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Las Cosas de Carmen: Tarde de cine

en Fantasías Eróticas

Es que si te lo cuento ni te lo crees. Me da hasta vergüenza...

 

Resulta que, al volver a casa, cómo el día ha sido muy estresante, y me cuesta pillar el sueño cuando es así, no se me ha ocurrido mejor cosa que meterme en ese cine de sesión continua que hay camino de casa, en Magallanes, ya sabes.

 

No se ni qué película ponían. Una comedieta romántica de esas que hace ese hombre tan guapo del pelo gris, como se llame.

 

El caso es que saco la entrada, entro en la sala, y me siento cerquita del final, por que me agobia estar cerca de la pantalla, con una cocacola y un toblerone.

 

En toda la sala no debía haber ni veinte personas: un par de parejitas, y varios espectadores sueltos aquí y allá.

 

Me repantingo en el asiento, coloco el abrigo en el respaldo del de delante, y me dispongo a ver la peli con toda tranquilidad cuando (no debía llevar ni diez minutos) un muchacho se sienta en el asiento de al lado, a mi derecha.

 

Me inquietó un poco ¿Por qué demonios tenía que sentarse a mi lado, si estaba toda la sala vacía?

 

Pero no termina ahí: al cabo de un momento, aparece otro, y se sienta en el de la izquierda. A esas alturas me sentía muy intranquila, sin saber qué hacer. Por una parte, me asustaban aquellos muchachos que me habían rodeado sin ninguna necesidad; por otra, me daba miedo levantarme y marcharme caminando a casa por la calle desierta. Además, los muchachos no debían tener ni 18 años.

 

El caso es que decido quedarme quieta, un poco tensa, y disfrutar de la película. El cine no tiene ni acomodador, pero aquellos chicos no parecían ir a hacerle daño a nadie, así que traté de relajarme.

 

Al cabo de un ratito, comencé a sentir que el brazo del que tenía a mi izquierda se movía rozándome de una manera extraña. No se qué me imaginé, pero intenté hacer como que no me daba cuenta. Nada, inútil: al momento estaba mirando por el rabillo del ojo y, ni te lo imaginas: el tío estaba frotándose el paquete con la mano por encima del pantalón sin el menor disimulo.

 

Me dejó de piedra. Me iba el corazón a cien por hora. No se por qué no me levanté, pero el caso es que me quedé allí tensa cómo una cuerda de guitarra, asustadita perdida. Y la cosa se puso peor cuando miré al de la derecha, y me encontré con que se la había sacado y se la pelaba el tío con toda tranquilidad.

 

Me miró a los ojos sonriendo, y yo aparté la mirada como queriendo disimular. Como si no me hubiera dado cuenta. El caso es que, a hurtadillas, no podía dejar de fijarme. Enseguida estaban los dos con las pollas al aire, meneándoselas con toda tranquilidad a mi lado. ¡Y menudas pollas!

 

Yo estaba nerviosita perdida. Tenía que apoyar las manos para que no me temblaran. Y eso que la cosa no había hecho nada mas que empezar.

 

Si, ya se que debería haberme ido, pero estaba aterrorizada. Me temblaban las piernas, y no me llegaba el aire a los pulmones.

 

Ahora, que la cosa empezó a ponerse seria cuando, sin previo aviso, el de la izquierda, que parecía el mas animoso, me plantó la mano en la rodilla. Si, si, como te lo cuento: sin disimulo ninguno; me puso la mano entera en la rodilla y empezó a apretármela sin dejar de pelarse la polla. Traté de apartársela, pero me temblaban las mías de tal forma que no tuve ni fuerzas.

 

No tardó en seguirle su amigo, ni en empezar los dos a atreverse a subir muslo arriba. Me magreaban las piernas con fuerza, y no te lo creerás, pero empecé a mojar mis braguitas y, cuando el primero se acercó más a mi coño, me encontré separando los muslos para facilitárselo.

 

Y no te creas que se cortó, el angelito. En un visto y no visto me había metido la mano por debajo de la braguita y estaba acariciándome. Un poco rudamente, la verdad, pero, no se si por lo extraordinario de la situación, o por qué, me ponía muy caliente. Creo que debí ponerme a gemir bajito.

 

Los chicos no me dirigían la palabra. El de la derecha me cogió la mano y me la puso en su polla. Yo, por alguna razón, ya no me resistía a nada. La agarré y empecé a pelársela despacio. Yo misma cogí la del otro. No me lo podía creer: ¡yo, la viudita seria, meneándosela a dos muchachos que podrían ser mis hijos en un cine de barrio!

 

De repente, me llevé un sobresalto: un tercero, a quien ni siquiera había visto, apareció por mi espalda, en la fila de detrás, y empezó a magrearme las tetas. El tío me las estrujaba como un desesperado, pellizcándome los pezones, y me mordía el cuello que parecía un vampiro. Me estaban volviendo loca. Los muchachos de mis lados tenían las pollas como de piedra. Se las pelaba como una loca. Uno de ellos, no se ni cual, me había quitado las bragas, y me clavaba los dedos en el coño mientras el otro me frotaba el clítoris. No eran grandes expertos, pero me estaban poniendo a mil. Oía sus dedos chapotear en mi coño; el de detrás me desbrochaba la blusa y me sacaba las tetas por encima del sostén. Me pellizcaba los pezones hasta hacerme daño, y cada vez me ponía más caliente. Parecía que tuvieran cuatro manos cada uno. Comprendí que a mi espalda no era uno, si no dos los que había. Yo estaba despatarrada en la butaca, medio caída, abierta de piernas, culeando cómo una perra, con la blusa abierta y las tetas colgando en manos de los muchachos, y agarrada a aquellas dos pollas como si me fuera la vida en ello.

 

Uno de los que estaban a mi espalda se pusó de pie, y me encontré con su polla junto a la cara. No tuvo ni que hacerme un gesto. Estaba como loca. Abrí la boca y me lancé sobre ella con ansia. Me la tragaba entre gemidos, la succionaba como a un biberón. Todos estaban ya disparados. Mi coño lo frotaban y lo follaban con los dedos con muchísima fuerza. Me estrujaban las tetas, me chupaban los pezones, parecía que se me iban a comer. Me hacían hasta daño, pero todo servía para ponerme más y más caliente.

 

Sentí que la polla del de la derecha empezaba a latir con mucha fuerza, cómo si se hinchara más a latidos secos. Empezó a correrse a chorros, salpicándome. Creo que movía el culo de una manera tremenda, corriéndome sin parar, sin descanso entre orgasmos. El que me la tenía puesta en la boca se tensó casi a la vez, y tuve que tragarme chorro tras chorro cada disparo de esperma en la garganta. Estaba templada, y dulzona. Se me corría que parecía que no iba a terminársele nunca.

 

Cuando aquel terminó, el otro a mi espalda tomó su lugar. Yo ya no controlaba nada. Me agarró la cabeza, me la hizo girar hacia el otro lado, y me la clavó hasta la garganta. Pensaba que iba a ahogarme. Me agarraba la cabeza con fuerza, y me follaba la boca hasta el fondo. Sentía arcadas que me costaba contener, pero no podía parar de correrme. Mientras el de la izquierda se corría en mi mano también, sentí un movimiento a mi derecha. El muchacho me agarraba el tobillo y se hacía sitio. Cuando se colocó arrodillado entre mis piernas y me la clavó, nadie diría que acababa de correrse. Creo que, si no hubiera tenido aquella polla clavada hasta la campanilla en la garganta, hubiera gritado. El que se me acababa de correr en la boca tomó su lugar y me hizo agarrarle la polla también a él. El hijo de puta la tenía otra vez como una piedra. La del de la izquierda ni siquiera la solté, seguía tiesa como un palo. El que me follaba se movía como si quisiera atravesarme. Me barrenaba el coño de una manera salvaje.

 

El de detrás, sin previo aviso, se agarró con más fuerza a mi cabeza. Me la clavó hasta el fondo y me sujetó la cabeza con fuerza para impedirme sacarla. Me ahogaba cuando empezó a correrse de una manera asombrosa. Tragaba esperma como podía. Me salía esperma por la nariz. Sentía el esperma rebosando de mi coño mientras aquel cabrón se corría dentro. Los dos a quienes se las tenía agarradas se pusieron de pie apuntándome con ellas y comenzaron a disparar sobre mi cantidades ingentes de esperma tibia y espesa. Iba de uno a otro tratando de beberme cuanto podía, y sentía estrellarse en mi cara y en mis tetas lo que se les escapaba. Me corría como una posesa. Aguantándome las ganas de gritar.

 

Y, tal y como llegaron, se fueron de repente. Me quedé plantada allí, medio desnuda. Me abroché como pude la blusa, me limpié con el foulard, me atusé el pelo, y aquí me tienes. No traigo ni bragas, que no se qué ha sido de ellas. He venido por que se lo tenía que contar a alguien.

 

Pero... ¿Por qué me miras así? ¿Qué haces? ¡Ana!