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Confesión

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Confesión

La cara oculta de los motivos de un asesino de niños...

Vaya señor Juez, veo en su rostro - como en el de los honorables miembros del Jurado - una extraña expresión de horror al oírme confesar que fui yo quien mató a esos dos niños. No puedo imaginar cómo será su mueca de terror cuando les diga que soy responsable de la que llaman "Cadena de Suicidio Infantil", que ha asolado al país desde hace tres años, con más de cincuenta víctimas.

Antes que el señor fiscal siga vociferando porque se construya el patíbulo que esos cuatro monstruos que él llama "Atribulados Padres" piden para mí, permítame decirle que mis víctimas no son producto de un capricho momentáneo: No. . . nunca fue eso.

En mi calidad de profesor de educación básica, cada vez que llegaba a una nueva institución, buscaba entre la marea de rostros infantiles uno especial; más triste, más introvertido. Averiguaba el nombre de ese rostro y me acercaba poco a poco a él hasta lograr que me contara su historia, pues son de naturaleza desconfiada.

La mayoría de estas historias estaban sembradas de lo que sus progenitores llaman "Accidentes"; nombre que oculta la tortura física y moral a que eran sometidos sus hijos. Entonces yo ofrecía a los niños un elíxir especial que, según les aseguraba, curaría el dolor y les daría la tranquilidad que deseaban.

Todos lo aceptaron, aunque algunos preferían esperar hasta estar en casa. Unas dos horas después de ingerir mi elíxir, una dulce somnolencia los embargaba, y simplemente pasaban del sueño profundo al sueño eterno. Yo pretextaba no poder soportar la pena, y partía hacia un nuevo destino con la alegría de haber librado a un inocente más de su interminable tortura.

Pero... señor Juez, ¿Cómo puede atreverse a decirme que podía haber denunciado los hechos? Lo hice la primera vez al conocer a un pequeño de carácter dulce y tímido que sufría de frecuentes "Accidentes" a manos de sus padres, que gracias al gran trabajo de un abogado defensor, fueron declarados inocentes. Unas semanas después el niño sufrió un nuevo accidente. . . y si eso no se ha repetido me estará viendo hoy por televisión, desde una silla de ruedas. . .

Entonces, impulsado por esto y por mis propios recuerdos de niñez, con un padre irresponsable y abusivo y una madre indiferente y egoísta, decidí liberar a cuantos niños pudiera de la tortura que yo también sufrí. . .

Así, llegué a esta ciudad y descubrí que el hijo de aquellos llorosos monstruos era encadenado a la menor falta; y que el hambre y el látigo castigaban las faltas mayores, como no pedir permiso para llegar unos minutos más tarde a casa o hurgar por las alacenas en busca de algo para comer. Descubrí también que la hija de ocho años de la alta y bella pareja de bestias que se encuentran consolándose mutuamente, una pequeña rubia y de vivaces ojos azules, era incitada a tomar sustancias prohibidas por su necia progenitora, sufriendo grandes castigos si se negaba a ello; y era también usada sexualmente por su desnaturalizado padre.

Hastiado de la misión que me había impuesto, pero asqueado por lo que descubrí, me cité con los niños en un parque y les confesé quién era y que hacía realmente. Entregué después a cada niño una botella de las tres que en aquella ocasión había preparado, reservando la última para mí.

Les dije que ese era el camino fácil; o que podían intentar llegar a la edad adulta convirtiéndose en un duplicado de sus padres. Ambos aceptaron de buen grado la primera opción y bebieron con ansiedad. Estaba seguro de que el líquido actuaría en esta ocasión en quince minutos. Pero antes de que yo pudiera beber, una persona que escuchó el final de la conversación me atacó y derramó mi veneno. Me inmovilizó, e intentó que los niños vomitaran, sin conseguirlo.

No busco que se compadezca de mí, señor Juez; no importa... recuerdo las palabras que me dirigió la pequeña, con lágrimas en sus grandes y bellos ojos azules: "Gracias señor asesino, lo amamos"... Y eso basta como perdón, al menos para mí...