Un intercambio de mails con una lectora me ha permitido conocer la siguiente
historia que expongo a petición de la propia autora que buscaba consejo ante su
delicada situación.
Mi nombre es Elena y nací en una familia humilde. Acostumbrada a carecer de
todo, me tuve que esforzar mucho en la vida para conseguir las cosas. Merced a
mi esfuerzo y no puedo negar que a mi favorecedor físico, acabé casándome con un
hombre bastante rico. Mateo que es su nombre, se dedicaba a los negocios en
Internet y es un hombre reservado pero muy tranquilo e inteligente. Fuimos muy
felices durante algún tiempo. Tuvimos un hijo que se llama Antonio que nos
sirvió para querernos aún más.
Sin embargo con el tiempo las cosas se fueron enfriando entre Mateo y yo. Él
estaba muy volcado en su trabajo y me sentía un poco aburrida en casa así que
tuve algunas aventuras que creo pude ocultar del conocimiento de mi marido. La
educación de nuestro hijo acabó siendo un motivo continuo de enfrentamiento
entre nosotros. Mateo era muy indolente y mimaba mucho a nuestro Antonio. Yo
trataba de que desarrollase un poco de autodominio y sensatez y al final acababa
siempre siendo la mala de la película. Siempre era yo la que le acababa
castigando y negándole sus caprichos y mi marido aunque no me ayudaba, me dejaba
hacer.
Conforme iba creciendo Antonio las cosas se ponían más y más difíciles. Quería
salir hasta tarde, tener televisor en su propia habitación, su propio dinero,
una moto. A todo le tenía que decir que no y su padre acababa concediéndole lo
que podía. Hubo un momento en que le planté un ultimatum a mi marido al respecto
y esto, unido a que apenas si teníamos sexo en la cama y a que tal vez tenía
alguna sospechas de mis correrías, acabó desembocando en nuestra separación.
Por aquel entonces nuestro hijo Antonio tenía 15 años. Traté de llevarlo por el
buen camino pero creo que a esa edad ya era demasiado tarde. Siempre he dicho
que Antonio no debía ser hijo natural nuestro, que en el Hospital nos lo
debieron cambiar por error, porque no me explico que de un hombre de rasgos tan
suaves como mi marido y yo, que soy muy femenina, haya nacido un chico tan
brutote. Es muy alto comparado con su padre, pues mide 1,85 mientras que mi
marido y yo medimos 1,72. Se afeita desde los 12 años y tiene barba abundante.
Tiene además mucha personalidad y con ella y el dinero que mi marido le solía
dar siempre tenía para estar de fiesta y no para estudiar.
Antonio tuvo novias desde antes de los 15 años y nunca fui capaz de controlar lo
que hacía y dejaba de hacer. Llegaba tarde a casa tras salir con ellas y creo
que se había estrenado en la cama muy pronto porque a pesar de revisarle la
habitación nunca le encontré revistas pornográficas, que hubiera sido lo propio
a su edad.
Su precocidad me preocupaba así como su dejadez con los estudios. En cuanto su
padre dejó nuestra casa hice lo que pude por cambiar todo eso, tal vez sin
éxito. Al menos conseguí atarlo un poco más en los horarios de salida y entrada
y tenía que rendirme cuentas de las notas del instituto. Y el flujo de dinero
continuo algo se le cortó porque noté que gastaba menos.
Tras dos años de separación mi marido acabó conociendo a una mujer, llamada María
que empezó a meterle malas ideas en la cabeza. A pesar de nuestra separación mi
antiguo marido había sido muy benévolo concediéndome la casa y una asignación lo
suficientemente elevada como para que no tuviera que trabajar y pudiera
disfrutar de los caprichos que una mujer aún joven (apenas tengo 40 años) se
merece. Además a mi edad nadie me querría para trabajar así que creo que era
justo que el se encargara de todo, pero la tal María comenzó planeando que
cortase el pago de esas mensualidades. Y como Mateo era muy cordial, acabó
optando por pedir el divorcio formal y según me indicó él mismo "me asignaría la
cantidad que el juez decidiera".
Con la custodia de nuestro hijo, estaba claro que la casa sería para mi. Además
podría exigir una manuntención elevada. Era una suerte que todo hubiera ocurrido
antes de que nuestro hijo se emancipara, pues entonces tenía 17 años. Por todo
ello ambos tratamos de agilizar el divorcio.
Un día estaba viendo la televisión con mi hijo tras la cena y este me dijo que
María, la nueva novia de su padre, había estado hablando con él, tratando de
convencerle de que se pusiera de su parte y que mintiera sobre mí.
No podéis imaginar lo enfadada que estaba. Hasta dónde puede llegar la maldad de
algunas mujeres. Para colmo me contó mi hijo que esta malvada mujer le había
propuesto que mintiera en el juicio de divorcio y dijera que yo le pegaba a mi
hijo, o peor aún que había abusado de él, prometiéndole una cantidad de dinero
muy elevada.
Esa noche no pude dormir del enfado. Hablé con mi abogado y me dijo que no se
podía hacer nada al respecto sin pruebas y que esas cosas eran normales, que
tenía que alegrarme de que mi hijo hubiera estado ahí dando la cara.
Pasaron pocos días y llegó mi hijo tarde a casa una noche. Le eché una bronca
considerable pues hacía tiempo que lo tenía bajo control. Le castigué sin ver la
televisión y eso que echaban un partido de fútbol de su equipo. Se enfrentó
conmigo pero soy una mujer muy firme en mis decisiones y siempre acaba
haciéndome caso. Ese día sin embargo me amenazó:
- Si sigues con esa actitud voy a tener que hacer caso a lo que dice María y
mentir en el juicio.
Me quedé de piedra ante lo que oí, no fui capaz de reaccionar, que manera de
tratar un hijo a su madre. Le pregunté si era consciente de lo que había dicho y
me dijo que sí con toda la sangre fría del mundo. Vi pasar ante mis ojos un
futuro de pobreza y miseria y le acabé dejando ver ese partido. Me arrepentiré
de esa decisión toda mi vida.
A partir de entonces mi hijo comenzó a darse cuenta de que tenía algo muy bueno
con lo que negociar. Y no podía permitir que por una denuncia falsa se arruinase
mi futuro. Primero mi hijo comenzó a llegar tarde y cuando le recriminaba me
decía "al final tendré que hacer caso a María" cortando mis argumentos de raíz.
Viendo que aquello funcionaba comenzó a limitar mis acciones. Un día me lo
encontré comienzo en el cabecero de la mesa (almorzamos en una mesa rectangular
bastante larga y ese sitio siempre ha estado destinado a mi) y tuvo la
desfachatez de decirme "a partir de ahora yo comeré en este sitio".
Poco a poco con pequeños gestos me fui plegando a su voluntad. Faltaban pocos
meses para el juicio y después podría despreocuparme por el resto de mis días.
Cedí demasiado. Mi hijo faltaba a clase y no podía decirle nada. Se quedaba
hasta tarde viendo la televisión y tomando cervezas, cuando en mi casa el
alcohol siempre había estado prohibido. No tuve sino que dejarle hacer.
De aquello pasó a pedirme que yo le comprase las cervezas. Y luego a que se las
trajera al sofá. No sé que me pasó, a mi una mujer de tanto carácter, pero acabé
teniendo que ceder. Ya no pronunciaba la amenaza de María, pero estaba implícita
en sus indicaciones.
Un día Antonio, mi hijo, me recriminó que siempre fuera en casa hecha un asco.
No iba mal vestida pero a él pareció no gustarle que fuese con prendas cómodas
cuando él bien que se tiraba sobre el sofá descamisado en pantalones cortos. Un
día decidí arreglarme un poco más, como para una cena formal, tratando de llamar
al lado más humano de mi hijo.
Pero aquella fue una mala decisión también. Mi hijo Antonio me dijo:
- Así mejor en casa mamá, pero también te podrías poner una falda, que los
pantalones son para los hombres.
Al día siguiente, para complacerlo, me arreglé un poco y me puse una falda muy
bonita pero de nuevo me dijo:
- Mamá, esa falda no está mal, pero hoy en día se llevan faldas más cortas,
parece que fueras de otra época.
Su comentario me ofendió mucho pero quise enseñarle que aún tengo buen cuerpo y
soy una mujer que puede vestir bien con una falda por encima de la rodilla. Pero
de nuevo no le gustó:
- Mamá, esa minifalda es de las primeras que salieron al mercado. Las minifaldas
ya no son así.
Ya me estaba tocando en lo más profundo de mi feminidad así que fuí a propósito
a una tienda y me compré una minifalda muy corta, excesiva para mi gusto pero a
la que no tendría nada que objetar.
Antonio se quedó sorprendido al día siguiente cuando me vió así vestido, pero
aún así volvió a replicar:
- Mamá, esa falda ya está mejor, pero ¿Desde cuando se ha vestido falda sin
tacones?
Por comodidad había decidido ir con unos zapatos planos pero su comentario me
ofendió una vez más. Al día siguiente me puse mis tacones más pronunciados.
Cuando me miré en el espejo sentí un poco de vergüenza por ir vestida así en
casa, cuando una mujer como yo anda con unos tacones tan altos y una falda tan
corta no deja de llamar la atención de todos los hombres. Pero pensé que como
estaba ante mi hijo no pasaría nada.
A la noche siguiente mi hijo me vió de esa guisa y no podía quitarme ojo de
encima. Sentí el halago de toda mujer que agrada, pero también pena porque no
dejaba de ser mi hijo el que me estaba mirando. Pude notar una escandalosa
erección en su pantalón corto. Me arrepentí de haberle seguido el juego tan
lejos.
Al día siguiente me presenté de nuevo en ropa normal de andar por casa una señora.
Pero se enfadó muchísimo y volvió a recordarme después de mucho tiempo la
amenaza. Me dijo que para una vez que me había vestido bien que lo hacía como
algo excepcional, que quería que fuera siempre así cuando el estuviera en casa.
Aquello fue un horror, acabé llorando en mi habitación pero al día siguiente no
tuve otra que aceptar e ir vestida así por casa.
A una cosa siguió a la otra. Tuve que ir siempre maquillada y a la falda
extracorta le siguieron unos tops de quinceañera y blusas demasiado cortas. Me
plegaba a los deseos de mi chantajista hijo, al fin y al cabo pronto estaría
divorciada y liberada de mis obligaciones.
Con el tiempo pasé a estar al servicio de mi hijo el poco tiempo que pasaba en
casa. Le llevaba la bebida y la comida al sofá. Cuando cenaba en el salón
insistía en que yo comiera en la cocina y le sirviera los platos con una
bandeja.
Un día se trajo a unos amigos suyos a ver un partido. Me avisó que quería que
les atendiera a ellos tan bien como a él, y que el flujo de cervezas frías no
podría cortarse en ningún momento. Pero me dijo que no quería que pensara que
era su madre así que a ellos les diría que era la criada.
Me dió una tremenda vergüenza e ira que mi hijo me tratase así pero tuve que
conceder. Cuando llegó el día del partido tuve que ocultar todas las fotografías
familiares del salón para que los amigotes de mi hijo no supieran que yo era su
madre. No sabía si debía vestir cómoda o como a mi hijo le gustaba. En la duda
decidí evitar sus iras con la minifalda y los tacones.
Me sentí sucia y observada por sus amigos constantemente. Cuando veían el
contoneo de mis caderas al marcharme lentamente caminando en mis tacones con la
bandeja llena de botellas de cerveza vacías se hacía el silencio y todos me
miraban abobados. He de reconocer que a una parte de mi le agradaba esto, pero
no era nada comparado con el sentimiento de degradación que sentía.
Como no bebieran cervezas a ritmo suficiente como para verme mover el trasero,
comenzaron a pedirme que les trajera diferentes bebidas y cuando llegaba con la
bandeja me decían que me había equivocado, que en realidad habían pedido algo
distinto. Como Antonio mi hijo no saliera en mi ayuda no pude sino complacerles,
sintiéndome desnudada a cada instante por las miradas lascivas de sus
adolescentes amigos.
Quiso que Antonio fuera el mayor de todos y el cabecilla que los compañeros
borrachos no quisieran tocar lo que tanto habían mirado porque con tantas
cervezas bien que los instintos les llamaban. En algún momento mi Antonio
recuperó la cordura y los mandó a todos a sus casas.
A partir de ese día Antonio decidió empezar a llamarme por mi nombre, ya nunca
decía "mamá". Ese fue uno de los momentos más duros para mí. Me trataba como a
una criada y un día me dió un cachete en la nalga para que le trajera la cerveza
fría.
No quise entender mal el gesto, pero pronto vi que nada tuvo de inocente, con el
tiempo me tocó recibir sus caricias en las piernas mientras intentaba servirle
la bebida sin tirarla. Las caricias se volvieron constantes, luego fueron
palmetadas en el culo, que me hacían hasta daño.
Perdí el ritmo de los días. Mi hijo comenzó a ver la televisión desnudo conforme
el calor del verano se iba acercando. Yo seguía con mi vestuario pero un día me
pidió que le atendiera en traje de baño. Al traje de baño siguió el bikini,
siempre bajo amenazas. Y luego el tanga y el top-less.
Atendía a mi hijo casi desnuda. Menos mal que de todo eso se cansó y pasó a
pedirme que de nuevo fuera vestida con falda, medias y liguero. Pensé que lo
hizo porque sintió algún pudor, luego supe que era por el morbo que le causaba
verme así.
Apenas faltaba una semana para el deseado juicio cuando me pidió cortesmente que
se la chupara. No supe decirle que no, después de tanto. Me introduje su miembro
en la boca como buenamente pude. Era grande. Era grueso y no muy limpio. Tragué
como buenamente pude mientras él pronunciaba todo tipo de obscenidades. "Tómate
mi biberón" era la que más repetía. Yo no hacía sino tragar y tragar y él se
movía frenéticamente haciéndome daño en la garganta. "Tu me amamantaste, ahora
me toca a mi" decía el muy degenerado. Cuando sentí que terminaba saqué
rápidamente mi boca de allí pero espesos rayos de esperma me cayeron por toda la
cara. "No te retires so puta" - dijo el malnacido y me obligó a beberme toda esa
suciedad mientras sonreía complacido.
A partir de ese día la rutina no hizo sino empeorar: cada mañana me tocaba
"tomarme el biberón" que no era sino tragarme toda la lefa que hubiera sido
capaz de fabricar durante la noche. Me sentía humillada hasta lo más profundo de
mi ser, pero los días pasaban rápido y pronto todo eso no sería sino un mal sueño.
Las felaciones se las hacía mientras el estaba sentado en el sofá. Yo me tenía
que arrodillar en frente de él, totalmente vestida con tacones y falda. A veces
ponía la televisión mientras se la chupaba o me cogía las tetas con poca
delicadeza, por encima de la ropa.
Por las noches comenzó a abusar sexualmente de mi y yo no podía hacer nada. Me
pedía que le llamase "papito" y yo le complacía también en eso, siguiéndole el
juego en la medida de lo posible. Trataba de disfrutar de su tremenda hombría
cada vez que me arremetía con sus empellones y le decía el tipo de frases que
parecía que le gustaban para que no se sintiera violento y me obligara a
decírselas: "Haz una mujer de tu madre", "Córrete en mis entrañas que quiero un
hijo tuyo semental", "Métasela por detrás a esta pobre fulana", "Cuánto hombre
para una mujer tan puta", "Déjame que le chupe las pelotas a mi hijo", "Ay
papito no tan dentro que me haces daño con tu cosota". Y cuando el me decía "Te
la meteré hasta las pelotas" yo tenía que decir "sí, sí rómpeme toda que me lo
merezco por provocarte a diario con mis caderas".
Me provocaba unos orgasmos largos e incontrolables, que me hacían sentir una
puta de carretera. Él iba a lo suyo y parecía no fijarse, bien podía terminar yo
dos veces antes de que me inundara con su abundante leche por cualquiera de los
agujeros de mi cuerpo.
No sé qué hacer, el viernes pasado debió ser el juicio pero hubo un aplazamiento
hasta dentro de dos semanas. ¿Debo seguir aceptando los abusos del desalmado de
mi hijo?