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Españita y sus deberes...

en Lésbicos

Españita y sus deberes

¿Será posible que una fantasía, por quimérica que parezca, pueda cumplirse algún día justo como se ha soñado?

Cuando a Sandra se le presentó la oportunidad de un ascenso y le dijeron que tendría que mudarse a Sauzalito, la idea le pareció novedosa.

Tenía apenas veintiséis y estaba cierta de que el futuro se le presentaba prometedor. Sandra era a la sazón la jefa administrativa de una de las sucursales más pequeñas, y tal promoción le suponía subir un escalón más dentro de la corporación donde llevaba apenas dos años. Trabajar en Sauzalito era además una de sus más caras metas: ahí se encontraba nada menos que la central de la empresa y desde allí podría proyectarse hasta donde quisiera.

Se dio prisa en gestionar los quehaceres de su mudanza y en un par de semanas ya estaba instalada en una linda casita amueblada que tenía dos recámaras, un hall, una cocineta y un lindo jardincito sembrado de flores. El coste del arrendamiento, después de todo, correría por cuenta de la compañía y para ella era más que suficiente.

Pronto la chica se dio cuenta de que necesitaría de alguien para que le hiciera la limpieza. Por fortuna, una amiga de la oficina le recomendó a Españita, una jovenzuela inmigrante de escasos catorce años que antes había servido como ayudante de camarera en un pequeño hotel. A los pocos días concertaron una cita y a partir de allí acordaron el horario, la paga y todo lo demás. Sandra le procuró una copia de la llave y le dio dinero para comprar lo necesario con la condición de que comenzara de inmediato.

Era Españita una chiquilla despierta y vivaracha, hija de mexicanos, y aunque era un poco regordeta y de piel apiñonada tenía un aspecto que a Sandra le agradó desde el principio. Su pelo era negro y rizado en brillantes hebras que se le doblaban sobre los hombros, y su carácter era simpático y risueño. Casi de inmediato Sandra pudo notar que cuando Españita sonreía se le formaban hoyuelos en los carrillos que le daban a su cara un toque de vivacidad. En el fondo Sandra no podía decir que su joven criadita fuese una beldad, sino que se daba cuenta que el aspecto de la chiquilla era más bien corriente. Su estatura era regular, pero ya dejaba ver unos frondosos bultos en el pecho que a los ojos de cualquiera prometían. En realidad se veían muy poco, hasta que cierto sábado coincidieron en la casa. Fue allí donde entablaron su primera conversación mientras Españita hacía el trajín. Entonces Sandra pudo darse cuenta que la jovencita era más avisada de lo que había supuesto, y que su plática, aunque era la de una jovencita sin experiencia, le revelaba ciertos rasgos de desparpajo que a ella le parecieron muy despiertos.

Como le solía suceder desde que había decidido vivir sola, con el paso de las semanas a Sandra le fue pesando el aislamiento, una soledad que le llenaba el pecho de angustias y desasosiegos. A su edad y con el cuerpo en plenitud, Sandra acostumbraba aquietar las ansias de sus ardores con lentos e insinuantes toqueteos que al final acababan en rabiosas masturbaciones. No obstante, ella no sabía la razón por la cual últimamente ya no le llenaban tanto los manoseos clandestinos ni el persistente uso de sus dedos rastreando sus intimidades. Habían quedado atrás esas etapas en las que podía solazarse durante horas autoexaminándose toda, recorriendo sus oquedades, palpando las puntos más ocultos de su cuerpo.

Y aunque nunca lo supo a ciencia cierta, tal vez fue por eso que comenzó a pensar con mucho más frecuencia en Españita, a quien evocaba a menudo por las noches, ya viéndola frotar el trapo sobre la mesa, ya inclinándose para fregar el piso, ya dirigiéndose a la lavadora para depositar la ropa sucia en la tina. Entonces podía imaginar con claridad el óvalo naciente de sus caderas, el bulto firme de sus orondos senos, el sangoloteo de sus nalgas juveniles o la firmeza de sus piernas lampiñas. Incluso llegó al extremo de figurársela desnuda caminando dentro de la casa, mientras ella la devoraba con la vista. Sandra no tenía dudas de que la púber Españita se estaba transformando en mujer frente a sus propias narices, y ese sólo pensamiento la desconcertaba, la turbaba más de lo que hubiera esperado.

Sandra siempre fue una buena fisonomista y por lo mismo no le fue difícil retener cada detalle de la imagen de la chica para luego imaginársela sin ropa, para poder inferir el bamboleo de sus tetas frescas o para conjeturar en sus calenturientos devaneos los dobleces oscuros que ya se le debían formar bajo las nalgas, desbordando quizás una braga que de seguro se debatía entre dos cachetes sudorosos ceñidos por la oscilación. Y así, al tenor de sus acaloradas fantasías y con el recuerdo de Españita calando su entelequia fueron pasando los días, sumida entre furiosos manoseos y sus oscuros dislates en solitario.

Sus primeros meses en la fábrica de Sauzalito comenzaron a rendir sus frutos y Sandra, en su propia perspectiva, se decía que las cosas caminaban como lo tenía previsto. Había hecho varias amigas ahí pero con ninguna había intentado ir más allá de la relación laboral. Ni siquiera con la chica que le había recomendado a Españita se sentía con tanta confianza como para invitarla a salir. Sabía que tenía que cuidar de su reputación si no deseaba que sus objetivos se vieran obstaculizados.

Las cosas habían ido con normalidad hasta que a Sandra, impelida por la fuerza de su temperamento, se le comenzaron a ocurrir cosas locas que la llevaron a fantasear con artificiosos pensamientos lascivos donde la juvenil efigie de Españita era la figura principal. Era indudable que Sandra, con el paso de las semanas, la había ido sublimizando poco a poco en sus quimeras sin que la jovencita lo sospechara. Tan intensas llegaron a ser esas visiones que Sandra comenzó a desvariar, a sentir dentro de su sangre un insano deseo por tenerla, por hacerla suya, por introducirla de algún modo en la vorágine de un juego audaz que su mente concibió como una posibilidad salvaje.

Cierta tarde de sábado, mientras hojeaba una revista para calmar sus ardores, Sandra escuchó el ruido de algo que se estrellaba en el suelo. Se levantó del asiento y se acercó a la cocina. Al asomarse descubrió a Españita que recogía presurosa los pedazos de vajilla que acababa de romper.

Al notar la presencia de su patrona, Españita esbozó una fugaz sonrisita de culpabilidad que pronto desapareció para dar paso a esa mirada segura que Sandra siempre había en sus ojos. La joven estaba acomodando los trastes cuando unos platos se le habían resbalado de las manos. Pero a Sandra lo que menos le importaba en esos momentos era la vajilla. Viéndola agachada en el piso pudo notar la curvatura de sus pechos que parecían querer librarse de la apretada blusa que los ceñía, y que formaban una masa redonda y prominente. Desde que la conoció, por alguna razón, Sandra se había sentido atraída por aquellos pechos firmes y torneados que ya eran como los de cualquier mujer, y hasta se podría decir que en el fondo admiraba esa zona tan lozana del cuerpo de la joven.

Sin poder contener más su curiosidad, le dijo sin pensar:

—Españita, ¿tú te pones algo ahí o así son tus pechos?

Aunque Sandra habría esperado otra reacción, en realidad no le sorprendió en lo absoluto que la jovenzuela, sonriendo con desparpajo, levantara la cara para mirarla abiertamente.

—Ay no niña Sandra, ¿como cree? Son mis pechos.

—Oh, creí que te ponías algo.

—¿Por qué?

—Porque se ven muy grandes para tu edad.

—No, no me pongo nada. ¿Hay mujeres que hacen eso?

—Algunas lo hacen, sí. Qué grandes son; están tan grandes como las mías.

—¿Lo cree usted?

—Claro que sí, ¿no te has visto?

Españita sonrió y los hoyuelos de sus mejillas calaron su semblante. Se había puesto un poco colorada, aunque su simpático gesto hizo desaparecer el rubor como por arte de magia.

—Oiga, niña Sandra. ¿Es cierto que cuando una es grande le sale leche por ahí?

Sandra sonrió con perspicacia ante su pregunta:

—No, Españita, esas son fantasías. A las mujeres sólo les sale leche cuando tienen hijos al darles de mamar.

—Ah, no lo sabía. ¿Y por donde sale la leche?

—Por los pezones. Tienen varios agujeritos que se abren.

—Ah, ya. He oído decir que a veces duelen; ¿a usted no le dolieron niña Sandra?

Sandra no se sorprendió por la avisada pregunta de la jovenzuela, sin embargo, no pudo evitar sentir un ligero estremecimiento a lo largo de sus piernas.

—Me dolieron hace tiempo, cuando tenía tu edad. ¿Te han dolido a ti?

—Todavía no, y no quiero que me duelan.

—Sé que duelen un poco cuando una está creciendo, y tú ya andas por los catorce, pero no sé si les sucede a todas.

—A mí todavía no… ¿será que por eso no me han crecido tanto como a usted?

—Te han crecido tanto o más que a mí, te lo aseguro.

Aunque el tenor de la charla que sostenían se daba en tono cordial, Sandra no podía negar que la atmósfera comenzaba a cargarse de malicia. Y Españita, en su condición de jovencita marginada, se sentía por otra parte muy en confianza cuando hablaba con su patrona.

—Ay tiene razón, para mí es una lata —dijo de repente—, los chicos me miran como a un bicho raro, y eso no me agrada.

—Los chicos son así, pero eso no debería preocuparte.

Españita la miró con ternura, como quien ve a una madre joven, a una mujer en quien se puede confiar, alguien que de seguro guardaba secretos que ella aún no conocía. Con su acostumbrada desenvoltura, soltó:

—Siempre he sentido curiosidad de saber cómo son los senos de una mujer, si los pechos cambian con la edad. ¿No le molesta si le pido algo?

Sandra intuyó en sus palabras una extraña oferta que la sacudió, aunque en seguida se sobrepuso para decir:

—Claro que no me molesta, al contrario, tú puedes pedirme lo que quieras con confianza, que para eso trabajas para mí.

Los ojos de la jovencita se iluminaron. Pasando la lengua por sus labios, musitó:

—Le confiaré algo. Un día le pedí a mi madre que me los mostrara, pero se negó. ¿Cree que hice algo malo?

—Por supuesto que no. Pero a veces nuestras madres no nos entienden, Españita, y creo que ese fue tu caso.

—¿Verdad que no es malo?

—En lo absoluto, yo lo veo como algo muy natural.

La joven alzó la vista para ver a España a la cara, y musitó:

—¿Me enseñaría como las tiene, niña Sandra?

Sandra sintió que una ola de arrebol le abrasaba las sienes y no pudo evitar decir emocionada.

—Ay, Españita, ¿para qué quieres ver…?

—Usted dijo que no es malo, y nadie tiene que enterarse, ni siquiera mi madre —soltó la jovencita con un aire tan seguro que sorprendió a la misma Sandra.

Sandra se quedó muda ante la propuesta, pero en su corazón empezó a crecer una flama que no pudo controlar.

—Ande, sólo muéstremelas tantito. —insistió la jovenzuela.

Sandra la miró como se miraría un arcón que contiene un tesoro a punto de desvelarse, como a una joya tan graciosa y juvenil que le llenaba de sensaciones extrañas.

—¿De verdad no dirás nada? Ya ves que hay cosas buenas que luego parecen malas, y alguien podría verlo de esa manera.

—Prometo que nadie lo sabrá.

Sandra, por toda contestación, hizo por sacarse una teta por encima del vestido sin conseguirlo. Miró a Españita con devoción, como quien ve a una hija, y se apresuró a bajarse los tirantes. Como no traía nada debajo sus duros pechos saltaron hacia fuera como dos animales salvajes.

—¡Qué grandes son! –exclamó Españita emocionada-.

—Míralas, Españita…míralas bien para que ya no sientas esa curiosidad.

La jovencita observó con fijeza las oscuras franjas que bordeaban las puntas, en donde los pezones se levantaban impúdicos formando dos hermosos picos prietos.

—¿Puedo tocarlas?

—Ay Españita…

—Nadie lo sabrá, ya se lo dije.

—Pero… ¿y si vienen por tí?

—Antes nos daremos cuenta; usted se mete a su cuarto y yo me quedo aquí.

Sandra sonrió ante lo lógico de su ocurrencia, y ya no dudó en decirle:

—Bueno, pero sólo un momentito… para que se te quite lo curiosa.

Españita alzó la mano para depositarla sobre la teta. La carnosa esfera se estremeció ante la frialdad de sus dedos, y Sandra lanzó un suspiro.

—¡Se le está poniendo más dura! –dijo asombrada.

—¿Y cómo no, si tienes la mano bien fría?

Picada por la curiosidad, la joven se la apretó suavemente y Sandra volvió a suspirar.

—¿Qué tiene? ¿Le duele cuando se la agarro?

—No, Españita, no es eso… es que tu mano me da escalofríos.

La jovenzuela notó que el pecho y los brazos de Sandra se habían puesto como carne de gallina, y un raro estremecimiento la asaltó.

—¿Qué siente, niña Sandra? ¿Por qué se pone así?

—Ay, porque siento bonito —dijo ésta con la cara enrojecida—. ¿Nunca te has tocado las tuyas?

—Nunca.

Sandra se admiró ante su franca respuesta.

—¿Es cierto lo que me dices? —preguntó emocionada.

—Le digo la verdad.

La cara de Sandra se había transformado, y su atractivo rostro aparecía descompuesto.

—¿Me dejará tocar la otra?

Ella no pudo negarse esta vez, y levantó el otro pezón para mostrárselo tal cual. Españita acarició de nuevo la punta negruzca y comenzó a palparla despacio. Sandra volvió a ahogar un gemido entornando los ojos.

—Ay, niña Sandra, qué dura la tiene.

—Así se ponen cuando me las toco.

—¿Se las agarra usted sola? —indagó fascinada.

—Sí, niña, pero no lo digas a nadie.

—Claro que no, pero dígame por qué se las agarra.

—Oh, chiquilla, ¿por qué me preguntas eso?

—Porque quiero saber.

—¿Qué tú nunca lo has hecho? —volvió a preguntarle.

—Nunca.

Una sombra de desconcierto apareció en las pupilas de Sandra, quien por fin había comprendido que se hallaba ante una Españita que, a no dudar, era una jovenzuela primeriza.

—Mira… una siente muy bonito cuando se las aprieta así.

Tomando las dos bolas con sus palmas, Sandra se las oprimió varias veces mientras la jovenzuela la miraba alelada.

—¿De verdad se las puede una apretar?

—Tanto como uno quiera.

—¿Puedo apretárselas otra vez?

—Ay Españita, no sé…

—Ande, déjeme que lo haga.

—Bueno, pero sólo un momentito.

La joven movió la palma para oprimir suavemente uno de los glóbulos. Estaba endurecido y notó que poco a poco se iba ensanchando por la hinchazón.

—¿Puedo olerlas?

—Ay chiquilla, qué cosas dices.

—Ande, sólo será un momentito.

Diciendo y haciendo, acercó la cara a los pechos y hundió la punta de la nariz en el centro del entreseno.

—Huy niña Sandra, le huelen rico.

—Es mi sudor… siempre me huelen así, aunque me bañe. ¿A ti no?

—No sé.

Sandra la miraba embelesada. Paradas en medio de la cocina parecían dos aprendices que por primera vez se cuentan sus intimidades esperando alargar el momento, jugando un juego candente y sutil. Sandra procuró ahogar el temblor de su voz antes de decirle en voz baja.

—Cuando eras pequeñita, debiste mamar por meses los pechos de tu madre. Me imagino que fuiste una niña muy golosa.

Españita la miró con los ojos muy abiertos, como si su extraviada mente acabara de concebir alguna idea ingeniosa, una novedad candente que deseaba expresar desde hacía rato.

—¿Me dejaría que le mamara tantito?

—Ay niña, no…me da temor de que lo sepan.

—Pero…aquí nadie nos verá.

—Si alguien se enterara yo….

—Nadie se enterará —exclamó decidida— esto quedará entre nosotras, se lo aseguro.

La cara de Sandra volvió a teñirse de rojo. Ella sabía que le decía la verdad, pero aún así se gozaba prolongando el juego sedicioso. Luego de pensarlo unos instantes bajó la cabeza y asintió levemente. Sin esperar más, Españita se pegó a su pezón y se lo metió en la boca comenzando a chuparlo despacio. Sandra lanzó un gemido al sentir que sus labios le succionaban la teta. Ahogada por la lascivia, le dijo:

—Ven Españita, mejor vamos a meternos en el cuarto.

Las dos se apresuraron a entrar en la habitación y se sentaron en el borde de la cama. Una vez ahí, Españita volvió a arrebatarle una chiche para chupar con avidez en la parte más oscura. Sandra cogió su grueso glóbulo por debajo y lo levantó para que ella pudiera sorberlo por la punta. Este movimiento dejó al descubierto su axila, en donde la jovencita pudo ver el oscuro nacimiento de sus pelos. Sandra no se había afeitado aquel sábado, y sus sobacos mostraban una pelusa negra que despedía un rancio tufo a humedad y a transpiración.

Españita volvió a mirarle ahí, y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo.

—¿Puedo tocarle bajo el brazo?

—Ay, niña… ¿para qué quieres hacer eso?

—Quiero saber como lo tiene, me llama mucho la atención.

Sandra se dio cuenta que la joven se sentía atraída por el matiz de sus axilas, y por ello le preguntó:

—¿Te gusta que los tenga así?

—Si… se ve que usted tiene mucha pelusa, y yo casi no tengo.

—¿Aún no te brotan pelitos?

—Si, pero no tantos como a usted.

—Bueno… seguro que muy pronto tendrás tantos como yo.

—¿Le toco?

—Anda hazlo.

Españita metió dos dedos en el doblez del sobaco y acarició lentamente la piel ennegrecida. La joven se maravillaba al sentir el abigarrado pelaje que le punzaba los dedos: todo le parecía tan suave y tan terso como si frotara una capita de terciopelo. Sandra levantó más el brazo para que ella le viera mejor, y la jovencita pudo contemplar a sus anchas los foscos surcos que formaban las estrías sobre la piel. Ignoraba por qué le gustaba tanto el olor a sudor que le llegaba de golpe.

—Mmmme, huele rico. —musitó.

—¿Te gusta?

—Sí…

Españita estaba ahora tan colorada que sus oscuras pupilas proyectaban un fulgor extraño.

—¿Quieres chuparme más? —balbuceó Sandra.

—Si.

Ella misma le acercó la otra chiche y la joven abrió los labios para recibirla de frente. La pelota le llenó la boca y Españita comenzó a chuparla suavemente. Sosteniendo la teta con sus manos, Sandra empujó la bola hacia la cara encendida de Españita, quien sin poder contenerse le lengüeteaba el pezón desesperada y con los ojos llenos de codicia.

—Pásale la lengüita, anda… lámeme la puntita —musitó con lascivia.

La jovencita le relamía la teta asombrada de su dureza, de su tersura, de su crecimiento explosivo.

—¿Te gusta, niña?

—Si… nunca imaginé que lo tuviera tan suave ni que se sintiera tan bien.

Sandra lanzó una larga inspiración gimiendo casi en silencio.

—¿Qué tiene? —susurró Españita.

—Nada…tú sigue.

—Ande, dígame.

Sandra volvió a mirarla con los ojos encendidos.

—Es que estoy a punto de llegar —dijo con la voz quebrada.

—¿Llegar? ¿Llegar a dónde? —interrogó la muchachuela, expectante.

—¿No lo sabes? Es algo que nos sucede cuando nos tocamos ahí.

—¿Por qué no me lo explica bien?

—Así le dicen, llegar. Llegar es como una descarga que sientes dentro del cuerpo y que es maravillosa.

—¿Una descarga?

—Si, una explosión; a los hombres les sale lechita cuando llegan, pero nosotras nos humedecemos mucho de ahí abajo cuando llegamos.

—¿Y cómo es eso?

—Muy rico. ¿Nunca lo has sentido?

—Nunca. ¿Cree que yo pueda llegar?

—Ya lo creo…ya cumpliste los catorce. Yo llegaba desde mucho antes.

Sin soltar nunca su pezón, Sandra volvió a empujarlo para meterlo un poco más en la boca enrojecida de Españita. Ésta volvió a capturarlo con los labios y esta vez lo succionó con mayor fuerza. Sandra lazó un gemido mientras la joven no apartaba los ojos de su axila. Aspiraba profundo para inhalar sus olores, sintiendo que una especie de vértigo le saturaba los sentidos, mareándola. A ella todo eso le era extraño, pero le gustaba.

—Cuando los hombres se descargan echan mucho semen, pero nosotras no… nosotras sólo nos mojamos, nos mojamos mucho, Españita, aunque gozamos lo mismo.

—¿También nos salen líquidos a nosotras?

—Mucho.

—Yo quiero ver cómo llega. Quiero que me muestre sus líquidos.

Sandra la miró a los ojos absorta en una idea que le nimbaba la frente.

—¿Quieres verme de verdad?

—Si.

Decidida, tomó su mano y se levantó con ella el faldón hasta la cintura. Debajo estaba el calzón amplio y teñido que le calzaba los muslos. Sus piernas eran dos macizas columnas cobrizas y duras, tapizadas de suave vello.

—Ah, —dijo Españita extrañada—. ¿Qué es ese bulto de ahí?

—Es mi empeine. Lo tengo muy grande.

—¿Su empeine?

—Si, así le dicen a esa parte del cuerpo. Anda niña…tócame el empeine.

Con manos temblorosas, Sandra se bajó el calzón hasta las rodillas. Al ver el monte lleno de pelos, la chiquilla sintió que algo fluía dentro de su vientre. Llevó una mano hasta el centro del empeine y deslizó los dedos entre la mata negruzca. Sandra lanzó un quejido y sobrepuso su mano sobre la de ella para comenzar a frotarla por encima de su empeine.

—Qué grande está su empeine –exclamó Españita alborozada—, y lo tiene muy húmedo.

—Es grande, sí… ¿te gusta tocarlo?

—Si; aunque yo lo tengo más chiquito.

—Dime, niña, ¿tu empeine ya tiene pelitos?

—Si, pero pocos. El suyo está muy peludo.

—Es normal. A ti también te crecerán como a mí….pero tócame, niña, anda… frótame los dedos ahí.

La jovencita deslizó las yemas sobre el bulto admirando cada vez más los gruesos bordes recubiertos por aquel matojo oscuro.

—Qué grande es... y cuántos pelos tiene, niña Sandra.

Sandra no contestó. Sus ojos se habían cerrado y su cabeza había caído hacia atrás, respirando con dificultad.

—Pronto —susurró—, méteme el dedo ahí dentro, en la rajita…no, no…así no,…anda, ahí, ahí… mételo, mételo más, húndemelo hasta adentro.

La respiración de Españita se hizo más aguda y un extraño cosquilleo fue creciendo en el centro de sus piernas. Hurgó varias veces en la cueva hallándola toda inundada.

—Está muy mojada… ¿eso que sale es la lechita?

—Si, niña, sí… pero sigue, que casi estoy llegando —dijo Sandra entre estertores—. No dejes de meterme el dedo…por favor no te detengas.

Obedeciendo a un impulso grosero, la joven acabó por hundir su dedo corazón en el hueco de la vulva. Sandra, por toda respuesta, comenzó a lanzar gemidos extraños.

—Ay, niña, niña…estoy llegando, estoy llegando niña...

La humedad atiborró los dedos de Españita, y Sandra se estremeció. De repente se había dejado caer sobre la cama con las piernas apretadas, oprimiendo con ímpetu la mano de la joven.

Permaneció así por largo rato hasta que ésta le oyó exhalar desesperada:

—Ay niña…qué rico sentí...es la primera vez que hago esto con alguien y es divino.

—¿Qué se siente llegar? —preguntó la jovenzuela.

—Es muy lindo, niña, pero difícil de explicar.

Españita la miró con ojos de embeleso. Sus pupilas reflejaban claramente las ansias que la quemaban. Eran miradas preñadas de deseo, de cabal admiración por la mujer que le mostraba estas cosas, algo que aunque antes intuyera, hasta ahora había ignorado.

—Yo también quiero sentirlo —murmuró de repente.

—Seguro que ya lo puedes sentir, niña.

—Pues no esperemos más…

—¿De veras quieres hacerlo?

—Ya le dije.

La cara de Sandra volvió a tornarse rojiza. Miró intensamente el ansioso rostro de Españita y le dijo:

—Anda, vamos a apurarnos antes de que sea más tarde.

—¿Qué hago?

—Lo mismo que yo…bájate un poco la blusa.

La chica se apresuró a obedecer y pronto dejó en libertad sus pechos ante la ansiosa mirada de Sandra. Sus bolas, tan sólo envueltas por el blanco sostén, casi desbordaban la parte superior de la ceñida prenda. Los ojos de Sandra se posaron sobre sus redondas tetas, que estaban tan endurecidas como globos recién inflados.

—Mira nada más —dijo tocándolas por encima del sujetador—. Ya las tienes muy hinchadas.

Con manos temblorosas, Sandra se aplicó en liberarlas del brasier, con las pupilas puestas en las sinuosas curvas de su piel apiñonada. Cuando quedaron libres, los senos saltaron hacia el frente bamboleándose voluptuosos. De inmediato puso sus manos encima palpando, trasteando, acariciando las gloriosas esferas que mostraban las huellas enrojecidas de los surcos del sostén.

Españita sintió las tibias palmas que acariciaban sus pezones y la presión de unos dedos crispados que le recorrían la piel con lentitud escalofriante. Un estremecimiento nuevo y desconocido la llenó de un calor dulce, y un gemido de placer escapó de su boca.

—Ay… qué rico siento.

Sandra no contestó. Sus dedos pellizcaron los botones y una punzada embriagante le quemó por dentro. La jovencita cerró los ojos y se abandonó a las caricias. Sintió la húmeda saliva que le escurría por la punta, por el óvalo de la areola, una humedad tibia que fluía por los costados de sus picos inflamados. Los suaves mordiscos de unos dientes ansiosos se multiplicaron alrededor de sus bolas, que ahora estaban tan tensas como templados tendones. Una y otra vez pudo apreciar la labor de una lengua acariciante; era como la punta de un látigo caliente que le recorría los senos, los hombros, los sobacos.

Los labios de Sandra chuparon y succionaron sus carnes en silencio, por largo rato, hasta que las pelotas se le estiraron tanto que parecía que le iban a estallar. Sandra jadeaba, y ella también jadeaba. Sus lacios cabellos le hacían cosquillas a lo largo del vientre mientras su cara se movía para mamarle, para lamerle, para beberse sus sudores.

—Oh, niña Sandra… que rico es todo esto —chasqueó la jovenzuela en una súplica colmada de agradecimiento.

Sandra se metió toda la chiche en la boca y la succionó largamente, para después hacer lo mismo con la otra. Ahora podía solazarse con las delicias de los pechos de la joven, quien ya se arqueaba con sus miembros contraídos por el delirio.

—Déjame ver tus axilas –gruñó de repente Sandra, ahogada por los jadeos.

Españita alzó los brazos sin apartar los ojos de la cara de su patrona. Por nada deseaba perderse de sus reacciones, de sus gestos, del brillo de sus ojos deslumbrantes. Observó que en su mirada había como flamas, unas ondas encendidas que le transformaban el rostro en irreconocible careta.

—Ay, niña…niña…mira nada más como tienes las axilas. —musitó Sandra con auténtica admiración.

La mujer se dedicó a chuparle con ansias los sobacos. Eran dos primorosas perlas apenas oscurecidas en las que un naciente caminito de vellos comenzaba a bordearlas por el centro. Primero le mamó una axila y luego se encargó de sorberle la otra. Lo hacía con pasión devoradora, como si el acto mismo de sorberle ahí fuese algo tan fortuito como necesario. Españita se dio cuenta que de su raja salían muchos líquidos, pero Sandra continuaba en lo suyo.

—Ya tienes muchos pelitos… aunque apenas te empiezan a brotar—farfulló ésta—. ¿Te das cuenta, niña?

—Ssi.

—Muy pronto tendrás que depilarlos; a tu madre no le agradará que se te noten. ¿Me los regalarás cuando te hagas tu primer afeite?

—Si.

—Promételo. —la urgió.

Españita asintió entre siseos, perturbada por una emoción desconocida.

—Oh, mi dulce niña, qué linda eres…. ¿cómo no lo habíamos hecho antes? Serás una mujer muy hermosa.

Luego de mamar y oler sus sobacos cuanto quiso, Sandra le levantó la falda hasta la cintura. Llevando sus manos al elástico, le deslizó la pantaleta hasta los muslos.

—Pero cuántos pelitos tienes en tu empeine…—exclamó arrobada, pasando los dedos por el pubis—. ¿Por qué me lo negabas?

—Nno…no lo negué…

—¿Ya viste como está tu empeine, niña? Míralo, anda…míralo bien.

La chica se inclinó para observar con atención su pequeño triangulito. La mano de Sandra se entretuvo jugando con su pelambre, deslizando los dedos lentamente entre los rizados bucles, palpando ansiosamente la entrada de su cuevita.

—¿Verdad que es muy lindo? Es mucho mejor que el mío, créemelo —musitó Sandra excitada.

La jovencita se tendió sobre la cama dispuesta a recibir sus manoseos. Sandra no se apresuraba sino que le acariciaba el empeine despacito, surcándole el hirsuto caminillo y haciéndole mimos cargadas de ternura.

—¿Quieres llegar, niña… quieres llegar?

—Ssi.

Sin que Sandra le hubiese aún insertado un solo dedo, una oleada caliente la invadió por dentro y sus miembros se tensaron como nunca. Sintió que algo se desprendía dentro de ella y que perdía repentinamente el control, lanzando una serie de gemidos dulces y anhelantes.

—Oh, niña….llegaste…estás llegando… —exclamó Sandra en un grosero grito de júbilo.

Pero la jovenzuela no pudo responderle nada. Ella se hallaba ahora sumida en un trance delicioso.

—Qué rápida eres para llegar, niña…. eres más rápida que yo. —seguía exclamando Sandra con un extraño rictus en la cara.

Con las piernas completamente abiertas, la jovencita se sumió en el raro sopor que la envolvía. Sandra, arrebatada por la situación, se limitaba a admirar sus espasmos, su conmoción salvaje, sus suspiros cargados de lujuria.

Españita no paraba de gemir desgañitándose en medio del orgasmo, un orgasmo tan fiero como las convulsiones que Sandra experimentara momentos antes. Su piel se hallaba envuelta por la fiebre, una fiebre que nunca antes conociera pero que le gustaba, le llenaba de alegría, de una felicidad que ignoraba.

Poco a poco sus miembros se aligeraron y fue hasta entonces cuando pudo abrir los ojos. Y ahí estaban ya esperándola los felinos ojos de Sandra, su querida Sandra, su antojadiza patrona siempre dispuesta a mostrarle, a enseñarle cosas, a hacerla gozar como nadie. ¡Cuán dichosa se sentía!

—¿Sentiste rico? —preguntó ésta con cómplice sonrisa.

—Ay, sí… pero quiero más.

Sandra la miró con ojos inquietantes.

—Iré a asomarme a la puerta. —dijo.

Cuando Sandra tornó al cuarto, Españita estaba tan deseosa por repetir que en seguida volvió a acomodarse sobre la cama.

—Esta cosita tienes que guardarla muy bien —le dijo Sandra—. Ahora ya sabes para lo que sirve.

—Ay niña Sandra, yo quiero más… ande, vuelva a mamarme el empeine.

Sandra volvió a hundir la cara entre sus senos tensos con mucho más ímpetu que antes. Se hizo de las dos pelotas y jugó con ellas como quiso. Esta vez Españita pudo ver el modo en que las amoldaba a sus palmas, cuando las elevaba, cuando las oprimía, el momento sublime en que se las jalaba hacia abajo punzándolas con las uñas. La chica estaba que no podía más.

Un nuevo diluvio de chupetones se volcó otra vez sobre sus pechos mordisqueándole los pezones, lengüeteando los pliegues inferiores, absorbiendo el sudor de su superficie. Cuando Sandra le hundió la lengua en los sobacos, otra oleada caliente la asaltó. De nueva cuenta sintió que una tirantez maravillosa la abrasaba por dentro.

—Ayyy, niña Sandra….niña Sandra…estoy llegando, estoy llegandoooo…

La mujer le abrió las piernas para insertarle el dedo meñique. Comenzó a moverlo lentamente mientras la joven volvía a deleitarse con aquel desprendimiento que le anegaba la rajita. Sandra nunca dejó de manosearla y los gritos de Españita saturaron la estancia.

—Ohhh, niña Sandraaaa….demeeee, deme mássss..

Sandra se dobló para meter la cara entre sus piernas y la penetró con la lengua, moviéndola con rapidez. La jovencita, en trastornado trance, acusó el poder de la lamida en el interior de su empeine sintiendo que la abrían, que la partían en dos. Era la dureza de una lengua tibia que le dividía la gruta hundiéndose sin cesar.

De nuevo volvió a sentir los espasmos mientras su cuerpo temblaba de furor. Sandra largó sus manos para apretarle las chiches, para pellizcarle los pezones, unos pezones que nunca se cansaban de recibir presión, los tentaleos de unos dedos ahítos de explorar. Luego volvió a hundirle los dedos en los sobacos para hurgar entre sus carnes, frotándole las yemas.

Españita, sorprendida de su propia lascivia, aún no podía entender por qué llegaba más rápido que Sandra, y además, en seguidillas.

—¿Qué me sucede, niña Sandra… qué me sucede?

—¿Por qué?

—Llego muy rápido... y nunca me canso de llegar.

—Es normal, niña, es muy normal. A tu edad yo también llegaba así de rápido, y lo repetía muchas veces.

El dicho de Sandra le tranquilizó.

Sus cuerpos tensos y sudorosos continuaron abrevando por largo rato en los dulces torbellinos de un delirio táctil que no se podía comparar con nada. Las dos estaban descubriendo las vetas de un filón nuevo, las aguas de un mar tan turbulento como desconocido que las sumergía en el centro de profundos remolinos.

Apenas a sus catorce, Españita experimentó aquella tarde las ignoradas sensaciones de una boca incomparable, de unas manos quemantes, de una lengua afilada y dispuesta a darle siempre más, a hartarse de sus sudores, de su cuerpo, de sus inexplorados recovecos.

Y Sandra por fin satisfacía sus fantasías, sus locuras más ardientes, sus sueños por disponer de aquel cuerpo regordete que tanto morbo le despertaba, que la había hecho soñar por tantas noches y que ahora, por fin, podía decir que le había pertenecido.

Españita no dejó de abrir las piernas hasta que no experimentó esa sensación de saciedad que le devolvió la calma. Entonces se dejó caer sobre la cama con los miembros bañados en sudor.

Extendió los brazos para abrazar a Sandra y besarla, acariciarla, mostrarle lo llena que se sentía.

Fue entonces cuando se escucharon ruidos en la calle.

—¡Llegaron a por tí! –susurró Sandra en voz baja, apartándose de ella.

—Ay, qué lata —dijo Españita— El tiempo se me fue como el agua. Ay, niña Sandra, ¿lo repetiremos el otro sábado?

—Sí, chiquilla mía, claro que lo repetiremos —prometió Sandra en un susurro.

Españita se arregló la ropa apresurada mientras gritaba que la esperaran. Luego se acercó a Sandra para decirle quedamente:

—Aún tengo ardores en mi empeine.

—Yo también en el mío, pero me gusta sentirlos.

La jovencita sonrió sin dejar de mirarla.

—Esta semana me depilaré y te regalaré mis rizos.

Sandra se le acercó para abrazarla y apretar su cuerpo contra sí.

—Dime lo que harás con mis pelitos —preguntó Españita.

—Los guardaré en la cajita musical. Serán como un recuerdo vivo, un recuerdo muy especial, y tú misma podrás verlos cuantas veces quieras.

—Gracias, niña Sandra…muchas gracias.

Sandra sonrió complacida.

Después le dijo adiós mientras veía desaparecer su regordeta figura por el pasillo.

Ahora se daba cuenta de que por fin comenzaría a vivir su verdadera vida en Sauzalito, dar rienda suelta a sus preferencias sexuales, a sus anhelos, a sus ambiciones.

Ahora podía decir que una fantasía, por absurda que parezca, puede convertirse en realidad tal y como se ha soñado.