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Una lésbica pasión

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Una lésbica pasión

Por: Promethea

Hacía tanto tiempo que no sentía nada con Perfecto que el sólo hecho de pensar en ello me irritaba.

¿Cómo es que me había casado así, sin haber experimentado con otros, sin estar segura de que habría de ser sin equívocos el hombre de mi vida? Hay yerros que no tienen consecuencias, pero me daba cuenta que el mío era un yerro de por vida, algo tan grave como tener que sacrificarme sin sentirme nunca plena, y mucho menos satisfecha.

Ya para entonces la hostería había prosperado y eran muchos los estudiantes que venían a la universidad y se hospedaban con nosotros. De lo único que no podía quejarme, eso sí, era de nuestra posición económica, pero sabido es que en la vida el dinero no lo es todo. La puerta de salida falsa que me hacía olvidar por unas horas mi desventura eran justamente mis ocupaciones, el administrar los alojamientos, el estar atenta a las necesidades del negocio.

Teníamos tres muchachas que se hacían cargo de la limpieza y que trabajaban de ocho a cuatro, pero cuando se iban y me quedaba sola me embargaba una rara soledad, un extraño sentimiento de aislamiento e infortunio que me hacía pensar en muchas cosas, menos en Perfecto. Perfecto era para mí un perfecto cab… bueno, mejor así lo dejo.

Cada año se hospedaba con nosotros Teresa, una chica que había venido a estudiar la carrera de lenguas extranjeras. Era una joven simpática y ocurrente que rezumaba entusiasmo. Me agradaba mucho platicar con ella y casi siempre que conversábamos me contaba de sus sueños, de sus aspiraciones, de su anhelo por acabar la carrera para irse a vivir a Europa y dedicarse a enseñar algún idioma. Nos hicimos tan amigas que llegó a invitarme varias veces a su pueblo.

A menudo me hablaba de su familia, de los grandes campos algodoneros, de los establos que producían el mejor queso de la región. Cada vez que me contaba sobre la hacienda me imaginaba a mí misma corriendo por los prados, con los brazos abiertos y libre de toda carga, lejos de mi marido, de los niños, de las obligaciones. Llegó a entusiasmarme tanto la idea de largarme unos días con ella que esa misma noche se lo planteé a Perfecto. Se aproximaban las vacaciones de verano y Teresa estaba a punto de dejar la hostería.

Quizás mi esposo comprendió mis deseos de liberarme de aquel yugo, o quizás no; pero fue el caso que se ofreció a quedarse a cargo de todo durante dos semanas. Su madre se encargaría de los niños hasta que yo volviese de mis cortas vacaciones, y entonces di gracias al cielo.

Cuando el tren escupió su metálico grito de despedida, y el ruido de los hierros caló nuestros oídos, le dije adiós a mi familia desde el otro lado del ventanal. Teresa, sentada junto a mí, también les hizo gestos con las manos. Había en sus ojos un destello de embriaguez, alentado sin duda por la proximidad de su retorno.

Con la cara casi pegada a los cristales me bebí el paisaje con avidez. Hacía tanto tiempo que no viajaba en un tren. Sí, mucho tiempo. Habían pasado casi diez años desde aquella excursión a la montaña auspiciada por el liceo. Me recordaba trepada en aquel potro de acero admirando el horizonte poblado de verdor, las lánguidas figuras de los animales que pastaban, la panorámica en pedazos parecida más a una película que a otra cosa, una película que parecía querer huir velozmente de mi vista, como si alguien la jalara con fuerza. Y después, cuando las sombras se adueñaron del espacio, recordé a Sor Rogelia, nuestra guía, y a Ana Bertha, mi compañera de viaje. Para nuestras mentoras era necesario que formásemos parejas: de ese modo se podría controlar mejor al grupo y también economizar el costo de los camarotes.

Como si los hechos se repitieran, recordaba ahora mismo a Ana Bertha y su cautivadora sonrisa, una curva que le colgaba de los carrillos y le iluminaba los ojos de incandescencia. De no ser por ella, el viaje no me habría parecido tan cargante. El trayecto lo haríamos en dos días y teníamos que dormir, porque si no, las monjas se encargarían de que lo hiciéramos. Pero a nosotros no nos importaron las monjas ni su hipócrita moralidad. Apenas se hizo de noche, Ana Bertha se quedó dormida sobre mis hombros. Su respiración me resoplaba en el cuello, y yo, con los ojos cerrados, hacía como que dormitaba. Pero me gustaba sentirla cerca de mí, aspirar sus humores, sentirme salpicada por aquel aire que antes había estado en su interior.

Cuando Sor Rogelia pasó por nuestros lugares para convertir los asientos en cama y cerrar la cortina plegadiza, Ana Bertha se despabiló. Pero después, de nuevo acurrucada junto a mí, volvió a acercarse para hacer lo mismo. Y luego vino aquél movimiento de piernas, de caricias subversivas, de roces milimétricos, de todas esas cosas que nos da tanta pena confesar a las mujeres. Pero para mí era bonito recordar. ¡Y cómo olvidar lo que ocurrió esa noche… y la siguiente! Nunca imaginé que tendría una experiencia parecida.

Siempre había soñado con chicos con penes endurecidos, con manos masculinas que me apretaban las tetas, con las cosas aceptadas socialmente. Pero con Ana Bertha todo fue distinto. En mi mente ya no había chicos, ni penes enhiestos, ni manos masculinas bruscas y enardecidas que me apretaban los senos. Ella me mostró en el viaje que una mujer puede conocer también otras cosas, otros placeres, otra clase de masajes, otro género de oquedades, el algodonoso choque de dos pechos que se abomban y se aplastan, todo eso: un mundo que difiere de las cosas aceptadas.

Y ahora, montada en este tren en un viaje repentino, rememoraba aquellos tiempos, las fechas idas, la sonrisa de Ana Bertha transformada en un rictus de temblor, sus jadeos, sus mordiscos en mis pechos, sus dedos afanosos que se refugiaban entre mis piernas. Y después del viaje, mis lamentaciones por no haberlo repetido, por haberme reprimido, por haber seguido la tendencia que me imponía la sociedad.

Las horas se me fueron recordando todo aquello, hasta que un nuevo aullido del tren me volvió a la realidad. De pronto me vi junto a Teresa, dormitando junto a mí con la cabeza recargada en el respaldo. Miré sus pechos que se levantaban sosegados y recordé otra vez a Ana Bertha, a Sor Rogelia, el asiento cama y la cortina plegadiza, la oscuridad y los temblores. ¿Por qué jamás volvimos a repetir? Nunca lo sabré.

El bullicio de la estación nos engulló y poco después nos trepábamos en el autobús. Tardamos una hora en arribar a la hacienda, donde ya nos esperaban sus padres. Luego de una cálida bienvenida, Teresa se encargó de conducirme a la recámara. Era una habitación antigua pero confortable. Estaba construida con ladrillos rojos perfectamente adosados cuya puerta era un arco de madera labrada de dos metros de altura. La chica me anunció que en una hora me esperarían para comer.

Después de ducharme y de ponerme ropa cómoda, me deslicé por la escalera hasta el comedor. Y fue entonces cuando me llevé la sorpresa de mi vida. Allí, sentada a la mesa, estaba Ana Bertha, mi antigua compañera de colegio. Nuestras miradas se encontraron y algo casi dormido se encendió de repente en mi pecho.

-Pero… ¿acaso es cierto lo que mis ojos ven? –exclamó Ana Bertha, levantándose del asiento.

-Lo mismo digo yo. ¿Qué haces tú aquí, mujer?

Ana Bertha se carcajeó y se acercó para abrazarme.

-¿Es que se conocen ustedes? –preguntó doña Luisa, la madre de Teresa.

-Claro que nos conocemos –respondió Ana Bertha-. Fuimos compañeras en el liceo.

-¡Vaya! –dijo la señora-. Qué chiquito es el mundo.

-Te presento a mi hermana Luisa, la mayor de todas.

-Qué agradable sorpresa –alcancé a decir-. Ignoraba que fueras tía de Teresita.

Todos nos sentamos a la mesa y entablamos una charla amena y agradable que duró varias horas. Esa noche, ya dentro de mi habitación, me sentí bastante inquieta. Volver a ver a Ana Bertha después de diez largos años era algo inesperado, algo que me turbaba. Casi la podía comparar con aquella misma chica con la que compartí el camarote en el tren, sólo que más mujer, más madura, más radiante.

Ella me había contado que estaba divorciada después de cinco años de matrimonio infeliz, y sin haber tenido hijos. Ahora estaba dedicada a las artes, a la pintura, y hasta había logrado exhibir sus cuadros en algunas ciudades de importancia, donde a la postre era ya conocida. Y precisamente había venido a la hacienda de su hermana, como todos los veranos, para pintar, para relajarse, para hacer lo que más le gustaba. Alcancé a conciliar el sueño ya muy tarde entre vaporosos recuerdos que ahora renacían con fuerza avasallante.

El sonido de golpes de madera me despertó bruscamente. Me levanté de la cama y me envolví en el batín. Era Teresa, quien venía a decirme que era casi mediodía y que me esperaban para el desayuno. Esa misma tarde volví a encontrarme con Ana Bertha en el patio. Estaba haciendo bocetos sentada sobre un butaque, mirando al horizonte. Junto a ella había una Nikkon y un juego de pinceles sobre un cuadernillo de estampas.

La admiré como se admira a una modelo. Su belleza era innegable, y no había duda que sus formas habían mejorado con los años.

-Te ves muy bien –me dijo sonriendo-.

Le agradecí el cumplido, aunque sabía que yo tampoco estaba tan mal. A pesar de mi infelicidad con Perfecto procuraba mantenerme en forma cuidando de mis dietas. Incluso podría decir que a pesar de mis dos partos, mi cintura se conservaba casi tan delgada como antes, y mis pechos se habían robustecido por el amamantamiento. Aún podía verme al espejo y exclamar para mí misma que la curvatura de mis nalgas se había vuelto más rotunda. Sólo el idiota de mi marido no se percataba de ello.

-Tú también –respondí-. ¿Qué es lo que pintas?

-Un paisaje. Es lo que más me gusta, aunque es lo menos que vende. Mi especialidad son las acuarelas y el surrealismo, pero cuando estoy de descanso me agrada pergeñar un horizonte, los árboles, el firmamento.

-Ya veo. Se nota que por aquí hay material abundante.

-Si supieras. Con los años he descubierto unos sitios increíbles.

-No lo dudo.

-Por cierto, mañana haré un recorrido para pintar. ¿Quieres venir?

-Por supuesto.

Por la noche nos solazamos en escuchar a Luisa sentada al piano. Interpretaba magistralmente las piezas clásicas, pero cuando sus dedos se movieron para tocar Claro de Luna me sentí en las nubes. Teresa, fiel admiradora de su madre, se extasiaba contemplándola sentada en el banquillo enfrente de aquel monstruoso teclado de claroscuros. Me extrañó sin embargo no ver a Ana Bertha por ahí, y me fui a la cama pensando en ella.

A solas en el dormitorio, de nueva cuenta me asaltaron los recuerdos trasladándome a un oscuro compartimiento de tren, entre el ruidoso crujido de hierros que se deslizan, yaciendo a un lado de Ana Bertha, en tanto nos cuidábamos de la odiosa presencia de Sor Rogelio, mirando alternadamente a la cortina plegadiza. Podía recrear con claridad nuestros cuerpos juveniles como si fueran dos entidades cómplices que se movían sobre el lecho, con los brazos liberados, los párpados entrecerrados y la respiración ansiosa. No pude evitar que mi mano, inducida por mis pensamientos, se deslizara huidiza entre mis muslos. Toqué el musgo oscuro que se revolvía rebelde en el copete de mi pubis y lo apreté, lo apreté como lo apretaba siempre por las noches, cuando Perfecto roncaba a mi lado luego de un encuentro fugaz en el que nunca lograba un orgasmo.

Mi dedo central palpó el botoncito de carne y una oleada de furor se apelmazó entre mis labios, que ahora eran penetrados hasta el fondo. Luego me estiré para gozar del espasmo. Me gustaba sentirlo plenamente, con las piernas cruzadas y la mano hundida en mi oquedad pulposa.

Me desperté más temprano, quizás movida por la ansiedad de encontrarme otra vez con Ana Bertha. A eso de las once abandonamos la hacienda. Caminamos unos dos kilómetros en medio de la exuberante vegetación que nos rodeaba, admirando los pastizales, los animales de pastoreo, las altas albarradas que rodeaban los pozos. Sin decirnos nada disfrutábamos de la naturaleza, pero también de nuestra compañía.

-Del otro lado de la ladera hay un vado que me encanta. He hecho algunos bocetos allí que me parecen estupendos.

-No lo dudo. –dije en un susurro.

-No quise decírtelo en casa, pero me agradaría pintar tu rostro. –me dijo de repente.

-¿De verdad?

-Estoy segura que podré hacerlo, aunque no tenga tanta práctica en eso. Lo pensé desde que te ví llegar a la hacienda.

-Nunca lo imaginé –musité.

Pronto franqueamos el altozano y descendimos por la cuesta, hasta alcanzar un hermoso vado cubierto por los árboles. El sol se levantaba en el centro del cielo y la caminata nos había hecho transpirar. Ambas portábamos jeans para proteger nuestras piernas de la maleza. Ana Bertha se había calzado una blusa sin mangas muy parecida a la mía, pero de color anaranjado, cargando sobre su espalda la valija de cuero con los bártulos para pintar.

-Pararemos aquí –me explicó-. Este sitio me encanta.

Nos acomodamos bajo el abrigo de un árbol gigantesco. Luego de abrir la valija, preparó sus cosas y me dijo:

-Haré el intento de retratarte tal como eres, pero antes quiero que me cuentes.

Un poco turbada, sólo alcancé a decirle:

-¿Sobre qué?

-Sobre tu vida. Cuéntame cómo te ha ido, si eres feliz, si te sientes realizada.

-Oh, amiga. Ese tema es un poco escabroso para mí.

-Lo sé. Creo haber vivido lo mismo, aunque por fortuna pude cortar a tiempo.

-Pero yo no. Al menos no hasta ahora. Mira, al igual que tú, no tengo problemas económicos.

-No hablo de eso, Marcela, sino de lo otro.

-Ah sí, de lo otro. ¿Pues qué te podría decir? Llevo siete años casada y las cosas no han sido como esperaba.

-Bueno sí; no es nada fácil vivir con un hombre al que no se ama, tener hijos y cargar con las responsabilidades.

-¿Cómo sabes eso?

-Pura intuición, ya lo sabes. –dijo sonriendo.

La observé con atención para admirar el hoyuelo de sus mejillas, el extraño brillo de sus ojos, la exquisita blancura de sus brazos desnudos.

-Pues eso, que no soy feliz –acepté-. Perfecto es un hombre bueno pero indiferente. Me ve como a un objeto en la intimidad, ya sabes a lo que me refiero. Es ultrarrápido para el sexo tanto como lo es para dormirse y ponerse a roncar.

-La insatisfacción retratada en un boceto de vida. –exclamó.

-Exacto. Si me pidieras definirlo todo en pocas palabras te diría: es un marido muy conformista. Ojalá fuese tan avisado para el sexo como lo es para los negocios.

-He ahí un ejemplo del hombre moderno –dijo, soltando una carcajada.

-Con el tiempo he aprendido que no se puede tener todo en la vida, Ana Bertha. Mírame a mí, joven y con anhelos, con el futuro resuelto parcialmente, pero insatisfecho en lo más importante.

-Te creo. –asintió-. Yo que anhelé tener un hijo no lo logré, pero tú que sí los tienes tampoco eres feliz.

-Amo a mis hijos, pero me falta algo.

-Lo sé amiga, pero a veces no nos atrevemos a enfrentarnos con la adversidad, a romper con lo establecido.

-Eso mismo. Lo mío es una vida mutilada; hay algo que me hace falta.

-¿Otro hombre?

-No lo sé –balbuceé-.

-Bueno, lo he dicho ya. ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer nuestra realidad?

-Lo ignoro. Atavismos quizá, o algún temor escondido. No sabría definirlo.

-Te diré algo, Marcela. Desde mi noche de bodas supe que no iba a ser feliz. Me casé con ideales, con propósitos que nunca se cumplieron. ¿Te dice algo eso?

Yo asentí.

-Filiberto padecía de eyaculación precoz, así que ya te imaginarás. Lo que para mí era una promesa se convirtió de pronto en tortura. Pero siempre tuve en mente acabar con eso.

-Entiendo.

-Y mira cómo es la vida. Ahora soy feliz siendo libre, haciendo lo que me gusta sin darle cuantas a nadie.

-Eso suena bastante bien.

-Hace tiempo, estando casada, conocí a una amiga en las clases de pintura. Nos hicimos íntimas y fue entonces que conocí el verdadero placer, aunque ya lo sospechaba.

-Ah, vaya –dije-. ¿Hablas de una inclinación en particular?

-Eso mismo –dijo, clavando la vista en mis pechos.

Sentí que el rubor me coronaba las mejillas.

-Fabiola era tierna como un capullo, ella sabía cómo agradarme, conocía a la perfección mis gustos, como si nos hubiésemos conocido desde siempre.

-¿Y qué con ella?

-Todo. Nos hicimos amantes. Desde el primer encuentro me dio las llaves de su departamento. Cada vez que podíamos nos encontrábamos allí, y después el cielo. Eran sólo tres horas por lo riesgoso del asunto. Aunque me cuidé, Filiberto no dejó de sospechar. Un día me siguió y después vino el rompimiento, cosa que agradecí. Fuimos amantes hasta que se tuvo que mudar a España. No sabes cuanto lo sentí. Por meses me vi tentada a seguirla, pero me encontré de nuevo en la misma encrucijada: nos cuesta decidir lo que nos conviene.

-Lo lamento mucho –solté-. ¿Y después de ella?

-Algunas cosas interesantes, muy candentes. He aprendido a no reprimirme, a disfrutar del regalo de la vida.

Sentí que su mirada me abrasaba los senos recorriéndome todo el cuerpo. Podía ver bajo sus brazos la tela mojada, las sombras de su transpiración, el perfume que emanaba de sus movimientos y que una brisa suave me acarreaba hasta la punta de la nariz.

-Hoy sólo hay en mi vida dos pasatiempos: la pintura y el sexo, o si lo ves de otra manera, el sexo y la pintura. Lo demás es secundario.

-Bonito paradigma. Ya quisiera yo…

-No lo tienes porque no quieres –me interrumpió.

Volví a mirarla atentamente. El cuerpo de Ana Bertha era un regalo para los ojos, eso lo reconocía. Pero tenía que reconocer al mismo tiempo su talento y su claridad de pensamiento, y sobre todo, su valor para aceptarse tal como era.

Después de escuchar sus palabras me había quedado claro que ante ella yo no era más que una persona indecisa, una mente engañada, alguien sin el valor suficiente para dar el paso hacia la libertad.

-Necesitamos ser honestas con nosotras mismas –murmuró-.

Hizo una larga pausa antes de proseguir.

-Dime, Marcela, pero con honestidad, ¿te sientes atraída por las mujeres?

Yo me turbé completamente, concretándome sólo a mirarla.

-¿Alguna vez has recordado lo del tren? –insistió.

-Sí… algunas veces.

-¿Y últimamente?

-Más que nunca.

Ella me observó con interés antes de decirme:

-Si pudieras romper ese atavismo, ¿te atreverías a intentarlo de nuevo?

Yo asentí.

Ella me tomó de las manos y me las acarició. Con la vista clavada en mis tetas, suspiró antes de soltar:

-Eres una mujer muy hermosa, pero tu marido no te valora lo suficiente. Lo que te hace falta es sexo, mucho sexo del bueno, puedo leerlo en tus ojos y en tus modos.

Yo nada dije. Sabía perfectamente que mi amiga tenía razón.

-Soy infeliz, ya te lo dije, y no encuentro la manera de cambiar eso. –volví a confesarle.

-La tienes al alcance de tus manos –farfulló-. ¿No te has dado cuenta?

Me sentí como azotada por la lava de un volcán, y mi rostro sufrió una transformación. Ana Bertha se puso junto a mí y me tomó entre sus brazos. Aspiré sus aromas donde el olor de su sudor predominaba. Su cara buscó la mía y nuestras bocas se encontraron. Nos enredamos en un beso desquiciante, furioso y lascivo que nos hizo tendernos sobre el suelo. Ahora la boca de mi amiga era como el cráter de una caldera en erupción, el fuego incontenible de una lava ardiente.

Sus dedos buscaron los botones de la blusa hasta que me la desabrochó por completo. Sentí sus manos calientes maniobrar sobre mis pechos, por encima de la tela del sujetador. Luego me quitó el sostén para manipularme las tetas suavemente. Sus yemas hicieron órbitas en los pezones, palparon la aureola ennegrecida, navegaron por las fuentes de mi piel. Acercó su boca a mis pechos y comenzó a chuparlos con maestría, una maestría que nunca había conocido.

El encuentro fugaz que sostuvimos en el tren una década atrás era sólo un pálido reflejo de lo que ahora sentía, sostenida entre sus brazos. Sus manos me acariciaban el talle, la espalda, el entreseno, y luego se deslizaban lentamente por el cuello, las axilas, los hombros, para volver a ceñirse sobre las bolas de mis tetas, que ya habían alcanzado su máxima dureza.

-Marcela…Marcela… -farfulló temblorosa-. Nunca te olvidé; siempre te recuerdo en el compartimiento cuando me subías la pierna, cuando me olías las axilas, cuando tocabas mis pechos…

-¿Aún persiste ese deseo? -pregunté tontamente entre jadeos.

-Tú lo sabes bien…mírame ahora.

Sin haberse saciado de chuparme los pechos, se entregó a la tarea de despojarme del jean. Poco a poco me lo fue bajando mientras ella, desesperada y ansiosa, hacía lo mismo con sus ropas. Cuando estuvimos desnudas, me recostó de espaldas sobre el césped para lamerme la espalda, la espinilla, las nalgas. Mordió mis glúteos varias veces mientras yo me sumía en un éxtasis de fuego. Sentí mil estremecimientos cuando sus manos me abrieron las nalgas para meterme la legua en el culo. Aquella era una sensación nueva. Perfecto jamás se había atrevido a hacerme algo parecido, ni siquiera un tocamiento furtivo o algo así.

Aquella intrusión pastosa y húmeda me provocó un orgasmo que me hizo tiritar, y Ana Bertha se dio gusto haciéndome el anilingus. Ni en mis noches más lujuriosas, cuando me masturbaba en ausencia de mi marido y me metía un dedo en el esfínter había llegado a sentir tanta lujuria. A pesar de que las explosiones continuaban, ella nunca se detuvo. Me enderezó con sus brazos para ponerme boca arriba, con el pubis expuesto, y enseguida hundió la cara entre mis piernas. Sentir su tibia lengua toqueteando mi clítoris fue algo delirante y pronto volví a venirme en su boca moviendo el cuerpo como una puta.

-¿Sabes? –susurró-. Estás mejor de lo que pensé. Pero yo no me detengo aquí; necesito decirte mis gustos, transmitirte lo que me agrada, lo que me calienta y me hace feliz. Sólo rompiendo las barreras puede una mujer sentirse plena. Es el único modo que conozco para dar placer auténtico.

Yo asentí.

-Dime que es lo que te gusta. –me atreví a preguntarle.

-Los insultos, las obscenidades, todo eso. Me gusta que me traten como a una perra, como basura; me agrada que me hieran el amor propio, sentirme rebajada, ultrajada, maltratada. ¿Comprendes?

Sus palabras tuvieron la virtud de volver a encenderme y entonces le dije a todo pulmón:

-Puta desgraciada, eres una alimaña infeliz. Ahora verás cómo te trato, zorra de basurero.

Los ojos de Ana Bertha se encendieron con un brillo extraño y me atrajo con sus brazos hacia sus tetas. Me di a mamarle ahí con toda la fuerza de que era capaz mientras mis dedos de hundían en su empapada gruta.

-Eres peor que una puta; eres lesbiana, te gustan las mujeres, odias a los hombres…y yo también los odio. –le dije casi gritando.

-Sí….sí…soy la más perra y la más sucia de este mundo…sigue…sigue…

-Jodida emperatriz de la putería –solté a grito abierto-, te apesta el culo, hueles a zorrillo, los sobacos te apestan….déjame mamarlos.

-Hazlo…hazlo…yaaa.

Me volqué violentamente sobre sus brazos y se los levanté para chupar sus axilas, que olían a desodorante, a sudor, a almizcle de zorra.

-Qué jodida puta eres –farfullé de nuevo-. Ahora entiendo cómo tu marido te dejó, mal nacida. No eres más que una triste perra que se come su mierda.

-Eso soy….eso soy para ti, una perdida come caca.

Mi cara bajó hasta su vientre y le chupé la piel como si fuese una vil sanguijuela. Ana Bertha gritaba de furor ante mis acometidas, pero se transformó en una verdadera puta hambrienta cuando mi lengua se hundió en su estremecido coño.

-Mama, hija de puta, que tú también eres una lesbiana igual que yo…eres tan perra como yo, tan sucia o más que yo.

-Perdida…puerca maldita….pero qué buen culo tienes.

Chupé su bollo como quise, le levanté las piernas y me las puse sobre la espalda. Restregué toda la cara en su hendidura, quería hundir mi cabeza en su oquedad, perderme entre sus paredes, ser parte de su cuerpo, de sus carnes íntimas.

-Perdida… pareces vaca lechera…mira nada más cómo te sale la leche, puta.

-Es tuya…. Es tuya….bébela zorra.

Era tal el grado de calentura que Ana Bertha se vino como si fuera una desquiciada. Sus gritos debieron poner en alerta hasta a los pájaros de los alrededores.

-Chíngame…jódeme…fóllame con la lengua, perra. –jadeaba sin cesar.

Sus orgasmos fueron fenomenales y acabé con la cara empapada.

Poco después, mientras yacíamos abrazadas sobre el pasto, completamente desnudas, conversamos casi en silencio.

-No sabía que tuvieras esa facilidad para el insulto –musitó sonriendo.

-Yo tampoco, te lo juro… créeme que me desconocí…pero descubrí que esto me gusta.

-Por fin te siento liberada –dijo-. ¿Te acuerdas de Sor Regina?

-Pobre vieja… ¿será lesbiana como nosotras?

-Sólo ella lo sabrá; más bien creo que es una puta frígida.

Sin poderme contener, solté una sonora carcajada.

-Oye –dije-, ¿crees que esas monjas se masturben?

-¿Crees que tienen un cuerpo de piedra? –me respondió con un guiño.

-No, por supuesto. Deben ser tan putas como nosotras.

-A no dudar. Pero es hora de irnos.

Yo la miré a los ojos antes de comenzar a vestirnos.

-Quiero volver a verte esta noche, zorra.

-Seré tuya cada que me lo pidas…seré tu puta, tu bandolera, tu pijadora, ya lo verás, jajaja.

-Eso es lo que quiero. Aprovéchame en estas dos semanas.

-No creo que sean dos semanas, perra. Te buscaré donde quiera que te encuentres, aunque tenga que darle en la madre a un tal Perfecto.

Volví a soltar la carcajada.

-Eres peor que Sor Regina.

-Sí…esa puta... soy tan cachonda como ella.

Nos alejamos del vado abrazadas entre el verdor de la campiña mientras el sol se ponía a nuestras espaldas.

Por fin me había atrevido a romper los atavismos, a derribar mis barreras, a reconocerme como mujer.

Y aunque confieso que nunca dejé a mi marido, Ana Bertha y yo seguimos siendo amantes, y cada que nuestros cuerpos se encuentran nuestra pasión crece más y más.

Sospecho que si Sor Regina nos viera, seguro pondría el grito en el cielo.

FIN