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Lesbos está de fiesta

en Lésbicos

Lesbos está de fiesta

Por Promethea

Fue en las rampas donde conocí a Violeta. Recuerdo como hoy aquella tarde gris en que su cuerpo se movía velozmente contra el viento mientras su abundante cabellera era azotada en oscuras ondas mientras se deslizaba grácilmente sobre la patineta. Confieso que desde que la vi me llamó la atención. No sé si fue su rostro, su contagiosa sonrisa libertina o su aire núbil y misterioso.

Yo había ido allí por insistencia de Ana, mi hija, quien desde hacía varias semanas deseaba mostrarme sus avances en el patinaje. Ellas eran de la misma edad, y yo, como madre soltera, nada tenía que hacer por esos lares. Pero Ana me había llevado casi a rastras a las rampas, y al final, consentí en acompañarla. Ana ya me había hablado de ella; se habían hecho amigas en el liceo, donde cursaban en mismo grado.

Estuve presenciando las prácticas hasta que Ana vino hacia mí, sudorosa y pálida, acompañada de Violeta para presentármela. Violeta me dijo que tenía deseos de conocerme luego de que Ana le hablara tanto de mí. Yo sólo tuve aliento para sonreírle mientras la observaba con atención. No sé decir por qué Violeta se distinguía de las demás con extraordinaria facilidad. Quizás eran las líneas de su rostro, o tal vez su espigada figura de piel morena que me hacía recordar a las cantantes de color de los años setenta. Su cara reflejaba agitación y un leve colorete le moteaba las mejillas. Respiraba con dificultad y pude ver que sus pechos se movían mientras avanzaba hacia mí.

Después de intercambiar unas palabras las invité a tomar una soda en el Púb. de la esquina. Fue entonces donde supe que sus padres eran cubanos exiliados que habían decidido venirse a México en busca de mejores oportunidades. Después de aquella tarde en las rampas no volví a verla hasta que vino a la casa con Ana. Las chicas se habían puesto de acuerdo para pasar en fin de semana juntas y aprovechar la circunstancia para resolver un planteamiento escolar que presentarían el siguiente lunes.

El sábado por la tarde, cuando regresé del trabajo, las encontré entretenidas en medio de un altero de libros y cuadernos. Me di prisa en prepararles algo de comer y nos sentamos juntas a la mesa. Desde el principio noté que entre Violeta y yo se estableció un vínculo extraño. Tenía una facilidad de palabra asombrosamente excitante y sus gestos revelaban un carisma único, difícil de encontrar en una chica de su edad. Yo no podía comprender lo que pasaba; parecía como si nos hubiésemos tratado desde mucho antes, y la cálida familiaridad con que se desenvolvía le hacía verse más simpática.

-Usted y mi tía son como dos gotas de agua –dijo sonriente, mostrando su impecable dentadura.

-¿De verdad? –dije con sorpresa.

-De verdad. Yo siempre le decía que no se parecía nada a mi madre porque su piel es blanca. Ella me contestaba que era cosa de los genes.

-Es posible –respondí-. Se dan casos en que en una familia hay hermanos que no tienen nada en común.

Tuve que decirles que sentía mucho tener que dejarlas. Yo había quedado de salir aquella noche con Rafael, y así se los hice saber. Advertí en el rostro de Violeta un cierto hizo mohín extraño, pero no dijo nada. Fue mi hija quien me comentó:

-Supongo que vendrás tarde, como todos los sábados.

-Trataré de volver más temprano –aseguré-. No me agrada mucho la idea de dejarlas solas.

-Ay mamá, no te preocupes. Tú diviértete, que nosotras nos las arreglaremos.

Antes de levantarme de la mesa observé la cara de Violeta. La chica me miraba fijamente. Sus ojos vivaces y penetrantes se clavaron en los míos como flechas ardientes y me sentí invadida por un raro sentimiento de inquietud.

A las ocho en punto escuché al ruido de la bocina. Dejé mi habitación apresuradamente y atravesé la sala casi corriendo.

-Chao, chicas. No olviden asegurar la puerta.

-Que te diviertas –me gritó mi hija.

 

-o–

Las luces amarillas del portal del motel me sacaron de mi ensimismamiento. Por razones extrañas no había podido olvidar la última mirada de Violeta y me sentía inquieta. Aún sentada al lado de Rafael, no podía dejar de pensar en la amiga de mi hija, y eso, en cierta forma, me incomodaba.

-¿Qué te sucede, Mayra? –preguntó mi amante.

-No, nada. Es sólo que dejé a Ana y a su amiga solas en casa y eso me preocupa.

-Olvídalo. Ya están grandecitas para cuidarse solas.

-No me hagas caso.

Rafael acomodó el auto en el cajón del estacionamiento y nos metimos al cuarto. Cerró la puerta y me abrazó con pasión.

-No sabes cuanto te deseo –exclamó excitado-. A veces me pesa no poder verte entre semana.

-Sabes que es complicado. –dije en un susurro acercando mis labios a su boca.

Mi amante me estrechó con fuerza y, tomándome de las axilas, me levantó en el aire para llevarme hasta la cama. Ahí comenzó a desnudarme rápidamente mientras de tanto en tanto me pasaba la lengua por el cuello y las orejas. Una vez que me dejó sin ropa, se apresuró a desvestirse y se me echó encima.

-Mayra, Mayra, cómo me gusta tu culo. –soltó entre resoplidos.

Aunque había tenido varios amantes desde que me separara del padre de Ana, había sido con Rafael con quien más tiempo había durado. No sabía si era amor lo que sentía por él, pero siendo una mujer en plenitud, de apenas treinta y cuatro, estaba consciente de que necesitaba de un hombre para poder vivir. Sabía de mi temperamento fogoso y estaba cierta que las masturbaciones no me satisfacían lo suficiente. Siempre me percaté de que ningún dildo o juguete sexual puede igualar la eficacia de sentirse penetrada por un buen pene erecto, vivo y palpitante, movido por una voluntad ajena.

Rafael me acarició largamente recorriendo mi cuerpo con sus manos. Luego me penetró; me penetró del mismo modo como lo hacía siempre, montado sobre mi entre mis piernas abiertas. Siempre ignoré por qué mi amante prefería esa posición por sobre cualquier otra. Muchas veces le insinué que probáramos de otra forma, pero él no modificó sus preferencias.

Y ahora, acoplado estrechamente a mi gruta, podía sentir el peso de su sudoroso cuerpo sobre mis carnes horadando mis entrañas velozmente, con mucha fuerza, mientras bufaba como un perro rabioso. Yo hubiese deseado que aquella noche él me hiciera suya de otra forma; tal vez hasta le me hubiese atrevido a pedirle que me la metiera por detrás, en posición de perrito, como alguno de mis amantes lo había hecho en alguna ocasión casi olvidada. Pero no. Rafael, por lo visto, no estaba para esos juegos. A él sólo le agradaba acariciarme, acariciarme largamente para después montarme como un desesperado. Y luego, pocos minutos después, eyacular dentro de mí.

Era cierto que aquella rutina me estaba cansando, pero nunca le decía nada. Después de todo, había veces que hasta lograba tener un orgasmo, aunque no niego que cuando acababa antes de tiempo tenía que masturbarme al llegar a casa, en la soledad de mi dormitorio. Y esta noche, mientras mi amante me penetra con furia pareciera que me siento en otro lado, con la mente lejana, con los pensamientos puestos en otra parte. Aunque Rafael ni por enterado se da. Está demasiado ocupado en poseerme, en lograr su propio orgasmo.

Llegó el momento en que agitado y sudoroso, arremetió contra mi pubis con más fuerza para después lanzar un grito de gozo. Yo me abrí de piernas lo más que pude para recibir su descarga caliente al tiempo que sentía su aliento junto a mi cara. Luego, lo de siempre. Su cuerpo se distensó y se dejó caer a mi lado. A poco se incorporó para buscar un cigarrillo entre sus ropas.

Observé su rostro satisfecho entre las bocanadas de humo. Como tantas veces no había yo logrado el orgasmo, pero bien sabía que mi amante no procuraría penetrarme otra vez. Por un buen rato me estuvo hablando de su trabajo, de sus ambiciones, de lo mal que lo trataba su mujer, de sus deseos por divorciarse. Yo sólo lo escuchaba sin interrumpirlo. Con el tiempo había aprendido a ser su confidente, su escucha íntima, su compañera fiel, aunque a él no le preocupase en lo más mínimo cómo me sentía después de nuestro encuentro.

Sólo que ahora no estaba tan atenta. Había algo más dentro de mí que me obligaba sin querer a que mi mente saliera de aquel cuarto de motel para perderse entre las sombras. Una sombra de piel oscura y sonrisa cautivante de la misma edad de mi hija.

Tres horas después abandonamos el sitio. Sabía lo que vendría después, y como si mis pensamientos se cruzaran con los de él, me dijo:

-Cenaremos en la misma fonda, ¿quieres?

-No sé –respondí-. Estoy un poco inquieta por las chicas.

-¿Sigues con eso?

-Bueno, creo que esta vez me volveré antes a casa.

-Está bien –dijo-. Pero el próximo sábado no te me escapas.

Yo le sonreí. Bien que conocía sus arraigadas costumbres, sus tendencias perfeccionistas, su clara inclinación a no variar nunca las cosas.

 

-o–

 

Cuando el automóvil se detuvo frente a mi casa, me di cuenta que todo estaba oscuro.

-Todo estuvo fenomenal, menos la cena –soltó-.

-Iremos la próxima vez. –dije en un tono de desencanto que ni siquiera notó.

Me despidió con un beso y descendí. Caminé rápidamente hasta la puerta e inserté la llave en la cerradura. Al ingresar a la sala no quise encender la luz. Me disponía a atravesar a tientas la sala cuando escuché el siseo.

-Shhh…Doña Mayra –dijo una voz.

Por un instante me estremecí y volví la cabeza para mirar a mi alrededor, pero todo estaba oscuro.

-Soy yo, doña Mayra…estoy acá.

-¿Dónde?

-Acá…en el sofá.

-Deja que encienda la luz porque no puedo verte.

-No…por favor.

-¿Todo está bien?

-Si… es sólo que no podía dormir.

-¿Y por eso estás a oscuras?

-A mí me agrada la oscuridad… en eso soy bastante extraña. –soltó Violeta en una sonrisita chillona.

-Ah, vaya, entiendo. ¿Te sucede algo?

.No, nada. Sólo que me he sentido un poco inquieta.

-Extrañas tu cama, ¿no es cierto

-No sé si es eso.

-¿Quieres que te acompañe un momento?

-Si…por favor.

Avancé hasta el sillón a paso lento y me senté junto a ella. Sólo podía distinguir su espigada silueta doblada sobre el asiento.

-Discúlpeme si la asusté –susurró-.

-Ay pues sí que me extrañó encontrarte aquí en lo oscuro.

-A mí no me da miedo la oscuridad. Desde niña me gusta el aislamiento, sobre todo por las noches. Al principio mamá me incordiaba, pero después lo aceptó.

-Entiendo; aunque es ya bastante tarde.

-¿No le molesta que me quede aquí?

-No…claro que no. Pero no quiero que te quedes sola aquí, niña.

-No se preocupe. Ya le dije que es algo que me agrada hacer.

-Como quieras. Lamento dejarte pero necesito descansar. Estoy desecha.

-¿Se irá a dormir?

-Por supuesto. Si necesitas algo, sólo toca a mi puerta o avísale a Ana. ¿De acuerdo?

-De acuerdo.

Antes de que me levantara del asiento sentí su mano posarse sobre la mía.

-Gracias por ser tan comprensiva –musitó-. Hasta en eso se parece usted a mi tía.

Yo asentí.

-Procura descansar. –dije con un ademán.

Pensativa, atravesé la estancia lentamente en dirección a mi dormitorio. Cavilaba en lo que me había dicho Violeta y en su extraña costumbre de abandonarse a la oscuridad. Por alguna razón su presencia me inquietaba, aunque no podía precisar por qué. Había naturalmente otra razón por la cual necesitaba aislarme en mi recámara. Era una fuerte necesidad por tocarme, por masturbarme, por lograr el orgasmo que no había podido tener con Rafael.

Me desnudé en medio de una fuerte excitación que me llamaba a gozo. Aún así, no podía dejar de pensar en la amiga de mi hija y en su propensión al aislamiento. Podría decir que Violeta, de algún modo, se parecía a mí. Siendo una niña solía también aislarme en mi pequeño dormitorio para entregarme a los furtivos juegos de los toqueteos a ultranza, lejos de cualquier mirada poco grata.

Recordaba asimismo que en las oscuras noches de tormenta me llenaba de pavor y entonces solía buscar el consuelo en los brazos de mi madre. Las primeras veces me quedaba dormida acurrucada en su seno, como una niña desamparada que encuentra el cobijo en los seguros brazos fraternos. Pero después ya no era eso. Después había otras motivaciones, aunque nunca pude precisar qué era. Lo único que sé es que era agradable, y que después de eso yo misma buscaba experimentar, ceñida a su caliente cuerpo protector, aunque no hubiera tormentas.

De alguna manera me sentía identificada con Violeta y con sus extrañas tendencias, y en el fondo la comprendía. En el fondo, Violeta era tan asustadiza como yo. Y mientras yo procuraba el amparo en los brazos de mamá, ella prefiere refugiarse en la anonimia de la oscuridad. Aún puedo recordar, como en nube vaporosa, las cosas que sucedían. Todo era cuestión de entrar en la recámara sin decir palabra y arrellanarme junto al tibio cuerpo de mi madre, tiritando de excitación.

A veces la encontraba sin ropa, abrazada con papá, pero apenas me sentía se revolvía lentamente en el lecho para estrecharme. Y allí, reposando entre sus brazos me quedaba dormida. Casi siempre dormía un rato y después me despertaba. Y entonces sucedía aquello. Era algo en verdad excitante, aunque nunca supe por qué ocurría. Me agradaba reposar mi cabeza entre sus brazos abiertos y después oler, aspirar esos aromas tan peculiares, el tufo profundo que salía de aquella parte de su cuerpo. En verdad que era excitante.

Hubo ocasiones, las recuerdo bien, en que mamá se levantaba de la cama para ir al baño. Pero se demoraba; se demoraba mucho tiempo allí y yo la esperaba con impaciencia, con los ojos cerrados pero bien despierta. Y cuando volvía, después de un buen rato, ya no podía quedar en la misma posición. Ella se acomodaba junto a mí en el borde de la cama y yo permanecía en medio, entre el cuerpo de ella y el de papá.

Y entonces ocurrían otras cosas que todavía recuerdo. Casi siempre, luego de un rato, sentía que algo se acercaba a mí por detrás y percibía aquellas cosquillas entre mis piernas, algo que me rozaba las nalgas o que se frotaba contra mis piernas con suavidad, furtivamente, como si desease pasar desapercibido. Y yo nunca abría los ojos. Sólo me interesaba sentir, jugar a adivinar qué sería aquello que me acariciaba el cuerpo. Era una cosa dura y suave a la vez, un intruso insistente, algo que percibía muy caliente, casi ardiendo. Y después, casi al final, experimentaba la tibia y viscosa humedad que me abrasaba las piernas, las nalgas, y a veces la piel de la espalda. Por eso creo entender las motivaciones de Violeta.

Ahora que estoy en mi cuarto desnuda frente al espejo, puedo recordarlo bien. Mi cuerpo tiembla y la excitación me comprime las venas. Casi siempre, antes de comenzar a tocarme, suelo recordar aquello, mis vivencias, las cosas candentes, la extraña viscosidad, todo eso. Los recuerdos hacen que la excitación me suba a la cabeza. Admito que definitivamente es una excitación muy diferente, mucho más potente y quemante, más abrasiva que lo que siento cuando tengo sexo con Rafael. ¡Cómo quisiera regresar el tiempo!

Me tiendo en la cama y abro las piernas. Mis manos viajan hasta mis pechos y los capturan por las puntas, apretándolos con fuerza. Me gusta concentrarme en la punta de los pezones y darle muchas vueltas con las yemas de los dedos. Mi excitación crece como la espuma de un mar embravecido. Palpo las duras bolas de mis senos y juego largamente con ellas. Es como el juego de pelota; las golpeo, las bamboleo, y ahora son como globos temblorosos.

En tanto recorro con los dedos la planicie de mi vientre me asaltan los recuerdos. Y entonces me es fácil reconocer que la vida es como un espejo, que por alguna razón, las cosas se repiten. Ignoro en realidad si un suceso es consecuencia de algún otro, pero ocurre. Es como si los hechos rebotaran contra algo para recrearse en algún punto del tiempo.

Las cosas, creo yo, se dieron circunstancialmente, no pudo ser de otra manera. Cuando aún estaba casada y Ana era una muchachilla, le tenía fobia a las tormentas. Entonces dejaba su dormitorio para pasarse a nuestra cama, y se acurrucaba en medio de nuestros cuerpos. A veces me abrazaba y nos quedábamos dormidas, y así nos amanecía. Pero hubo noches en que los recuerdos me traicionaban, y entonces no podía dormirme. La sentía allí, pegada junto a mi cuerpo, con su camisoncito blanco. Y yo la abrazaba y la estrujaba contra mí. A veces me subía la pierna sobre la mía y podía sentir el latido de su corazón.

Cuando su cabeza quedaba sobre mis axilas podía sentir su respiración, que a menudo se agitaba poco a poco hasta convertirse en aliento contenido. Y yo, si dejar de recordar, la estrechaba con fuerza hasta que ahogábamos los quejidos. Después nos quedábamos dormidas.

Pero los sucesos suelen ser repetitivos. Yo misma lo descubrí. Tal vez no era tan frecuente, pero sucedía. Y confieso que a mí me gustaba verlo, porque podía recrear claramente mis vivencias antiguas. Podría decir que existía una especie de señal, un acuerdo no expresado. Todo era cosa de levantarme para ir al baño. Entonces Anita se quedaba en la cama, quizás dormida, quizás no, quizás haciendo lo mismo que yo hiciera antes. Lo demás venía por sí sólo.

Trataba de demorarme por lo menos diez minutos dentro del baño con la puerta cerrada, totalmente a oscuras. Y aprovechaba ese tiempo para tocarme, para palpar mis pechos, para meter mis dedos en mi rajita. A veces tenía un orgasmo silencioso, pero sólo cuando me ganaban las ansias. Para mí lo más excitante era tenerlo en la cama, junto al cuerpo de Anita, tensando las piernas al máximo.

Pero después, cuando descubrí aquello, comencé a excitarme aún más y hasta llegué a preferirlo sobre todo lo demás. Volvía del baño completamente empapada y me acomodaba en la orilla. Entonces el cuerpo de Anita quedaba entre nuestros cuerpos, hasta que ella misma se alejaba poco a poco de mí, en movimientos clandestinos y lentos, para acercarse al otro cuerpo. Todo era cosa de esperar. Con los párpados semi cerrados yo observaba la escena, aterida.

Es posible que para alguien que no supiera lo que yo sabía, todo pasara inadvertido. Pero no para mí. Y los frotamientos comenzaban. Por lo regular eran siempre contra el dorso del cuerpo de ella, que se mantenía con los ojos cerrados. En ocasiones hasta podía escuchar los gemidos. Eran tan tenues que sólo un oído como el mío podía percibirlos.

Ahora sigo aquí, tendida sobre mi cama con los dedos hundidos en mi concha húmeda. El olor agudo del pene de Rafael se revuelve con mis aromas y me invade la nariz. Es entonces cuando puedo escuchar el ruido en la parte de afuera. Me detengo. Es como si alguien hubiese tropezado contra algo. Me incorporo para dirigirme a la puerta y la entreabro con cuidado. La figura de Violeta está allí, con su pijama de dormir y su oscura piel sobresaliendo. El reflejo de luz que sale de mi cuarto la ilumina claramente, y puedo ver su cara avergonzada.

Ella no dice nada, sólo me mira. En un instante he comprendido que la chica es igual a mí, que padece mis mismos traumas.

-No puedes dormir ¿no es cierto? –le digo en un susurro.

Ella solo asiente con la cabeza. La observo con atención y veo en el fondo de sus ojos la extraña chispa que conozco tan bien.

-¿Extrañas a mamá?

Ella vuelve a asentir.

-¿Quieres quedarte conmigo?

-Si.

-Anda ve a cerciorarte si Ana no se despertó y vuelve.

Parada en la puerta, la miro caminar de prisa hacia el dormitorio de mi hija. Pronto la vuelvo a ver venir apresurada.

-Ella duerme. –me dice.

-Anda, ven con mamita.

 

-o-

 

Siempre he sostenido que los hechos se repiten. Cierro la puerta con seguro y me tiendo sobre la cama.

-Vamos linda, ven a dormir.

Violeta, con un aplomo admirable, apaga la luz y se acomoda junto a mí. Puedo sentir su respiración agitada aunque permanece en suspenso, totalmente quietecita. La oscuridad se ha adueñado del dormitorio pero nuestros cuerpos tiritan. Ahora puedo imaginar su cuerpo como lo pergeñé en el motel mientras mi amante me cogía. Levanto los brazos para hacerle un espacio y ella se recuesta sobre mi axila. Siento su rizado cabello que se frota contra mi sobaco y la excitación me invade.

Ahora la chica aspira mis aromas en silencio, con los ojos cerrados. Muevo mis manos hacia ella y comienzo a despojarla del amplio pijama que se interpone entre nosotras. Esta vez su cuerpo no es ya un simple esbozo, sino una realidad. Y es tal como la imaginé. Es una chica preciosa. Su piel morena hace resaltar sus morbideces, llenándome de angustia, de una angustia insana.

Perturbada por la lascivia, le musito quedamente:

-¿Quieres beber la chiche de mamita?

-Ssi.

Poniéndome de costado le acerco el pezón erguido. Violeta abre la boca y se mete la punta entre los labios. La chupada es fenomenal. Por largo rato me mama la teta con dulzura, como una niña de crianza, en tanto mis manos recorren sus nalgas apretándolas con fuerza. La morena jovenzuela gime tan fuerte que le tengo que decir en un susurro que no haga tanto ruido. Es notorio el esfuerzo que hace para no gritar de deseo, pero yo le vuelvo a susurrar que se mantenga callada.

La chica mama como una principiante, pero a mí me gusta. Después de saciarse con una teta se me pega en la otra y comienza a succionar con avidez inusitada.

-¿Te gusta la chichita de mami?

Ella asiente entre jadeos.

Sumida en un éxtasis profundo, su boca es una grieta caliente que vomita un aliento de fuego, y toda mi piel se estremece al sentirla pegada a mi seno. Mis manos están ahora metidas en su entrepierna descubriendo con los dedos el abundante pelaje de su pubis, rizado y crespo, que me llena de lujuria.

Tan enardecida como yo, Violeta se despoja de sus inhibiciones para venir a ofrecerme su torso, donde resaltan dos glóbulos oscuros, mucho más suaves y enhiestos que los míos. La frondosidad que hay en ellos me asusta. Temo perderme de lujuria entre sus pechos y gritar; temo ser escuchada por mi hija, quien debe dormir apenas a unos metros del caliente lecho que nos cobija.

Aún así hundo mi cara entre sus tetas y comienzo a chupar las carnosas esferas negroides, las más lindas que nunca haya probado.

-Mami, ¿verdad que ya me sale lechita? –farfulla con la voz quebrada.

-Sí, te la sacaré toda y me la beberé.

-Si, toda –suelta-. Y luego me mamas allá.

Sin responderle nada comienzo a succionar la savia escondida dentro de aquel par de bolas duras que ahora brillan tenuemente en la espesa oscuridad.

Por largo rato me mantengo disfrutando de su manjar delicioso hasta que ella misma me urge:

-Mamita… ya chúpame allá porque casi me va a salir…

No sin lamentarlo antes, me deslizo sobre su vientre para perderme entre el hirsuto monte de su vulva. El olor que despide es fabuloso, como una mezcla de sudores y vapor de azafranes, de aceite de oliva revuelto con champú. Mi lengua adquiere una fiereza inigualable metida dentro de las carnosas hojas de sus pliegues, y su clítoris, más parecido a un pequeño pitito de niño, se manifiesta abiertamente ante mi tacto como esperando que lo muerda.

Es tal su estado de lujuria que sus nalgas se levantan furiosamente para golpearme la cara, los cachetes, la barbilla, y yo me atengo a sus acometidas representando la danza lésbica más estrujante que la misma Safo envidiaría.

La voluptuosa juventud de Violeta no se hace esperar y explota apasionadamente en mi boca y yo bebo sus lechosidades y sus transpiraciones íntimas. La chica está incontrolable y fuera de sí. Al escuchar sus bramidos me apresuro a taparle la boca con la mano.

Ganas no me faltan de seguir disfrutando de su cuerpo, pero sé que corremos peligro encerradas en mi cuarto. Sospecho que en cualquier momento Ana podría despertarse y no sé que pueda suceder. Como ya he dicho, los sucesos se repiten.

Mientras la hermosa y dulce Violeta, aún contra su voluntad, se pone el pijama, yo la observo con ojos devoradores. Ella sabe que no será la última vez, y yo también lo sé.

Nos despedimos con un beso tierno, una caricia cargada de promesas, y luego la veo cruzar el pasillo en dirección al dormitorio de mi hija.

Ahora ya no necesito masturbarme. El descubrimiento de Violeta y sus raras inclinaciones me ha venido como anillo al dedo. Sé que en el fondo son las mismas que las mías, y sonrío.

El tiempo pasa y ahora soy yo la que no puede conciliar el sueño. Me levanto para ir al baño.

Más allá, del otro lado del muro del cuarto de mi hija puedo escuchar suspiros y gemidos ahogados.

Y una vez más compruebo, sin sentir remordimientos, que la historia se repite.