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Dulce Indiferencia

en Lésbicos

Dulce indiferencia.

Por Promethea

Cuando cumplí los dieciocho y terminé mi carrera técnica de contable, me vi obligada a trabajar para apoyar a mi familia. Mis padres se habían separado desde que tenía diez años y desde entonces batallé para terminar mis estudios, que en el fondo significaban mucho para mí aunque fuese sólo una carrera corta.

Una amiga de la escuela me proporcionó la dirección de una pequeña distribuidora de tractores donde me dijo que necesitaban una auxiliar. Ella no podía emplearse ahí porque su familia no deseaba que estuviese lejos, pero a para mí era una oportunidad de oro. Una fría y lluviosa mañana de lunes me trasladé hasta la pequeña localidad para entrevistarme con el Gerente. Tuve la suerte que me dieran el empleo y en seguida me di a la tarea de buscar un lugar donde alojarme.

Pronto di con una casa de huéspedes que me pareció económica, en donde me era necesario compartir la habitación con otra persona. Me mudé al día siguiente y así comencé mi nueva vida de empleada en la concesionaria John Deere. Mi horario era de ocho de la mañana a cinco de la tarde, con una hora para comer. La primera semana la sentí pesada, pero pronto me fui adaptando al nuevo ritmo de vida.

Mi compañera de cuarto era una mujer como de treinta, empleada de un conocido Banco de la localidad. Era de carácter agrio, infatuada y vanidosa, que ni siquiera me dirigía la palabra. Nuestras camas estaban adosadas a la pared, separadas solamente por un pequeño buró donde poníamos nuestras cosas. Desde el principio me sentí a disgusto con ella, aunque sabía que por el momento necesitaba soportarla. Viajaba a casa cada fin de semana y volvía a la pensión los domingos por la noche. Estaba decidida a cambiarme de posada el mes siguiente, cuando juntara suficiente dinero para dar el depósito.

En la oficina, aparte del gerente de ventas, quien era mi jefe, trabajaba también otra chica como ayudante de almacén. Pronto nos hicimos amigas y a menudo comíamos juntas. Se llamaba Esmeralda y era bastante simpática, con buen sentido del humor y de gesto sonriente, todo lo contrario de Francisca, mi compañera de cuarto. Esmeralda me invitaba seguido a salir al parque por las noches o a curiosear por las tiendas de la ciudad. Ninguna de nosotras tenía dinero para gastar, pero nos gustaba deambular por los pasillos de las boutiques para ver la ropa, los zapatos y todas las cosas que vendían.

Me contó que era de la capital, pero se había venido a la ciudad al haber quedado huérfana. Toda su familia había muerto en un desgraciado accidente automovilístico y una tía, hermana de su madre, la había recogido trayéndola consigo a la ciudad. La tía era comprensiva con ella, y aunque tenía otros hijos, nunca la hacían menos. Recuerdo que cuando me contó todo eso ya no me sentí tan mal, pues aunque yo era pobre y padecía penurias, al menos tenía a mi familia conmigo.

Yo no volvía a la pensión sino hasta después de mis largos paseos nocturnos con Esmeralda. Procuraba llegar tarde, cuando Francisca estuviera durmiendo, para evitar cruzar palabra con ella. Casi siempre la encontraba dormida; entonces me desnudaba para meterme en la cama procurando no hacer ruido. En seguida apagaba la pequeña lamparita y me acurrucaba en la cama, dándole la espalda para no verla.

Por la mañana Francisca se levantaba antes que yo porque se iba al Banco antes de las ocho. Aunque me despertaba temprano, regularmente me hacía la dormida para no darle la cara, y sólo escuchaba su ir y venir mientras se arreglaba. Entonces, cuando salía del baño, la espiaba desde la cama. Reconocía que no tenía mal cuerpo y su cara era atractiva, aunque no pudiera decir lo mismo de su carácter. Casi a diario la veía deambular casi desnuda por el cuarto, y eso me permitió conocerla aun poco más, aunque fuese de esa forma: Sus tetas eran grandes, de un color lechoso, un poco caídas, aunque cuando se las ceñía con el brassier se le veían diferentes, y sus nalgas eran dos bolas carnosas que le desbordaban las bragas.

Arropada entre las sábanas la miraba vestirse presurosa, calzándose la falda corta y la blusa blanca que solía portar en el banco. A mí siempre me pareció bonito el uniforme, y pensaba que quizás si Francisca se mostrase más sonriente sin duda luciría mejor. Al quince para las ocho abandonaba el cuarto para irse al trabajo, y entonces yo me levantaba para meterme a la ducha.

Cierta mañana, al salir del baño, noté que Francisca había dejado sobre la cama su ropa de dormir. Curiosa como he sido siempre husmeé entre las telas dobladas y me hallé de pronto con su ropa interior. Encontrar aquello me pareció de momento un olvido imperdonable, ya que Francisca, generalmente, era muy cuidadosa con sus cosas. De hecho nunca había visto que dejase alguna prenda olvidada, pues a diario la ponía en una bolsa de plástico, supongo que para llevarla a la lavandería.

De pronto me sentí como una extraña al darme cuenta de que estaba yo parada junto a su cama con la braga y el sostén en la mano. En un movimiento automático volví a dejar las prendas en donde estaban y comencé a arreglarme. No obstante, desde el espejo contemplaba una y otra vez el pequeño bultito sobre la cama y algo me impulsaba a ir ahí para tomarlo.

Antes de salir al trabajo rodeé la cama y tomé de nuevo la pantaleta y el brasier. Contemplé aquellas prendas como si se tratase de reliquias, y no pude evitar llevármelas a la nariz. Aspiré profundo, como si el aroma de aquellas telas me pudiese revelar algún secreto escondido de mi huraña compañera de cuarto. Después, avergonzada por mi actitud, las volví a acomodar en su sitio. Mientras dejaba la habitación comencé a sentirme culpable.

A pesar de los golpes de pecho, a partir de ese día espiaba a Francisca con ahínco. Había algo que me impulsaba a mirarla cuando se desvestía para meterse a la ducha, cuando salía del baño toda húmeda y comenzaba a secarse, o cuando se metía la braga entre las piernas y se calzaba el sostén para aprisionar aquellos pechos grandes y jugosos. Luego, cuando ella se iba, me la imaginaba haciendo todo aquello y un cosquilleo extraño me bajaba por las piernas hasta perderse en mi vientre.

Por demás está decir que cuando dejaba olvidada su ropa íntima repetía aquel ritual sin restricciones, para después sentirme invadida por la culpa, una culpa que me llevaba a preguntarme por qué hacía yo todo aquello.

Cierta tarde, estando en el trabajo, llegó Esmeralda para decirme que me quedase el fin de semana para que la acompañara. Me anunció que se quedaría sola en casa por un viaje que haría la familia, y podríamos ver una película y hacer juntas alguna travesura. Le llamé a mi madre por teléfono y le dije que por razones de trabajo no podría ir a casa sino hasta la siguiente semana.

El sábado por la mañana vi que Francisca se levantó muy temprano y se puso a arreglar su maleta. De nueva cuenta la vigilé paso a paso hasta que salió del cuarto. Rápidamente me levanté para auscultar su cama. Allí estaba la pantaleta y el sostén recién utilizados como invitándome a revisarlos, a tocarlos, a olerlos.

Tomé el bulto y me volví a la cama. Comencé a besar la tela, a lamerla y a pasarlas por mis tetas desnudas. Luego me las metí entre las piernas y las apreté, las apreté con vigor con los ojos cerrados. Un largo suspiro escapó de mi boca mientras me daba la vuelta y comenzaba a moverme frenética. No me detuve hasta que un largo y placentero grito me hizo tiritar de excitación. Como siempre hacía, de inmediato me sentí culpable y me reprendí a mí misma.

Luego, tratando de escapar de mis propios pensamientos me metí a la ducha. A eso del mediodía Esmeralda pasó a recogerme. Me había comentado que esa noche podría quedarme en su casa en ausencia de sus tíos para volverme el domingo a la pensión. La casa no era muy grande pero era cómoda. Mi amiga tenía un pequeño cuartito que compartía con su prima, que era casi de nuestra edad. La habitación estaba adornada con muñequitos de peluche y fotografías, y en verdad que me sentí muy a gusto desde que llegué.

Esmeralda se desvivía por complacerme, porque me sintiera bien, y no paró hasta que me mostró toda la casa. Me llevó al dormitorio de sus tíos y me enseñó la camarita que ellos tenían empotrada sobre la puerta corrediza del ropero, y después, adoptando un gesto pícaro, me dijo que ella sabía en donde guardaban los disquitos que grababan.

Su revelación me sorprendió y le pregunté:

-¿Y qué contienen los disquitos?

-¿Tú que crees? –dijo, guiñándome un ojo-. ¿No te imaginas?

-¿No me digas que…?

-Sé lo que estás pensando, Olivia, y sí…

-¿Se graban ellos mismos?

-A menudo lo hacen…sin duda les gusta.

-Hummm…¿y no se dan cuenta de que tú lo sabes?

-Para nada. Puedo abrir el gabinete con mi llave… es fácil.

Esmeralda se adelantó para insertar la llave en la puertecita de madera y la abrió. Sacó una pequeña caja de perfume y extrajo un estuchito de memoria flash.

-Anda ven; vamos a la computadora.

Nos metimos en el pequeño estudio donde había una laptop montada sobre el escritorio. Encendió la máquina e insertó la memoria en el puerto. Pronto apareció en la pantalla el recuadro en color que mostraba el dormitorio. Vi que sobre el lecho se hallaba una mujer entrada en años que llevaba puesto un camisón transparente. Un hombre se perfiló de pronto en escena completamente desnudo.

-Son ellos –dijo en voz baja-. Él tiene cincuenta y ella cuarenta y cinco. ¿Alguna vez has visto un video porno?

-No…nunca.

-Entonces este te gustará. A mi me encanta.

El hombre se sentó en la cama y la mujer se le acercó, abrazándolo. Rápidamente ella metió las manos en su entrepierna y comenzó a sobarle el pene, que apenas si se asomaba entre sus muslos.

-He descubierto que ella es adoradora del falo masculino –dijo mi amiga de repente-. Ya lo verás.

En efecto la mujer se volcó sobre el miembro del marido y lo olisqueó. Tomándolo entre sus dedos empezó a frotarlo con suavidad mientras el hombre cerraba los ojos. La mujer se le echó encima y colocando su cara entre las piernas lo lamió una y otra vez. El pene comenzó a levantarse ante las acometidas de la mujer, quien al mismo tiempo luchaba por despojarse del camisón.

-Ver maduros en acción es increíble –dijo Esmeralda con un brillo extraño en los ojos-. Disfrutemos hoy que podemos.

Yo asentí sin apartar los ojos de la pantalla.

A estas alturas me sentía emocionada con todo lo que estaba viendo y miré de reojo a mi amiga. Ésta estaba sumida en un profundo estado de excitación.

-Mira, mira lo que harán ahora.

El hombre había logrado la erección y su miembro entraba y salía de la boca de la mujer.

-Ahora la penetrará rápidamente, ¿y sabes por qué?

-¿Por qué?

-Porque a él le dura poco la erección. Si no lo hace en seguida batalla después para montarla.

Comprendí que Esmeralda estaba al tanto hasta de los más mínimos detalles íntimos de sus tíos, y ahora se encargaba de mostrármelo a mí, impulsada seguramente por un extraño deseo fetichista.

Tal como ella había predicho, el hombre colocó de espaldas a su mujer, con las nalgas levantadas. Puede ver claramente el hoyo oscuro de su culo, que coronaba la raja de una larga vulva tapizada de pelos negros.

Echando sus caderas hacia atrás, la mujer se aprestó a recibir la herramienta endurecida del marido, quien sin esperar un segundo colocó la punta en la entrada y arremetió contra la jugosa grupa femenina. Más pronto de lo que esperaba su miembro se hundió en la abierta cueva mientras la mujer lanzaba un gritito de placer.

-Hala, tía, que te encanta –exclamó Esmeralda con los ojos entornados, como si la mujer la pudiera escuchar.

No transcurrieron ni dos minutos cuando la mujer le hizo señas al marido. Éste le sacó de un jalón su erguido miembro en tanto ella se tendía boca arriba.

-Ahora viene lo mejor –volvió a decir mi amiga-. Ya verás lo rápido que se vienen.

La obvia predicción de Esmeralda se hizo pronto realidad, pues apenas la hubo penetrado, el hombre se movió con rapidez dentro del hoyo de su mujer y ésta comenzó a lanzar gemidos ahogados.

-Me voy a venir, Ramiro…me voy a venir.

-Vente, puta…échame toda la leche, embárrame la verga de leche.

Cruzando una pierna con la de él, la señora se tensó hacia arriba haciendo muecas mientras el hombre la bombeaba con desesperación. Por sus rabiosos gestos pude adivinar la llegada del orgasmo en el cuerpo estremecido de la dama, quien lanzando una pierna hacia arriba logró apresar las nalgas masculinas. El hombre aprovechó el movimiento para lanzarse con todas sus fuerzas sobre el cuerpo desnudo de su mujer, quien recibió la descarga de semen entre intermitentes grititos de gozo.

-Tan.. tan –soltó Esmeralda-. Colorín colorado…¿Te das cuenta?

-¿De qué?

-De lo super rápidos que son –dijo sonriendo-. Todos las grabaciones no duran ni diez minutos.

-Vaya –exclamé-. No pensé que todo fuera tan rápido.

Esmeralda clavó sus ojos en mí, antes de decirme quedamente.

-Por eso yo prefiero las caricias, ¿y tú?

-No…yo…

-Vamos amiga, déjame saberlo.

-Pues yo no… nunca lo he hecho.

Esmeralda volvió a mirarme con esa rara mezcla de interrogación e incredulidad que ahora había en sus ojos.

-No me dirás que nunca te han acariciado.

-Pues no… no como tú piensas.

-¿Has tenido novio?

-Bueno… tuve uno, pero…

-El muy tonto nunca te tocó, ¿no es así?.

-No…

-Entonces te has perdido de lo mejor, amiga –dijo mirándome-. Si te das cuenta, mis tíos no hacen uso de la técnica de los preliminares.

-¿Cómo lo sabes?

-Por las grabaciones. Casi todas son como ésta, duran poco y la penetración es muy rápida. A veces pienso que tío Ramiro es de erección corta. ¿No crees?

-Pues… no lo sé.

-Te voy a confiar algo, Olivia, pero no tienes que decir ni una palabra. Lolita y yo si sabemos acariciarnos.

-¿Lolita? ¿Quién es ella?

-Mi prima.

Me quedé estupefacta ante su afirmación.

-Y… ¿cómo es que con ella…?

-Todo se fue dando –dijo, haciendo un mohín extraño-. Dormir en el mismo cuarto a veces tiene sus ventajas.

Como un relámpago me vino a la memoria la figura de Francisca y todo lo que yo hacía con su ropa interior. El rubor cubrió mi cara pero traté de disimular, diciéndole:

-¿Tú la sedujiste?

Esmeralda me miró de un modo extraño.

-Todo empezó cuando me di cuenta que ella gustaba de oler mis pantaletas y mis sostenes para masturbarse. Luego yo hice lo mismo, hasta el día en que nos atrevimos a decírnoslo.

-¿La ropa interior? –exclamé con la vista perdida-. ¿Así comenzaron ustedes?

-Sí. Nos dimos cuenta que a ambas nos excitaba hacer eso. Claro que al principio las dos lo hacíamos a escondidas. ¿Quieres saber como son sus prendas?

-Bueno… no sé si…

-Vamos, Olivia, no te me achicopales. Hoy estamos solas y podemos aprovecharnos, recuérdalo.

Yo nada dije. Esmeralda me tomó de la mano sin preocuparse de apagar la laptop para llevarme hasta el baño. Ahí, sobre la percha de plástico, se hallaban colgadas un par de prendas de mujer.

-Estas las dejó ayer después de bañarse. Esa perra lujuriosa siempre hace lo mismo para que yo las trabaje a mi antojo.

Tomando la braga y el brasier lo sacudió ante mis ojos, atenta a mis reacciones. Sin esperar más, Esmeralda se llevó la pantaleta a la boca y la mordió. Después frotó la lengua dentro de las copas del sostén haciendo ademanes cadenciosos sin dejar de sonreír coquetamente.

-Mira qué rico huelen. –soltó, dándome las prendas.

Las tomé sin saber qué hacer. Pero Esmeralda, que era vivaz y atrevida, me urgió.

-Anda, huélelas…pásale la lengua por ahí.

Como una autómata hice lo que me pedía. Ahora recordaba claramente lo que hacía a escondidas con la ropa de Francisca y me sentía excitada.

Para entonces Esmeralda se había pegado a mí para cogerme de los hombros. Acarició mis brazos hasta la punta de los dedos y me estremecí.

-¿Qué sientes? ¿Te acariciaba así tu novio?

-No… -dije temblando-. Él no…

Ella ya había metido la mano bajo mi blusa y hurgaba con sus dedos bajo el sostén. Pronto sentí las yemas que me apretaban un pezón. Cerré los ojos y me abandoné a sus toqueteos, suspirando.

Esmeralda ya me había deslizado una mano bajo la falda y recorría mis muslos lentamente, haciéndome tiritar. Aunque estaba excitada, confieso que no sabía qué hacer. Dejé que Esmeralda llevara la iniciativa y pronto me sentí transportada hacia su dormitorio, donde me tendió sobre la cama.

Ella me desnudó lentamente, como si se esmerara en una difícil obra de arte con sus menudas manos. Mi cuerpo temblaba y mi respiración se agitaba al sentir que las deslizaba suavemente sobre mi cuerpo desnudo, que pronto se vio sumido bajo el peso de su cuerpo frotándose por encima de mí.

Su lengua se convirtió en una feroz máquina de succión hasta que llegó a mis tetas, las que mamó con una devoción increíble. Chupó mi cuerpo como quiso centrándose especialmente en mis pechos y mis axilas. Lamió mi sudor y me llenó con su saliva mientras iba de un lado a otro sin saciarse.

Cuando su cabeza se metió entre mis piernas experimenté sensaciones que nunca antes había sentido y me abrí, me abrí completamente para recibirla. Esmeralda hundió su cuello entre mis muslos y su lengua se abrió paso en mi hendidura. El primer orgasmo me llegó con una fuerza indescriptible y mi cuerpo se estremeció sin que dejara de succionarme.

Mi amiga se quitó la ropa y se acostó sobre la cama esperando que esta vez yo tomara la batuta. Resuelta a experimentar, y antes de entregarme a las delicias de su cuerpo, me hice de su pantaleta y la olí profundamente, tal como hacía con las bragas de Francisca.

Después me tiré sobre ella y comencé a chuparle las tetas con desesperación mientras ella envolvía mi cuerpo con sus piernas. Mamé sus axilas, que olían mucho a sudor, y chupé también la oscura cuenca de sus vellos sobacales hasta que me sacié. Después me bajé hasta sus muslos y metí la cara entre sus blancas piernas. Una gruta húmeda y hambrienta me esperaba ya, y me la comí, me la comí como se disfruta una dulce y apetitosa rebanada de sandía.

No tardó Esmeralda en desbordarse en un largo orgasmo que hizo que me apretara el cuello con sus piernas hundiéndome más entre sus muslos. Bebí sus jugos como una desesperada y Esmeralda tuvo un segundo orgasmo que me pareció interminable.

Aquella noche dormimos juntas. Fue mi primera vez con una mujer, una primera vez tan estrujante como deliciosa.

Era ya de madrugada cuando me decidí a confiarle a Esmeralda mi secreto. Le confesé que yo también había descubierto algo sensible en mí que antes desconocía, y le revelé todo lo que los olores de la ropa íntima de una mujer me despertaban. Le confié lo que hacía con las telas de Francisca, mi compañera de cuarto, y también le hablé sobre su indiferencia y su carácter.

Ella me dio un consejo, y la verdad no se me hizo tan descabellado.

-Te será muy fácil saber si ella está interesada en ti. –comentó en un susurro-. Sólo deja tu ropa interior acomodada de tal forma que puedas darte cuenta si ella la manipuló.

-¿Puede ser posible?

-Claro, tontita. Puedes doblar perfectamente los angulos y colocarlos en un punto de la cama que sólo tú conoces. Si la encuentras removida, lo sabrás. Eso sí, procura llegar tarde cuando lo hagas para darle tiempo.

Ambas nos carcajeamos ante la ocurrencia. Comprendía que lo que ella me decía era una buena idea que tenía que probar.

Aquella noche fue inolvidable. Esmeralda y yo lo hicimos varias veces hasta que el cansancio nos agotó. Nos quedamos dormidas cuando los primeros rayos del sol iluminaron la ventana. Era cerca de la una cuando me despedí de ella.

Aquél mismo lunes quise poner en práctica su recomendación, y antes de salir al trabajo coloqué mi pantaleta y mi brasier tal como Esmeralda me había recomendado. Me pasé el día pensando en Francisca, y en lo que tal vez haría mientras estaba ausente.

Retorné a la pensión después de las once, luego de haber cenado con Esmerada en un restaurantito de la ciudad. Cuando entré en el dormitorio, Francisca dormía. Sin desear hacer ruidos, me volqué prácticamente sobre la cama para revisar las prendas. En efecto, aunque éstas permanecían casi en el mismo sitio donde las había dejado, descubrí con emoción que los dobleces no guardaban el mismo ángulo.

Miré hacia la cama y vi el cuerpo de Francisca cubierto por la sábana, y sentí un extraño cosquilleo en mi entrepierna. A partir de ahí Francisca y yo iniciamos un juego extraño, comprobando con el tiempo que las dos gustábamos de aquella suerte de fetichismo erótico, aunque cada una a su manera. Ella me dejaba sus prendas a diario y yo me aprovechaba de su ausencia para dar rienda suelta a mis más extraños deseos, masturbándome con sus pantaletas y brassieres.

Pero lo más emocionante fue comprobar que ella, de la misma forma, también se aprovechaba de mis prendas y se entregaba sin duda a los mismos placeres prohibidos que yo, aunque aparentando no hacerlo. Entendía ahora que su indiferencia era más bien un modo de llamar mi atención, y que en el fondo me deseaba tanto como yo.

Con el paso de las semanas me había olvidado de mi deseo de cambiarme de cuarto. Ahora mi vida transcurría entre los emocionantes flirteos con Francisca y las fugaces entregas con Esmeralda, quien a falta de un sitio adecuado para satisfacer nuestras pasiones me había llevado a un motel solitario donde nadie sospechara de lo nuestro.

Cierta noche en que había tomado dos copas de vino con Esmeralda me sentía eufórica y deseosa. Extrañamente comencé a desear más a Francisca que a la misma Esmeralda, con quien ya había hecho de todo. Ella incluso me había iniciado en el sexo con arnés, y varias veces me había cogido como si fuese un hombre. Reconozco sin embargo que a pesar de ello, mis pensamientos continuaban puestos en Francisca y en las añoradas reconditeces de su cuerpo.

Con estas copas de más llegué a mi cuarto y descubrí a Francisca tendida bajo las sábanas. Animada por el extraño deseo de poseerla, me desnudé completamente y comencé a masturbarme abiertamente sobre la cama con la intención de que me viera. Confieso que ya no me importaba nada, ni siquiera que ella llegara a rechazarme.

Mis gemidos eran intensos y mi cuerpo se movía haciendo rechinar el lecho. Fue en pleno orgasmo cuando sentí la presencia de Francisca. Ella se había sentado sobre la cama y me miraba con ojos de fuego.

-Perra –dijo de repente-. Sabía que eres una puta, pero no esperaba que me calentaras tanto viendo como te masturbas.

Sin decirle nada la atraje hacia mi para abrazarla. Ella, por toda respuesta, comenzó a azotarme las nalgas con las palmas. Al principio sentí dolor, pero las cachetadas se fueron haciendo más fuertes en la medida que incrementaba sus palmadas.

-Zorra –gemí-. Castígame como me castigaste tanto tiempo.

Francisca se paró para traer sus prendas íntimas.

-Perra sucia –exclamó-. ¿Crees que no me daba cuenta de lo que hacías?

Me restregó en la nariz la pantaleta sucia, y después hizo lo mismo con su sostén. Yo, como es natural, aproveché para oler sus humedades, sus sudores, sus secreciones.

Una nueva oleada de nalgadas me hicieron estremecer. Ahora sentía su cuerpo sobre mí mientras su lengua me mamaba los sobacos. Me mordió intensamente los pezones y exploté en un largo y trepidante orgasmo como no había tenido uno, ni siquiera con Esmeralda.

Me colocó su pantaleta en la cara como si fuera una máscara y después me mamó todo el cuerpo con lentitud, como si fuese una maestra del arte lésbico.

No recuerdo haber tenido antes tantos orgasmos como los que tuve aquella primera noche con Francisca. El día nos amaneció trenzadas en una lucha cuerpo a cuerpo que nunca nos saciaba.

Aquel día ninguna de las dos fue a trabajar.

Era un día tan especial que hubiese sido una locura desaprovecharlo en el trabajo. Decidimos dedicarlo a esa pasión devoradora que por meses nos había estado consumiendo…., hasta que se hizo realidad.

 

Colorín colorado…

FIN