoridad. Y Ady lo sabía muy bien.

Pero por muy buena verga que tuviese el animal, a Caníbal le faltaba el ritmo. Sí. Lo que le sobraba al antropoide en términos de animalidad carnal, le faltaba en los quehaceres sexuales pospenetratorios. De todos modos, fue Ady quien comenzó a moverse con la polla en su interior, apretando los pliegues de su gruta, y haciendo gemir de ansioso placer al peludo macho.

Era lógico que con semejantes despliegues vaginales, Caníbal no soportase tanto tiempo la eyaculación. Y de pronto la soltó como el torrente de un arroyo. Las cascadas de semen pringaron las paredes interiores de la joven, que al sentir la irrigación de los calientes fluidos explotó como una bomba en medio de gozosos estertores.

Una segunda y tormentosa avenida mojó y remojó de leche la gruta caliente de Ady, que volvió a sacudirse entre estallidos de lujuria con la roja polla del chango dentro de su ser.

Cuando cesó la tormenta, la chica no quería que Caníbal se separase de ella. Pero éste, habiendo cumplido su cometido, se desconectó de la frecuencia y se alejó hasta el rincón más lejano. Allí se dio a rascarse los genitales sin levantar la mirada para nada. Ady comprendió que sus manifestaciones debían formar parte del rito.

La chica, adolorida por el peso que había tenido que cargar, se relajó un poco y así de rodillas, fue dejando lentamente la guarida. No deseaba que Caníbal la viera tornar a su posición erguida, por temor a un futuro rechazo. Le había calentado tanto sentirlo dentro, que estaba dispuesta a repetirlo muchas veces.

¡Y con toda seguridad, Popys no se lo creería!

Pero ya vería cómo inducía a su amiga para que aprendiera a gozar de la mascota.

¡Diablos!

¿Por qué al principio la había despreciado tanto?

 

 

CONTINUARÁ…

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