miprimita.com

Bisexualidad de closet

en Bisexuales

Bisexualidad de closet

Por Promethea

Aunque tengo que confesar que había tenido pocas escaramuzas con gentes de mi mismo sexo, no sé por qué con E... las cosas me parecieron desde el principio diferentes.

Nos hicimos muy amigos a raíz de que trabajábamos en la misma compañía, y pronto nuestra amistad derivó hacia encuentros más frecuentes en los bares de la ciudad o en alguna que otra fiesta que daban los de la oficina.

E… era un hombre casado que andaría por los 38, y yo, apenas un joven de 25 que comenzaba a hacer sus pininos. No obstante congeniábamos tan bien que los compañeros comenzaron a hacer bromas de mal gusto por nuestra amistad, aunque nosotros nunca nos dimos por enterados.

Una de tantas noches de copas, al regresar de una fiesta, mi amigo y yo llevamos la conversación en torno al tema del homosexualismo y su singular cultura. Hablamos del rechazo de que eran objeto los hombres de esta tendencia y de lo irracional que podría resultar vivir en un entorno semejante. E… me aseguró entonces que a pesar del patente señalamiento social, los homosexuales se las arreglaban muy bien para formar sus propios grupos y así poder tener acceso a placeres que mucha gente ni siquiera imaginaba.

Su revelación me sorprendió tanto que me sentí tentado a preguntarle cómo era que sabía todo eso. E… me confesó entonces que él, en sus tiempos de estudiante, había tenido contacto con varios grupos parecidos llegando a pertenecer por un tiempo a una filiación de ese tipo. Cavilé en lo que me decía sin que en el fondo le creyera a pie juntillas. Sabía que E… era un hombre casado y que además tenía una esposa muy bella, una mujer culta y atractiva como para que alguien como él desaprovechara la oportunidad de ser feliz. No obstante, E… cerró la plática diciéndome:

—Hay cosas que tú todavía no conoces. Si hubieras vivido lo que yo viví, quizás no pensarías de ese modo.

No quise contestarle nada y preferimos dar por terminado el tema.

Los meses pasaron con normalidad sin que volviésemos a tocar el punto. Los dos seguíamos saliendo juntos y continuábamos asistiendo a las francachelas que organizaban en la oficina y hasta llegamos a tener ocasionalmente, cada cual por su lado, una que otra aventurilla con alguna compañera de trabajo.

Por ello me causó extrañeza enterarme de que cierto día la esposa de E… había intentado suicidarse. Como consecuencia de esta desgracia, E… faltó por unos días al trabajo y la noticia corrió como reguero de pólvora entre todos los que le conocíamos. Cuando por fin se reintegró al trabajo, en su cara se advertían unas ojeras del tamaño de su boca y había en su mirada ciertos rasgos de tristeza. Quise respetar su silencio no hablándole del asunto hasta no ver que se sintiese dispuesto a confiármelo por sí mismo.

Supe por otras bocas que la esposa de E… había dejado el hospital algunos días después del suceso, y el asunto se fue olvidando poco a poco. Debieron transcurrir un par de meses antes de que E… se animara de nuevo a salir conmigo a una reunión que patrocinó una de nuestras amigas. Y fue precisamente aquella noche, al retornar a la ciudad en su lujoso automóvil, cuando me dijo de repente:

—¿Recuerdas M… que hace tiempo te hablé de ciertos grupos a los cuales pertenecí?

—Lo recuerdo bien. –confirmé.

—¿Quieres saber los detalles o no estás interesado? Dímelo con sinceridad.

-Por supuesto que me gustaría. –respondí con interés.

E… me miró solemne antes de decir:

-Ahora que mi esposa se ha ido con sus padres me encuentro solo en casa. ¿Querrías acompañarme a tomar unos tragos?

-¿Por qué no? Nunca me has mostrado tu casa.

Ciertamente yo ignoraba que su esposa le hubiese abandonado, aunque supuse que tal vez lo había hecho como resultado de su fallido intento de suicidio o por querer quizá convalecer con su familia. Era bastante lógico además que con sus padres lograse recuperarse más pronto, aunque todo eso eran solo conjeturas mías. Cuando llegamos a su casa, E… metió el auto en la cochera e ingresamos por un zaguán lateral que conducía a la cocina. Fue entonces cuando supe de lo bien que vivía E… a pesar de su luengo sueldo, que era casi igual al mío.

Como si adivinara mis pensamientos me dijo:

-Todo esto es regalo de mi padre. La casa, el coche, todo lo que ves aquí, él me lo ha comprado. Mi familia tiene recursos y yo me he beneficiado en ciertas cosas.

-Qué bien. –respondí sonriendo-. No todos tenemos tu misma suerte.

-¡Qué va! –soltó-. Ya debes saber que el dinero no puede comprar algunas cosas.

-Lo sé.

E… me invitó a que me sentara en uno de los sillones de la sala mientras él preparaba las cubas. Pronto nos hallamos sentados en los lujosos asientos de piel que le daban a la casa un toque de distinción. De alguna manera me dolía ensuciar la fina moqueta que había bajo mis zapatos, y hasta confieso que me sentí un poco extraño en medio de tanto lujo.

-Ignoraba que provinieses de familia adinerada –le dije-. Ya se ve que no te falta nada, y me da gusto por ti.

E… sonrió con languidez antes de empinarse el vaso para beber un largo trago. Luego me dijo:

-A veces de nada sirve tenerlo todo.

-¿Por qué no?

-Porque la vida es así. Ya ves, yo trabajo para ejercer mi profesión, pero no por necesidad, pero tú lo haces para sobrevivir. Ahora te pregunto: ¿Habrá alguna diferencia?

-Por supuesto que la hay –dije convencido.

-Pues yo pienso que no.

E… cerró los ojos por un instante, y volviendo a beber de su cuba me miró con fijeza.

-Si la fortuna de mi padre fuese mía, la daría toda a cambio de ser feliz con mi mujer y mi pequeña hija.

Me quedé callado ante lo fuerte de su comentario. Bebimos varios sorbos sin decirnos nada hasta que yo, impulsado por un sentimiento solidario, le comenté:

-Dime amigo, ¿puedo ayudarte en algo?

E… se removió en su asiento y sus labios se curvaron dibujando una sonrisa que me hizo pensar en los guiñoles que había visto alguna vez en el teatro de la Universidad.

-De hecho, sí –soltó-, sí puedes.

Yo titubeé ante su respuesta tan firme, pero procuré mantenerme expectante.

-¿De qué manera podría ayudarte? –me animé a decir-. Si tú, que lo tienes todo, dices ser infeliz, no sé a qué carajos podría aspirar yo.

-Puedes ayudarme mucho si me escuchas. –susurró, mirándome fijamente.

-Bueno… pero claro que estoy dispuesto a oírte. –solté no tan convencido.

E… se levantó para preparar otros tragos y yo me quedé en suspenso, viendo hacia el infinito. Pronto volvió con los vasos en cuyo interior tintineaban los cubitos de hielo. Se sentó de nuevo frente a mí y se zampó más de la mitad de su copa en un sorbo.

-Déjame contarte -comenzó-. Mi padre heredó su fortuna de su propia familia, y siempre fue afecto a los ranchos ganaderos. Compró varios de ellos e hizo grandes negocios con la engorda de animales. Hace mucho, cuando era yo niño, él solía llevarme allá, sobre todo en vacaciones para quedarnos un tiempo en alguna de las haciendas. Esos días eran para mí como un escape, te lo juro. Allá tenía la oportunidad de olvidarme de la escuela, de los jodones maestros y de todo lo demás.

-Si, -dije-. Eso es lo rico de las vacaciones.

-Por años repetimos esa costumbre, y cuando volvíamos a casa, mi madre me abrazaba diciéndome que me había extrañado mucho. Pero lo cierto es que en el fondo yo no extrañaba a nadie, ni siquiera a mi única hermana, que era mayor que yo y con quien llevaba muy buena relación. Ignoro por qué siempre fui poco afecto a las faldas de mi madre. Papá tenía en los ranchos a gentes de su confianza que se encargaban de cuidarlo todo. La hacienda a la que fuimos aquel año estaba a cargo de un mayoral que prácticamente había crecido ahí, y que con el tiempo había heredado el puesto y hasta se había casado. Tenía asignada una casita detrás del casco principal, que era bastante mona para que la habitara con su familia. Este mayoral llamado R… llevaba muy buena amistad con mi padre y se trataban con respeto.

-Supongo que es lo normal –le interrumpí.

-Sí. Cada vez que íbamos a esa hacienda aprovechaba para jugar con los hijos de R…, que eran casi de mi misma edad. Pronto nos hicimos amigos y disfrutábamos mucho en la monta de caballos, en jugar a las carreras a lo largo de las praderas llenas de pastizales. Lo que quiero explicarte es que todo iba muy bien y que yo era en realidad feliz, hasta que sucedió lo que quiero contarte.

E… guardó silencio y yo lo miré de reojo tratando de adivinar las ideas que cruzaban por su mente. Volvimos a beber calladamente hasta que oí de nueva cuenta su voz.

-¿No me preguntarás qué es? –soltó de repente.

-No. –le respondí-. Prefiero que seas tú quien me lo diga, si es que te sientes con deseos de hacerlo.

-Lo haré. No puedo negar que todo eso era lindo. Pero fue en realidad en esa hacienda, la más grande de todas, donde tuve las primeras experiencias. La mujer de E… era de campo, una mujer muy linda y mucho más joven que él, y habían procreado dos hijos, uno más o menos de mi edad y otro que nos llevaba un par de años. Era lógico que cuando iba allá pasara largas horas jugando con ellos haciendo travesuras o inventando cualquier cosa que nos pareciera divertido.

-Qué felicidad –dije maravillado -. La infancia siempre suele ser algo embriagante.

-Y en verdad lo fue. Al principio combinábamos los juegos de diferentes maneras, tanto que me sentía muy feliz de haber encontrado en la hacienda a compañeros con quien poder distraerme. Pero poco a poco las cosas fueron derivando hacia prácticas mucho más emotivas, cuestiones que realmente nos agradaba hacer juntos, y eso lo descubrimos cuando encontramos el modo de apartarnos del casco para escondernos en el bosque cercano y pasar allí largos momentos de intimidad sin que nadie nos molestara. Por supuesto que era el chico llamado G…., el mayor de todos, quien comandaba las acciones y nos inducía a hacer aquellas cosas, pero ni su hermano ni yo nos negábamos a secundarlo. Fue entonces cuando pude tener contacto con los roces, con los encimamientos, todas esas cosas que parecían juegos infantiles pero que tenían una carga muy distinta, un fondo más erótico, si es que se puede decir así. En otras palabras eran cosas que nos llevaron poco a poco a intimar más de la cuenta.

-¿Podrías ser más explícito? –pregunté interesado.

-Claro. Lo que te quiero decir es que a partir de ahí el tono de inocencia desapareció para ser sustituido por cosas que percibíamos como prohibidas, tú sabes, toqueteos a ultranza, juegos corporales, manipulaciones de pene, de nalgas, de piernas desnudas, todas esas cosas que estoy seguro hacen todos los niños del mundo, aunque jamás lo confiesen.

-Tienes razón –asentí-.

-Fue en tales circunstancias que descubrí esas sensaciones, los goces de corte ingenuo que, aunque en parte eran inocentes, también configuraban una suerte de promesa, un gusto insano por practicarlo con chicos de mi mismo sexo, creo que me entiendes.

-Te entiendo perfectamente. –respondí.

-Puedo asegurarte que en todo aquel rejuego las cosas nunca fueron más allá de bajarme los pantalones, de dejar que me pusieran la puntita de la polla entre las posaderas, de que me acariciaran los pechos, de que me mordieran la espalda y cosas por el estilo. Pero yo nunca olvidé nada de eso, nunca hice a un lado esos recuerdos que por otro lado me hacían sentir una pasión que me incitaba a seguir, a esperar desesperado la temporada de vacaciones para retornar al rancho y repetirlo.

-Es bastante natural –dije-. Yo también tuve experiencias parecidas, y es muy cierto que nos llegan a calar, a convertirse en sensaciones muy agradables.

}

E… bebió otro largo sorbo sin dejar de mirarme, tal vez buscando en mis pupilas una confirmación de lo que acababa de exponerle. Poniendo el vaso en la mesita, tomó aire para proseguir:

-Todo lo que te he dicho son sólo los antecedentes. Lo que en realidad quiero contarte es lo que vino después.

-Adelante. –le animé.

-Las cosas sucedieron en uno de esos períodos de vacaciones, cuando estaba por cumplir los catorce. Recuerdo que apenas llegados al rancho se soltó un temporal tremendo. Todos los días llovía a cántaros, y eso no sólo nos impedía salir a jugar al bosque sino que también interrumpía las labores cotidianas. Pero lo que sí ocurría es que los caminos, que en aquel tiempo eran de tierra, se volvían intransitables. Una tarde, mi padre me llamó para decirme que necesitaba ir al pueblo para atender un asunto muy importante al que no podía llevarme. Temía que el jeep se quedase atascado en algún vado y no deseaba exponerme. Habiéndome dejado al cuidado de R…, lo despedí muy temprano en el porche viendo cómo su jeep se perdía en el horizonte.

-Supongo que seguía diluviando –dije, más porque bebiera de su copa que por otra cosa.

-En efecto, nunca había visto caer tanta agua en tan poco tiempo. Me pasé todo el día encerrado en la casona aburriéndome de lo lindo. Al filo del mediodía la mujer de R… llegó para invitarme a que comiera con ellos, pero no me sentí tan entusiasmado por la idea. Entonces ella optó por traerme de comer a la casa: asado de buey al carbón y un platón rebosante de ensalada de legumbres, lo recuerdo bien. Esa tarde comí solo, pero con mucho apetito. Después me metí en el cuarto para dormir un poco. Me deshice de la ropa y me tendí sobre el lecho. Debió pasar mucho tiempo hasta que un sordo carraspeo me despertó. Abrí los ojos y entonces pude ver a R… de pie junto a mi cama, observando mi cuerpo atentamente. Yo no le di tanta importancia y le pregunté si necesitaba algo. Él me respondió que no, que solamente había ido para ver si me encontraba bien. Luego de decirle que no se preocupara por mí, R…, por toda respuesta, se sentó en el borde de la cama y comenzó a preguntarme cosas extrañas.

-¿Qué cosas? –pregunté con interés.

-Primero quiso saber si ya me había dado cuenta de que estaba a punto de convertirme en hombrecito. Al no comprender muy bien el sentido de su pregunta, le contesté que no sabía lo que me quería decir. Él sólo se sonrió y me miró de arriba abajo con insistencia. Sentí su repaso recorrerme todo el cuerpo y un escalofrío me sacudió. No sabía lo que me estaba sucediendo. R… torció la boca antes de decirme que a él le gustaría comprobar, ahora que estábamos solos, si era cierto que ya era un hombrecito. Luego se fue.

-Qué conducta tan extraña. –dije en tono reflexivo.

-Eso mismo me pareció a mí. Pasé el resto de la tarde pensativo, con la cara pegada a la ventana, viendo cómo la tempestad se abatía sobre el horizonte gris. Antes de que oscureciera, su mujer vino a verme otra vez para invitarme a cenar. Esta vez decidí acompañar a la mujer de R… hasta su casa bajo la cerrada cortina de lluvia. Advertí que R… se hallaba sentado a la mesa como si nada hubiese ocurrido y sin siquiera mirarme. Por supuesto que yo también me hice el desentendido y ni siquiera volteé a verlo. Cenamos como en familia, y dos horas después, luego de distraerme un rato retozando con sus hijos, me retiré a la casa grande para esperar a papá. Recordaba que R… me había dicho que era probable que él no volviera aquella noche debido al pésimo estado del camino, instándome a que me quedara a dormir con ellos, pero yo me negué rotundamente. Luego de atravesar corriendo el espacio que separaba las casas, me refugié en mi habitación. No pude conciliar el sueño hasta muy tarde, cuando el cansancio me venció, y me quedé dormido con la lámpara encendida. Debió ser de madrugada cuando advertí de nuevo la presencia de R… junto a mi lecho. Abrí los ojos lentamente y le pregunté desconcertado.

-¿Qué quieres?, ¿ha vuelto papá…?

Antes de que dijera otra cosa, él se adelantó a explicarme que aún no había vuelto, y que por ello estaba ahí para ver si todo estaba bien. Le dije que no era necesario que viniera porque yo podía cuidarme solo. Entonces me comentó que si realmente me sentía tan hombrecito, que se lo demostrara. Extrañado por sus palabras le pregunté qué era lo que me quería decir. Por toda respuesta, el mayoral se abrió la bragueta y se sacó con lentitud su miembro. Lo esgrimió frente a mis ojos y me dijo en voz baja que si ya me sentía hombre que aprovechara el momento para demostrárselo. Al ver mi mueca de disgusto, pero moviéndose de prisa, me jaló del brazo para poner mi mano sobre su pene. Al sentir la dureza de su tallo alejé la mano con rapidez y lo miré interrogante. Pero el hombre seguía sonriendo con sorna.

-Vaya –soltó burlón-. Ya veo que todavía te falta mucho para que seas un verdadero hombre.

Yo no le respondí. Ahora sólo tenía ojos para ver su oscuro miembro, que había crecido mucho y aparecía muy alargado entre sus dedos. Observé que su cosa era una prominencia prieta, tan bruna como sus manos, de un aspecto tan firme que su visión me llenó de turbación. Como un relámpago me vino la idea de que quizás R…. nos hubiese visto alguna vez en el bosque haciendo aquellas cosas con sus hijos, y tal vez por eso me atreví a decirle titubeante:

-Si no te vas, se le diré todo a papá.

-No te enojes, niño, que no vine para eso. Tampoco yo le diría nada a tu padre de lo que sé porque no soy un chismoso. Sólo quería asegurarme si ya has aprendido ciertas cosas que un joven de tu edad debería saber.

Lo miré desconcertado, aunque ni el temor que sentía me impidiese bajar y subir la vista del pene a su cara y de su cara al pene.

-¿Cómo qué cosas? –pregunté dudoso.

-Bueno, ya deberías saber que cuando uno va creciendo tiene que aprender ciertos secretos que nunca nos dicen, si es que se quiere ser un verdadero hombre. Y eso nunca los aprenderás con ningún niño, y menos con tu padre, seguro que no.

-¿Secretos…?

-Sí, secretos, cosas que un chico de tu edad ignora. A ver, dime una cosa: ¿te sale ya lechita por el pito?

-¿Lechita? ¿Qué es eso?

-¿Lo ves? Es algo que sale de ahí cuando uno ya es hombre, pero tú ni siquiera estás al tanto.

Sus palabras me llenaron de inquietud. Ciertamente ignoraba lo que me decía, pero aquella curiosidad natural por averiguarlo me hizo responderle:

-Pues no… no sé qué es eso…

-¿No te lo dije? ¿Y ni así quieres que te enseñe?

Intrigado por su dicho volví a clavar los ojos en su miembro, que ya se había endurecido totalmente. Ahora que lo miraba con fijeza me daba cuenta de que no era un pene tan largo ni tan grueso, pero me llamaba la atención la forma de su glande. Tenía la piel del frente completamente corrida hacia atrás dejando al descubierto la desnuda cabeza roja que podía notar perfectamente.

-Yo no sé… -dije entre balbuceos-, el mío no es tan grande… y ni siquiera se me pela.

-Me imagino que es así –soltó, haciendo una mueca extraña-. Pero si quieres, yo puedo hacer que se te ponga como el mío.

Sus últimas frases me llenaron de inquietud. Por alguna razón mis ojos no se apartaban de la cosa que manoseaba lentamente entre sus dedos. Nunca antes había hablado con nadie sobre ello, y verdad es que no tenía idea de que la punta del miembro pudiera pelarse de aquel modo. Para entonces, aún conservaba yo el frenillo adherido a mi piel y apenas si se me asomaba por el frente el hoyito por donde orinaba. En actitud vacilante, me atreví a preguntarle:

-¿No duele hacer eso…?

-Claro que no, siempre que se sepa hacer bien, y yo sé mucho de eso. –soltó con cierto dejo de misterio-. ¿Qué dices?

Me lo quedé pensando unos instantes mientras volvía a observarle el pene erguido. Ignoro por qué me sentía tan atraído por la teñida cabeza brillosa que se levantaba en un doblez extraño, como si formase una comba que cada vez parecía elevarse más. Nunca antes había visto la verga de un hombre; las únicas que había mirado eran las de sus hijos, que eran casi como la mía, pero no había en absoluto entre ellas ninguna comparación. La visión de lo que tenía enfrente era una novedad para mí.

-¿Y si llegara papá…? –aventuré a decir con la cabeza llena de dudas, aunque temblando.

-Él no se expondrá a volver de noche con este temporal porque los caminos son inseguros. No vendrá hasta que deje de llover.

Volví a mirarlo a la cara con aire interrogante. Aunque maduro, R… era todavía un hombre joven, y su mujer, como ya dije, era aún más joven que él además de hermosa.

-¿Y si viene tu mujer…? -volví a inquirirle como si quisiera averiguar cada riesgo.

-¿Martina?.. ¡Qué risa me da! Cuando mi vieja se duerme no la despierta ni un trueno. Pero si eso te preocupa no hay nada que temer. Ella sabe que salgo por las noches a checar los animales o a vigilar los alrededores.

El mayoral seguía sosteniendo su cosa entre los dedos sin dejar de acariciarlo ni un momento. Una y otra vez tiraba del prepucio oscuro en movimientos lentos, desplegándolo hacia atrás para volverlo a su sitio sin detenerse. Aquél modo tan singular de frotarlo me desconcertaba, me hacía sentir cosas extrañas, una alteración tan fuerte que me costaba disimular. Recordar las ocasiones en que G…, su hijo mayor, se la sacaba para agarrotearla frente a mí para después pedirme que se la frotara, no me hacía sentir tan turbado como ahora. No niego que me desconcerté aún más cuando me insistió:

-Vamos E…, si no es ahora, nunca serás hombrecito.

-¿Por qué no…? –balbuceé.

-Porque será difícil que se dé otra oportunidad, piénsalo bien. Tú sólo vienes en vacaciones, y cuando estás aquí casi nunca te dejan solo.

El hombre tenía tanta razón que no niego que lo pensé, lo pensé en silencio sin dejar de observar sus manos, que no paraban de mover el pedazo coronado por la cabeza roja que aparecía y desaparecía entre sus dedos. Titubeante por lo que mis ojos contemplaban, me animé a decirle en un susurro:

-¿No me pasará nada…?

Él sonrió con desparpajo diciéndome:

-Nada. No hay motivo para que sientas miedo.

-¿Qué tengo que hacer? –volví a decir mientras sentía que la sangre se me agolpaba en la cara.

El me miró de soslayo y una intensa chispa brilló de repente en sus pupilas. En rápidas zancadas fue hasta las ventanas para correr las cortinas, y al volver me dijo:

-Tres cosas. Deja que yo te diga donde poner las manos y cómo tienes que moverlas; después te ayudaré a pelar tu pito. Pero lo último no te lo diré hasta que llegue el momento. Sólo entonces podrás decir que de verdad eres un hombrecito. ¿Qué dices?

Aunque dudaba, no sé por qué me sentí tentado a consentir, y así lo hice. R… tomó con rapidez mis manos para acercarlas a su miembro endurecido.

-Ábrelas bien y haz lo que te diga.

Le obedecí en un impulso grosero, sintiendo que un nudo se me atoraba en la garganta. R… puso mis palmas sobre su miembro y las apretó contra sus manos, empezando a moverlas con lentitud.

-¿Ves como tienes que hacerle?

Asentí con la cabeza.

-Bien, bien, así es como aprenden los hombrecitos. Ahora sigue moviéndolas, no dejes de menearlas hasta que yo te diga.

Apreté las manos alrededor de su cosa y comencé a batirla lentamente, tal como me había indicado. R… exhaló varios suspiros y echó la cabeza hacia atrás, tenso y agitado.

-¿Así está bien…? –le pregunté tembloroso, sintiendo que la emoción me taladraba el pecho.

-Si, así… lo haces muy bien. ¿Lo habías hecho antes?

-No… -mentí.

—Entonces aprendes muy rápido. Eres listo para estas cosas, y no te creo que no lo hayas hecho antes.

Haciendo caso omiso de su insinuación clavé los ojos en su pene que ahora se le había puesto más tirante. Era una cosa tiesa, fibrosa y ruda, y su cabeza aparecía cada vez más violácea.

—Así… así… sigue…, no dejes de menear las manos.

Por largo rato le acaricié su cosa sin detenerme para nada. Me di cuenta de que R… había abierto ya las piernas y que su cuerpo se había puesto más rígido. De repente sentí que algo me salpicaba las manos y me detuve sin saber qué hacer.

-No… no… -soltó en un grito-, no pares, sigue moviéndolas… muévelas más rápido.

Hice lo que me pedía mientras los líquidos seguían saliendo de la punta embarrándome las manos y los brazos. El mayoral sólo emitía gemidos al tiempo que su cara se ponía más roja. Con los ojos cerrados, había apretado mis manos contra las suyas para arreciar las sacudidas. R… no se detuvo hasta que de su miembro no dejaron de salir las últimas gotitas pardas, que pronto formaron un reguero sobre la loza del piso.

Entonces, sacándose la camisa, limpió los restos de semen hasta dejar su miembro reluciente. Volví a mirarle la polla notando que poco a poco se le iba achicado.

—Lo hiciste muy bien —dijo sonriente—, pronto serás un verdadero hombre.

—¿De verdad…? –solté con la voz quebrada.

—Claro. Y ahora déjame ayudarte a pelar tu cosita. Anda, sácala ya.

Yo había advertido que mientras le agarraba el miembro mi pene se había puesto muy duro, aunque realmente no era más que un pequeño estiletito del tamaño de mi dedo. Al verlo, R… soltó una exclamación.

-¡Mira nada más lo duro que está!

Al escucharlo no pude evitar sonrojarme y traté de esconderlo entre mis manos.

-Vamos, vamos, no hagas eso; déjame verlo bien.

No sin sentir vergüenza aparté las manos y descubrí mi cosita. Mi talluelo se alzaba endurecido y R… dirigió sus dedos hacia él para tomarlo. Lo agarró con delicadeza y comenzó a apretarlo, primero friccionando suavemente y después con más fuerza. Sus caricias me despertaron un morbo tan intenso como el que había sentido al tener su pedazo entre mis palmas.

-Vamos a ver como está tu cosita –dijo con gravedad-, tenemos que descubrir qué es lo que impide que se pele.

R… me manipuló una y otra vez jugándolo con sus dedos y estirando suavemente el prepucio, que estaba casi soldado a la punta. Lo hizo así por largo rato hasta que de repente dio un violento tirón que me hizo lanzar un gemido.

-Nada, nada… ya pasó todo. Vamos, míratelo ahora.

Bajé los ojos para ver lo que me había hecho y no pude menos que alegrarme al darme cuenta que mi pequeña cabecita aparecía ahora al descubierto. Estaba tan pálida y tan llena de restos blancos que me sorprendió verla así. Pero en el fondo me agradaba verla desplumada por completo.

-¡Ya me quedó como a ti! –solté jubiloso-. ¿Ahora sí soy un hombrecito?

-Aún te falta lo último –dijo con solemnidad-. Es necesario que aprendas todo lo que te dije, pero eso lo dejaremos para mañana.

-¿Para mañana…?

-Si. Estoy seguro que seguirá diluviando y tu padre no vendrá mañana. Así que tendremos tiempo para que aprendas lo que falta; por ahora tengo que regresar a la casa.

Desconcertado por su dicho, le pregunté con ansiedad:

-Pero… ¿por qué hasta mañana? ¿No podemos ahora mismo?

-Ahora no –soltó con firmeza-. Ten paciencia hombrecito, mañana será mucho mejor.

Un poco desilusionado, tuve que aceptar lo que me decía.

R… se arregló el pantalón pidiéndome que hiciera lo mismo. Luego, antes de volver la espalda, me dijo con aire sentencioso:

-Y recuerda. Un hombrecito nunca anda diciendo las cosas que ha aprendido, ¿entendiste?

Yo asentí con un movimiento de cabeza.

-Nada de ir con el chisme a nadie, y menos a tu padre. Si lo haces, yo también podría decirle algunas cosas que sé. Espera a mañana, que yo te buscaré.

El mayoral salió del cuarto dejándome sumido en un brumoso mar de expectación. Experimentaba un reconcomio tan raro que mi respiración no dejaba de fluir, excitándome como nunca. Me tendí sobre la cama y comencé a observarme el pene admirando la diminuta cabeza completamente pelada que despedía un extraño olor a almizcle. Fui al cuarto de baño y me lavé hasta quitar la suciedad.

Mientras retornaba al lecho no dejaba de pensar en lo ocurrido. Ahora sabía que las sensaciones que me despertaba todo eso me ahogaban en extrañas inquietudes. En el fondo disfrutaba como nunca de la hazaña, la hazaña del mayoral que me había librado de la encarnizada cortina de piel que me cerraba la punta. Pero también me sentía asaltado por una pasión desconocida e intensa. Por horas no dejé de palpar la cabecita abriendo y cerrando el pellejito sin parar hasta que una serie de vibraciones corporales me hundieron en un éxtasis increíble, tan delicioso e intenso que me sentía asustado.

No podía comprender por qué hasta ahora descubría esas emociones, y yo me preguntaba: ¿En dónde estarían escondidas? Pensaba que tal vez estarían dormidas en mi interior, perdidas dentro mí, aunque sabía que se habían revelado por la inesperada intervención del mayoral y su insistencia por mostrármelas, por hacer que brotaran de repente hasta que estuviese consciente de ellas, o quizás como él lo había dicho, hasta hacerme sentir que ya era un hombrecito.

Por tres o cuatro veces volví a manipular mi pito con placer, agitado e invadido por una dicha nueva cada vez que explotaba en sensaciones devastadores. Lo hice así hasta que me quedé dormido.

Al otro día, Martina llegó a despertarme muy temprano. Llevaba con ella una charola con el desayuno, y el olor de la comida me despabiló.

-Hola, E… ¿Qué tal pasaste la noche?

Su pregunta me llegó de golpe y una corazonada de temor me estremeció. Por un momento llegué a sospechar si no se daría cuenta de que su marido había estado conmigo, pero luego, al recordar las palabras que R… me había dicho, le respondí:

-Dormí muy bien..., todo estuvo tranquilo.

Ella agachó la cabeza y depositó la bandeja sobre la mesita.

-Anda niño, come bien. Creo que tu padre no volverá hoy, si acaso hasta mañana. ¿Ha venido a verte R…?

Sus palabras volvieron a aterrarme y me apresuré a contestarle lo primero que se me ocurrió.

-No… no lo he visto desde ayer.

-Qué raro –dijo haciendo un mohín-. Me dijo que vendría por ti para ir a los potreros. Le recomendé que te trajera la manga por si sigue lloviendo. Por favor no dejes de calzártela, o tu padre me reñirá.

-Si, claro.

La observé con detenimiento y admiré su hermoso rostro afilado en cuyo centro se perfilaba una nariz perfecta. Martina era muy blanca, de frondoso pelo castaño recogido en un moño detrás de la nuca. Sin duda era muy agraciada, aunque de modales campiranos. Desde niño me sentí atraído por sus ojos, por sus radiantes mejillas moteadas de colorete. Sus salientes pómulos acentuaban su belleza y su sonrisa era franca, siempre solícita y dispuesta.

En repetidas ocasiones había yo sorprendido a mi padre admirándola sin recato, contemplándola con embeleso. Cada que iba a la casa no le quitaba el ojo de encima siguiéndola con la mirada. Miré su cuerpo esbelto parado frente a mí y esta vez la contemplé tan intensamente como lo hacía él, fijando la vista en la maravillosa ondulación de sus senos. Llevaba un modesto vestido que le llegaba a las rodillas y que le sentaba muy bien, y al admirar la tersura de sus desnudos brazos experimenté sensaciones que no pude entender.

-Nos veremos más tarde –dijo, dándose la vuelta-. Y no te impacientes por tu padre, sé que estará bien.

Yo asentí sin dejar de mirarla. La vi salir del cuarto y la seguí hasta que alcanzó la puerta. Se puso el impermeable y se alejó hacia su casa. Afuera seguía lloviendo, y un aire húmedo y acuoso se colaba por las ventanas.

Me apresuré a zamparme el desayuno hasta que escuché un bufido de caballos. Me asomé por la ventana y vi a R… que ya me esperaba montado llevando otro potro para mí. Cuando me vio, me hizo una señal pidiéndome que me apurara. Salí al porche y me aventó la manga.

-Cálzatela –ordenó-, no quiero que pesques un resfriado.

Luego de meterme bajo la cubierta de lona me encaramé en la montura. Seguí de cerca el caballo del mayoral, entre ruidosas zancadas de cascos que se embutían en el lodo. El temporal no amainaba y el horizonte se avizoraba tan gris como si estuviera atardeciendo. Al tiempo que avanzábamos por el fangoso suelo yo experimentaba estremecimientos singulares al ver el cuerpo de R… cabalgando delante de mí, recordando a detalle los inesperados sucesos de la noche anterior.

Recorrimos un largo trecho, tal vez cuatro o cinco kilómetros, hasta que divisamos a lo lejos la pequeña chozuelita de madera. Junto a ella se levantaban los corrales, uno pequeño, otro más largo, y también los estantes sucios que parecían fantasmas y que componían el angosto espacio donde se formaban en fila las vacas seguidas por sus crías.

Por un momento pensé que R… se dedicaría a las labores de la ordeña, pero pronto supe que nada de eso estaba en sus planes. Sentí que el corazón se me salía del pecho cuando arribamos al amarradero y descendimos de los caballos.

-¿Tienes frío? –me preguntó R… dibujando una sonrisa.

-No mucho.

-Anda, entremos en la choza para calentarnos un poco.

Nos quitamos los impermeables y los extendimos sobre un palo del corral. Ya adentro, el mayoral tendió unas mantas sobre el suelo y me animó a que me sentara junto a él. Después, mirándome con simpatía, me dijo:

-¿Qué tal ha ido eso?

-¿Qué cosa?

-Cómo qué cosa… pues la pelada. ¿No te ha molestado?

-No…

-Muy bien… eso indica que eres un hombrecito de los fuertes. Ahora tenemos todo el día para que aprendas lo último que quiero enseñarte.

Sus palabras tuvieron el efecto de desatar en mí aquél mismo sentimiento extraño de la última noche, sólo que esta vez era mucho más fuerte, más morboso, algo que me llenaba de una rara excitación.

-Escúchame bien. Para hacer esto tenemos que estar sin ropa, así que aprovecharemos para tenderla. ¿De acuerdo?

-Si.

-¿No te has olvidado de lo que te dije anoche?

Yo cabeceé desconcertado.

-¿Acaso ya lo olvidaste? –insistió-. No te enseñaré nada si no estoy seguro de que no se lo dirás a nadie.

-No lo diré.

Solté aquella frase con firmeza, deseando que no se fuera a arrepentir de mostrarme la última cosa que me había prometido y que me hacía sentir tan estimulado.

-¿Estás seguro? –volvió a preguntar.

-Seguro.

-Está bien –dijo-, tampoco yo diré nunca nada. Sé que no lo dirás porque estás a punto de convertirte en hombrecito.

Observándome de frente, soltó:

-Anda, vamos a quitarnos todo.

Nos deshicimos de las ropas húmedas y confieso que hasta me sentí mucho mejor. El mayoral fijó la vista entre mis muslos descubriendo que mi pene ya estaba tan firme como un dedo estirado.

-¡Vaya con el hombrecito! –exclamó arrobado-. Cada día me sorprendes más.

Yo me ruboricé, aunque nunca dejé de observar sus muslos. Había entre sus piernas una pelambrera tan negra y tan densa que serpenteaba por encima de su vientre hasta acabar en el centro de su pecho. Pero lo que más me llamaba la atención era su miembro, que ya comenzaba a alzarse por la punta mientras él me contemplaba con detenimiento, como obedeciendo a un impulso extraño que le hacía reaccionar al ver mi cuerpo desnudo.

-Como ves, los dos estamos excitados –dijo calmoso-. Siempre que uno se emociona así, los deseos se concentran en el pene. ¿Ves qué parado lo tienes?

Yo asentí sin dejar de ver el robusto miembro en cuya punta había vuelto a asomarse la brillante y roja cabeza que tanto me alteraba.

-Anda, acércate y tómalo como anoche –me ordenó.

Me puse junto a él y cogí con aprensión el aparato. El olor que despedía me llegó a la nariz, pero su tufo no me desagradó. Olía tan raro como el mío, aunque su aroma era mucho más ácido y penetrante. Comencé a palparlo, a acariciarlo como ya sabía, en movimientos lentos, deslizando la oscura albardilla hacia atrás y hacia adelante. El mayoral se gozaba suspirando intensamente, tanto o más que la noche anterior, y yo, sabiendo que en aquél sitio estábamos más seguro que en la casa, también me sentía liberado.

Por largo rato le estuve haciendo caricias deslizando mis dedos a lo largo del tallo. Y aunque yo era un inexperto para esas cosas, el hombre recibía complacido mis manipuleos abriendo y cerrando los ojos, suspirando con profusión. Hubo un momento en que me pidió que parara. Alcé la vista para verlo a la cara y enseguida me dijo que necesitaba detenerse o la leche le saldría demasiado pronto.

—¿Por qué no quieres que te salga? —le pregunté intrigado. Anoche, luego de que te fuiste, a mí me salió mucha, aunque era más transparente que la tuya.

-¡No me digas! –dijo, mirándome curioso.

Al ver su vista clavada en mi pito sentí que una nueva ola de lascivia me cargaba de excitación.

-A tu edad uno puede hacerlo muchas veces, pero para mí ya no es lo mismo. Si me derramo ya no estará tan duro —respondió entre suspiros—. Y antes hay que hacer un par de cosas.

Lo miré como si deseara adivinar sus pensamientos. E…, por toda respuesta, se puso de rodillas y tomó mi pene entre sus dedos. Empezó a prodigarle lisonjas y agasajos tiernos frotándolo suavemente, como si se tratase de un objeto codiciado. Y entonces acercó la boca a mis muslos para ponerlo entre sus labios, comenzando una lenta y suave succión sobre la punta. Los hormigueos que sentí me hicieron lanzar un grito de placer que el hombre captó muy bien, arreciando sus acometidas. Pasó su larga lengua sobre la punta, doblándola lo más que pudo (en realidad su lengua era más larga que mi pene), centrándose justamente en el recién desflorado prepucio, que ya se estremecía ante la delicadeza de su labor.

Cerré los ojos y me dispuse a disfrutar de las agradables sensaciones que su boca me producía abandonándome del todo a sus apetitosas lamidas. El mayoral se concentró en su tarea mientras sus manos me acariciaban los brazos, el pecho y las costillas, deslizándolas después por la espalda hasta llegar a mis nalgas. Se detuvo ahí, justo sobre las esferitas de carne que ahora se estremecían ante el frío contacto de sus ambiciosos dedos.

Con el miembro inserto en su boca el hombre se dedicó a chuparme y a absorberme, a empaparme de saliva hasta que me impregnó el pubis y las pelotas de saliva. Justo ahí apenas si comenzaba a brotarme una pelambre rala, nunca tan abundante como la que él mostraba en el cuerpo. Y de pronto me vinieron las sensaciones, esos sacudimientos inéditos que me tanto hacían vibrar. Entonces sentí que algo se desbordaba en mi interior para drenarse en su boca ansiosa: eran las mismas riadas diáfanas que había visto fluir por la noche al tocarme tanto ahí. Lancé un grito muy fuerte al experimentar la venida, el gozoso espasmo que para mí era como la gloria. E… nunca se conmovió, sino que continuó en sus frenéticas sorbidas hasta que terminé de vaciarme en su interior.

Imagino que debió beberlo todo, pues no hizo por apartar la cara hasta que mi miembro se transformó en un escueto botoncito blanco. Pero el deseo que sentía en esos momentos era más intenso que cualquier otra cosa, y al volver a ver su pene tenso, tan erguido como espada, me invadió la lascivia y me provocó otra erección tan fuerte como la que acababa de tener. Él lo notó enseguida, aunque no hizo por tocarme, y me dijo:

—¿Has visto como lo hice?

—Ssi.

—Bien —susurró, lamiéndose los labios—. ¿Crees que puedas hacerme lo mismo?

Lo dudé por un instante, pero él se encargó de convencerme cuando me dijo:

—No tengas miedo. Es algo que tienes que aprender y ahora es el momento. ¿Estás listo?

Me sentía tan excitado que ya no podía negarme a hacer nada de lo que me pidiera.

—Conmigo aprenderás mucho, ya lo verás. Anda, agáchate y acarícialo primero.

Me incliné sobre la manta y cogí su miembro para palparlo sintiendo que la sangre me fluía violentamente. Jalé la cubierta ennegrecida para admirar su cabeza, esa canica violácea que me provocaba temblores. Esta vez, ayudado por la luz que se colaba por los huecos, pude observar su pene con detenimiento. Era un cacho de unos doce o trece centímetros, no más, enhiesto y delgadizo, aunque de dureza extraordinaria. Tal vez lo que más me atraía era esa palpable tirantez erecta y montaraz.

Pensaba que para él yo debía ser tan solo el señorito, el hijo del patrón, el consentido heredero de su fortuna, el niño mimado al que seducía con su embrujo. Pero para mí R… no era solamente el hombre de campo hecho y derecho, el típico analfabeta que jamás pisó la escuela, el rudimentario mayoral práctico y eficiente, no. Él era para mí mucho más que eso y ahora lo sabía, lo descubría, lo comprobaba fehacientemente en esta entrega dejándome llevar por sus enseñanzas, por su modo de mirarme, por esa rara inspiración que tan bien sabía imprimirme.

Puse atención en su glande para formarme una opinión precisa: Era como una nuez de carne que le surgía por la punta, un botón color granate delgado pero esponjoso, tan vivo y tan rígido como su estolón. No sé por qué su forma me hacía evocar el miembro de los perros, a los que a veces había visto con el cuenco colgante cuando iban detrás de alguna hembra en temporada de celo. No puedo decir tampoco que aquella cosa fuese una verga fuera de serie porque mentiría. En realidad se trataba de un miembro de tamaño normal, tal vez un poco menor que el estándar de los hombres, pero eso sí, de una dureza asombrosa. Sus palabras me volvieron a la realidad cuando me dijo:

—Vamos, métetela en la boca.

Acercando la cara a sus peludos muslos abrí los labios y me puse la cabeza en la abertura. Cuando la punta de mi lengua hizo contacto con su bolo me estremecí de lascivia. El botón pronto se hundió en mi boca y comencé a lengüetearlo torpemente, lamiéndolo por encima, por debajo, por el contorno. El mayoral sólo lanzaba gemidos que me ponían más caliente y excitado.

Fueron cuatro o cinco veces las que tuvo que sacarlo de mi boca para tener instantes de alivio, para no derramarse ante las ansias que le despertaban mis lamidas. En realidad no supe por qué de pronto R… no pudo contenerse más y sus eyecciones violentas me hicieron apartarme de su miembro. Más él, ávido por eyacular en mi boca, me jaló con fuerza sobre sí para volver a colocarlo entre mis labios. Fue entonces cuando saboreé su tibio semen, las riadas que surgían en torbellino de su dilatado agujero estremecido. Me sentí inundado por la lengua, las paredes de la boca, las comisuras y las mejillas, pero a mí todo eso me agradó. El extraño gustillo de su savia me colmó de emociones tan intensas que me provocaron otro orgasmo tan delicioso y salvaje como el primero, aunque más acelerado.

El hombre no quiso que me lo sacara hasta no acabar de derramarse en mí. Esta vez no hizo por limpiarse sino que me tomó entre sus brazos para recostarme sobre la manta. Nuestros cuerpos se juntaron hasta formar un solo cuerpo, y esta vez pude sentir su abrazo fuerte y el suave cosquilleo que me producían sus pelos al rozarme la piel. Encendido de furor lo abracé también con fuerza, decidido a aprender todo lo que quisiera enseñarme.

Nos mantuvimos así por largo rato hasta que advertí que R… respiraba acompasadamente. Pronto me di cuenta que se había quedado dormido. Permanecí a su lado con el cuerpo apretujado con el suyo, observando su copiosa vellosidad, su desnuda piel morena, todas las visiones nuevas que apenas comenzaba a descubrir.

Una hora después R… se despertó renovado. Con el vigor recobrado, me preguntó si estaba listo para recibir la última enseñanza. Yo le contesté que sí. Sentía que la lascivia me brotaba por los poros. R… puso mis manos sobre su pene para que lo volviese a tocar. Mis dedos comenzaron a frotarlo como ya sabían hacerlo, lenta y pausadamente, resbalando la piel de su prepucio de atrás hacia delante. Muy pronto su verga adquirió la severa rigidez que tanto me maravillaba en tanto que su cabeza, tan roja como la sangre, se inflamaba con prodigalidad. Para entonces R… se había dedicado a sobarme lentamente aunque yo no requería de sus frotamientos para reaccionar. Mi miembro, sometido al delicioso tormento de una lascivia continua, seguía mostrándose muy duro sin acusar el efecto de la venida.

Acercándose a mi oído, R… me susurró sus ambiciones pidiéndome que me pusiera de espaldas. Me acomodé boca abajo y esperé. Sentí sus manos que me acariciaban el cuello, la espalda y los brazos deslizándose después hasta mis piernas, las que masajeó por un rato hasta acabar en mis nalgas. Ahí se detuvo por un rato apretándomelas con suavidad, como preparándolas para algo. Me fui sumiendo poco a poco en un éxtasis tan delicioso que cuando R… me separó las piernas hice por mantenerlas bien abiertas.

Sentí que una serie de tibios escupitajos me humedecían los glúteos. R… se centró entonces en la abertura, separando mis nalgas con suavidad para untármelas con saliva. Cuando sus dedos se posaron en mi entrada un estremecimiento increíble se apoderó de mí. Lancé un gemido tan intenso que R… captó al instante procurando insistir en su caricia, un mimo que se concentró justo en los ansiosos pliegues de mi esfínter. Si antes experimenté un desbordante placer cuando manipuló mi miembro, confieso que lo que ahora sentí no tenía comparación. La lujuria me embriagó cuando R…, de rodillas entre mis piernas, colocó su hinchada cabeza en la puertecita. Frotó su bellota una y otra vez en esa parte tan sensible mientras yo seguía gimiendo como un desesperado.

Pero R… no se apresuraba. Quería finalizar su instrucción del modo más asertivo llevándome a los linderos de un paroxismo que desconocía. Me dejé llevar por el gozo sin decir una palabra. Sólo podía exhalar suspiros que le anunciaban mi estado y que contribuían a prolongar su exquisito accionar. Su primera arremetida no me causó dolor sino un extraño dilatamiento que ayudó en la penetración. Los siguientes enviones, sin embargo, sí me hicieron lanzar clamores que él supo manejar al punto acercando su boca a mi nuca para susurrarme frases que no esperaba:

-Ya… ya… sólo te dolerá un poquito pero después te va a gustar... No te muevas, sólo afloja las nalguitas para que sientas bonito.

Poco a poco R… me penetró; no se detuvo hasta que no sentí sus pelos rozando mis nalgas. Podría decir que las primeras molestias no fueron nada comparadas con el placer que ahora sentía, con su miembro hundido entre mis posaderas. Creo que ayudó bastante el hecho de que no lo tuviera tan largo, pues contener los doce o trece centímetros en mi recto no fue una experiencia desagradable, sino al contrario.

Advirtiendo que lo peor había pasado, R… se aprestó a dar el segundo paso pidiéndome que me mantuviera quieto. Comenzó a moverse lentamente de un lado a otro sin sacármelo ni un centímetro. Los movimientos tangentes de su pubis me produjeron un ansia tan feroz que me hicieron gritar de pasión. Pero R… no se precipitaba; él quería manejar las cosas a su modo, con toda calma, tal como debía ser. Luego de moverse con ritmo empezó a lamerme las orejas, el cuello y los hombros. Una oleada de deseo me sacudió todo el cuerpo, aunque permanecí firme siguiendo sus instrucciones.

Lo que siguió después fue la debacle para mí, pues R…, notando que me tenía a modo para iniciar el bombeo, se movió ahora hacia atrás y hacia delante con ímpetu, entrando y saliendo de mi culo con movimientos precisos. Sentí su dura cabeza deslizarse con continuidad dentro de mi recto y experimenté las sensaciones más salvajes de mi vida. El mayoral, con su pesado cuerpo sobre el mío, me arremetía sincronizadamente con su verga abriéndome el culo de un modo tan delicioso que tuve mi primer orgasmo sin siquiera tocarme.

Por mucho tiempo me embistió de esa manera sin detenerse nunca. Mi conducto era tan estrecho que le aprisionaba el miembro con fuerza y eso hacía que la penetración, ahora mucho más violenta, le produjese una firmeza tan brutal que parecía que su pene se había hinchado como nunca. Para mí, sentir su cosa engrosada taladrándome por detrás fue algo en verdad fantástico. Me derramé varias veces con una intensidad nunca vista sintiendo que su semen se desbordaba entre mis nalgas, bajo mi pubis, recorriéndome el escroto y las piernas.

R… no tardó en avisarme que se iba a venir de nuevo, que me llenaría de leche, pidiéndome que apretara el culo lo más que pudiera. Quise complacerlo en todo, en cualquier petición que me hiciera; me hallaba tan ofuscado que mis impulsos por obedecerle ya eran parte de mi gozo. Estiré las piernas lo más que pude para poder apretar aún más su verga. Repentinamente sus acometidas se hicieron más violentas, y R… soltó un largo quejido de placer al tiempo que su miembro explotaba en una feroz eyaculación que me inundó las entrañas. Casi al unísono me vine yo también, y aunque deseaba tocarme el pene para acrecentar la sensación me fue imposible hacerlo.

El mayoral detuvo poco a poco sus embates hasta que se quedó muy quieto, gimoteando junto a mi cara. Me abrazó para besarme las mejillas en mudo agradecimiento por la entrega, la que sin duda había deseado desde hacía tiempo. Me di cuenta que su pene iba perdiendo rigidez hasta volverse un pequeño pitillo sin vigor. Fue hasta entonces que me lo sacó; luego se tendió a mi lado, sudoroso. Miré su cara enrojecida, su pecho transpirado, sus axilas bañadas en sudor; después bajé la vista para verle el miembro, que ahora parecía querer esconderse entre su pelambre hirsuta. Ya no podía verle como antes la cabeza; sólo el prepucio empapado de semen que la recubría.

Permanecimos unos minutos tirados sobre la manta sin decirnos nada. Los jadeos que salían de la boca de R… se fueron apagando hasta que se puso en cuclillas para inquirirme:

-¿Qué te pareció lo último?

Lo miré como embobado antes de responderle:

-Creí que me dolería, pero no fue así. Me gustó mucho –dije emocionado-, nunca pensé que pudiera ser tan bonito. Creo que me vine tres veces.

R… sonrió complacido.

-Si, es maravilloso. Y si te gustó podremos repetirlo muchas veces mientras estés aquí, siempre que no lo digas a nadie.

-No quiero que papá lo sepa.

-Nunca lo sabrá. Ahora sabes que cuando vuelvas, te estaré esperando.

Volvió a mirarme con ojos de deseo y me dijo:

-Todos estos días podremos hacerlo aunque sea rapidito.

-¿No se dará cuenta papá? De sólo pensarlo siento miedo.

-No lo sabrá si haces lo que te diga.

-¿Pero cómo podríamos….? Él siempre está al pendiente y…

-En el bosque podremos, ahí es seguro –soltó con firmeza-.

Me quedé pensativo unos instantes antes de preguntarle:

-¿Y Martina? Ella es muy lista y puede sospechar.

-No lo creo. Pero si te preguntara algo dile que me ayudaste a ordeñar los animales. Y recuerda, nunca le sigas el juego a mi mujer si te insiste.

Yo asentí. De repente me vino a la cabeza la atractiva figura de Martina haciéndome preguntas y le dije:

-Ella me preguntó, pero no le seguí el juego.

-¿Qué te dijo?

-Preguntó cómo había pasado la anoche. ¿Será que te vería entrar a la casa?

-No lo creo. Me metí por la puerta de atrás para que no me viera.

-¿Y por donde saliste?

-Por ahí mismo.

Me sentí un poco más tranquilo por las afirmaciones de R…

-Tengo miedo de que alguien se de cuenta. –le dije en un susurro.

-No nos verán si nos ponemos bien de acuerdo.

-¿Cómo le haremos?

-Será fácil. No nos veremos de día porque es riesgoso. Por las noches será más seguro.

-¿Por las noches…?

-Claro. Tu padre duerme en su cuarto y tú en el tuyo. Te será fácil salir por la ventana de atrás. Yo te esperaré en el bosque. Luego vuelves a tu cuarto por donde mismo. Sólo procura no hacer ruido.

Un gesto de asombro iluminó mi cara. La fértil imaginación de R… y su astucia campirana no dejaban de sorprenderme.

-Nunca se me hubiera ocurrido –dije admirado.

-Creo que así estará mejor. De día no sería posible, pero de noche es diferente.

-Sí. Estoy de acuerdo.

-Y ahora tenemos que volver. No creo que tu padre haya regresado; seguro lo hará mañana.

-¿Cuando nos veremos otra vez? –le pregunté ansioso.

-Mañana a la una. Procura dejar la casa un poco antes. Yo te esperaré en los linderos del bosque. Y no tengas miedo; a esa hora todos duermen.

R… me pidió que le ayudase a recoger las mantas; luego me limpió a conciencia para después asearse también.

-¿Sientes alguna molestia? –preguntó en voz baja.

-Nada. Todo está bien.

Salimos al porchecito para atisbar en los alrededores. La tarde era lluviosa y gris, y pronto oscurecería.

-Vamos –ordenó-. Pongámonos las mangas y regresemos.

 

E… alzó su copa y bebió largamente mientras yo lo contemplaba en silencio. En el fondo sentía admiración por él, una admiración genuina que iba más allá de nuestro sentimiento de amistad.

-Seguiste viéndote con él, ¿no es cierto? –le pregunté.

-Claro, claro. ¿Cómo podía dejar de hacerlo? El hombre me cautivó desde el principio y yo le obedecía en todo. No sé por qué se estableció entre nosotros un puente de comunicación indestructible.

-Comprendo –dije, bebiendo de mi copa.

-La siguiente noche –continuó E…-, volvimos a vernos en el bosque. Y aunque en el bosque no podíamos hacerlo igual que en la chozuela, de todos modos me encantó volver a estar con él. Ahí no nos desnudábamos; lo hacíamos todo rápido, con la ropa puesta. Solo nos quitábamos los pantalones y los calzones y los colgábamos de una rama. Pero ese apresuramiento, esa rara sensación de tener que hacerlo a escondidas resultaba más emocionante. Desde antes de salirme de la hacienda ya estaba tan ansioso y empalmado que sólo deseaba llegar junto a él para palpar su miembro, para metérmelo en la boca, para sentirlo dentro de mí, escuchar sus jadeos en mi espalda mientras me cogía por la cintura. Era algo estremecedor, te lo aseguro. Todas las noches nos veíamos; no hubo una sola en que no nos perdiéramos en el bosque por un buen rato.

-¡Vaya! –exclamé-. ¡Qué historia tan cachonda!

-¿Te lo parece?

-Por supuesto –dije convencido-. ¡Cuánto me hubiese gustado tener una experiencia como esa!

E… me miró en silencio y se sonrió.

-Todos tenemos experiencias diferentes –dijo-. De noche me entregaba a E… sin que nadie lo supiera, pero de día experimentaba otras cosas, jugaba con sus hijos los mismos juegos de antaño. Pero ahora que conocía más que antes me sentí animado a tener acercamientos con Martina.

Lo miré asombrado antes de preguntarle:

-¿Con la mujer del mayoral? ¡Vaya!

-Uno nunca sabe lo que puede suceder hasta que lo vive.

-¿Y cómo fue eso? ¿Puedes contarme?

-Claro. Fue en esas mismas vacaciones justamente, luego de que E… me iniciara. A raíz de lo sucedido mis instintos se desbordaron haciéndome sentir una especie de éxtasis continuo, o algo así; todo eso me llevó a tocarme a diario aún cuando me desfogase por las noches con R…

-Comprendo –dije.

-Dos o tres días después de lo sucedido con R…, sorprendí sin querer los devaneos que Martina se cargaba con papá. Una mañana, mientras E… se hallaba en la ordeña, vi desde mi ventana que Martina entraba al granero y se demoraba. Me quedé pegado tras la cortina y esperé a que saliera. Pero la verdadera sorpresa fue cuando vi que papá se acercó a la puerta y antes de entrar miró para todos lados. Entonces, esperando unos minutos, me acerqué dando un rodeo hasta la parte de atrás. Por una rendija pude ver lo que hacían. Él le había levantado el vestido, hincado sobre el suelo, y le había metido la cara entre las piernas. Martina sólo movía la cabeza de un lado a otro mientras él le chupaba su cosa. No quise quedarme más por temor a que me vieran. Sus hijos rondaban siempre por ahí y podían descubrirme.

-Uta –solté-. Entonces él se la comía.

-Así es. Pero déjame decirte que desde esa vez que la vi con las piernas abiertas, su imagen y sus gestos nunca me abandonaron. La deseaba tanto como a R…, aunque de un modo tan distinto que no podía entender.

-Es muy normal –dije-. El hecho de tener inclinaciones por los hombres no impide sentirse atraído por las mujeres.

-Sin duda es así. Desde entonces buscaba la oportunidad para estar cerca de ella, para admirarla, para imaginármela cada vez que la veía en la casa como si estuviese en el granero, con las piernas abiertas y con mi cabeza metida entre sus muslos.

-Ya lo creo –asentí.

-Una mañana, habiéndome dado cuenta de que mi padre había salido con E… a los potreros, me dirigí a su casa para estar con ella. Martina estaba lavando los platos y yo me solazaba en su contemplación. En verdad, como ya he dicho, Martina era muy bella. Su principal atractivo quizá consistía en ser una mujer de campo, de modales sencillos pero voluptuosos, no sé como explicarlo. Y yo comencé a verla desde entonces con otros ojos, con ojos preñados de deseo. Mientras la observaba sentía mi miembro tenso. Martina conversaba despreocupadamente conmigo, y de vez en cuando se volvía para regalarme una sonrisa tierna y pícara. Sus gráciles movimientos me despertaban el morbo, un morbo ansioso por tenerla con las piernas abiertas para hundir mi cara entre ellas.

-¿Qué tanto me miras, E…? –me dijo de repente, viéndome fijamente.

-Que eres muy bonita –alcancé a decir con voz temblorosa.

-Ay, tú –me respondió haciendo un mohín-. ¿Desde cuando aspiras a conocer a una mujer siendo tan niño?

Su desdeñosa respuesta no me desanimó, sino todo lo contrario, y entonces le dije:

-Me gusta mucho verte cuando estás en el granero.

Ni un rayo que se estrellase en el cielo hubiese tenido tal impacto como el que le produjeron mis palabras. Se volvió para mirarme tensa, con la cara colorada por la vergüenza, y se me acercó para decirme en voz baja:

-Oye, oye… ¿qué tanto sabes tú de eso? ¿Acaso me has espiado o qué?

-Lo he hecho varias veces… porque me gusta verte.

Otro aluvión de rubor le coloreó las mejillas y sus ojos adquirieron un tono diferente cuando me dijo:

-A ver E…, quiero que hablemos muy seriamente de eso.

-No temas –le dije en seguida pensando que tal vez se molestase conmigo-. Nadie más lo sabe, sólo nosotros.

Ella me miró interrogante:

-¿No le irás con el chisme a tu madre, verdad?

-Cómo crees –dije en seguida-. No soy de los que andan contando lo que ven.

Ella volvió a mirarme con fijeza, como dudando de lo que acababa de decirle.

-Si no estuvieras tan chico…

-He crecido, he visto y he aprendido algunas cosas –le interrumpí-. Por ejemplo, verte ahí dentro del granero.

-Oye, oye, ¿qué te pasa? No vuelvas a hablar de eso porque alguien te puede oír.

-No lo haré –le aseguré-. Pero yo también tengo deseos. Mira como estoy.

Me levanté de la silla para que viera el bultito que se me levantaba bajo el pantalón. Ella volvió a ruborizarse, esta vez con más intensidad.

-¿Qué es lo que quieres? –dijo, poniendo los brazos en jarras.

Armándome de valor, le solté rápidamente:

-Ir contigo ahí, aunque sea una vez.

Ignoro los pensamientos que cruzaron por su cabeza, pero ella guardó un largo silencio. Alzó los brazos para mesarse el cabello y pude ver el tinte oscuro que nacía en sus axilas. Eran unos pelillos negros que le matizaban ahí y que al parecer sólo afeitaba muy de vez en cuando. La mujer me sorprendió en la pesquisa y volvió a bajar las manos para ponerlas en su cintura.

-¿Prometes no decir nada de lo que has visto?

-Lo prometo.

Ella se llevó los dedos a la barbilla. Luego me dijo:

-Anda vete y espérame allá.

Salí volado y atravesé el patio en rápidas zancadas mirando hacia todos lados. Luego me introduje en el galpón. No pasó mucho tiempo para que oyera los pasos que se acercaban. Martina atravesó el umbral y cerró luego el portón.

-Ni creas que me presionarás por esto –dijo con seriedad-, pero cumpliré si tú cumples. Ahora dime, ¿lo harás?

-Nadie sabrá nunca lo que haces con papá. –le contesté.

Volvió a observarme atentamente antes de comentar:

-Está bien. ¿Qué es lo que quieres?

-Que te levantes la falda –dije con la voz quebrada-. Quiero meterme entre tus piernas, sueño con hacer eso.

-Ya veo. Pues apresúrate, que no hay mucho tiempo.

Ella se levantó el vestido hasta los muslos mostrándome los pilares de alabastro de sus piernas, que eran tan blancas como la nieve. Pude ver su calzón amplio con los bordes levantados a la altura de las ingles. Por ahí asomaban ya las diminutas sortijas de pelo negro que contrastaban con su piel albina. Me acerqué a ella con el corazón henchido sintiendo que mi erección se manifestaba con más fuerza.

Hincándome entre sus piernas le arrimé las manos para jalarle la pantaleta hasta las rodillas. Cuando quedó al descubierto el hermoso tesoro de su pubis lancé un grito de admiración. Tenía un matojo enorme y frondoso, tan exquisito y magnífico que todo el cuerpo me tembló. Hundí los dedos entre la sedosa pelambre y se los deslicé lentamente, como buscando una aguja en un pajar. ¡Qué vulva tan deliciosa! En verdad que parecía un monumento a las intimidades de la mujer, levantado además con todos los honores.

-Vamos, apresúrate…. –exclamó excitada.

Sin esperar más le metí la cara entre las piernas y mi lengua se abrió paso entre la jungla de pelos que olían a semen, a orín y a jugos íntimos. Lamí como un desesperado los bordes de sus labios, que aparecían tan húmedos que hasta llegué a pensar que disfrutaba al máximo cuando hacía eso. Luego le besé la vulva succionándole los bordes con tanto ahínco que me derramé rápidamente. A pesar de todo escuché cuando Martina comenzaba a gemir, a ahogar sus propios lamentos, a suspirar muy quedo mientras abría más las piernas para que mi lengua pudiese calarla hasta el fondo. No pasó mucho para que ella misma, poniéndome las manos en la nuca, me jalara sobre ella para sentirme más cerca, casi fundido con sus intimidades.

Más pronto de lo que esperaba Martina comenzó a gemir con más fuerza apretando mi cara contra su vulva hasta que sus extremidades se estremecieron. Bebí sus jugos como un poseso tratando de establecer en mi mente algún balance entre sus fluidos y los fluidos de su marido, y entonces supe que no había similitud. Los de él eran más turbios, más espesos, más abundantes, y los de ella mucho menos densos, más destilados, con un extraño sabor a miel.

Realmente me causó sorpresa cuando ella, apartando mi cabeza, me dijera con los ojos entrecerrados:

-Anda ya, ¿qué esperas para ponérmelo?

Al ver mi gesto de asombro ella misma me urgió:

-Vamos, sácatelo ya.

Comprendiendo al punto lo que deseaba, me aflojé el pantalón y me bajé la trusa. Mi pene estaba tan duro que se levantaba de frente. Ella alargó las manos para tocarlo mientras volvía a acomodarse de espaldas sobre las tablas de la pared, abriendo más las piernas. Metí las mías entre las suyas y busqué desesperado la tibia abertura de su bollo. Fue Martina quien se colocó la puntita en la entrada de su raja y me jaló por las nalgas para que se lo metiera.

Más pronto de lo que esperaba mi pija se hundió en la gruta humedecida y comencé a moverme como lo hacía E… cuando me atravesaba por detrás, sólo que ahora era yo quien conducía las embestidas. Me sentí como un inútil al darme cuenta de que me vacié casi en seguida dentro de ella, pero Martina ni se inmutó. Se hallaba tan extasiada que me apretó con fuerza contra su cuerpo moviéndose como desesperada. Los ahogados gemidos que salían de su boca me permitieron mantener la erección hasta que ella, alcanzando un nuevo estertor, se estremeció frenética.

Sus manos aflojaron mi cuerpo y entonces se despabiló. Subiéndose la braga con rapidez se bajó también la falda y se arregló el cabello.

-Anda, sal tú primero. Y ni creas que volveremos aquí. Y ahora espero que cumplas tu palabra.

-Lo haré. –solté en un balbuceo.

Habiéndome arreglado la ropa abrí la puerta despacio para asomarme hacia el patio. Luego me alejé rápidamente hacia la casa grande. Desde allí pude ver cuando Martina caminaba en dirección contraria hasta que se perdió tras la puerta de su casa.

-¡Vaya contigo! –exclamé-. ¡Qué bien lo manejaste todo!

E… me miró sonriente como si mis palabras le complacieran.

-¿Lo crees así?

-Claro. De no haberlo hecho de ese modo, dudo que te la hubieses tirado.

E… me miró pensativo y dijo:

-Me la tiré muchas veces, aunque parezca increíble. Sólo me bastaba ir a su casa cuando estábamos solos y pedirle otro taquito. Ella al principio se negaba, pero al final acababa entrando en el granero, donde yo ya la esperaba.

-Si –dije-, es natural siendo una mujer tan fogosa.

-Lo era. De hecho ella fue la primera mujer con la que tuve sexo. Era muy caliente.

Volvimos a beber en silencio. Ahora sentía la mirada de E… sobre mí como intentando descubrir el efecto que su relato me había causado. Y ciertamente me sentía excitado por las cosas que había dicho, tanto que mi miembro había estado empalmado desde el comienzo de su historia.

-¿Seguiste viendo a R…? –pregunté con interés.

-Sí. Por mucho tiempo fuimos amantes.

-¿Y con Martina?

-Con ella también duré, hasta que se separó de R… Al parecer la encontró en plena acción con un peón que laboraba en el rancho. R… y yo no dejamos de hacerlo hasta que me fui a estudiar al extranjero. Y por allá encontré el modo de suplirlo. Fue entonces cuando tuve contacto con los grupos que te he dicho.

Yo asentí sin dejar de observarlo. Desde hacía rato me había dado cuenta que E… me contemplaba con deseo, aunque no se atrevía a dar el primer paso.

-¿Y cómo te sientes ahora? –le pregunté.

-Tan caliente como esos días –me insinuó-. Recordar todo eso me excita como no tienes idea.

-Yo también estoy igual –le dije.

-¿No querrías….?

-Sí –le interrumpí-.

-Dejemos todo aquí y pasemos al cuarto.

Lo seguí hasta el dormitorio con el miembro endurecido. En el centro había una cama enorme lujosamente vestida. E… entonces me abrazó llevando sus manos a mi entrepierna. Me manoseó con cuidado sintiendo la dureza de mi pene bajo la prenda, hasta que se animó a bajar la cremallera. Hurgando entre mis ropas me sacó la verga y la miró embelesado. Sin decir una palabra se sentó sobre la cama y se la llevó a la boca, lamiéndola con pasión.

Su mamada era experta, con movimientos suaves y lentos, y su lengua no se apresuraba a lamer sino que succionaba entre mimosos chupeteos alentándome a que se la hundiera hasta la garganta. Yo estaba tan caliente que le hundí el miembro hasta la base mientras E… se atragantaba con mi pedazo, disfrutando del momento. Me mamó por largo rato hasta que le dije que estaba a punto de venirme. Sólo entonces me la soltó y se apresuró a desvestirse. Me deshice de la ropa hasta que quedamos desnudos, y entonces, tomando la iniciativa, E… se colocó de rodillas en la orilla de la cama. De pie sobre la alfombra le abrí las nalgas para mirarle el ojete. Sus glúteos eran dos cachetes muy blancos en donde no se veía un solo pelo; sin duda E… se afeitaba esa parte con esmero para mantenerla así, lista para un encuentro como aquél.

Incitado por la lujuria de penetrarlo, me perfilé tras sus nalgas y le puse la punta en la entrada enrojecida. E… lanzó un escupitajo sobre su palma y se ensalivó el esfínter suspirando de lascivia. Me dejé caer sobre su grupa sosteniendo el pene con mis manos hasta que la cabeza se hundió en su conducto. Al sentir que su cueva me apretaba, volví a arremeterlo con fuerza hasta que le hundí la mitad. E… soltó un gemido de placer animándome a que lo empalara de una vez por todas, cosa que hice de inmediato. Pronto mi miembro se perdió en su cavidad y comenzamos a movernos lentamente, gozando de las delicias de la penetración.

Cogiéndolo por la cintura mi pene entraba y salía de su hermoso culo mientras nuestros gemidos se acentuaban. Me di cuenta que E…, mientras yo lo cabalgaba, no dejaba de acariciarse el falo; había llevado su mano hasta su miembro endurecido y lo frotaba con rapidez como si se estuviese masturbando. Más pronto de lo que esperaba, las nalgas de E… se entregaron a una danza salvaje y frenética que me impulsó a arreciar mis acometidas. Tan irracionales movimientos no podían menos que llevarme al orgasmo y eyaculé dentro de él con una furia inesperada.

E…, recibiendo el impacto de mi eyección, también se vino descargando su semen sobre la cama. Luego, tendidos sobre el lecho, permanecimos abrazados como dos cómplices, como dos cuerpos que se hubiesen deseado por mucho tiempo sin saberlo.

-¿Qué edad crees que tenga Martina ahora? –le pregunté.

-Uff, no sé. Pero si hacemos las cuentas, es probable que ande por los cincuenta.

-¿Y R…?

-Él debe ser mucho mayor –exclamó-. ¡Cómo quisiera verlo!

-¿Sigue en el rancho?

-No. Mi padre vendió hace tiempo la hacienda, aunque supe que R… se había ido de ahí desde mucho antes.

Miré a E… con cariño. Había algo en mi amigo que me hacía pensar en erotismo, en un erotismo distinto, apasionado, candente. Nunca antes había conocido a alguien como él, y la verdad es que me sentía atraído por su forma de ser.

Ahora había nacido entre nosotros una especie de comunión, una relación que nos llevaría a convertirnos en amantes por muchos años.

Y al igual que él, que hacía las cosas a ultranza, así me conduje yo después de casarme con mi novia, llevando una doble vida, una vida bisexual que me agradaba vivir.

Es posible que los que lean esta historia puedan pensar que sigo siendo de closet, y no les faltará razón. Pero ni siquiera E…, que era tan arrojado, pudo salir nunca del closet... nunca.

Así que puedo decir abiertamente que no soy el último, y mucho menos el primero.

Venga la primera piedra.

FIN.