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Roma y sus días

en Lésbicos

Roma y sus días

Por Promethea

Esbozos de cómo una insaciable aristócrata romana introduce a una joven siciliana en el conocimiento de los placeres más inusuales.

A Procla no le fue difícil distinguir a lo lejos la menuda figura que se acercaba.

Tal vez para cualquier otro observador la visión hubiese parecido difusa, más no para ella, que siempre se distinguió por la agudeza de su vista. Rodeada por el exuberante verdor de la campiña romana, donde las dunas se ensanchaban en el horizonte como suaves ondas curvilíneas, la joven se sentía invadida por un raro sentimiento de inquietud.

Apenas la víspera, Eulogia le había hablado de aquel secreto y por ahora no tenía otra cosa en mente que comprobar lo que tanto le turbaba.

A su parecer, Eulogia no era más que una joven caprichosa y levantina, una de esas muchachuelas ricas con ganas de experimentar. Poco a poco el punto se fue haciendo más visible hasta que luego de aparecer y desaparecer tras los cóncavos perfiles de la hondonada, por fin pudo verla con claridad.

Procla se decía a sí misma que Eulogia era una joven endemoniadamente hermosa. Hija del senador Cayo Graco, la chica se ufanaba del poder que su padre ejercía en el imperio, y quizá por eso actuaba como una potentada. Podría decirse que con ella, sin embargo, Eulogia siempre se mostraba más que amigable y eso le hacía experimentar ciertos cosquilleos que en el fondo la halagaban, aunque por otro lado el despótico talante de la joven le provocase esas náuseas indefinibles y extrañas que aún no alcanzaba a precisar.

Dueña de una sonrisa desquiciante, Eulogia destacaba entre las de su generación justo por su inquietante belleza, y Procla lo reconocía. Apenas hacía unos meses que se habían conocido en la cátedra de Lucano, allá donde solían acudir por las tardes las mozuelas de la aristocracia para escuchar las interminables peroratas que tanto le aburrían.

Procedente de Sicilia y venida a Roma en compañía de su padre, un patricio comisionado ahora en las Galias por encargo del Emperador, Procla se hizo muy pronto su amiga.

Reconocía que la había preferido por sus indiscutibles encantos, aunque procurase negárselo a sí misma, y muy pronto había advertido que la distinguida y libertina jovenzuela era la chica más admirada de Roma.

La misma Agripina, concubina del Emperador, se había prendado de ella demostrándole sus sentimientos con costosos regalos que le remitía a granel y que ésta rechazaba con desdén, aunque sin renunciar a la altivez que la caracterizaba.

Y Procla había entendido bien pronto la razón, pues ella misma, fascinada por la personalidad de Eulogia, había sentido ya la poderosa fuerza de atracción que la arrastraba hacia ella y la llevaba a estar siempre cerca para admirar sus modos, la refinada exquisitez con la que se desenvolvía, su ostensible suficiencia, la morbidez de sus gestos.

No había forma de que alguien no se prendara de la belleza de la niña consentida de Roma, de su piel de alabastro, de sus gestos cautivantes.

Cuando Eulogia estuvo a escasos metros de ella, Procla volvió a admirarla con ojos codiciosos. Contempló su túnica verde agua que sobrepujaba su lozanía, las orlas que se sacudían con el viento, las crestas de su cabello rizado que se removía como olas en movimiento.

Los ojos de Procla se posaron después en el animal que trotaba a su lado sujeto a una trailla de cuero negro que Eulogia sostenía entre sus dedos. Era un dálmata entrado en carnes en cuya piel sobresalían las máculas oscuras que daban la impresión de ser manchas de tinta acabadas de pintar.

-Ahora que te veo, te creo. –exclamó Procla sonriendo.

Las mujeres se abrazaron y se besaron largamente, y a Procla le dio en la cara el distintivo olor de su transpiración. Siempre le pareció que el cuerpo de Eulogia despedía un aroma excepcional, una mezcla enrarecida que a ella le fascinaba.

Continuamente especuló sobre su celo por conservar esa mixtura utilizando quizá exóticos enjuagues, aunque nunca se atrevió a preguntárselo.

Lo único que intuía es que podía ser un atributo original, una esencia que surgía de lo más recóndito de su cuerpo, quizá impregnado con fragancias de madrigales que la chica se procuraba de algún modo.

Extasiada en su devota contemplación, Procla consideró que sus fragancias eran, a final de cuentas, su mejor carta de presentación.

-Y aún lo que te falta ver –dijo Eulogia-. Los entrenadores dicen que los perros de caza no sirven para nada, pero yo digo que con Escipión se equivocaron.

-¿Así le llamas?

-No se lo he puesto yo, sino mi padre.

Procla recorrió con la mirada la teñida piel del magnifico animal, que no dejaba de jadear con la lengua de fuera.

-¿Qué te parece, linda?

-Es hermoso.

-Y apenas tiene tres años. Lo descubrí en una cruza que hicieron los libertos hace meses. Nadie sabe que es todo un campeón para preñar a las hembras.

Procla, sorprendida por sus palabras, levantó la vista para ver con atención la cara de su amiga. Descubrió que sobre su frente y sus mejillas se acumulaban las diminutas perlas de sudor que le hacían verse más hermosa.

Varias motas rosáceas coloreaban sus pómulos, y debajo de sus brazos se distinguían las amplias manchas que humedecían su atuendo.

-Se ve que te cansaste.

-Oh, sí, el sol está rabioso, pero quise venir a pie para no darme a notar. Ante los ojos de cualquiera sólo salí a dar un paseo en compañía de mi perro.

Procla se carcajeó y Eulogia la secundó. Un reflejo fulgurante quedó atrapado en la blanca sonrisa de Eulogia, quien sin haber desacoplado al dálmata movía la trailla de un lado a otro al tiempo que examinaba la espigada figura de su amiga. Luego, echando un vistazo a su alrededor, comentó:

-Nunca había venido por aquí; se ve que todo esto es muy hermoso. ¿En donde queda la villa?

-Del otro lado de las colinas.

-Vamos entonces.

Las mujeres se movieron para remontar la cuesta. Desde la cumbre del altozano pudieron distinguir la construcción rojiza. Era una villa pequeña pero elegante, rodeada de altos cipreses. Descendieron la pendiente entre bromas y risotadas hasta alcanzar el arco de la entrada.

-¿No hay sirvientes a cargo?

-No –dijo Procla-. Sólo la utilizamos muy de vez en cuando, pero hace meses que no venimos por aquí. Mientras mi padre siga en las Galias empeñado en aumentar el poder del Emperador, será difícil verlo por Roma.

Ambas volvieron a reír con ganas. La entrada del recinto se hallaba protegida por gruesos cortinajes de tono escarlata ataviados con vistosas franjas azules.

Habiendo cruzado el dosel, llegaron a un pequeño habitáculo de paredes almagreadas donde se admiraban pinturas de todo tipo.

-Me gusta, me gusta –exclamó Eulogia admirada-. ¿Quién pintaría los frisos de las paredes?

-No lo sé. La casa fue un regalo del Emperador.

-Pues el maldito Emperador tiene buen gusto; no es tan vulgar como la estúpida de Agripina.

-Oh, sí. –soltó Procla pensativa-. ¿Te ha enviado ella más regalos?

-Apenas ayer recibí una yegua, pero se la devolví.

-Debes tener cuidado, Eulogia. Recuerda que es una de las favoritas de César, y que éste siempre le cumple todos sus caprichos.

-No me importa… nada podrá contra mí.

Procla disimuló un gesto de disgusto antes de decir:

-Esa mujer te ama con locura.

-Pues así se quedará –soltó Eulogia con firmeza-. Para tenerme, primero necesitaría ser como tú.

El rubor envolvió el juvenil rostro de Procla, y sus labios se curvaron en un extraño mohín de complacencia.

-Me disgusta que te acose de ese modo. –le dijo en un susurro.

-No tiene importancia, linda. Ocupémonos de lo nuestro y dejemos que Agripina siga divirtiéndose con César.

Procla volvió a centrarse en las delicadas facciones de la joven y un destello fugaz floreció en sus pupilas: a medida que pasaban los días Eulogia le parecía más atractiva.

Realmente la juzgaba como una diosa encarnada, alguien que había venido a este mundo a brillar, a colmar las miradas de quienes la rodeaban, a satisfacer pasiones enfermizas e insanas.

-¿Qué espectáculo nos dará hoy Escipión? –preguntó, recordando las palabras de su libertina acompañante.

Eulogia la miró divertida, con aquella chispa cínica que solía aparecer en sus ojos siempre que hablaba con ella.

-Debes saber que hace apenas unos días se cruzó con una perra y los sirvientes dicen que la preñó. Pero por las grandes dotes que le conozco, Escipión es un animal incansable. No dudes que podrá deleitarnos tanto como te he contado.

Procla sintió que un temblor nervioso le subía por la espalda hasta encaramarse en su cabeza. Aunque de oídas le eran conocidas las extravagantes prácticas de la aristocracia romana, nunca había intentado hacer lo que Eulogia le había confiado.

Apenas si había visto en un par de ocasiones un encuentro entre animales sin que a ella le despertase el menor interés. Su interés en realidad se centraba en Eulogia, y aunque ésta quizás lo intuyese, nunca se lo había dicho abiertamente.

El hecho de estar cerca de ella, sin embargo, le avivaba tantas emociones que estaba dispuesta a complacerla en cualquier cosa.

-Démonos prisa y aprovechemos la luz del día. –dijo Eulogia.

La joven desató las correas del dálmata y comenzó a despojarse de sus ropas lentamente, mientras Procla la contemplaba embelesada. Era la primera vez que la vería desnuda y su respiración se desbordó para transformarse en viva sofocación.

Contempló el modo candoroso con que Eulogia se desvestía frente a Escipión, meneándose voluptuosa para llamar su atención. El animal había posado sus ojos en la figura en movimiento, aunque con aire indiferente.

Aquél cuadro tan novedoso la llenó de turbación y se dio cuenta de que comenzaba a excitarse.

-Vamos, Procla, ¿a qué esperas? –le urgió Eulogia-; Escipión se desesperará si no te ve en acción.

Imitando a su amiga, Procla se despojó de su manto de lino y de la almilla blanca que llevaba debajo. Volvió a mirar a Eulogia, quien con el cuerpo doblado se ocupaba en desatarse las sandalias.

A Procla le pareció su figura como la de una estatua de marfil que de repente cobrase vida. De reojo vio también al animal, que ya caminaba en círculos alrededor del cuerpo de su ama sin dejar de examinarla.

Cuando estuvieron desnudas, las jóvenes se miraron de frente. La actitud de Eulogia era de suficiencia, y su despreocupación contrastaba con las asombradas maneras de Procla, cuyos ojos revelaban la fascinación que sentía al ser parte de aquel juego novedoso y desconocido.

Pero en realidad lo que más pasmo le causaba era admirar el bello cuerpo de Eulogia, quien ahora se mostraba ante ella tal como era, en toda su hermosura. Procla reconoció que la pulcritud de sus formas era todavía más admirable de lo que había imaginado.

Recorrió con expectación la perfecta figura de su amiga y tembló. Eulogia era en verdad como una aparición fantasmagórica, una encarnación de la misma Afrodita, a quien todos los romanos rendían culto y que ella, en ese mismo instante, anhelaba reverenciar también.

Su cuerpo era un modelo de curvas y sinuosidades donde no cabía el menor asomo de imperfección. Contempló sus pechos con deleite y los deseó, deseó profundamente tocar esas esferas uniformes de dureza exquisita que aparecían levantadas como si fueran de mármol.

Admiró el arrebol de sus pezones, de un rosa tan profundo que acentuaban la fantástica opacidad de sus areolas.

Vió que un poco más allá se perfilaba el vientre fresco, un territorio aplanado donde la oquedad del ombligo era el más gracioso adorno que hubiese visto en su vida. Y más abajo, justo en el centro de sus muslos se hallaba la fronda del diminuto cabañal umbroso que se escondía tras la superficie del manchón negro y rizado que engalanaba su pubis primoroso.

Sus piernas eran muy largas, como dibujadas a pincel, cuyos muslos venían a ser un esbozo de las columnas de Hércules hechas por el mejor artista romano, sólo que con la textura y la feminidad única de Eulogia, la mujer más hermosa y deseada de Roma.

Procla emergió de su abstracción para volver a tener conciencia de la realidad. Vió que Eulogia acariciaba ahora a Escipión por el lomo entretenida en deslizar sus dedos por el vientre palpitante.

El perro boqueaba sin dejar de mirarla; parecían sus ojos los de un ser hipnotizado por la profunda lascivia que brotaba de las pupilas de la mujer.

-Anda Procla, acércate para que te huela… quiero que Escipión te sienta.

Su voz era tierna pero a la vez imponente; hablaba entre susurros utilizando un matiz cadencioso y turbador. Procla hizo lo que le pedía, pero Escipión parecía solamente tener ojos para Eulogia, quien a todas luces la superaba en hermosura.

Ésta palmeteó varias veces y el animal cabeceó levantando la vista con rapidez. Dio en seguida otro par de aplausos y el perro, entrenado sin duda para obedecer esta señal, volvió la cabeza hacia Procla y clavó los ojos en su entrepierna.

Acercándose a ella comenzó a husmearle ahí, y la chica sintió que una extraña sacudida la cimbraba por completo. Alzó los ojos para mirar a su amiga, quien esta vez sonreía complacida ante el desarrollo de los acontecimientos.

-Te ha mirado, Procla, y también ha olisqueado tus humedades. Ahora que conoce tus olores, todo será diferente.

-¿Tanto así…?

-Claro, claro. Para él los aromas son esenciAles; ya verás cómo te reconoce.

Eulogia se recostó sobre el tapiz y balbuceó:

-Acércate Procla… ahora vamos a jugar un juego que a Escipión le excitará.

La joven se aproximó temblando como un pajarillo desorientado captando de nueva cuenta la fragancia que despedía la tersa piel de Eulogia y la aspiró con fuerza. Siempre supo que sus típicos vapores, esos fluidos naturAles y absorbentes se mezclaban con aquel tufo extraño e irreconocible que tanto le cautivaba.

Escipión comenzó a rondar a la pareja olisqueando con su hocico entre los cuerpos desnudos. Entonces Eulogia, haciendo alarde de un desparpajo inusitado abrazó a su amiga por el talle y apretó su cuerpo contra ella.

-Se excitará más rápido si percibe que nos acariciamos –dijo en un siseo.

Procla sólo tuvo aliento para cerrar los ojos y sentir la calidez de los brazos que la aprisionaban, dejándose llevar por el accionar de su amiga. El cuerpo de Eulogia se empalmó con el de ella y sus manos amasaron sus tetas con suavidad. Procla lanzó un gemido y se abandonó a las anhelantes lisonjas sintiendo cómo le frotaba la punta de los pezones.

Eulogia corrió hacia arriba los brazos de Procla para meter la nariz en sus axilas y aspiró largamente sus olores; luego sacó la lengua para lamerlos con voracidad. Resbaló la lengua por sus blancos sobacos hasta llegar a los pechos y los succionó con fuerza mientras una de sus manos descendía hasta los muslos. Los suspiros de Procla colmaron la estancia al tiempo que se sumía en un trance de avidez.

-Ay Eulogia… ay Eulogia… -musitaba con voz trémula al sentir sus enardecidas caricias.

-Aquí estoy, Procla… ahora eres mía y también de Escipión… dime que lo eres, vamos, dilo.

-Soy tuya… y de Escipión –balbuceó Procla con los ojos cerrados.

La cabeza de Eulogia se hundió entre sus piernas y muy pronto los gritos de Procla despertaron la ambición del perro haciendo que el animal mostrara abiertamente la puntilla colorada que intentaba montar la humanidad de su ama, quien continuaba soldada al frágil cuerpo de la otra.

Al darse cuenta de que el perro se hallaba excitado, Eulogia deshizo el abrazo para admirar con apetito el estilete enrojecido que florecía afanoso y desafiante.

-Dame más Eulogia…quiero tenerte… te quiero para mí… -exclamó Procla débilmente, sin dejar de admirar las sinuosidades de su cuerpo exuberante.

Pero Eulogia ni siquiera le hizo caso. La joven se entretenía por completo en animar a Escipión, que cada vez se mostraba más nervioso levantando una y otra vez sus patas delanteras.

-Mira, mira… –susurró ésta-, mírAle la punta… mira lo hermosa que es. Dime Procla, ¿puedes verla bien?

Y Procla, obedeciendo a un impulso inusitado la miró, la miro y descubrió la larga puntilla que se templaba hacia afuera como si apuntase hacia su propio cuerpo. De repente sintió miedo y volvió los ojos hasta Eulogia, diciéndole:

-Te quiero a ti, Eulogia, no sabes lo que yo…

Pero ésta la interrumpió hablándole con vivacidad:

-Me tendrás, linda, me tendrás… y yo también a ti. Pero por ahora es necesario que Escipión participe. Tú sígueme el juego y haz lo que te diga…sé que te gustará.

Procla volvió a sentir la tirantez que le despertaba contemplar las manifiestas ansias del perro, que seguía empeñado en montar a su ama subiéndose en seguidillas sobre sus flancos y sus piernas desnudas.

Advirtió que el animal ya mostraba totalmente de fuera el instrumento moreteado y venoso que aparecía muy húmedo tensándose hacia arriba, golpeando la piel de su vientre, bajando y subiendo la funda hasta golpear con ella sus zancas.

-¡Por Neptuno! –masculló Eulogia mirando el estremecido miembro con voracidad-. ¡Si ya estás a punto! ¡Condenado Escipión, te empalmas más rápido que un centurión!

Tomando a Procla por los brazos la hizo colocarse de rodillas. Siempre bajo los auspicios de su amiga, ésta puso los codos sobre el suelo y ajustó su cabeza contra el piso de modo que su cintura formase un doblez con su vientre casi pegado al tapiz.

Al quedar su grupa levantada como si fuese una cima, Eulogia la contempló codiciosa. Se dijo que las nalgas de Procla eran hermosas y lampiñas, tan blancas como la aurora, y admiró el ralo musgo rubio que sobresalía entre sus piernas: era un pelaje tan rubio como el color de sus cabellos.

Contempló con embeleso los dorados flancos de sus caderas, la curvatura voluptuosa de sus glúteos y la firmeza de sus pulimentadas piernas que conformaban un conjunto de belleza sin igual.

Desde que la conociera en la clase de Lucano, Eulogia se había percatado de que el carisma de Procla la hechizaba. La hechizaba tanto que desde entonces había fraguado un plan para asediarla, para seducirla con sus constantes querellas, con sus descarados devaneos, con sus susurros persistentes y prometedores.

Y ahora, después de lanzarle aquel secreto, luego de hablarle de sus pasiones escondidas para despertar la curiosidad de su morbo, por fin la tenía ahí, en la seguridad de la villa, a punto de realizar lo que tanto había anhelado hacer con ella.

Con ojos desorbitados se volvió para observar al perro, que continuaba exhibiendo su largo miembro desnudo y palpitante con ostensible impaciencia. Poniéndose de pie, Eulogia palmeteó tres veces. El animal se acercó a las nalgas de Procla y le hundió la trompa en el trasero.

El can aspiró varias veces con los ojos abiertos sin dejar de mirar el montículo de carne blanca que se perfilaba ante él como si le desafiase. Adiestrado en las artes de satisfacer esa suerte de placeres, Escipión se movió inquieto al oír de nueva cuenta los distintivos palmoteos de su ama. Dando un salto preciso y espectacular, el animal hizo intentos por amoldarse a la frondosa grupa de Procla largando las patas delanteras sobre sus nalgas.

Eulogia le ayudó solícita empujando su peludo cuerpo contra el de ella, y muy pronto el animal quedó pegado a las posaderas de aquella moviendo su estilete como si fuese un guiñapo.

Poco a poco, entre incesantes movimientos frenéticos, Escipión encontró por fin el anhelado conducto frontal de Procla. Al notar la apretujada hendidura que se apuntalaba con el tajo de su verga, el can apuntó nerviosamente su estilete enrojecido en pleno centro y, adelantando un poco las extremidades, la acometió pujante.

Un lamento placentero surgió de la boca de la joven y Eulogia, dándose la vuelta, se congratuló al observar su rostro. En realidad le magnetizaba tanto hacer eso que siempre que seducía a alguna jovencita, lo repetía. Ella sabía cuánto le fascinaba estar atenta al momento en que Escipión las penetraba; sabía perfectamente que contemplar todo eso le llenaba de un gozo extraño y grosero.

Ser testigo de esa primeriza angustia mezclada con lujuria que aparecía en sus caras al sentir al animal arremetiéndolas con saña, era uno de sus placeres favoritos, pero esta vez lo era mucho más por tratarse de Procla, la jovencita siciliana que tanto le atraía.

Procla, al sentir la dureza del órgano que la ensartaba quiso zafarse del engarce desplazando sus nalgas hacia adelante. Escipión se desenchufó de ella de un golpe, y sus patas delanteras volvieron a tocar el suelo con estridencia. Eulogia, atenta a las reacciones del acoplamiento le dijo:

-Espera, linda, espera…. no tienes que moverte para nada. Al principio puede parecer molesto, pero es mil veces más gratificante ser paciente.

La joven abrió los ojos para mirarla, y Eulogia pudo ver en su cara las sombras del miedo retratado.

-No debes sentir temor –volvió a musitar con calma-, nunca permitiría que te hiciera daño… Y ahora relájate, que así será mejor.

Reanimada por sus últimas frases, Procla declinó en sus intentos y volvió a colocarse igual que antes. El perro, advirtiendo que la inmaculada retaguardia volvía a estar a su alcance tornó a olerle el chochito y le lengüeteó la raja en repetidas embestidas.

Al sentir el papiloso apéndice restregándose contra su vulva, Procla lanzó un gemido de ansiedad y desesperación. Escipión siguió repasando por un rato su larga lengua en la sonrosada herida hasta que de nuevo, excitado por lo que veía, volvió a pegar un salto para montarse sobre ella.

Esta vez el movimiento del animal fue más preciso, tan exacto que de un solo golpe enfundó su estilete en la entrada de la hendidura. La joven recibió el impacto sin intentar rechazarlo.

Ahora, animada por las raras ambiciones de Eulogia, Procla se mantuvo firme en su postura en tanto que su amiga seguía las acciones con los ojos desorbitados.

Al sentir su pene constreñido por las blandas paredes que lo contenían, el perro inició una serie de movimientos extraviados bombeando con gran velocidad el ariete en la cueva de la chica.

Los constantes jadeos del animal, y la fuerza con que sus patas delanteras se afianzaban a su cuerpo despertaron en Procla una lascivia que jamás imaginó.

Cierto era que desde hacía tiempo había tenido acoplamientos con hombres (cosa corriente a su edad en la sociedad romana); cierto que había tenido encuentros que en algún momento le habían parecido delirantes, pero esto que ahora sentía era para ella incomparable.

Muy pronto el miembro del perro desapareció dentro de su cueva para fondearla con fuerza avasallante.

Mientras Escipión se regalaba hurgando en sus tesoros, Eulogia aprovechó para recostar su cuerpo junto al de ella para mesarle las tetas, para morderle los brazos, los hombros y la nuca; para lamerle la piel desde el cuello a las axilas sin detenerse.

Procla no soportó por mucho tiempo el tormento y se vio desbordada de repente por extraños y explosivos espasmos que le hicieron gritar y gemir como nunca había hecho antes. Por tres o cuatro veces experimentó los insólitos estallidos de sus descargas mientras el perro, aferrado con insolencia a sus nalgas, nunca paraba de culearla.

Dándose cuenta Eulogia de que su amiga había explotado en seguidillas, y conociendo que Escipión no tardaría en descargarse dentro de ella, se levantó para apartar al animal de su grupa.

Éste, al escuchar los palmoteos de su ama, extrajo de repente el instrumento del acuoso conducto de Procla. Entonces Eulogia, con la vista nublada por la lujuria, fue a colocarse junto a ella para adoptar de inmediato la misma posición. Procla, hallándose sumida en un sopor candente y voluptuoso, se esforzó en abrir los ojos para observar de cerca las acciones.

El perro, atraído por los conocidos olores de la vulva de Eulogia, se acercó a su límpido trasero para husmear entre sus piernas sin que el miembro se le achicase ni un milímetro.

Procla examinó su larga verga sin dejar de estremecerse; la cosa se le veía tan roja y tan jugosa que se llenó de ofuscación. Se daba cuenta de que el dálmata era dueño de un pene extraordinario, aunque no se le veía tan grueso. Se decía sin embargo que aquella butifarra era sin duda más larga que el de cualquier hombre empalmado.

Observó que el animal, enardecido por la brama, se había entregado a sus feroces lengüeteos con el hocico hundido entre las piernas de Eulogia, quien ya gemía desesperada como implorando la penetración. No tardó tanto Escipión en montarse sobre la grupa levantada de su ama penetrándola con maestría.

Había tal sincronización entre los dos que Procla comprendió enseguida el grado de entendimiento que podía darse entre un perro y una mujer cuando tenían contacto continuo.

Encendida por la lubricidad, la joven nunca apartó sus ojos de la singular ensambladura mientras en su mente comenzaban a gestarse los negruzcos mapas del deseo, los apetitos por tener también un dálmata solamente para ella.

Se decía, y con razón, que a Eulogia no le faltaba sapiencia cuando le hablaba de lo gratificante que era practicar estas cosas, aunque también descubría de un modo insólito que todo esto le despertaba mil pensamientos calientes, mil emociones mucho más fogosas, instintos tan bajos y tan ruines, tan groseros y prometedores como nunca hubiera imaginado, y mucho menos experimentado.

Admirar de cerca la estrambótica representación del perro, con el cuerpo casi doblado sobre el culo de su amiga, le enardecía.

Pero más le aguijoneaba mirar el modo en que Escipión se aferraba a sus caderas sin dejar de hundirle reiteradamente el falo, teñido ahora de un color casi violeta, que entraba y salía de la palpitante gruta con precisión asombrosa.

Haciendo comparaciones, Procla se esforzaba en distinguir las diferencias que había entre el miembro de un perro y el de un hombre, y se decía que no había entre ellos ninguna semejanza: el pene humano se le antojaba más armonioso, de contextura regular, algo que siempre desplegaba en su espesor un toque de uniformidad y que sólo se agrandaba un poco en la parte superior.

Pero igualmente podía comprobar que el miembro de un perro era totalmente diferente. Descubría que se trataba de un estilete demasiado estrecho, justo en la punta, tan angosto que no había en él regularidad ni armonía sino todo lo contrario, pues se ensanchaba más y más hasta la base, donde aparecía de repente una bola tan vasta y extendida, tan extraña y atemorizante que la llenaba de estremecimientos.

Fijó los ojos en la daga de Escipión y constató por sí misma lo que acababa de cavilar. A estas alturas ya había aparecido la descomunal pelota ahíta de venosidades que golpeaba con fuerza las nalgas de Eulogia, quien no dejaba de aullar lanzando gritos pavorosos.

Por ello le extrañó que de repente su amiga extendiera la mano para hurgar ansiosa entre las patas del animal hasta coger desesperada la base de su esferoide.

Vio que Eulogia insertó los dedos entre el alveolo y su grupa y los mantuvo ahí firmemente al tiempo que explotaba en orgasmos bestiales, en tanto que el animal hacía esfuerzos por hundirse en su interior combando su moteado cuerpo lo más que podía, aunque la mano de Eulogia se lo impedía.

A Procla se le hizo extraño que la libertina joven se condujera de ese modo, pero nunca apartó sus ojos del animalesco acomplamiento. Sin dejar de proferir exaltaciones Eulogia movía la grupa con desquiciante locura, como si se viese sometida al peor escarnio, a una capitulación tan brutal que la hacía proferir barbaridades.

Bastaron pocos minutos para que se saciara de explotar en cíclicos orgasmos hasta que su cuerpo se estiró completamente, gritando y gimiendo como desquiciada. El miembro del animal se precipitó de repente hacia fuera y un abundante reguero de grisáceas emulsiones le empapó las nalgas para volcarse en seguida sobre el suelo.

Procla se allegó al cuerpo de su amiga para acariciarle la espalda suavemente mientras percibía la interminable intensidad de sus suspiros. Su cuerpo se hallaba tan transpirado y su cara se veía tan roja que a Procla le pareció que iba a estallarle.

Eulogia, luego de algunos minutos, se dio la vuelta para mirar a Procla a los ojos. Había en sus pupilas un brillo de satisfacción tan extraño que Procla se creyó invadida por un raro sentimiento solidario.

De repente comprendió tan cabalmente lo que su amiga sentía que ese sólo pensamiento le hizo experimentar una dicha inédita y profunda. Cuando constató que Eulogia se había desperezado, se apresuró a preguntarle:

-¿Puedo saber por qué le pusiste la mano ahí atrás?

Eulogia, mirándola enternecida, le respondió entre jadeos:

-Ay, linda… claro, claro… aún te falta mucho por aprender. Tienes que saber que un perro acostumbra por instinto eyacular dentro de las hembras al insertarle la bola, porque ahí es donde almacenan el semen. Pero yo nunca dejo que Escipión me la meta.

Asombrada por su dicho, Procla se estremeció, exclamando:

-¿Por qué no dejas que….?

-Ay, amor, es fácil de adivinar. Eso tiene sus riesgos, aparte de que te verías sometida a él por largo rato hasta que esa cosa se le deshinche. Y hay animales que tardan demasiado.

Procla se conmovió al escuchar sus palabras.

-¿Quieres decir que….?

-Quiero decir que si dejas que te la inserte, te podría lastimar. –la interrumpió Eulogia.

-Oh, sí… ya veo…

-Por lo mismo te aconsejo que lo disfrutes así como lo he hecho yo, sin exponerte nunca, ¿comprendes?

-Sí, sí…, me imagino que debe ser algo muy doloroso.

-Eso tenlo por seguro, linda.

Eulogia desvió su mirada para observar al perro, que ahora yacía sobre el suelo con la lengua metida entre las patas. Su miembro había decrecido un poco, aunque no del todo.

La blanca y gruesa funda había absorbido más de la mitad del estilete, y ahora sólo se le alcanzaba a ver un pequeño pedazo de punta rojizo.

-Es hora de irnos –dijo Eulogia-. Pronto oscurecerá, y por aquí puede haber ladrones.

Las jóvenes se arreglaron sus ropas, y luego de que Eulogia colocara la trailla al animal, abandonaron la villa.

Mientras remontaban la colina, Eulogia le preguntó gozosa:

-¿Qué te pareció el espectáculo, linda?

-Ay amiga, tenías razón… esto es maravilloso.

-¿No te lo había dicho yo? Hay placeres en Roma que se disfrutan con locura, pero éste es sólo uno de ellos… debes saber que hay otros.

-¿Otros…?

-Claro, claro... hay muchos más.

-¿Puedes decirme cuáles…?

Eulogia la miró con complacencia y comentó:

-Dime Procla, ¿qué harás mañana por la tarde?

-Nada que no pueda aplazar tratándose de ti.

-Muy bien. Entonces te mostraré algo que te calentará tanto como lo que acabamos de hacer, aunque sea diferente.

Procla se estremeció. A medida que conocía más a la joven libertina se daba cuenta de que ésta guardaba secretos que ella todavía ignoraba.

-¿Puedo saber qué es…? –preguntó con interés.

-Lo sabrás linda, lo sabrás a su tiempo.

La chica, sintiéndose invadida por la euforia, acotó:

-¿A qué hora quieres que nos veamos?

-Pasaré por ti a las cuatro.

Poco después, cuando el sol comenzaba a ocultarse del otro lado de las colinas, las jóvenes se internaron en los suburbios de Roma.

Antes de despedirse, Procla le susurró en voz baja:

-Ay Eulogia, Escipión es fantástico…. me pregunto si podrías conseguir para mí un ejemplar como él.

Eulogia sonrió complacida.

-No desesperes; te conseguiré uno tan bueno como él, ya lo verás.

Habiéndose internado en la ciudad, las mujeres se abrazaron antes de separarse.

De camino a su casa, en la cabeza de Procla se arremolinaban cientos de imágenes obscenas donde Eulogia y su perro aparecían en poses lujuriosas, unas iconografías donde siempre estaba presente el vívido y palpitante cuerpo de su amiga que tanto le turbaba.

 

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Al otro día, un poco antes de las cuatro, el corazón de Procla se alegró al recibir la esperada visita de la joven.

Como sucedía siempre, al verla se sintió invadida por ese fuerte sentimiento lascivo que sólo Eulogia le despertaba. Ninguna otra mujer la había maravillado tanto como la joven romana, la más admirada entre miles.

-Iremos a mi casa. Tenemos que apresurarnos. –le susurró Eulogia.

Avanzaron por la vía Mesina a paso apresurado. Luego se internaron por un oscuro callejón que las condujo frente al suntuoso habitáculo donde moraba la familia de Eulogia.

-No deben vernos –dijo ésta-, entraremos por el cuenco.

-¿El cuenco…?

-Así le digo yo al pasadizo secreto. Lo utilizamos para casos de emergencia.

Procla asintió, intrigada. Cada vez le asombraba más la libertina conducta de Eulogia y sus extraños secretos.

Eulogia, dirigiéndose a una de las paredes, y ante la mirada azorada de su amiga, separó una pequeña loza de piedra para hurgar en su interior. Un pequeño portillo apareció de repente ante sus ojos.

-Vamos, sígueme. –le susurró.

Entraron por la abertura y bajaron los escalones. Aunque el estrecho pasaje estaba muy oscuro, pronto se acostumbraron a la penumbra y caminaron presurosas por el pasillo hasta llegar a un muro frontal.

-Espera –dijo Eulogia-.

Tentando entre la pared, por fin encontró una puertecilla y la empujó con todas sus fuerzas.

-Saldremos por aquí. –dijo.

Procla la siguió en silencio mientras en su mente se aglomeraban múltiples escenas de lascivia. La chica se vio de pronto dentro de una amplia construcción donde se apilaban montañas de trigo.

Advirtiendo su desorientación, Eulogia se acercó a su oído para susurrarle:

-Estamos el granero de mi villa, pero no debemos hablar una palabra. Ahora sígueme.

Eulogia la tomó de la mano y la llevó rápidamente hasta una pequeña escalerilla que conducía a un pisito de tablas que se alzaba a media altura.

Se tendieron boca abajo en una de las esquinas desde donde se distinguía perfectamente el espacioso silo. Volviendo a juntar su boca al oído de su amiga, Eulogia le susurró:

-Seguido vengo a presenciar esto porque me calienta mucho. Mantengámonos calladas.

Procla movió la cabeza en señal de asentimiento. Los minutos se le hicieron horas, aunque no renunció a entretenerse recibiendo los tiernos masajes de su amiga, que ya se ocupaba en hurgar bajo la toga para palparle los senos, apretándolos con suavidad.

Ella, aprovechando el momento, también le acarició los muslos deslizando la mano hasta su pubis y enredándose con su pelambre oscura. Ambas sabían que por el momento no podían llegar a más, que allí estaban expuestas y que tenían que manejar las cosas con tacto.

De pronto se escucharon ruidos. Alguien había abierto la puerta del galpón y las jóvenes desistieron de acariciarse para ponerse en alerta.

Procla advirtió la figura de un jovenzuelo que, después de haber entornado la puerta, atravesaba el espacio para avanzar hasta uno de los costados de la construcción.

Éste, sin sospechar que era observado, llevó las manos hasta sus muslos con ansiedad y comenzó a masajearse el pubis. Actuaba con seguridad, aunque de cuando en cuando miraba hacia la entrada como si esperase a alguien.

No pasó mucho tiempo para que se oyeran ruidos en la parte de afuera. La luz que penetraba por la puerta iluminó la figura que apareció debajo del umbral. Luego de asegurar la entrada, avanzó hasta el punto donde se hallaba el jovenzuelo, quien ya lo esperaba sonriente.

Procla contempló con expectación la escena. Se daba cuenta de que el chico no tendría más de dieciséis, pero el hombre que acababa de entrar ya era maduro. Pero más le sorprendió observar cuando los dos se abrazaron con pasión hablando muy quedamente, aunque sus murmullos se alcanzaban a oír con claridad.

-¿Nadie te vió venir? –preguntó el mayor.

-No, todos están ocupados –dijo el más joven en voz baja.

-Tenemos que apurarnos. Anda ya, apresurémonos que es peligroso.

Sin decirse más, los dos se desnudaron con rapidez. Actuaban furtivamente, como cuidándose de no ser vistos.

Luego se abrazaron pegando sus cuerpos con pasión mientras se agitaban con movimientos voluptuosos.

-¿Me has extrañado? –preguntó el jovencito.

-Mucho... y eso que apenas nos vimos ayer.

-Quisiera estar contigo más seguido…

-No se puede –dijo el otro-, alguien puede vernos y sospechar.

-No me importa –soltó el joven-, no me importa siquiera que lo supiera tu mujer…

-Eh, calla –le interrumpió el otro-, nada de eso. Nadie tiene que saber nada, recuérdalo.

El joven asintió separándose de él en silencio. Fue entonces cuando Procla y Eulogia pudieron admirar sus desnudeces por completo.

Los dos tenían el miembro erguido, aunque entre ellos había una diferencia bastante notable. Al advertirlo, Procla tuvo que llevarse una mano a la boca para no soltar una exclamación de asombro.

Lo que veía era algo prodigioso. El más maduro mostraba una verga regular, podría decirse más bien que era pequeña, aunque estaba tan enhiesta que parecía verse más grande de lo que en realidad era.

Pero el más joven, al admirarlo de perfil, parecía portar un mástil tan descomunal para su edad que Procla casi no lo podía creer. Era un miembro delgado pero muy largo, tan largo que le colgaba semirígido entre las piernas aunque se hallaba empalmado.

El mayor ya lo había colocado de espaldas y ahora le pasaba los dedos entre las nalgas hundiéndolos entre sus glúteos. El joven sólo gemía quedamente, con su largo miembro colgándole por el frente.

Los dedos del maduro entraban en su boca para ensalivar la entrada del ano del jovenzuelo sin dejar de manosearle el trasero, mientras el otro, con los ojos cerrados, recibía la caricia tiernamente, con las piernas separadas.

Aunque procuraban ahogar sus suspiros, las jóvenes podían escuchar los jadeos intermitentes sin moverse de donde estaban.

Habiéndose llevado las manos al pene, el jovenzuelo comenzó a manipularlo en tanto que el mayor trabajaba en su trasero ensalivándole el culo con suavidad.

Los manoseos del más joven pronto surtieron efecto y su miembro se encumbró como si fuese una lanza que mirase hacia el frente. A una señal de su amigo, éste se recostó sobre una de las pacas con la grupa semidoblada.

El mayor, pegando los muslos a sus nalgas, le acomodó el pene entre las bolas y le colocó la cabeza en la oquedad. El joven lanzó un gemido de placer cuando el otro lo acometió con fuerza hundiendo su pequeño miembro en su conducto.

De inmediato comenzó a moverse cadenciosamente, penetrándolo en silencio. Sólo se oían los suspiros que escapaban de sus bocas sin que ninguno de los dos pudiera evitarlo.

Ante semejante espectáculo, Procla se sintió tan excitada que hubiera deseado allí mismo chuparle los pechos a Eulogia, pero sabía que tenía que contenerse. Y a su amiga le sucedía lo mismo.

Sólo se miraban de cuando en cuando, intercambiando vistazos colmados de ambiciones. Abajo, la danza del acoplamiento seguía su curso sin detenerse un instante.

El joven, ensartado por la retaguardia por el duro miembro de su contraparte no dejaba de masajear su largo pene, cuya cabeza sobresalía mucho más allá de la mano que lo contenía.

Y su cogedor, entretanto, se dedicaba a besarle la espalda, el cuello y las mejillas mientras le oprimía las abultadas tetas, que se miraban bastante desarrolladas para un chico de su edad.

En realidad no tardaron tanto tiempo en acabar a su modo, tan asombrosamente sincronizados que Procla se preguntaba cómo era que posible que pudiesen hacerlo con tanta precisión.

Los dos se susurraban cosas, se comunicaban mutuamente su sentir, se transmitían sus anhelos durante el apasionado encuentro, aunque lo hacían en voz baja.

-¿Te gusta así… o más fuerte? –preguntó el mayor.

-Sí, así… métemela así, que así me gusta… muévete, muévete más rápido –susurraba el más chico sin dejar de mover las nalgas rítmicamente.

-Dime que soy tu papito –farfulló el mayor-, vamos, dilo….

-Si, papito…eres mi papito, cógeme papito, así, así, dame más…

-Avísame cuando te vayas a venir…avísame putita –jadeaba el otro con los labios y la lengua pegados a su nuca.

-Sí, cógeme, cógeme papito…síguete moviendo, métemela…yo te aviso cuando me vaya a derramar...

Ante semejante espectáculo, Procla comprendió inmediatamente que entre ellos existía un vínculo tan extraño que hacía que el morbo les despertase un deseo irracional por hacerlo a escondidas, por volver a repetirlo, por entregarse a esos placeres tan raros para ella, aunque tal vez no lo fuesen tanto para Eulogia.

El mayor ya había bajado una mano para coger el largo falo del joven y acariciarlo con firmeza, en movimientos veloces y rítmicos. El chico se mantenía doblado, con la grupa a medias levantada, recibiendo los impactos de su cogedor. De pronto cerró los ojos y abrió la boca para anunciar:

-Papito… ya papito… ya, ya…, ya casi llego, me vengo papito… métemela más duro, más rápido papito…

-Dime cuanto te falta…, dímelo putita.

-Sigue… sigue… ya casi me vengo… otro poquito, otro poquito… hummmmnnnn…

El hombre arreció sus embestidas sin soltar ni un momento la verga del jovenzuelo, que había crecido tanto que Procla podía verla a la perfección, a pesar de que la mano del otro la mantenía apretujada, moviéndose sin cesar.

Hubo un momento en que el más joven, hundido en la vorágine de la brama, se apretó las dos tetas con fuerza. Las jóvenes descubrieron con sorpresa que los pechos se le habían hinchado tanto que parecían las pequeñas tetas de una púber, mostrando sus formas casi perfectas. La visión, a los ojos de las chicas, parecía algo increíble.

-Papito, papito… ya… ya… yaaa… -gritó el jovenzuelo.

-Espera, no te vengas todavía… aguanta, dame un minuto… yo te digo cuando...

El chico, deseando seguramente que el extraño apareamiento diese frutos simultáneos, se soltó los pechos y detuvo el movimiento de sus nalgas para evitar derramarse.

Entonces las jóvenes pudieron admirar de nueva cuenta las crecidas tetas del muchacho. Eran dos bolas blancas y hermosas, no tan frondosas pero sí muy bien formadas, tanto o más delineadas quizá que las de cualquier quinceañera romana.

Más abajo pudieron ver también su verga, casi tan larga y delgada como su antebrazo. Se hallaba tan empalmada que ahora no sólo no se desguindaba sino que parecía levantarse por la punta, de la cual brotaban ya pequeñas gotitas pardas que anunciaban su próxima descarga.

El mayor, mientras tanto, había acelerado la violencia de sus acometidas hasta que al fin le susurró:

-Ya estoy a punto… vamos, putita… quiero que nos vengamos juntos.

-Si, papito, sí…, muévete rico, así, así, así….

Volviendo a coger su miembro con los dedos, el chico arreció sus manipulaciones. El otro, adelantando las suyas, cogió los pechos del joven con las palmas para volver a masajearlos con rudeza.

-Avísame… avísame, puta –balbuceaba el mayor sin dejar de bombearlo por detrás.

El joven, con los ojos desorbitados, gritó de pronto:

-Ya papito… ya, ya, yaaaa…

-¿Que tanto, putita…?

-Ya, ahora…. ahora papito… ahora…. ya, ya, yaaaa…

-Mueve el culo, puta, muévelo rápido….

-Ya papito….lléname el culo de leche, llénameloooo…

-Tómala… tómala toda…

Sus clamores se hicieron tan enérgicos que por un momento se olvidaron del recato. El mayor lo atrajo hacia sí con fuerza sin soltar sus abultados pechos mientras el otro, puñeteándose por delante, soltaba largas descargas de semen que Procla pudo admirar muy bien desde donde se encontraba.

Los líquidos del mayor debieron brotar casi en el mismo instante, pues su cara se transformó en un rictus de deleite mientras se mantenía aferrado a las torneadas nalgas del otro.

Por dos o tres minutos forcejearon de ese modo, dulcemente atormentados por los estertores de un orgasmo simultáneo, disfrutando de las sensaciones con amplitud y fiereza.

El pene del jovenzuelo seguía escupiendo semen mientras su contraparte, fatigado y sudoroso, arreciaba sus embestidas.

Eulogia no pudo contener la excitación y apretó el brazo de Procla sin mirarla; ésta pudo advertir en su cara las huellas de un reprimido deseo que la quemaba.

Pero Eulogia no quería apartar su mirada de la acción. Abajo, mientras tanto, la pareja se había quedado quieta. El mayor, sin dejar de mirar hacia la puerta, se apresuró a ponerse las ropas mientras le decía a su compañero:

-Te esperas un poco para salir…

-¿Nos veremos mañana? –preguntó el joven.

-A la misma hora –dijo su amigo sonriendo.

El jovenzuelo hizo un mohín de complacencia.

-Oye, olvidaba decir que tu mujer…

-¿Qué tiene…?

-Ayer me la encontré.

-¿Sí?... ¿y qué te dijo?

-Ella me preguntó…, creo que sospecha.

La cara del hombre se ensombreció.

-A ver, a ver, dime como estuvo eso.

-Ella me interceptó. Me preguntó si era cierto lo que decían, que yo tenía amoríos contigo.

-¿Y qué le dijiste?

-Que no, claro. Pero ella lo sabe.

-O lo intuye. Mira, creo que el granero no está siendo lo suficientemente seguro, así que habrá que buscar otro lugar. Aquí la gente es muy chismera.

-Si… debe ser. Seguro tu mujer te preguntará.

-Seguro. Pero si lo hace, lo negaré. Aunque ya me preocupaste.

-Entonces… ¿no nos veremos mañana?

-No, mejor no. Espera a que te avise cuando. Necesito buscar un sitio que esté fuera del casco de la hacienda.

-Sí… de acuerdo.

-Oye, por cierto –dijo el mayor-, no quiero volver a verte con el tal Flavio, ya vi como lo miras.

-¿Flavio?, ay no… –contestó el joven sonriendo misteriosamente-, él también prefiere a los hombres, igual que yo, así que no con él…

-Vaya, no sabía.

-Él es quien quiere contigo… y tú ni siquiera lo notas.

-¿Él te lo dijo?

-Sí…

-¿Sabe algo de lo nuestro?

-Debe saber. Flavio es demasiado suspicaz, ya lo sabes. Tal vez está pensando en un trío…

-Hummmnnn… está bien, ya déjalo así. Si mi mujer te vuelve a inquirir, niégalo todo.

-Claro. ¿Entonces tú me avisas?

-Yo te buscaré. –dijo el mayor.

Como si tuviera prisa, el hombre atravesó el granero y abrió la puerta lentamente. Luego de asomar la cabeza, desapareció con la misma rapidez con la que había llegado.

El jovenzuelo suspiró cuando oyó crujir la hoja y, no saciado del todo por el singular encuentro, volvió a masajearse el pene con lentitud.

Su miembro, a pesar de todo, no había perdido rigidez, lo cual era algo digno de asombro para las dos espías femeninas. Procla y Elogia siguieron su accionar atentamente, más que sorprendidas por su extraordinario vigor.

Vieron que con una mano sostenía su largo pene apretándolo con furia mientras que con la otra se oprimía salvajemente los pechos, yendo de un globo al otro con velocidad pasmosa.

No pasó mucho tiempo para que su cuerpo se tensara, y las mujeres pudieron observar cuando el torrente blanco volvió a brotar, expulsado por la punta, mientras el chico no paraba de gemir.

Habiéndose saciado con la segunda venida, el jovenzuelo se aprestó a limpiarse para vestirse después, antes de abandonar el galpón.

Apenas cerró la puerta, las jóvenes se volcaron en un abrazo salvaje deseando sosegar la pasión que se agitaba en sus pechos.

Eulogia desnudó completamente a Procla y luego se despojó de su toga. Y ahí mismo, tendidas sobre las tablas del granero, se entregaron a las caricias recíprocas, a la entrega lésbica que anhelaban prodigarse y que muy pronto se transformó en una sesión salvaje.

Procla adoptó el papel sumiso mientras Eulogia, más avisada en los placeres prohibidos, la acometía con ferocidad chupándole los pechos, mordiéndole los pezones, metiéndole los dedos entre las piernas con fruición.

Sus manos trabajaban con maestría aquel pubis juvenil insertándole las yemas, apartándole los labios, hundiendo las falanges hasta el fondo.

Por largo rato disfrutaron de sus cuerpos tanto como lo habían hecho antes los dos hombres. Eulogia nunca se sació de explorar el cuerpo de Procla, quien recibía los manoseos y los besos de su amiga tratando de ahogar sus gemidos sin conseguirlo.

Eulogia había comprendido muy bien el mensaje que le habían comunicado sin querer los de allá abajo, y quiso ponerlo en práctica con Procla, su amada Procla, que ahora se debatía entre sus brazos suspirando con locura.

La colocó boca arriba para luego encimársele con las nalgas puestas sobre su cara. Entonces las dos mujeres, cada una por su lado, hundieron sus lenguas entre las piernas de la otra para mamarse, chuparse, succionarse las ingles, la vulva, el culo.

Cuando Eulogia sintió los primeros estertores, se detuvo para susurrarle a Procla:

-Avísame… avísame cuando estés a punto… quiero que lleguemos juntas como lo hicieron ellos…

-Sí, si… quiero más… dame más… putita…

Volviendo a hundir las caras entre sus piernas, las chicas continuaron en la salvaje lucha hasta que al fin Procla, experimentando una ansiedad contenida, le gritó:

-Ya, Eulogia… estoy a punto de venirme… ya mamita… dámelo…

-Así, así… dime mamita, dime que soy tu mamita… -la urgió Eulogia.

-Si mamita… eres mi mamita… pero ya dámelo, dámelo, sácamelo todo…

-Ya, ya… -soltó Eulogia mientras le hundía un dedo en el culo.

Los gritos de placer que salieron de sus bocas no pudieron ser acallados por ninguna de las dos, y entonces explotaron en orgasmos colosales apretando las caras contra sus muslos.

Procla por fin se sintió llena al tener la lengua de su amante dentro de su vulva apretujada y húmeda. Y Eulogia pensó lo mismo. Sus deseos por estar juntas se veían ahora colmados, aunque las dos sabían que aquello era tan sólo el comienzo, el comienzo de algo nuevo que prometía, y mucho.

Después de dos largas horas de placer las jóvenes decidieron salir de ahí volviendo por la misma ruta. Ya en la calle, Procla le pidió que caminaran un poco. Necesitaba hablar con ella, hacerle ciertas preguntas, conocer con detalle algunas otras cosas. Sentadas en uno de los escalones del templo de Afrodita, mientras la luna brillaba en lo alto, le preguntó:

-¿Cómo es que el joven tiene los pechos tan grandes? ¿Sabes la razón?

-Bueno, no la sé. Pero me imagino que el muy ladino debe conseguir esos progresos con masajes.

-¿Masajes?

-Sí. He oído hablar por ahí de cierto ungüento tracio que ayuda a desarrollar los pechos de las, aunque en este caso no estoy tan segura.

Procla aspiró profundo antes de decir:

-Sí…, puede ser. Lo que no entiendo es por qué si a estos hombres les gusta ser penetrados, ¿cómo es que el mayor no dispuso del pene del otro, siendo un manjar tan atractivo? Porque en verdad tiene una cosa bastante buena para eso, ¿no te parece?

-Sin duda lo es. Pocos hombres podrían envanecerse de lo mismo. Pero te diré que yo los he espiado muchas veces y nunca he visto que el joven quiera penetrar al amante.

-¿Cuál será la razón?

-No lo sé... cuestión de gustos digo yo. ¿Qué otra cosa podría ser? Ya ves, el joven se congracia en contener la pequeña verga del mayor, y eso le gusta, aunque no lo deje plenamente satisfecho.

-Entiendo –dijo Procla.- Si fuera así, no tendría que masturbarse después, cuando se queda solo.

-Y siempre lo hace. –dijo Eulogia-. Y en ocasiones lo hace más de una vez.

-¿Más de una vez?

-Si. Debe ser porque es muy ardiente, o porque es joven. Tú sabes, no es lo mismo tener cincuenta que dieciséis.

-Entiendo. ¿Y no se le antojará?

-¿A quien?

-Al mayor. Vi que se la agarra al joven todo el tiempo, que le hace caricias en el miembro, y no creo que ello no le despierte deseos por sentirla, por ser también penetrado.

-Quizás sí, quizás no. Hasta ahora no he visto que el joven se la meta, pero puede ser que sí lo piense cuando menos.

Procla se quedó callada un instante antes de preguntar:

-¿Cuándo me llevarás el perro?

Eulogia sonrió con voluptuosidad.

-¡Vaya! ¡Qué caliente me resultaste! –soltó entre dientes-¡Tú, amiga mía, eres tan fogosa como yo!

Procla se sonrojó, pero exclamó en seguida:

-¿Para qué me enseñaste entonces?

-Para eso mismo –dijo su amiga-. No es bueno que ignores nada, lo mejor es disfrutarlo todo.

-Eso mismo creo.

-Dame unos días –le dijo Eulogia-. Te conseguiré un dálmata como el mío; yo misma te lo llevaré.

Procla la miró vivamente y luego, acercándose a ella la abrazó con ternura.

-Gracias –musitó-. Si no fuera por ti aún estaría en la inopia.

-Jajaja. Lo bueno es que lo reconoces.

Levantándose de allí, las jóvenes se alejaron. Procla iba pensando en todo lo que había aprendido con Eulogia en tan poco tiempo, y dio gracias a Afrodita.

Muy dentro de sí se iba diciendo que quizás la diosa del amor le fuera propicia y aún le deparase más sorpresas.

FIN.