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El Diario

en Lésbicos

El diario

Por: Promethea

-1-

No recuerdo que antes de aquel día me hubiese sentido atraída por alguien de mi mismo sexo, hasta que conocí a Paulina.

Era Paulina una mujer bastante joven, de unos 27 años, y aunque desconocía yo su origen no puedo negar que era dueña de una personalidad bastante extraña. Con ella puedo decir que ocurría una de esas cosas raras que yo he calificado como mimetismo físico: no era ni llena ni esbelta, ni fea ni bonita, ni atractiva ni vulgar, pero tenía un aire de distinción que hacía que las miradas se volcasen sobre ella. Había en su persona ciertos rasgos seductores que descollaban junto con sus modales delicados en una mezcla de suavidad y modestia cautivantes.

De gustos sencillos y a la vez excéntricos, a Paulina le encantaba jugar a las cartas. En otras palabras, era una mujer apasionada del tarot. Supe por mi amiga Mireya que años atrás había recibido la instrucción de una afamada madame hindú y había hecho suya aquella rara práctica esotérica llevándola al extremo de convertirla en su paradigma de vida.

La visité por primera vez cuando mi amiga me invitó a acompañarla para que le leyese las cartas. Confieso que yo era una incrédula de esas cosas, pero Mireya, una vieja conocida desde hacía años, se sentía atraída por la magia del tarot y por el modo de trabajar de Paulina. Mireya, a la postre, estaba entrampada en los asuntos del New Age y se había dejado llevar por esa clase de sortilegios hasta hacerse una fanática.

Después de esa ocasión no volví a ver a Paulina hasta aquel día en que coincidimos casualmente en la plaza comercial. Nos reconocimos en seguida y nos saludamos con sorpresa. Llevaba puesto un vestido azul pizarra que le sentaba perfecto y que contrastaba con la blancura de su piel. Siempre me pareció que Paulina debía provenir de una cruza interesante predominantemente caucásica, a juzgar por las líneas de su fisonomía y sus rasgos poco comunes. Y aquella misma tarde confirmé que el insólito mimetismo del que hablo estaba ahí, metido en el cuerpo de la chica, y se hacía presente en todos sus movimientos.

Mientras hablaba, levantaba las manos sin dejar de sonreír y no pude evitar mirar la pulimentada línea de sus brazos, que escondían en sus rincones una desconcertante sombra que matizaba sus axilas. Su franca sonrisa la hacía verse más juvenil, y junto con su respiración sosegada se alzaban también sus pechos, sujetos parcialmente bajo el ceñido paño de su vestimenta. Sin duda interesada por saber algo de Mireya, Paulina se apresuró a invitarme a que tomásemos un café juntas.

Conversamos de cosas sin importancia, hasta que al fin me preguntó por ella. Le dije que lo último que sabía era que a Mireya no le estaba yendo bien, que tenía problemas en su matrimonio y que estaba a punto de divorciarse. Paulina ni siquiera se sorprendió. Esbozando su enigmática sonrisa me dijo que las cartas le había revelado todo eso, y que lo sentía mucho. Sorprendida por sus palabras, le pregunté:

-¿En verdad te pueden revelar las cartas esas cosas?

-Las cartas son como un espejo, pero veo que lo dudas, ¿no es cierto?

-Bueno, no sé qué decir.

-Entonces tú, linda, no tienes la menor idea del poder oculto del tarot.

-Pero… ¿cómo podría saberse algo así por medio de simples cartas?

-Es como todo. No hay forma de saberlo hasta que lo compruebas.

Me quedé expectante ante su afirmación. Ella me dijo en seguida:

-Si quieres, podemos tener una sesión. ¿Tienes tiempo mañana?

Sin esperar a que yo le respondiera, soltó:

-Te esperaré a las once. Saluda de mi parte a Mireya, si llegaras a verla.

Liquidó la cuenta y la vi marcharse con su porte altivo, entre coquetos contoneos. La seguí con la mirada hasta que desapareció. En verdad era una mujer muy hermosa.

Al día siguiente, tocada por un raro sentimiento de curiosidad, me dirigí en mi automóvil a su casa. Ella ya me esperaba. Pasamos a una salita muy bien arreglada donde solía atender a su clientela.

-¿Vienes preparada? –me preguntó, con el clásico mohín que le iluminaba la cara.

-Eso espero.

Me hizo sentar en una silla retocada de terciopelo rojo y ella tomó asiento frente a mí. Tiró las cartas lentamente, casi sin suspirar.

-Mireya y tú se tienen un cariño especial. ¿Cierto?

Asentí en silencio.

-Ella sufre mucho; pero no sufre tanto por los problemas con su marido. Sufre más bien por ti.

-¿Por mi? No entiendo.

-Sí, por ti. Mireya te necesita.

Me quedé pasmada ante su afirmación. Imaginé que mi amiga quizá requiriera de mi ayuda sin que yo lo supiese.

-Ahora mismo está pensando en ti. –dijo con seriedad.

-¿Acaso le ocurre algo?

-Nada del otro mundo. Es algo que a veces pasa entre mujeres, y es de lo más normal. –respondió en tono misterioso.

-No comprendo nada.

-Lo entenderás, linda. Ella te buscará; lo hará esta misma semana, y tú necesitas prestarle atención.

-¡Vaya! –dije-. ¿Qué puede necesitar ella de mí? ¿Tendrá acaso problemas económicos?

-No lo creo. Pero para que compruebes la efectividad de lo que te predigo, sólo espera a que ella te busque.

No supe qué responderle. Paulina me miraba fijamente y yo comencé a sentirme un poco inquieta. Había algo extraño en su mirada; era un brillo distinto que la hacía verse más hermosa. Sentí que el rubor me coronaba las mejillas al ver que Paulina levantaba los brazos para sostener su cabeza, echando el torso hacia atrás.

Mis ojos se clavaron en sus axilas como dos aguijones de fuego que me trasladaron el magnífico espectáculo de unos sobacos exquisitamente perlados por un vello fino y huidizo, que se bifurcaba entre dos o tres dobleces medio claros, casi imperceptibles. Ignoro si ella advirtió mi turbación, pero si la captó, no hizo por bajar los brazos para nada.

-Oh –dije-, disculpa… no se que me pasó.

-No hay cuidado, linda. Dime una cosa: ¿no se te ha ocurrido pensar en que Mireya sienta algo especial por ti?

Su comentario me sacudió y nuestras miradas volvieron a encontrarse. Sentí el extraño efecto de una sonda invisible que entraba por mis ojos, viajaba por mi interior, y me auscultaba de un modo implacable.

-¿Especial? –dije-. No sé qué quieres decir.

-Si, especial. Quiero decir… algo más que amistad.

Sus brazos continuaban levantados y la soberbia pulcritud de sus axilas volvió a acaparar mi atención, cautivándome. Una vez más las admiré; las admiré abiertamente sin decir una palabra. Las miraba como se observa una bella pintura, un cuadro surrealista, una misteriosa escultura expuesta en un museo famoso. Noté que lo que había debajo de sus brazos era un primoroso apelmazamiento oscurecido que se perdía como un caminillo chocante y original entre su albina piel dobladiza.

-Nos conocemos desde el Colegio; siempre hemos sido muy amigas. –dije en un susurro.

-Está bien. –murmuró-. Por favor vuelve en una semana y me lo cuentas todo.

Paulina se levantó y me hizo pasar al recibidor. Me ofreció una copa de vino y bebimos en silencio.

Sin dejar de observarla con atención me aventuré a preguntarle:

-¿Puedo saber cómo surgió tu gusto por las cartas?

-Lo aprendí de una mujer que era muy sabia: Madame Ghandú. Algún día te contaré.

Terminamos la bebida y me despedí. Mientras caminaba hacia mi auto pensaba en todo lo que me había dicho Paulina. ¿Qué le estaría ocurriendo a Mireya?

Me pasé el día como sonámbula, pensando en todo lo que me había sucedido esa mañana. Desde que llegué había llamado a Mireya para contárselo todo, pero no la encontré en casa. Por la noche, cuando llegó mi marido del trabajo, me preguntó qué me ocurría. Tuve que mentirle para no revelarle lo que traía en la cabeza.

Ya en la cama, él quiso tener sexo, pero yo no fui capaz de responderle como acostumbraba.

-¿Qué tienes, Sonia? ¿Te sientes bien?

-Oh, es sólo un maldito dolor de cabeza.

-Está bien. Será mejor que descanses.

Aquella noche soñé con Paulina. La veía levantarse de su sillón de terciopelo rojo con los brazos alzados y me abrazaba, me abrazaba y me estrechaba tiernamente. Husmeaba en mi cuello y en mis hombros con su nariz para oler mis aromas y mis transpiraciones. Luego me sonreía con ese gesto extraño y misterioso para ofrecerme sus axilas, pidiéndome que las oliera, que las palpara, que las besara, que las hiciera mías. Fueron vivencias tan reales y agitadas que tuve miedo de que mi marido se hubiese dado cuenta de mis gemidos.

 

-2-

Salí del gimnasio cerca de las doce y me apresuré a retornar a casa. Seguía con el pendiente de llamar a Mireya para contarle lo sucedido. Mi sorpresa no tuvo límites cuando descubrí su auto estacionado en la calle. Entré con paso rápido y la encontré sentada en la sala, hablando por teléfono. Al verme me sonrió y colgó el auricular.

-Estaba llamándote al gimnasio –me dijo.

Recordé en ese momento las palabras de Paulina y me estremecí.

-¿Hace mucho que me esperas?

-No mucho, pero necesitaba verte.

Nos abrazamos y tomamos asiento.

-Hay algo de lo que te quiero hablar –susurró tímidamente.

-¿Qué te sucede, amiga?

-Ay no sé; últimamente me he sentido muy angustiada.

La miré detenidamente y pude descubrir en su cara las huellas de un llanto reciente. Sus ojos reflejaban tristeza y la chispa de alegría que solía ver en ellos había desaparecido.

-Rafael me ha descubierto.

-¿De qué hablas?

-Hablo de algo que tú ignoras. Necesito de tu ayuda; te he buscado para que me escuches, aunque no estoy tan segura si debo hacerlo.

-Sabes que te ayudaré en lo que necesites. –le aseguré.

Mireya se estiró para acomodarse en el asiento y me miró.

-Lo primero que debes saber es que yo, desde hace tiempo, llevo un diario de mis cosas íntimas.

-Bueno, eso es muy normal; no le veo nada de malo.

-No en mi caso Sonia. Ahí he puesto todas mis fantasías, mis anhelos ocultos, mis deseos reprimidos…todo.

-Entiendo. –dije en tono tranquilizador, tratando de darle ánimos.

-Lo que no sabes es lo que contiene. Y Rafael lo ha leído.

-Vamos, amiga; él no puede hacerte eso. Un diario es algo muy privado.

-Pero lo hizo. Lo hizo, y las cosas se han complicado.

Me quedé suspensa ante su revelación.

-Lo que no sabes es que el diario habla de ti. –soltó de repente.

-¿De mí?

-Si, amiga, y desde ahora te pido perdón.

-¿Perdón? ¿Pero por qué?

-Por todo lo que puse ahí.

Mireya hizo por su bolso y me entregó un folletín lleno de hojas maltratadas.

-Tienes que leerlo; tienes que saber todo lo que he escrito. Rafael lo sabe y no quiero ocultártelo más.

Tomé el altero de hojas y lo abrí al azar. Contenía un montón de notas caligráficas escritas a tinta, y vi que ciertas partes estaban ilegibles.

-¿Qué le pasó a tu diario?

-Él quiso quemarlo, pero no se lo permití.

-Vamos, Mireya… ¿qué puede contener un diario como este para que tu marido quisiera destruirlo?

-Son asuntos muy privados… tienes que leerlo.

Mireya se soltó a llorar de repente y fui hacia ella para abrazarla. Sentí que su cuerpo temblaba, y sus espasmos me hicieron estremecer.

-No te pongas así, amiga. Te prometo que lo leeré y te daré mi opinión, si eso es lo que quieres.

Ella sólo asintió en silencio.

-Tengo que irme –dijo-. Es hora de pasarme por la escuela. Hoy dormiré en casa de mi madre. Si puedes, telefonéame allá.

-Está bien, lo haré.

Mireya se levantó. Ahora su cuerpo, que era muy hermoso, parecía que sostuviese cien losas pesadas.

-No te preocupes demasiado –susurré-. Todo se arreglará.

Esbozando una sonrisa de tristeza, la vi desaparecer tras la puerta.

Alterada por el estado de mi amiga, cogí el altero de hojas y me subí a mi dormitorio. Abrí el diario en la última página y comencé a leer:

 

>>Oct.17

No sé que me pasa. Cada día siento menos interés por las relaciones sexuales con Rafael. Me imagino que piensa que soy una insensible, pero mis deseos no están más en él. Mi pasión vibra por otra persona…pero me da miedo pensar en ello. Es algo que no puedo evitar. Es algo que me nace de adentro.

Dios, ¿por qué siento todo esto?

Oct. 19

Hoy he reñido con mi marido y él ha intentado golpearme. Ha encontrado el diario y se ha enterado de todo, de mi pasión prohibida, de mis inclinaciones lésbicas. Me ha tratado de puta y de frígida, y sus insultos me hieren. Nada le he dicho a Sonia; ella no debe saber nada de mis sentimientos.

Oct. 20

A pesar de los problemas, esta noche me he masturbado pensando en Sonia. ¿Por qué ella no puede intuir lo que siento? No sé qué voy a hacer. Las dos estamos casadas, nos debemos a nuestros maridos, pero yo he fallado, ella no. Sonia nunca debe saber que la amo. Creo que me estoy volviendo loca…….tiendo esto, es una cosa que me quema, un fuego …….ahora no sé como actuar….yo misma se lo tengo que…..ir pero no encuentro la manera.<<

Cuando leí estos párrafos, aunque algunos eran ilegibles, me estremecí. Ahora lo entendía todo. Todo aquello era una locura. ¿Cómo era posible que Mireya sintiera eso por mí? Saberlo me llenó de turbación y de inquietudes. Cerré el diario y lo escondí bajo el colchón de la cama. Por ningún motivo deseaba que mi marido se enterase de su contenido.

De pronto vinieron a mi mente las sentenciosas frases vertidas por Paulina y volví a sentir un estremecimiento nervioso. ¿Es que acaso a través del tarot podían conocerse los sentimientos de las personas? No había duda de que Paulina lo sabía, lo sabía todo. No podía entender que Mireya, impelida quizá por su fanatismo, le hubiese revelado alguna vez sus sentimientos a Paulina. Pero, ¿y si lo hubiese hecho? De ser así, era probable que sus augurios proviniesen de algún secreto externado por mi amiga, pero no estaba segura.

Me pasé el día pensando en Mireya, en Paulina, y en el maldito diario. ¿Cómo era posible que un montón de hojas manuscritas echasen a perder una vida? Me daba cuenta de que Mireya había pecado de ingenua al escribir con tanto ardor sus más íntimas inclinaciones personales.

Esa misma noche, antes de que mi marido llegara, me ocupé de leerlo completo para deshacerme cuanto antes de él. Entonces pude descubrir frase por frase el calibre de la pasión oculta de Mireya hacia mí, y sus locos devaneos ligados con mi persona. Todo eso me turbaba, me turbaba demasiado, y no deseaba arriesgarme a que Fernando lo supiera.

Me apresuré a llevarlo conmigo hasta la caja de seguridad que tenía en la oficina de correos, y lo guardé bajo llave. Bien sabía que Mireya me lo pediría, y por alguna razón no deseaba fallarle.

 

-3-

Mis ojos se posaron sobre la puerta de madera barnizada antes de decidirme a tocar el timbre. Un sentimiento de vacilación me mortificaba, pero al mismo tiempo necesitaba tener más claro el asunto.

Por fin me atreví a tocar. Esperé unos instantes hasta que la puerta se abrió. Paulina lucía tan radiante como siempre, y mi mirada recibió la suya provocándome un escalofrío en todo el cuerpo.

-Pasa, linda, no te esperaba tan pronto. –dijo, esbozando una sonrisa.

-Tenemos que hablar. –murmuré.

-Lo sé. ¿Quieres tomar algo antes?

-Si.

Tomé asiento en la salita mientras esperaba impaciente a que sirviera. Bebí un largo trago de vino y puse la copa en la mesita de centro.

-Ella te buscó, ¿no es cierto? –dijo en aquel tono romántico y suave que solía utilizar.

-Si, lo hizo.

-¿Resultó cierta mi predicción o no?

-Creo…creo que sí.

Paulina sonrió. En su sonrisa pude ver un reflejo de satisfacción mezclado con cierto dejo de misterio.

-El tarot es maravilloso –susurró-, no sé qué haría sin él.

Levanté la vista para observar su rostro, que lucía las pequeñas máculas parduscas que tan bien le sentaban. Aunque sus pecas eran visibles, venían a ser en ella una suerte de gracioso adorno. No sabía bien por qué aquellas motas le daban a su cara un tono de distinción.

-He venido para aclarar las cosas –susurré casi sin aliento-. Las cosas han sucedido tal como las planteaste, y eso me preocupa.

-Te lo dije. ¿Está enamorada de ti, no es cierto?

-Sí… eso creo.

-¿Eso crees? ¿Acaso no has leído lo que dice el diario?

La sorpresa me hizo palidecer.

-¿Cómo sabes que hay un diario?

-Querida –dijo sonriendo-, yo tengo los medios para saberlo todo.

No supe en realidad qué responder. Comencé a reconocer que Paulina, en la práctica, acertaba en todo lo que me decía.

-Su marido se enteró y ahora está en problemas –prosiguió-. Pero ella nunca quiso declararte nada. El siguiente paso es el divorcio, eso lo sabemos; pero tú, que no has tenido que ver con ella, te has involucrado.

-¿Involucrado…?

-Así es, linda. Digamos que indirectamente, pero estás involucrada.

Comprendí que ella me decía la verdad. Aunque intenté controlarme, no pude evitar que me invadiese un sentimiento de temor.

-¿Qué puedo hacer ahora? Si mi marido se entera puedo tener los mismos problemas.

-Eso está claro. –dijo. Sólo hay una forma de evitarlo.

-¿Puedes ayudarme?

-Puedo…si tú quieres.

-No entiendo.

-Sí, linda. El tarot lo puede todo, ¿aún no te has convencido?

-Bueno… no sé si…

-Sé lo que estás pensando –me interrumpió-, pero no, Mireya no me reveló nada, absolutamente nada.

-¿Quieres decir que….?

-Así es. Las cartas me lo han dicho todo.

-Entonces… tú puedes saber lo que ocurrirá con todo esto…

-Seguro.

-¿Hay manera de evitarlo?

Paulina me miró con los ojos encendidos.

-Te he dicho que sólo hay una forma. Pero me parece que será difícil.

-¿Difícil…? ¿Por qué?

-Todo depende de ti, linda. Anda ven, pasemos al estudio para que hablemos.

Me acabé el contenido de la copa y la seguí hasta el pequeño cuartito tapizado de rojo. El rojo aterciopelado de los asientos me hizo recordar los espasmos de mi último sueño. Me volví para ver a Paulina, que ya se acomodaba frente a mí. Cogiendo el mazo de cartas, lo levantó y me dijo:

-Aquí está tu pasado, tu presente y tu futuro…y no te imaginas lo que he visto. –dijo, mirándome con atención.

Yo me estremecí. Aquella enigmática mujer poseía algún arcano que yo desconocía. Era como una hermosa y distinguida pitonisa que podía jugar con los sucesos y las vidas de sus clientes a través de simples cartas, como si se tratase de juguetes.

No sé si deliberadamente o no, ella levantó los brazos dejando al descubierto la exquisita uniformidad de sus axilas, aquellas axilas en armonía con el matiz de su piel que yo misma había soñado y que me produjeran un orgasmo fenomenal en la intimidad de mi dormitorio, junto a mi propio marido.

No pude evitar admirar esa secreta parte de su cuerpo teñida de un color indefinido, aunque sin vellosidad. Lo que mostraba era sólo una pelusilla recóndita e imberbe, al parecer muy bien cuidada no sé con qué clase de arte depilatorio. Mi embeleso se convirtió en fijación y no pude sustraerme al encanto que me anclaba a sus sobacos. Tuve que admitir que jamás había visto unas axilas tan atrayentes como las suyas, y ese pensamiento me hacía vibrar con un extraño cosquilleo que no podía reconocer.

Paulina bajó los brazos para echar la primera carta sobre la mesa, y un desaliento inconcebible me movió a pensar en gritarle que no cambiase de posición. Pero sólo fue eso, un pensamiento fugaz que no salió de mi boca en forma de palabras. Ella observó detenidamente la carta, y cerrando los ojos por un instante, levantó la vista para decirme:

-Aquí hay algo nuevo. ¿Acaso has soñado últimamente?

No supe qué contestarle. Una oleada de rubor me volvió a teñir la cara y bajé la mirada sorprendida. Pero aquel bochorno fue suficiente para que mi actitud se materializase en respuesta, una respuesta muda que Paulina descifró casi al instante.

-No temas. Tu marido no se enteró de nada. Fue un sueño muy intenso pero también muy íntimo.

-Ssí… -hilé una respuesta-. Tuve miedo de que me escuchara.

-No lo hizo, y si tú quieres nunca lo sabrá.

-No quiero que él sepa que sueño esas cosas.

-Naturalmente. Los sueños revelan mucho de lo que procuramos mantener oculto.

Yo me sentía sofocada. La miré tímidamente, como quien mira a alguien con poder, y le dije:

-No entiendo por qué he soñado eso. Nunca antes me había sucedido.

-¿Nunca antes?

-Bueno… no lo creo.

-Querida, debes saber que hay sueños que una no recuerda.

-Sí, lo he leído por ahí…

-Pero quiero decirte que no es la primera vez que sueñas sobre eso. La ocasión en que viniste con Mireya, soñaste lo mismo, pero ese recuerdo ya no está en tu memoria.

-¿Es posible…?

-Tan real como te lo estoy diciendo.

-¿Quieres decir que…?

-Que antes soñaste exactamente lo mismo, linda, te lo aseguro.

-Pero…

-¿Aún no te convences?

Paulina, sin decir nada más, tiró la segunda carta.

-Vaya –dijo con voz misteriosa-. ¿Qué es lo que tenemos aquí?

Aturdida por sus palabras, levanté la vista para lanzarle una mirada interrogante.

-Hay una pequeña gaveta en la estación de correos que guarda un secreto delicado. –soltó-. Y hoy has olvidado la llave sobre el tocador de tu recámara.

Yo palidecí. Hice un intento por pararme y salir corriendo hasta mi casa para recuperar la llave, pero ella me lo impidió.

-Nada, nada… deja todo como está, que nadie la encontrará. Mientras no sepan del asunto, esa llave es un objeto sin importancia.

Solté un largo suspiro de alivio y volví a sentarme en el rojo sillón de terciopelo. Paulina se había puesto cerúlea al observar la tercera carta que acababa de echar sobre la mesa. Una agitación extraña me colmó por dentro y le pregunté ansiosa:

-¿Qué es lo que ves?

-Que te masturbaste hace poco.

La vergüenza que sentí ante su dicho hizo que bajara la vista de inmediato.

-Bueno… eso no tiene nada de malo... –exclamé en voz baja-. Tú sabes que…

-Lo sé, linda, lo sé. Las cartas me lo dicen todo.

-Entonces…sabes todo lo que sucedió ese día.

-Por supuesto. Veamos qué complemento nos da la siguiente cartita.

Vi la tarjeta coloreteada que se deslizó entre sus manos para caer en seguida sobre el lienzo. Ninguna de las figuras que iban apareciendo me decían nada, pero la bella Paulina, por el contrario, parecía leer en ellas las imágenes de los sucesos como si mirase en la luna de un espejo mágico.

-Aquí dice que Mireya no te es tan indiferente.

Volví a sonrojarme como una colegiala.

-Bueno -susurré-, es natural… nos conocemos desde la escuela y…

-Y también te atrae, ¿no es cierto?

Me quedé muda ante su pregunta. Sentí ganas de salir corriendo de ahí, pero Paulina se adelantó a decirme:

-Nada de huidas, linda. No solucionarás las cosas de ese modo.

Ella me miraba fijamente, y yo era como una estatua ancorada al sillón de terciopelo rojo.

-Nno… no lo haré.

-Así está mejor. Debes conservar la calma hasta que terminemos la sesión.

Asentí en silencio.

Tirando una carta más, la chica tornó a levantar los brazos en la misma posición, doblando su cuerpo hacia el respaldo. Una vez más me di a observar el hermoso panorama que tanto me llamaba la atención. Paulina sólo sonreía, sonreía de un modo extraño, como si yo fuese su presa y ella una fiera a punto de atacar.

-Te agrada lo que ves, ¿no es cierto?

-Nno…no sé…

-Claro que lo sabes, linda. Las cartas me lo dicen, pero tus ojos me lo revelan mejor.

Bajé los ojos perpleja. Aquella joven mujer, sin duda alguna, podía adivinar mis pensamientos en el momento en que éstos ocurrían.

-No sé por qué me atraen las axilas de las mujeres….y tus axilas son…diferentes. –acepté avergonzada.

Ella bajó los brazos y me miró resueltamente.

-Lo sé. –dijo-. Te gusta admirar las axilas de Mireya… y también las mías. Y te has masturbado pensando en ello, ¿no es cierto?

-Ssi.

-Así está mejor. –soltó-. Negar las cosas no serviría de nada, linda.

-Eso creo. –dije con cierto temor.

-Bien. Por el momento lo dejaremos así. Es necesario hablar de tu asunto.

Yo suspiré aliviada. En el fondo no deseaba que ella siguiera enfrentándome con mi realidad, una realidad oculta que aunque no estaba en ningún manuscrito, venía a ser como si lo estuviera.

Paulina se puso en pie y me pidió que la siguiera, mientras me decía:

-Imagino que tienes deseos de otro trago, ¿no es así?

-Por favor. –rogué.

Sirvió de nuevo en las copas y nos sentamos en la sala. Yo me lo zampé todo en un par de gruesos sorbos.

-¿Me ayudarás? –indagué, sintiendo el suave calor que me bajaba por la garganta hasta asentarse en mi estómago.

-La vida de Mireya se destruirá –exclamó-. Pero la tuya aún está a tiempo de remediarse.

-Por favor ayúdame –volví a rogarle abiertamente.

-Y bien que lo necesitas.

-¿Existe un modo, verdad? –pregunté con cortedad.

-Existe. Pero tiene un precio.

-Te pagaré lo que pidas.

-¿Lo pagarás? Linda, el precio de ese trabajo es especial; sólo hay una manera de pagarlo y no es precisamente con dinero. A mi no me hace falta plata, créemelo.

-¿Entonces…?

-Yo también he tenido sueños, ¿lo sabías? ¿Verdad que no? Tú no crees en el poder del tarot, pero yo sí.

-Tú….

-¿Yo? Linda, yo vivo de esto, y con esto suelo satisfacer mis fantasías.

-¿Qué es lo que pides a cambio?

-Las cartas me han revelado una posibilidad, algo que yo deseo desde hace mucho.

-¿Posibilidad? ¿Qué posibilidad?

-Una posibilidad que está en nosotras hacer realidad…pero no funcionará si no se hace voluntariamente. Si no hay voluntad se perderá, se desvanecerá como el viento.

-¿Qué quieres decir?

-Se trata de tus sueños, linda.

-¿Del sueño que yo…?

-Exacto.

Ahí donde me hallaba sentada volví a encontrarme de pronto con el grandioso espectáculo de sus sobacos, que se mostraban impúdicos ante mí como pidiéndome que los tocara, que los besara, que los venerara. Admitía desde hacía tiempo que estas axilas eran mucho más atrayentes que las axilas de Mireya, con las que tanto había fantaseado sin que nadie lo supiera. Me daba cuenta que la imagen de mi amiga era ahora una sombra breve y difusa que se esfumaba ante el prodigio que tenía enfrente y que admiraba embelesada.

Mis sueños fantásticos de mujer me parecían ahora tan diáfanos como el agua clara, como una nube blanca que se disipa para dejar ver la luminosidad de un sol radiante, un sol que quema la piel, los poros, las axilas.

 

-4-

Fue mi primera vez.

Más allá de mis ensueños más obsesos, que en el fondo eran etéreos, nunca antes había hecho algo semejante. Se puede decir que mis deseos estaban contenidos; que eran una especie de sentimientos reprimidos e inexpresivos que sólo se daban en mi mente, en mis delirios nocturnos, en mis alucinantes quimeras.

Paulina me esperaba y tenía que apresurarme. Ese era el trato, un trato que habíamos hecho y que en realidad no me desagradaba. Manejaba con desesperación, con el cuerpo vibrante y con la mente puesta en un solo pensamiento: el hermoso cuerpo de Paulina, tan incorpóreo y tan real, tan hermoso y tan extraño.

¿Quién era yo? ¿Quién era Paulina? Definitivamente yo ya no era la misma. Me había olvidado por completo de los desasosiegos lésbicos que me provocara Mireya para volcarme decididamente en un reflejo nuevo, brillante y provocador. Paulina, por su parte, parecía ser el génesis de un enigma misterioso, una sibila infernal adoradora del fuego, adoradora del rojo. Nada más sabía de ella, y en verdad no me importaba.

Doblé la esquina y desemboqué en la calle empedrada que me conducía hacia la puerta de madera barnizada. Esta vez no iba acicalada. Paulina había sido muy clara en sus peticiones: nada de perfumes; todo al natural. Paulina era extraña, pero me despertaba una fascinación devoradora con sus modos, con sus ambiciones, con su grandioso talento esotérico.

Toqué el timbre y descubrí a Paulina frente a mí, del otro lado de la puerta, ataviada solamente con un doll rojo con encajes transparentes. La visión me nubló la vista, pero ella me jaló del brazo.

-Anda, entra.

Pasamos al interior y subimos casi corriendo las escaleras rojas, entre tumbos y tropezones, mientras nos abrazábamos desesperadas para besuquearnos en el trayecto. La recámara estaba abierta, y una king size con sobretodo rojo aguardaba por nuestros cuerpos. Paulina volvió a estrecharme para besarme en el cuello, en la nuca, en el cabello. Mi cuerpo serpenteaba y se doblaba tiritando al recibir la salvaje tibieza de su lengua, de su saliva, de su aliento con aroma extraño.

Me volqué sobre ella y me olvidé de mí; sólo percibía el actuar de Paulina completamente desnuda, moviéndose como una diosa de blanco marfil, de mórbidas formas. Vi sus pechos enormes que descendían sobre mí como dos mazos duros y suaves, que a la vez me golpeaban la cara, el vientre, la entrepierna.

Descubrí entre brumas el caminillo oscuro, muy breve y delgadizo que adornaba su pubis exquisito. Ese pubis nacarado lo había forjado en sueños delirantes e insólitos, en ansias insatisfechas, desde la primera vez que la había visitado con mi amiga. Y sus axilas, ahora matizadas de un pelillo suave, más abundante que antes, se abatían sobre mi boca como alas de mariposa, aleteando sobre mis labios y despidiendo aquel olor a cobre, a sudor, a maravillas.

Ahora me había tendido sobre la cama y se apresuró a posarse sobre mí, su cuerpo sobre mi cuerpo, sollozando palabritas, frases cortas entremezcladas con pequeños susurros que me decían tantas cosas y que yo recibía con oídos dispuestos.

-Puta. –susurró-. Te deseaba, siempre te deseé. Desde que te vi no te olvidé. Eres una perra hambrienta de sexo.

Sus labios me chupaban las tetas, me mordisqueaban los pezones, me succionaban las bolas, abrasándome. Mis pechos crecieron como la harina de pan, como si su saliva fuese el toque mágico, la levadura que les hacía falta; una mezcla que necesitaron siempre, toda la vida.

Mis brazos estaban alzados mostrando una lisa pelambre que nunca antes había dejado nacer. Paulina me había dado unos días para dejarlos crecer, y bien que me habían crecido; formaban un breve montecillo negruzco como el de ella, sólo que no con la rara atracción de los suyos. Los suyos eran únicos, sin comparación; no había otros más bellos que ésos, los de ella, los de sus tiernas axilas irreverentes y a la vez exquisitas. Nada era como ella; ningún atributo, ninguna particularidad. Paulina era única en todo, y por eso mismo estaba yo ahí, revolcándome con ella, con su fragante tibieza, bebiendo de sus transpiraciones.

Su boca llenó mi axila y rastreó mis pelos uno por uno con pasión arrolladora. Paulina ahora lloraba; sí, lloraba. Era su llanto la potencia de un clamor lascivo, un lujurioso aullido que había estado contenido por meses. Sus lágrimas de gozo se confundieron con mi sudor, con su sudor, con nuestros jugos corporales, y su lengua se transformó en una espátula que extraía mis humedades como si fuese una lapa. Luego se mudó a la otra axila aspirando, llorando, sollozando como una puta embramada.

-Maldita perra. Pude adivinar el sabor de tus sobacos en una carta marcada de color rojo. Eres una puta desvergonzada. Piensas sólo en mí, y me enloqueces.

Sus palabras eran suaves y terribles a la vez, pero me encendían con un ardor fueguino.

-Eres una zorra –exclamé tiritando-, pero me encantas. No hay otra mujer que sea tan hermosa como tú, y una basura como tú. Vienes del muladar, eres una porquería que tiran y después todos quieren recoger para tenerte.

-Perra sucia. Sé que me soñabas, me soñaste siempre. Pensabas en mí cuando te masturbabas, cuando tu marido te cogía, cuando creías pensar en el culo de tu amiga, pero pensabas en el mío. –respondió entre suspiros.

-Siempre te quise –dije-. Siempre fuiste mi quimera, aunque te odié; te odié por todo lo que me adivinaste, maldita bruja. No tienes corazón, pero no lo necesitas. Una zorra como tú no lo necesita; tienes lo necesario para cogerme.

Sus grandes pechos se ensancharon y las puntas se volvieron estiletes. Sus pezones eran como enormes cimitarras de carne que desgarraban mi piel, dejándola teñida de púrpura.

-Méteme ese pezón, perra. –le pedí gimiendo-. Vamos, lo quiero adentro.

Ella se deslizó hacia mis muslos y me abrió las piernas. Colocó su larga teta puntiaguda en mi hendidura, que ahora estaba tan enhiesta como un pene. Sin soltar su pecho lo empujó dentro de mí y me penetró. Sentirla dentro era como sentir un miembro masculino, pero aún era mejor. Estaba más caliente, más suave, mucho más blando y pujante, y era de mujer.

-¿Te gusta, puta? Anda, dime que te mueres por tenerlo adentro, dime que soñabas con sentirlo en tu raja. Yo sé todo lo que sueñas, y esto lo deseabas.

-Lo soñé muchas veces; me masturbé muchas veces deseándote y quiero más. Métemelo todo. –gemí excitada.

Paulina se aplicó en su labor empujando toda la teta dentro de mí. Luego empezó a moverla, a rozarla, a insertarla y a jalarla como se mete y se saca un pene endurecido. La sensación era indescriptible. Me sumí en una onda de orgasmos que me hicieron gritarle los peores insultos que jamás había proferido, aún en los momentos de mayor furor.

-Perra maldita, bruja infernal, eres la peor alimaña que he conocido, pero te amo, te amo, quiero más de ti…empuja zorra, empuja.

Su chiche se perdió en mi canal y mis humedades sirvieron de catalizador para que entrara y saliera sin parar. Pero Paulina no estaba dispuesta a soltarme nunca. El trato era el trato, y estaba decidida a aprovechar la ocasión sin dejarme descansar. Por mi parte confieso que tampoco deseaba que me dejara tranquila. El furor que sentía no era de este mundo; me había trasladado a un cosmos etéreo donde pervivía sólo el placer, un placer desmedido que no existe en los hemisferios conocidos.

-Puta, sé que quieres más, pero tendrás que suplicarme; quiero que te rindas, que te sometas, que seas mi esclava, un fetiche entre mis brazos. Vamos, gime, descarada.

-Dame… dame más, te lo suplico –sollocé-. Te suplico que me cojas, bruja de basurero. Acábame zorra.

Ahora Paulina se había parado sobre la cama para exhibir en todo su esplendor la inquietante belleza de su cuerpo. Era como una diosa, la diosa Venus apersonada; o quizás como Afrodita con toda su cohorte, las falanges de la lascivia. Pero aquellas diosas del pasado palidecían ante su hermosura y tenían que inclinarse ante ella para dar paso a su presencia, una presencia sin par que me perdía convirtiéndome en su esclava, en su sirvienta; una servidumbre movida por la más pura y auténtica lujuria.

-No puedo más –gemí-. Tengo que mamarte las axilas, o moriré.

-Ruégame, ruégame, puta. Sólo así las tendrás para ti, zorra.

-Por favor…te lo ruego. Vamos bruja, dame tus sobacos, no me hagas sufrir.

Con el rostro enrojecido por el arrebato, Paulina se arrodilló y se colocó a horcajadas sobre mi cara. Sus olores me golpearon la nariz y aspiré su raja como la peor de las putas. Eran aromas terrosos y cobrizos; eran tufos apelmazados que se derretían brotando de sus entrañas. Tal vez antes, cuando era niña, había olido alguna cosa parecida, aunque no podía recordarlo bien. ¿Había sido en la curtiduría, o en los excusados del colegio? Quizás en ambos sitios, pero los olores de Paulina eran mucho más intensos. Era un olor a mujer, a intimidad, a meados; a jugos desbordados y mixtificados con sudor, con esperma, con sabor a bestia y a piel prohibida.

Succioné su vulva pequeña, acotada por dos labios largos que sobresalían perlados de humedad. Eran como los bordes de un guante de béisbol, suaves y firmes a la vez, de una textura rugosa y plegadiza como el ámbar oscuro; olían a leche y a secreciones de mujer. Los bebí; bebí de ellos toda su miel. Era un flujo fino y espeso que se hilaba en mi boca revolviéndose con mi saliva. Chupé por mucho tiempo su bellota agridulce que se abría y se cerraba boqueando y masajeándome los labios.

-Bebe, perra, bebe. Vamos, no pares…, bebe todo de mí.

Sus frases desbocadas se convirtieron en gritos, gritos ansiosos y desgarradores que me impulsaban a mamarle más, con todas mis fuerzas, con todo el ardor que me salía de adentro. Paulina se vino, se vino como una puta enloquecida en mi boca. Su savia me llenó la lengua abundantemente, como nunca creí que se viniera. Era como si se estuviera meando dentro de mí, como si estuviese drenando aquél fluido lechoso tan sólo para mí; el brebaje perfecto.

Recordé de pronto a la niña que me había meado la cara en las escaleras del campanario de la iglesia, aprovechando la ausencia del cura. Recordé a mi prima Dora, la de cabellos rizados, llamándome con los dedos para que fuera a esconderme con ella al cuarto de trebejos; pude recordar todo lo que me hacía. Yo era una niña, pero ella no lo era. Se me aparecieron de pronto sus dos tetas pequeñas que apretaba con sus dedos para que yo se las besara, y su imberbe culito, apenas con pelillos nacientes, que me ponía en la cara para que yo se lo chupara. Recordé todo eso.

-Puta perdida; bebe, bébetelo todo. No me dejes nada adentro, alimaña mamadora. Anda, suplícame.

Pero yo no podía hablar con su entrepierna amoldada a mi cara. Aunque tenía conciencia de que no era la gruta de Dora, la recordé como si fuera ella, montada sobre mí como un jinete desbocado mientras yo le chupaba su cosa con desesperación. Pero los jugos de Dora eran apenas como hilillos sin consistencia, nada parecidos a las riadas que brotaban de la gruta encendida de Paulina. Y el pubis de Paulina era mucho más caliente, más arrollador, más impetuoso.

Dora, Dora, ¿qué tienes?, le susurraba yo mientras ella no paraba de gemir. Pero Dora estaba en lo suyo, fuera de este mundo, moviéndose sobre mí como rehilete, como un columpio sometido a una fuerza invisible y brutal.

Paulina se levantó; sus ojos fulguraban como los de una fiera insaciable.

-¿Querías mamar mis axilas? Anda puta, diviértete con lo que sueñas. Haz realidad tu locura. Bébete mi sudor, disfruta de mis olores, perra.

La sola mención de sus sobacos me llenó de una locura indecible. Tendida sobre la cama admiré como quise sus recónditos tesoros, que eran como mapas cuya ignota geografía me había sido vedada. ¿Cuántas veces me había masturbado soñando y fantaseado con esa parte soberbia de su cuerpo? No lo sabía. Pero Paulina sí lo sabía, ella lo sabía todo. A ella las cartas le hablaban; no a mí. Sólo sabía que mis angustias por tenerlas en la boca estaban a punto de ser saciadas, aunque fuese sólo una vez.

De pronto me vinieron a la mente las imágenes más escondidas, y al fin pude saber de donde me venía todo aquello, mi gusto por las axilas, por los sobacos olorosos a sudor, por las rugosidades de la piel secreta que guardan unos brazos de mujer.

Podía ver claramente a mi tía Irasema, sonriente ante mí con los brazos alzados como si levantase un trofeo. Y me veía también yo misma, siendo una niña, mirándole aquella parte con ojos de sorpresa, como si descubriese cosas inéditas, algún asunto prohibido del que no se podía hablar, que había que guardar en secreto.

Niña, ¿qué tanto miras?, me decía ella; y yo bajaba la vista avergonzada. Pero sentía, sentía algo extraño dentro de mí, algo que crecía, que se hacía presente con fuerza, pero sin comprender por qué. Recordé que de tanto mirarla la tía Irasema se fue dando cuenta de mi cándido interés, de mis deseos por saber, y quizás por experimentar.

¿Quieres tocármelos?, me preguntó un día; y yo le dije que sí. Entonces toqué, palpé, sentí. Sentí la suavidad de su vello largo y dócil, la generosidad de su textura; palpé la sutileza de los hilos opacos que despedían un tufo agrio pero sabroso, que tanto me gustaba; descubrí los aromas del sudor de una mujer, de una mujer alta, casi tan alta como Paulina, pero nunca tan bonita.

Recordé a mi maestra de español en el salón de clases, cuando levantaba los brazos para explicar algún verbo, algún adjetivo, una oración que no entendía. ¡Cuántos recuerdos tan gratos! ¿Cómo se llamaba la maestra? La profesora Viveros, sí, Viveros. Así se apellidaba. Era muy bonita, pero no tanto como Paulina. Paulina es única. Pero la profesora Viveros también era atractiva. Siempre usaba blusas sin mangas o vestidos con zizado amplio. Era todo un espectáculo. No sé si los demás le veían ahí; quizá sólo era yo, con mis gustos extraños. Pero bien que la recuerdo. Y si solamente era yo la que bebía de sus secretos, mejor para mí. Tal vez fuese un privilegio sólo mío.

Y se puede decir que en realidad era yo privilegiada, acaso una escogida para eso, sobre todo cuando iba a su casa a tomar clases de regularización. Era fantástico estar con ella. La profesora Viveros siempre me decía que no se lo contara a nadie, y nunca lo hice. La verdad es que me gustaba; me gustaba verle ahí cuando alzaba las manos. Casi siempre las alzaba cuando estaba a solas conmigo. Creo que lo hacía a propósito. Se pasaba las horas mostrándome las axilas mientras declaraba sus cansadas frases del Quijote. ¿No era el Quijote muy peludo? Creo que tenía barba; sí, la tenía. Y eran como las barbas de los sobacos de la profesora Viveros.

Yo no atendía a nada de lo que me decía por embobarme en la oscuridad de sus sobacos, hasta que me preguntó aquello. ¿Qué fue lo que me dijo? ¿Te gusta verme ahí? Si, le contesté. Se ven muy bonitos. Pero niña, esto no tiene que saberlo nadie. ¿Qué no sabes que la gente toma a mal estas cosas? Yo asentía con la cabeza y le decía que siguiera con los brazos alzados, que por favor no los bajara. Eso hacíamos hasta el día en que sucedió aquello. La profesora Viveros era soltera, creo, aunque ya andaba por los treinta. Se decía que tenía un novio de años que vivía lejos, pero nadie la había visto nunca con un hombre. Y a esa edad, a los treinta, se sienten los ardores muy fuertes. ¿Qué sucedió? Mientras Paulina yacía tendida, esperando por mí boca, yo podía recordarlo muy bien.

Anda, Sonia, me dijo la maestra, tócalos y huélelos si quieres, pero sólo será una vez si me prometes no decirlo. Yo le dije que no lo contaría. Ella me atrajo hacia sí y me jaló la cabeza para que se los husmeara. Entonces los olisqué, y después se los lamí como si fuera una gata. Parecía yo una gatita bebiendo y sorbiendo. Olían a sudor, a rancio, a desodorante. Aquél aroma me marcó para siempre.

Ahora bésame aquí, anda, aprovéchate, me dijo. Vi cuando ella se sacó una teta por encima del brassier y me mostró su seno erecto. Era una bola muy blanca, con el pezón muy oscuro. Un contraste contundente y único. La punta era papilosa, como el tallo de una lengua. Y mi lengua se juntó con aquel botón de piel rugosa, blanda, humectada. Le chupé el pezón y después toda la chiche cuando se la sacó. Traía una blusa sin mangas y se bajó el tirante. Y luego se bajó el otro tirante e hice lo mismo con su otra teta. Fue grandioso. Parece como si la escuchara gemir, como si hoy mismo fuese aquel día, un día tan lejano.

Pero la profesora Viveros no quería dejarlo ahí. Ella andaba por los treinta, y a los treinta, cualquier mujer tiene ardores. De repente se levantó la falda y me mostró los calzones. Eran de esos calzones grandes, muy a la moda antigua, prendas que ya no se usan. Ahora la novedad son las tangas, pero entonces ni se soñaba con esos diseños. A mí me gustaba verle los calzones, admirar esas bragas amplias que le tapaban el ombligo. ¡Qué tiempos aquellos! Los tiempos antiguos también tuvieron su encanto.

Vamos, niña, apresúrate y tócame ahí. Y yo, tan entendida para esas cosas, lo hice, lo recuerdo bien. Ahora Paulina gemía pidiéndome que le chupara las axilas, pero me entretuve apretándole las tetas mientras recordaba a mi antigua profesora de español. Era bello recordar. Las tetas de Paulina son suaves y muy grandes. Las de la profesora Viveros no eran tan grandes, eran más bien medianas. Pero eran duras y suaves como las de Paulina, aunque nunca tan primorosas. Pero lo antiguo también tuvo su encanto.

Mete la mano por debajo, me decía la profesora. Y yo se la metía. Descubrí que había debajo un matojo lleno de pelos. Eran vellos muy negros, del color de sus cabellos, pero más cortos. No creo que se depilara como Paulina. Paulina está a la moda; lo de hoy es afeitarse. Pero la profesora no se afeitaba; se lo dejaba tal cual. En aquél entonces todo era más natural. Igual que sus axilas. Nada de afeites. Mi mano oprimía la enredada mata y mi cuerpo se excitaba. Aún no sabía qué era eso, pero hoy puedo saberlo. Yo respiraba muy fuerte, con dificultad, y ella también.

Dame tu dedo y ponlo ahí…no, ahí no, más al centro. Anda, busca la rajita y frótalo. ¿La sientes? Más bajo, más abajo. Anda, ahí….así, así, más adentro, tállalo más adentro. Ahora busca el botoncito de arriba. ¿Lo sientes? Y yo se lo tallaba. Mis dedos se mojaban mucho y eso ayudaba. La profesora Viveros se anchaba de piernas mientras le metía un dedo, y a veces hasta dos. Ella pujaba, echaba los hombros atrás, se estremecía. Hasta que finalmente gimoteaba, gimoteaba como una puta, igual que la puta de Paulina. Sólo que Paulina es más gritona, más puta, más zorra.

Paulina seguía rogando para que me tendiese sobre ella, pero yo ahora recordaba a la profesora Viveros, quería recordarlo todo.

-Anda, Sonia, ya mámame las axilas. –exclamó Paulina.

Y sí, claro que se las iba a mamar. Era algo con lo que siempre había soñado. Como soñaba con la profesora Viveros. Era media regordeta, aunque no demasiado. Su cuerpo era blanco como la leche y tenía el pelo negro como la noche, brillante y suave. Chúpame ahí abajo, Sonia, me dijo un día la profesora. Sé que no lo dirás a nadie. Y yo le obedecía. Se hacía la pantaleta a un lado para dejarme un espacio. Entonces me arrodillaba entre sus muslos, como le gusta arrodillarse a Paulina, mi querida Paulina, la perra, la maldita, la bruja más odiada y más amada.

Acomodada entre sus piernas sacaba la lengua y le lamía la rajita, toda humedecida de calor. Sus jugos eran como el chicle, muy pegajosos, pero a mi me gustaban. Le metía la lengua hasta el fondo, hasta que me cansaba. A veces me dolía la nuca y la barbilla de tanto mamarle. Pero a ella no le dolía nada; la profesora era tan insaciable como Paulina, aunque menos arrojada. Nunca se quitaba la ropa, sólo lo hacíamos así, con la falda levantada y la braga arremangada. Hasta que se venía en mi boca. Yo no sabía lo que era venirse, pero ahora lo sé bien.

Un día, por poco y nos descubren. Era un jodido cartero que llegó a entregar un telegrama. A la profesora Viveros le escribían, creo que le escribía su antiguo novio. Pero en su ausencia, ella se entretenía mientras conmigo, y no sé si con alguna otra chiquilla de mi edad. Una de ellas me contó algo, pero yo siempre la ignoré. Me daba miedo soltar la lengua de más. El cartero sonó el silbato y se asomó por la ventana. La profesora Viveros apenas si tuvo tiempo de bajarse la falda como un ciclón mientras me empujaba por las nalgas para que me escondiera. Luego gritó algo, y se agachó para decirme que me metiera debajo de la mesa. Era una mesa redonda cubierta con un largo mantel, lo recuerdo. Lo hice, hasta que el cartero se fue, y la profesora, con la cara colorada, tiró el telegrama al suelo y después lo pateó muchas veces. Creo que estaba fúrica.

-¿En que piensas, perra? Me estás haciendo desesperar –exclamó Paulina en tono imperativo.

Me subí sobre su cuerpo transpirado y vibrante y acerqué la nariz a sus sobacos. Lo que olí eran las más deliciosas ofrendas de incienso sudoroso, de olores orientales, de fragancias prohibidas. Siempre imaginé el olor de las axilas de Paulina, siempre intuí sus extraños aromas. Y ahora lo confirmaba. Eran muy parecidos a los olores de los sobacos de Dora, de la tía Irasema, de la profesora Viveros. Pero en Paulina estos olores trascendían, no sé por qué razón. ¿Tendrá algo que ver la antigüedad? No lo creo.

Tal como lo había soñado tantas veces desde que la conociera, sorbí; sorbí como una gata, como la gata en que me convertía cuando le chupaba el coño a la profesora de español.

Entonces me transformé en algo que desconocía. Las imágenes antiguas se desvanecieron para dar paso a la presencia táctil de Paulina, la perra pitonisa que jugaba a las cartas; para que su imagen amada y perversa se erigiera en un solo bocado para mí, un bocado palpitante y oliente que traspasaba mis sentidos como flecha. Le mamé las axilas como una gata, como una perra, como una zorra perdida; la más sucia de las gatas, de las perras, de las zorras. Yo era un animal lamiente, una batidora de efluvios.

Licué sus líquidos sudorosos en un solo elíxir que tenía sabor a gloria. Chupé y mamé por horas aquella región escondida, teñida ahora por la sombra oscura de sus pelillos depilados que apenas disimulaban los pliegues exquisitos de su piel. Jamás había sentido con nadie lo que hoy sentía con Paulina, y supe que los tiempos modernos suplen muy bien el pasado, todo lo antiguo, todos los recuerdos.

Pero Paulina era insaciable y yo también lo era. Con ella una no se saciaba. Había que darlo todo, era una entrega total, una entrega salvaje como no hay otra igual.

-Vamos, puta, mámame los sobacos que tanto te gustan, los que te producen sueños, los que no te dejan dormir tranquila.

Y lo hice. Lo hice como la peor puta del planeta. Nunca me cansé de chuparle ahí sorbiendo las fragancias salivosas a sobaco, a almizcle, a sales de mar embravecido. Parecía que todos los olores de la tierra cobraran vida en ese pedazo de carne estremecida que recibía mi lengua con ardor. Paulina, sometida al dulce suplicio de mis labios y de mi lengua explotó varias veces en orgasmos intensísimos, gritando sandeces, diciéndome que era la mejor estúpida para mamar, pero que era la mejor mamada que le habían hecho nunca, suplicándome que no dejase de chuparle ahí.

Sin habernos saciado en lo absoluto, decidimos que era tiempo de culminar la entrega con el acto más sublime que puede darse entre mujeres. Me acosté boca arriba para recibir su pubis en mi boca en tanto que ella hacía lo propio con el mío. Entonces nos entregamos al más placentero de los deleites, haciendo un perfecto sesentaynueve que nos elevó a las alturas.

Los gritos de Paulina se confundían con los míos, y aquello se transformó en un festín de locura. Nunca comprenderé por qué gritamos tanto las mujeres cuando tenemos sexo lésbico, a no ser que nuestras gargantas estén hechas justamente para ello. Pero no puedo asegurarlo.

Desde aquél día amé más a Paulina que a mi propia vida. Pero nuestro cariño estaba destinado al fracaso.

Cuando llegué a mi casa no quise ver a mi marido a los ojos. Estaba demasiado confundida.

Aún así, tenía conciencia de que acababa de aprender algo nuevo, algo que suplía con amplitud todo lo que él podía darme, aunque me costara reconocerlo.

 

 

-5-

Me detuve frente a la pequeña gaveta de correos y extraje la llave de mi monedero. La inserté en la ranura y abrí la portezuela. El manuscrito apareció en el fondo, debajo de una serie de expedientes que yo guardaba en secreto. Lo extraje y lo metí dentro de una bolsita de plástico. Me apresuré a abordar el auto para dirigirme al punto de la cita.

Estacioné mi automóvil en el arcén del parque arbolado y caminé hasta el otro lado de la placita. Muy al fondo, sentada en una banca, se hallaba Mireya. Portaba un vestido rojo que le sentaba muy bien.

Al verme, se levantó para salir a mi encuentro. Nos saludamos con un beso y nos abrazamos.

-¿Lo tienes? –preguntó con nerviosismo.

-Aquí está –dije-, entregándole el paquetito.

-No sabes cuánto te lo agradezco.

-Tenía que guardarlo, amiga; era por nuestra seguridad.

-Estoy en deuda contigo; gracias por ser tan comprensiva. –dijo con la voz quebrada.

-Somos amigas, y sabes que haría cualquier cosa por ti.

-Me iré esta misma noche, Sonia. Te extrañaré.

-¿Tienes que hacerlo?

-No hay otro camino. Comenzaré de nuevo, pero lejos de aquí.

-Comprendo. –dije-. Creo que yo también haría lo mismo.

Nos abrazamos otra vez con efusión, y sentí el roce de sus labios en un tierno beso de despedida.

-No te llamaré. –dijo-. Será mejor que me olvide de todo.

Yo moví la cabeza en señal de asentimiento.

Fue la última vez que la vi. Su figura se desdibujó a lo lejos mientras una lágrima resbalaba por mi apesadumbrado rostro.

 

 

-6-

La película me llegó de un modo subrepticio. Nunca pude saber quién me la había dejado dentro del locker.

Cuando la vi en la casetera, me di cuenta que todo estaba grabado en la cinta. Era el recuerdo perfecto para un encuentro lésbico perfecto. Ahí estaba yo, totalmente desnuda, entrelazada con el bello cuerpo de Paulina en aquel lecho rojo, del mismo color de sus sillones de terciopelo, de la moqueta de su escalera, de su magnífico doll transparente con que me había recibido aquella tarde de locura.

Lo único que me dolió fue lo que descubrí al final del film.

La larga grabación culminaba con una breve escena donde pude ver a Paulina estrechamente abrazada con mi amiga Mireya. Después de besarse largamente, las dos me decían adiós con las manos, sonrientes y satisfechas. Un mazo de cartas del tarot aparecía de pronto, agrandándose en la pantalla, para después desvanecerse entre gránulos de arena.

Un gemido escapó de mi boca y lloré, lloré como una niña desamparada, y sólo tuve aliento para exclamar:

-Perras… malditas zorras… putas sin corazón.

Maldije por si acaso a todas las putas del Bronx, de Baltimore y de Nueva York. Eché pestes contra todas las putas de México, de California, de África y de Europa. Todas las putas eran iguales, todas eran pitonisas.

Quemé en mi mente todas las cartas de tarot del mundo, y me cagué sobre ellas muchas veces.

Todas las mujeres que creen en esas chorradas son unas putas… igual que yo, que Mireya, que Paulina.

Al final, destruí la jodida película tirándola al fuego.

Al fin había decidido escribir mi diario.

Ahora mismo lo acaban de leer.

FIN