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Amargura y excitación

en Hetero: Infidelidad

El regreso a casa de un viudo es duro, los recuerdos te asaltan por doquier, nada es distinto y todo es diferente. Ella ya no está...sólo queda el dolor.

Me llamo Raúl, y he vuelto a casa con una urna como única acompañante. La incineración fue rápida, más de lo esperado. Atrás quedaron las semanas fatídicas del cáncer terminal, diagnosticado demasiado tarde como para mantener una vida más allá de los 35 años recién cumplidos. Quien sabe si por ese rápido destino no hubo hijos a los que consolar en tan duros momentos.

Entre mi mujer y yo apenas había un par de meses de diferencia. A veces le decía que cómo se sentía al tener como pareja a alguien más joven. Hubo buenos tiempos, aunque también malos. El orgullo hiere más que cualquier arma; el silencio destruye más que cualquier bomba.

Y sin embargo la pesadilla iba a comenzar justo ahora.

Debía recoger su armario, un espacio que yo nunca había osado penetrar, ella lo consideraba "su" territorio; nunca me pregunté por qué necesitaba ese espacio vital y se enfadaba si yo le quería guardar su ropa interior, o si alguna vez le planchaba alguna blusa, le preguntaba si la quería colgada de una percha o plegada.

Allí, tras un montón de jerseys que iba a dar a Cáritas, había una caja grande de madera, de esas de casi un metro de alto y ancho por medio de fondo, con un candado puesto y sin llave. La saqué con bastantes esfuerzos porque pesaba mucho, y decidí forzar la tapa. No costó demasiado reventar el tosco maderamen, pero sí me costó asimilar ver el contenido.

Había una colección de cd grabados sin más datos que fechas e iniciales en las etiquetas, un collar que se me antojó de perro, unas cadenas, lencería negra y roja, algunas con aberturas centrales, unos consoladores que daban miedo por lo grandes que eran, una especie de diario también cerrado y fotos, muchísimas fotos. Al principio los primeros planos no los reconocí. Pero a la quinta foto, el corazón se me rompió. Allí estaba ella, en un primer plano de su cara, amorrada a una verga negra que casi la atragantaba. Por el ángulo de la foto, se veía claramente que alguien más estaba allí. El impacto visual fue brutal. Pero esa fue digamos la más pudorosa, porque mi "dulce" Marisa los tomaba de tres e tres o más, y no sólo a hombres, también a mujeres.

En el diario estaban las respuestas. Ese gran sueldo que tenía, a base de muchos variables, era una cortina de humo que tapaba la relación de muchos años que tenía con su jefe de toda la vida, que incluso vino invitado a nuestra boda, y cómo ambos daban rienda suelta a los más desaforados deseos, por duro o raro que fuera. Ahora empezaban a encajar pequeños detalles que en su momento no tenían importancia: "cariño, hoy llego tarde, no me esperes despierta, el cierre mensual, ya sabes"; "estoy muy cansada del viaje, cariño, necesito descansar" o las veces que no cogían el teléfono ni el móvil en la oficina (es que la recepcionista estaba enferma), o lo más terrible, que Marisa fue a un centro de planificación y se hizo una ligadura de trompas, operación pagada por su jefe, para poder tener sexo sin problemas de quedarse embarazada. Si hasta el ginecólogo aparece sonriente en las fotos, mientras mi mujer le comía el rabo.

Sentía rabia, mucha rabia, pero también excitación, una emoción animal que superaba mi dolor racional por las infidelidades recibidas a cambio de una dedicación entera y plena, incluso con algunas renuncias como aquella vez que una compañera de trabajo en una cena de navidad de la empresa prácticamente se me lanzó encima con un deseo que casi me hace caer en la tentación. Pero no, ése no es el motivo de mi ira. No son las oportunidades perdidas, sino las realidades manifiestas las que rompen en mil pedazos los recuerdos que tenia de mi esposa.

Mecánicamente empecé a visualizar uno por uno todos los archivos fotográficos. A medida que iba reconociendo caras entre los cuerpos desnudos que copulaban con mi mujer, fui realizando una lista completa. No faltó el padrino de boda, mi mejor amigo, ni su hermano; tampoco faltó mi cuñada, la hermana de mi mujer y varios rostros desconocidos, tanto masculinos como femeninos. Y si las fotos eran evidentes, los cd contenían filmaciones. El shock fue importante al ver cómo mi dulce Marisa destrozaba su imagen ante mis ojos emputecida ante una vorágine de pollas que la taladraban por todos sus agujeros, cómo éstos rebosaban esperma, y cómo sin ningún recato se introducía los dedos para sacar la simiente y tragarla sonriente ante la cámara.

Lo reconozco. Me masturbé y lloré amargamente ante los espectáculos ofrecidos. E hice demasiadas veces ambas cosas. Durante 2 dias sin apenas dormir repasé la historia oculta de Marisa; más de 10 años entre toda la documentación, y más de doscientas personas diferentes que disfrutaron de su cuerpo. Fueron especialmente hirientes sus sonrisas con la cara llena de esperma, y más aún sus ansias de más sexo cuando se mostraba abierta de piernas ante la cámara con dos personas dentro de ella, o cuando su mejor amiga –cuánto lloró en el funeral- le introducía su mano profundamente en sus ensanchados coño y culo.

Finalmente, noté unos retortijones tan fuertes en mi cuerpo que vomité en el lavabo. Fue la depuración final, la que me hizo ver claras muchas cosas. Tomé una decisión importante: envié una copia de los vídeos a las esposas de todos aquellos que reconocí en ellos, y llamé a mi cuñada y a Lidia, la mejor amiga de mi mujer, para decirles que deberían ser mucho más amables conmigo a partir de ahora si deseaban seguir manteniendo todo en secreto. Como supuse, aceptaron sin demasiados problemas

Pero me faltaba el detalle culminante, la puntilla: al dia siguiente, antes de tirar de la cadena del inodoro, cogí las cenizas de la que fue la gran puta que se casó conmigo y que no respetó nuestro juramento, no ya de fidelidad, sino de confianza, y las tiré por el inodoro. En la urna ahora lanzo los condones usados con mi cuñada, con Lidia, y con otras mujeres que me ayudaron éstas a identificar en los videos y fotos, y que como supuse, se prestaron a comprar mi silencio con sus entrepiernas.