miprimita.com

El conserje corcovado

en Confesiones

El Corcovado

Por Promethea

 

Bien podría afirmar que a mis treinta y cuatro años me conservaba atractiva a pesar de que tenía tres hijos, y me esforzaba en mantenerme en forma prestando atención a ciertas dietas y ejercicios para agradarle a mi marido.

Trabajaba como educadora en un conocido kinder de un pueblo de México y llevaba una vida normal y tranquila. Aquella era mi profesión y mi medio de desarrollo y puedo decir que me sentía realizada.

Tenía mis compañeras de trabajo y mis alumnos, con quienes me sentía identificada. Me gustaban mis ocupaciones de maestra porque desde que estudiaba la licenciatura me di cuenta de que me agradaban los niños. Pero la paga no era mucha y las necesidades familiares crecían cada día.

Mi hija mayor estaba por matricularse en la enseñanza media y mi marido tuvo que cambiarse a un trabajo de mayor remuneración en una ciudad lejana, muy cerca de la frontera. Tener conciencia de que nos separaban tantos kilómetros me llenaba de impaciencia, sobre todo porque eso significó distanciarnos por largos períodos, aunque siempre estuvimos dispuestos a hacer el sacrificio.

Al principio lo extrañé bastante; sentía que algo me faltaba y a veces hasta lloraba. Poco a poco, sin embargo, nos fuimos acostumbrando a estar solas, y más que nunca me enfrasqué en el trabajo dedicándome de lleno a mi labor docente. Debo decir que siempre le fui fiel a mi marido, sobre todo porque estando juntos no tenía la menor inquietud en el aspecto sexual, salvo las que pudiese sentir una mujer en plenitud de facultades como yo.

Con el paso del tiempo y debido a que sólo nos veíamos un par de veces por año, comencé a sentir un extraño desasosiego y en ocasiones se me dificultaba conciliar el sueño pensando en nuestras intimidades. Mis hijos también lo extrañaban pero nos vimos obligados a adaptarnos a aquella nueva vida donde sólo las ocupaciones en la escuela y el cuidado de mi familia me procuraban distracción. Disponía de una muchacha que me ayudaba a cuidar a los menores mientras me iba al trabajo, ya que Katrina cada día se hacía más independiente, y como es natural, había creado su propio mundo con sus amigas del colegio.

Soporté vivir de esta manera por meses intentando mantenerme ocupada. A menudo pensaba en mi marido ausente y me esmeraba en atender a mis hijos, hasta que comenzaron a suceder cosas extrañas que me llevaron a un cambio insospechado.

En cierta ocasión, por razones de trabajo, me vi obligada a hacer un viaje a la Capital junto con un grupo de educadoras. Había que realizar ciertos trámites para promovernos de nivel y nos pusimos de acuerdo para partir muy temprano. Se trataba de un viaje rápido, pues no nos era posible dejar los grupos desatendidos tanto tiempo. La noche de la víspera, al ordenar los papeles, me di cuenta de que había olvidado en el salón el fólder con documentos que necesitaba llevar.

Como eran apenas las nueve, le dije a Katrina que tendría que volverme a la escuela para recuperar los papeles, ya que de lo contrario mi viaje sería infructuoso. La dejé a cargo de los niños y me dirigí al salón, que se hallaba apenas a tres calles de nuestra casa. Cuando llegué, advertí que el portón no tenía puesto el cerrojo de seguridad. Al principio me alarmé pensando que tal vez el conserje había olvidado cerrarlo, pero al ver que todo estaba oscuro me animé a entrar, aunque con ciertas precauciones.

Al atravesar el patio no noté nada anormal y me animé a caminar hasta la entrada del salón. Abrí la puerta, encendí la luz y me puse a buscar el fólder, comprobando que lo había olvidado sobre mi mesa de trabajo. Luego de recuperarlo me dispuse a regresar. Fue entonces cuando escuché la voz que me llamaba por mi nombre.

-Maestra Ale, ¿qué anda haciendo en la escuela a estas horas?

Escuchar mi nombre me sobresaltó, pero pronto me tranquilicé al advertir que se trataba de Nereo, el conserje de la escuela.

-Ay Nereo, me asustaste…

-Disculpe Maestra, no fue mi intención.

-Vine por unos papeles que olvidé. Nos iremos a las cuatro a la Capital y hasta ahora me di cuenta que no los tenía.

-Qué bueno que se acordó. ¿Se imagina que se hubiera ido sin ellos?

-Ni lo digas; nunca me lo hubiera perdonado. ¿Qué andas haciendo a estas horas?

-Vine por la bicicleta. Tuve que ir a arreglarle el lavabo a la maestra Ana y apenas terminé.

-¿A Ana? No sabía. Ella también irá con nosotras.

-Eso me dijo. ¿Se van siempre a las cuatro?

-Si, tenemos que madrugar.

Observé la figura bajita de Nereo y noté sus ropas sucias y pegajosas. Su cuerpo y su cara estaban sudorosos.

-Vine para ducharme –dijo, al ver que lo miraba con atención-. No quiero llegar así a la casa; luego mi mujer me dice de cosas.

Yo sonreí. Todas las maestras estábamos al tanto de los rumores que circulaban en la escuela sobre la vida de Nereo, y sabíamos del carácter hosco de su mujer y de lo que el conserje batallaba para cumplirle sus caprichos.

-Tengo que irme –le dije-. Dejé a los niños con Katrina y no quiero que esté sola tanto tiempo.

Nereo me recorrió de arriba a abajo antes de volver a sonreírme. Era un hombre de unos treinta y dos, de piel morena y piernas corcovadas, de anchas espaldas y torso musculoso. Sus modos eran acampesinados y sumisos, y con el tiempo había aprendido a socializar con todas y por eso le apreciábamos, aunque no pudiéramos decir lo mismo de su mujer, que aunque podría decirse que era más bien fea, siempre se mostraba altiva y pedante con la gente. Nereo, en cambio, era un hombre de espíritu servicial, siempre dispuesto a quedar bien con las docentes.

Al ver que jalaba yo la puerta, se despidió de mí con un gesto. Lo ví avanzar hacia la parte de atrás, donde se hallaba la ducha, hasta que desapareció. Entonces me dirigí a la salida. Mientras aseguraba el portón pude ver el resplandor que salía del baño a través de los cristales del aula. Sentí un estremecimiento entre los muslos al imaginarme a Nereo desnudo bajo la regadera, enjabonándose quizás el cuerpo. Un leve sentimiento de culpa me asaltó y traté de pensar en otra cosa mientras hacía el camino de regreso.

Al llegar a casa me encontré a Katrina en el corredor charlando con su amiga Carla, quien había llegado a verla en su motocicleta. Me dijo que los niños se acababan de dormir y me informó que Carla se quedaría un rato para ver una película en su habitación.

Mientras las chicas se entretenían en lo suyo me puse a revisar el fólder con los documentos y lo acomodé en el maletín. En ese momento me asaltó de nuevo la imagen de Nereo, con su cuerpo sudoroso y su sonrisa servicial, y una vez más experimenté la extraña inquietud entre las piernas que había sentido antes.

Quise evadir mis incómodos pensamientos tratando de hacer algo en la cocina, pero no pude. A veces las mujeres no podemos entender nuestras motivaciones, y creo que eso fue lo que me sucedió aquella noche. Entré en la recámara para mirar a los niños, que ahora dormían plácidamente, ajenos por completo a mis turbaciones. Con ellos no tenía pendiente. Sabía que estarían seguros bajo el cuidado de la niñera mientras me iba a la Capital.

Podía escuchar el rumor que surgía de la casetera en la habitación de Katrina, quien de vez en cuando soltaba algún gritito que era correspondido con alguna risotada de su amiga. Miré el reloj que colgaba de la pared: eran apenas las nueve con veinte.

Volví a tomar las llaves de la escuela y me asomé tímidamente en la puerta del cuarto.

-Kari…

-¿Qué pasa mamá?

-Me hizo falta un documento y tengo que volver para buscarlo. –dije lo más tranquila que pude-. Te encargo a los niños un momento.

-Anda vé, no te preocupes.

Salí de casa a paso rápido y me apresuré a retornar a la escuela, sintiendo que una extraña agitación me golpeaba el pecho. Cuando llegué me di prisa en abrir el portón y lo aseguré por dentro. Atravesé la explanada para ir hasta el salón, mirando hacia todos lados. Todo a mi alrededor se hallaba a oscuras excepto por el débil resplandor que salía del cuarto de baño y que podía distinguir a través de los cristales. Inserté la llave y me introduje en el aula. Me puse a hurgar nerviosamente entre los papeles del archivero sin saber qué hacer.

No pasaron ni diez minutos cuando escuché de nueva cuenta la voz de Nereo en la entrada de la puerta.

-Maestra, ¿todavía no se ha ido?

-Tuve que regresar… por el certificado –dije en una frase que temí le revelase mi turbación.

Sentía que una incómoda pesadez amenazaba con quebrarme la voz.

-Si quiere le ayudo a buscarlo. –dijo Nereo con su acostumbrada solicitud.

-¿No te entretendrás por ello?

-No; aún es temprano.

-Bueno. –respondí.

En aquel momento levanté la vista para mirarlo y advertí que sus ropas se hallaban en las mismas condiciones en que lo había visto antes.

-¿No ibas a ducharte? –se me ocurrió preguntarle.

-No hay una gota de agua, ¿usted cree? Ya sabe que la racionan, pero esa gente del municipio se pasa.

-Qué contrariedad.

-Pero no hay problema. Estaba a punto de pasarme por la casa de mi hermano para bañarme allá. ¿En donde quiere que busque?

-Puedes empezar por ese montón de ahí –solté en voz baja-, yo seguiré mirando si está en el archivero. Es mi certificado de secundaria.

Nereo comenzó a hurgar entre la pila de papeles amontonados en el piso. Yo aproveché para observarlo con el rabillo del ojo. Su camisa seguía empapada de sudor y la cara le brillaba. Los viejos pantalones de mezclilla ceñidos por completo a su cuerpo hacían notoria su virilidad, y esa imagen me llenaba de inquietud.

-Maestra Ale, ¿tiene foto el certificado? –preguntó de repente.

-Si. Aunque creo que ni me reconocerás…es una foto muy antigua –respondí, tratando de esbozar una sonrisa que debió parecer más una mueca.

Continuamos en lo nuestro mientras un nerviosismo cómplice me llenaba de sobresalto. Aunque aturdida, podía reconocer que yo, la maestra Ale, me hallaba allí, sola en el aula con un hombre, buscando un papel inexistente, y mi razón me dictaba que parase, que pusiese fin a aquella farsa. Pero mis deseos, que ahora se revelaban como si despertasen de un letargo, se interponían anclándome al suelo del salón, parada ahí junto al viejo archivero marrón que por tantos años había sido el silencioso testigo de mi trabajo educativo, de mis bulliciosas sesiones con los niños, de los juegos didácticos que dictaba cada día con voz dulzona.

De reojo miraba a Nereo y una extraña agitación me subía del pecho hasta colmarme la cabeza. Doblé mis rodillas y me agaché para abrir el cajón mientras fingía examinar lo que había adentro. En un acto deliberado al que quise dar el tamiz de un descuido, separé un poco las piernas.

-Nereo, ¿tú tienes tu certificado? –pregunté en un susurro.

-Si maestra. Fue el último que me dieron porque ya no pude seguir.

-Pues procura conservarlo porque te hará falta cuando menos te lo pienses. ¿No has pensado en estudiar algo?

-Mi mujer siempre me reclama eso, pero yo le digo que ya no estoy en edad de ir a la escuela.

-¿Y por qué no? Aún eres joven y puedes; mucha gente lo hace.

-Eso me dice ella.

-Y en eso tiene razón.

Al levantar la vista me di cuenta que Nereo, hincado a escasos metros de mí, había clavado con azoro sus ojos en mis rodillas. Sentí que una oleada de rubor se me trepaba a la cabeza y me recorría todo el cuerpo, pero intenté controlarme.

-¿No has encontrado nada? –dije con la voz quebrada-. No recuerdo si lo metí en este cajón o lo puse entre esos papeles.

-No maestra… pero déjeme seguir buscando.

De cuando en cuando Nereo volvía a mirar hacia mis piernas en actitud sigilosa, tratando de que yo no lo descubriese. Eran miradas fugaces y torpes que atisbaban entre mis rodillas para volver a posarse en los papeles, mientras su rostro se ponía cenizo. Tratando de disimular mi turbación me levanté un momento para abrir el cajón de arriba. Metí las manos y revolví las carpetas.

-Ay Nereo, aquí no hay nada… y ya me estoy desesperando

-Lo encontraremos Maestra… tenga calma.

Volví a ubicarme en la misma posición, pero en un ángulo que le quedase más a modo. Nereo se dio prisa en volver a observarme y descubrí en sus ojos una sombra de incontención. Lentamente fui abriendo las piernas mientras sentía que la transpiración me empapaba las axilas. Él continuaba en su búsqueda como si nada, pero ahora sus atisbos se hacían mucho más frecuentes. Advertí que a pesar de lo ceñido de su pantalón, éste no alcanzaba a ocultar el bulto que comenzaba a levantarse entre sus piernas dobladas.

-Ay Maestra –exclamó-, parece que aquí no hay nada.

-Ven a ayudarme acá –murmuré con un atrevimiento que me sorprendió-. Seguro debe estar en este archivero.

Le vi acercarse lentamente para plantarse frente a mí con las piernas dobladas. Metió las manos entre la pila, sacó un fardo de carpetas y las puso sobre el piso. Sus brillantes ojos se clavaron entre mis muslos y yo supuse que parte de mi calzón debía hallarse esta vez al alcance de su vista.

La excitación que me invadía era intensa, pero necesitaba contenerme. Por largos minutos me estuvo observando sin que yo dejara de separar las piernas. Su rostro sudoroso ahora estaba colorado, y sus ojos despedían un fulgor extraño. Ahora podía admirar su bulto más de cerca, apreciando que cada vez se hacía más notorio.

-¿No encuentras nada? –volví a preguntar en un susurro ahogado.

-Nada, Maestra, ¿y usted?

-Tampoco yo.

-Pues sigamos buscando. –dijo con la voz pastosa-. Seguro lo encontraremos.

Empecé a sentir que las piernas me temblaban. Consciente de que no podría mantenerme en esa posición por mucho tiempo, le dije:

-Tú sigue buscando aquí abajo… yo lo haré en las gavetas de arriba.

El conserje asintió con la vista nublada. Me levanté rápidamente y me puse de espaldas, casi por encima de él. Ahora Nereo tenía una perspectiva mucho más clara que la anterior, acurrucado sobre el piso, en tanto yo me elevaba sobre la punta de los pies simulando manipular en las carpetas.

De cuando en cuando alzaba la vista para ver lo que yo hacía tratando de que no me diera cuenta. Entonces inclinaba la cabeza para fisgar por debajo del vestido y se embebía a sus anchas con el panorama. Considerando que era él quien me espiaba sin que lo yo advirtiese, el conserje hacía intentos desesperados por mirarme más adentro. Yo, entretanto, procuraba cooperar disimuladamente abriendo y cerrando las piernas lentamente.

En determinado momento el hombre no pudo contenerse más y me rozó la pierna fugazmente con el hombro. Yo nada dije, sino que hice como si no hubiera sentido el contacto. El conserje, alentado por mi silencio, volvió a restregarse contra mí como si se moviera para hurgar en el cajón.

Aprovechando aquel instante memorable, me atreví a decirle en voz muy baja:

-¿Qué tanto miras, Nereo?

La cara del conserje cambió de color y desvió velozmente la mirada hacia los papeles.

-Nada maestra… es sólo que…

-No te preocupes; sigue buscando, que me urge hallar el documento –dije en tono tranquilizador.

Él asintió desconcertado. Me di cuenta que su pantalón ya no podía contener el abultado ensanchamiento que había debajo.

-Ay maestra –musitó-, déjeme buscar en estos bultos de abajo que presiento que aquí lo voy a encontrar.

-Tú sigue… no te detengas.

Al parecer mis palabras tuvieron la virtud de incitarlo, pues pronto me di cuenta que sus fisgoneos se volvieron más atrevidos e incluso se aventuró a mirar abiertamente entre mis piernas con la cabeza casi pegada al suelo.

-Ay Maestra –dijo en un murmullo.

-¿Sí?

-Creo… creo que tendré que buscar papel por papel.

-Pues hazlo –alcancé a decir entre dientes.

Sus frases eran tan irregulares como las mías, y el tono de su voz me revelaba claramente lo que sentía. Yo, por mi parte, experimentaba un fuego desbocado justo ahí donde su mirada se clavaba cada vez con más intensidad.

-Sigue, Nereo…sigue buscando. –volví a alentarle.

A los pocos minutos pude percibir que su dificultosa respiración se confundía con la mía.

-Maestra Ale…

-¿Sí?

-¿Aún no ha… encontrado nada?

-No…aún no. –vociferé casi sin aliento.

-Debe estar… por aquí –balbuceaba con dificultad-. No deje de buscar…siga buscando ahí arriba… tenemos que encontrarlo…

-Si… sigamos…

Poco a poco Nereo se fue volviendo más audaz. Ahora podía sentir el halo de su aliento caliente que se cernía sobre la parte trasera de mis rodillas, y de reojo podía ver su cara ansiosa que se perdía una y otra vez bajo los pliegues de mi falda. Advertí que sus ojos eran dos óvalos encendidos que miraban en una sola dirección. Estremecida por el cuadro que representaba la descompuesta figura de aquel hombre, eché una pierna hacia atrás para ampliar su ángulo de perspectiva. Mi piel volvió a rozar con su cabeza y la fuerza del contacto fue electrizante. Un impulso fugaz me recorrió la espalda y se me fue a meter entre las redondeces de mis nalgas.

-Maestra…

-¿Si?

-Yo creo que…

-¿Qué? –le interrumpí en un susurro-. ¿Hallaste algo?

-No…nada todavía.

Sentía que la humedad me calaba las bragas pero no quise moverme de donde estaba. Nereo seguía metiendo la cabeza por debajo del vestido y ahora se quedaba ahí por más tiempo, y todo lo que hacía me llenaba de lascivia. Jamás había hecho una cosa como esa y las sensaciones que sentía, todas nuevas, me colmaban de un furor extraño. Volví a moverme otro tanto hasta que mis piernas chocaron con sus cabellos. Percibí que algo se deslizaba por la piel de mis piernas y cerré los ojos para disfrutar el contacto.

-Maestra Ale…

Quise articular una frase para responderle algo, pero no pude. Mi cuerpo se quedó paralizado como si estuviese esperando algo más. Una puntilla húmeda se había posado de pronto entre mis piernas y ahora la sentía subir lentamente hasta los muslos. Casi de inmediato advertí que sus labios me chupaban la piel, y que la redondez de su cabeza se me introducía por debajo.

En aquel momento no me importó que la puerta del aula estuviese abierta. Ahora sólo estaba interesada en apreciar la caricia, en sentir la aventurada intrusión de la cara de Nereo por debajo del vestido. Su lengua me lamió la parte interna de los muslos, subiendo después lentamente hasta chocar con mi pubis. Entonces abrí las piernas para dejarlo pasar, ahogada entre intensos suspiros.

-Maestra Ale…

-La puerta… -alcancé a exhalar-.

El hombre se levantó para cruzar la estancia y cerrar presuroso la hoja, volviéndose para mirarme con los ojos llenos de codicia. Luego se me vino encima como un desquiciado. Sus manos se metieron bajo mi falda y me la levantó hasta la cintura para apretarme las nalgas con desesperación mientras su cara se hundía entre mis pechos, mordiéndome los senos con ferocidad por encima de la tela.

Alcé los brazos para acurrucarlo entre mis senos apretando su cabeza contra mis tetas. Ahora Nereo me había metido las manos bajo la braga y me apretaba los glúteos con fuerza mientras su sudado cuerpo se soldaba con el mío. Nuestros gemidos inundaron el aula y se desbordaron como un río impetuoso, sin que el entorno nos importase.

-Hace tanto que… no lo hago –susurré.

-Maestra, Maestra Ale…no se imagina cuánto la deseaba. –exclamaba él en voz baja sin apartarse de su cálida tarea-. Sus nalgas me gustan…siempre las había deseado…alguna veces le ví los calzones cuando se descuidaba y yo…yo me masturbaba pensando en usted.

-Yo…yo…no sabía…

No pude terminar la frase, pues Nereo me había levantado los brazos para hundir su cara en mis axilas. Me chupó los sobacos como un desesperado en tanto sus manos terminaban de bajarme la pantaleta. Dejó la prenda a la altura de las rodillas y se hincó para abrirme la vulva con los dedos. Su lengua devoró mi gruta con perturbadora enjundia y tuve que abrir las piernas al máximo para dejarlo actuar a su antojo. Su lengua se perdió en mi raja moviéndose con velocidad salvaje. El primer orgasmo me llegó ahí mismo, dentro de su boca, y Nereo aprovechó los estertores del clímax para beber mis humedades suspirando como un poseso.

-Maestra Ale… qué culo tiene usted…

Encendido hasta el delirio, el conserje no quiso esperar a que acabara de vaciarme y me levantó para ponerme sobre la mesa dejándome boca arriba, con las piernas colgando. Mi vulva ahora aparecía levantada ante sus ojos como si fuese una duna oscurecida, sumergida bajo la mata de pelos negros e hirsutos que nunca me depilaba. Abrí un momento los ojos para admirar el robusto cuerpo de Nereo, que en esos instantes trataba deshacer el broche de su cinturón. Percibí el olor de su transpiración y el grueso manchón húmedo que había bajo sus brazos y que mojaba la tela de su camisa.

-Nereo…Nereo… -susurraba tiritando.

Le ví bajarse los pantalones hasta las rodillas y acercarse a mí con la cara enrojecida. Un bulto grueso y sin formas se levantaba bajo la trusa haciéndome sentir un estremecimiento de angustia.

-Ya Nereo…por favor… -solté en un gemido ahogado.

Sus dedos exploraron bajo la tela de su calzón para sacar un pedazo de carne venosa, larga y prieta, cuya cresta brillaba totalmente humedecida.

-Esto es para usted, Maestra…desde hace tiempo se lo guardaba, cuando le miraba las pantaletas en el recreo. –vociferó.

-Entonces… dámelo ya…

El hombre me separó las piernas y se me acomodó entre ellas. Blandiendo su magnífica herramienta me la puso en la entrada de la rendija y empujó con todas sus fuerzas. Sentirme penetrada por un hombre después de largos meses de abstinencia fue para mí como si flotase en el aire. Su miembro se abrió paso entre mis caladas paredes hundiéndose de un solo golpe. Era tanta la humedad de mi coño que su verga, aunque era apetitosa y gruesa, se deslizó en un santiamén en mi rendija atiborrándome por completo.

-Muévete Nereo, anda cógeme… la tienes muy larga…y me gusta…así… asíiii…

-¿Le gusta más que la de su marido, Maestra? –me preguntó jadeante, sin dejar de bombearme con vigor.

-Si, la tuya es mucho mejor –grité con lujuria-. Es muy gruesa y me gusta…así…así…dámela toda...la quiero toda…

Estimulado por mis patentes ambiciones, el conserje se estiró para hundírmelo hasta el fondo y comenzó a moverse con velocidad y firmeza, perdido en el interior de mis entrañas. Casi inmediatamente sentí que una explosión me producía convulsiones y se encadenaba al instante con otra todavía más fuerte. Nereo seguía penetrándome salvajemente mientras yo continuaba derramándome sobre su verga hasta que al fin, no pudiendo contener más su venida, eyaculó profusamente en mi interior.

Nuestros cuerpos se aflojaron y pronto sentí que su miembro comenzaba a perder firmeza. Dándome cuenta del riesgo que corríamos encerrados en aquél lugar, lo empujé con suavidad para pedirle que se arreglase mientras yo me acomodaba la ropa.

-Tengo que irme…Katrina me echará de menos, y los niños…

-Pero Maestra, yo quiero más –dijo con ojos lascivos.

-Será otra vez, Nereo…ahora tengo que irme.

-¿Y el papel que le hace falta?

-Olvídate de él –dije, restándole importancia-. Ya veré como me las arreglo.

Salí de la escuela con un raro olor a transpiración y a sexo. El sudor y el aliento de Nereo aún iban conmigo, revueltos con mis olores de hembra satisfecha.

A partir de ese día mi vida cambió para siempre, y ahora no me importaba ni mi esposo ni nadie. Se puede decir que mi vida sexual cambió de propietario para que fuese Nereo quien explotara mis encantos cada vez que se podía.

La segunda vez que tuvimos un encuentro fue una mañana de domingo en que aprovechamos que la escuela estaba sola. Dejé los niños al cuidado de Katrina y le inventé el cuento de que iría a visitar un rato a una de mis amigas.

Cuando llegué al salón, el conserje ya me esperaba. El hombre me miró de arriba abajo despertándome las mismas sensaciones que me hacían temblar de emoción.

-Maestra Ale, por qué me hace sufrir –me dijo en voz baja.

-¿Yo?

-¿No se le hace que ha pasado mucho tiempo desde aquella vez?

-No es por eso…tengo miedo de que lo sepan, de que Katrina sospeche.

-Pues yo he venido a la escuela por las noches, me siento en su sillón, contemplo la mesa y me vienen los recuerdos. ¿No se imagina usted lo que hago después?

Su revelación me cautivó llenándome de ansias.

-Pero es de día, Nereo, y tengo temor de que alguien venga.

-Usted sabe que nadie viene los domingos.

Me asomé por la ventana para asegurarme que nadie andaba cerca. Después cerré la puerta por dentro.

Nereo se me acercó para abrazarme. Sentir su transpirado cuerpo pegado con el mío me despertó las mismas ansias que había experimentado la última vez. El conserje se apresuró a desabrochar los botones de mi blusa para liberarme las tetas, que se estremecieron al sentir el áspero contacto de sus dedos.

Mis gemidos no se hicieron esperar y llevé mis manos a su entrepierna para apretar el bulto que ya empezaba a levantarse formando un duro monte bajo la tela de su pantalón.

-Ay, Maestra … ¿por qué me hizo sufrir tanto?

-¿De verdad sufriste? –jadeé.

-Mucho, no tiene usted idea.

Nereo se inclinó para meterse un pecho en la boca. Su lengua se deslizó sobre el pezón erguido y sus dientes me mordisquearon la areola y después toda la punta. Luego se apoderó del otro pecho y comenzó a chuparlo con fuerza, provocándome dulces gemidos de placer.

-Ay, maestra Ale… qué lindas chiches tiene.

-¿Te gustan? –suspiré-.

-Mucho…

-Entonces mámalas…

El caliente conserje se solazó en succionarme los pechos con enjundia mientras sus manos me exploraban las nalgas por encima de la tela de la falda. Yo había logrado entretanto meterle la mano por arriba de la cintura para sentir la dureza de su miembro. Al topar con el perfil de aquel bulto extraordinario que me había hecho soñar por tantas noches en la soledad de mi cuarto, lo apreté con todas mis fuerzas.

El hombre lanzó un gemido mientras se soltaba el broche del pantalón. Su miembro surgió como un resorte por debajo del calzón, y entonces lo cogí con desesperación, oprimiéndolo con las yemas. Le deslicé la trusa hasta los muslos y su empalmada lanza se tensó en toda su largueza mientras le corría el prepucio hacia atrás para pelarlo completo.

Quise admirar el suculento nervio grueso y rojizo que se doblaba hacia arriba como queriendo mirarme a la cara, pero Nereo, ansioso por desnudarme, comenzó a quitarme la ropa entre suspiros ahogados. Me abandoné por completo a sus caricias y eché mi cuerpo hacia atrás para dejarle actuar a sus anchas. Esta vez el conserje no estaba dispuesto a permitir que me mantuviese vestida, sino que me despojó de la ropa hasta dejarme desnuda.

Le arranqué la camisa y también el pantalón, y él mismo se dio prisa en sacarse el calzón. Ver su cuerpo sudoroso y desnudo me llenó de lascivia. Nereo era un hombre fuerte y musculoso, y sus brazos eran dos moles de carne gruesa bajo los cuales se asomaba la pelambre negra y rebelde de sus axilas. Metí la mano en sus sobacos y lo atraje hacia mí. Quería sentir su desnudo pecho restregándose con el mío, y mis bolas fueron aplastadas por su torso mientras su pene me rozaba las piernas.

-Maestra…maestra… -musitaba en voz baja.

-Yo también te deseaba… –murmuré con voz entrecortada.

Sus manos me acariciaron el pubis deslizándose lentas a lo largo de mi gruta. Sus dedos se hundieron en mi raja para palpar mis humedades, que luego llevó a su nariz para oler mis secreciones. Quiso tenderme en la mesa para montarme en seguida, pero yo no estaba dispuesta a desaprovechar la ocasión para cumplir el sueño que tanto me obsesionaba. Doblé las rodillas y me agaché para aferrar su falo inmenso que tanta pasión me despertaba. Tomándolo por el tallo me deleité en la observación de su cabeza, de su tronco, de su escroto; de todos sus deliciosos portentos que me hacían pensar en tantas maravillas.

Ciertamente el conserje era dueño de la herramienta más bella que jamás hubiera visto. Su miembro era un garrote grueso y vigoroso, de largura espectacular. Recordé en esos instantes los penes que había manipulado en mi soltería, pero ninguno era tan largo y brioso como el suyo. Rememoré el miembro de aquel hombre mayor del que me había enamorado siendo apenas una joven de dieciséis, casi de la edad de Katrina, y al cual había entregado voluntariamente mis primicias en la zona más apartada del zoológico de la ciudad donde estudiaba, encubiertos dentro de su coche. En ese entonces pensaba que ningún hombre tendría el pene tan grande como él, pero hoy reconocía que me había equivocado.

La verga del conserje era mucho más grande y apetitosa que la de mi marido, quien ni siquiera daba la talla ante la pomposa herramienta que ahora sobaba con las manos. En esos instantes fui consciente de la pasión que me despertaba el miembro de Nereo, y comprendí lo difícil que me sería olvidarme de un pene tan hermoso. Presa de una lascivia incontenible me lo metí en la boca y comencé a succionarlo con fuerza, mientras jalaba aire para no ahogarme de lujuria.

Tener el largo nervio invadiendo mi cavidad me hizo sentir como una puta, pero bien sabía que ya era eso y no otra cosa; una puta ansiosa de sexo que sólo podía encontrar sosiego en ese pene que me colmaba la boca punzándome la garganta. Nereo gemía como gime un niño, suspirando ferozmente con el cuerpo doblado. Echaba sus muslos hacia delante para empujarme la verga hasta adentro, saturando mi hueco y restregándolo en mis labios.

Aunque me sentía deseosa de probar el sabor de su semen, no me atreví a hacerlo. No estaba dispuesta a que una eyaculación prematura me impidiera sentirlo adentro. Voví a chuparle la verga con la salvaje pasión con que me entregaba a él y que ni siquiera con mi marido experimentaba nunca. Al fin me había dado cuenta de que lo que sentía en las relaciones íntimas con mi consorte no era ni la sombra de lo que experimentaba con Nereo, y eso me llenaba de calentura.

Al sentir que su miembro boqueaba, me aparté de él y me levanté rápidamente. Comencé a lamerle el cuello, los hombros y las axilas con desesperación. En aquellos momentos ni yo misma me reconocía; actuaba como una loca, como una casquivana hambrienta de sexo. Cuando intuí que Nereo había logrado contener su derrame, volví a coger su verga entre mis dedos para palparla a todo lo largo deslizando mis yemas por toda la superficie.

Su dureza era inigualable; jamás había sentido que un pene se tensara de tal modo hasta parecer un grueso cable acerado. Mi gruta se estremeció al pensar en todo eso y las riadas de humedad me inundaron el coño. El conserje ya no pudo continuar soportando la presión de mis manos y me tomó de los brazos para llevarme a la mesa.

Miré su regia verga que se levantaba como péndulo y de cuya nariz ya brotaban gotitas apelmazadas. Nereo me recostó sobre el escritorio y auscultó todo mi cuerpo. Sus ojos parecían querer salirse de sus cuencas ante la visión desnuda que se mostraba dispuesta a recibirlo con pasión. Alzó mis brazos y me hundió la cara en las axilas, chupando con deleite mis transpiraciones. Después se apresuró a colocarse entre mis piernas, las que abrió lo más que pudo para enfilar su duro pito en la entrada de mi raja.

Tan sólo sentir el glande entre mis pliegues me hizo gritar de lujuria y yo misma me acerqué a él, levantando las nalgas y empujando mi cuerpo hacia delante. El hombre me arremetió con la fuerza de un huracán, penetrándome de un golpe. Sentirme atravesada por el largo pendón de nervios fue para mí como una explosión de placer. Lancé un grito de lascivia incitándolo a que me atravesara con su poderosa verga, la cual se hundía una y otra vez en mi rendija golpeándome las nalgas con sus huevos.

Cogiéndome por la cintura, levantaba de cuando en cuando las manos para apretarme las tetas al tiempo que me bombeaba con un ritmo pavoroso. Experimentar tantas delicias fue para mi insoportable, y entonces estallé en un orgasmo tan intenso que mis estertores sirvieron para que su miembro se me hundiese hasta el tope.

Por lo visto el conserje había estado esperando este momento, ya que de pronto sentí que me inundaba con sus torrentes en medio de gritos de lujuria. Apreté lo más que pude la vulva para oprimirle la verga tratando de drenar totalmente su savia maravillosa. Tardamos varios minutos en aquel trance caliente mientras él me sobaba los pechos, y no nos despegamos hasta que su pene comenzó a perder dureza.

Sabiendo que habíamos demorado más tiempo de lo debido, le dije con voz dulce:

-Tengo que irme, o la niñera sospechará.

-Ay Maestra, no sabe usted lo rico que sentí cuando me vine.

-Yo también, Nereo, pero tengo que llegar a casa.

-¿Cuándo nos veremos? –me preguntó ansioso.

Cavilé un momento en su propuesta y después de calcular las posibilidades, le dije:

-De día no, Nereo. Será mejor que nos veamos mañana por la noche. ¿Puedes?

-Claro, Maestra… a la hora que usted me diga aquí estaré.

-¿No sospechará tu mujer?

-No lo creo. Ella sabe que a diario salgo a jugar dominó.

-Entonces podríamos vernos a las once, cuando Katrina y los niños se duerman.

-Me parece muy bien.

Lo atraje hacia mí y lo besé en la boca. Sentí su lengua enrollarse con la mía y mi cuerpo volvió a sentir las urgencias de costumbre. Haciendo un esfuerzo me separé de él y comencé a vestirme.

-Quiero que te quedes aquí un rato más para que no nos vean salir juntos. –comenté.

-Usted no se preocupe que yo me iré más tarde.

-Y si alguien te preguntara algo procura ser discreto.

Él asintió sonriente.

Cuando salí de la escuela me sentía feliz y plena. Como toda hembra madura, me daba cuenta cabal de que aquel hombre con apariencia insignificante escondía un tesoro entre sus corcovadas piernas que muchas otras mujeres estarían dispuestas a saborear.

Y sin haberlo esperado, reconocí que ese tesoro era mío y que ahora podría disfrutar de mi madurez en ausencia de mi marido hasta saciarme.

FIN.