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Los casos de la niebla de La Cepeda Vieja (03)

en Fantasías Eróticas

Los encuentros con “gitanillas”, parecidos al de los hijos del herrero, sucedieron en algunas otras ocasiones, y pocos fueron los que consiguieron escapar de sus artimañas para contarlo. Nadie sabe si se trataba de un solo ser que vagaba por los alrededores del pueblo, o de una pérfida legión de ellas.

 

En cualquier caso, súcubos, gitanillas, titanes, hombres sin rostro... ninguno de los malévolos seres que habitaban en las sombras, ninguno de aquellos seres perversos causaba tal desolación como los finos hilos de niebla que conseguían traspasar el muro de Vereda y envenenar las almas de sus vecinos. Ninguno causaba tal daño como la degradación moral que aquellos provocaban en los propios vecinos, como la vergüenza que hacían padecer a quienes eran poseídos por ellos.

 

Tal sucedió, por ejemplo, una noche en la taberna, pocos días después de la primera aparición de la gitanilla: como cada noche, los ocho parroquianos de siempre, y algún otro de quienes hacían su aparición más esporádicamente, se encontraban bebiendo sus jarras de cerveza, relatándose los unos a los otros en susurros los últimos acontecimientos conocidos, adornados con frecuencia por las imaginaciones calenturientas de los hombres con innumerables detalles que, claro está, nadie se encontraba en condiciones de probar o desmentir.

 

Aquella noche de sábado, las charlas se prolongaban hasta más tarde, en la certeza de que a la mañana siguiente no sería preciso madrugar para afrontar los peligros de la niebla en busca del sustento. La última comidilla versaba acerca del encuentro que, apenas dos días después del que costara la vida a los tres pobres hermanos, había tenido María, la lechera, con otra de aquellas muchachas que había, al parecer, tratado de seducirla, aunque esta había logrado eludirla y ponerse a salvo tras las puertas del lugar. Adrián, que estaba de guardián aquella mañana, y fue quien le franqueó el paso, contaba y no paraba la terrible expresión descompuesta de la mujer mientras llamaba a gritos golpeando el aldabón histérica, mirando a su espalda como si temiera que de un momento a otro aparecieran detrás de ella toda la corte del infierno.

 

El ambiente era triste, opresivo. La vida en el lugar parecía contagiarse del gris que lo invadía todo. Se percibía el desánimo, la desmoralización de los vecinos, que empezaban a preguntarse si aquella maldición les perseguiría para siempre, si sus vidas se verían eternamente perdidas en aquella nube de maldad que parecía ensuciarse cada día más y más.

 

El buen Moisés, el mesonero -y nunca se arrepentirá lo bastante-, por elevar el ánimo de la parroquia, tomó la vieja guitarra desafinada que descansaba junto a la alacena, en una silla de enea, y comenzó a rasgarla, como si la probara. Los bebedores, algunos de quienes ya empezaban a dejarse llevar por los vapores de la cerveza o el aguardiente que bebían, le animaron a tocar.

 

.- Toca “los amores de la molinera” – decía Damián-.

.- Mejor “melones traigo al mercado” -gritó Javier con un giño cómplice que sugería la pícara letra de la canción-.

 

El mesonero se decidió al fin por esta última, y sus dedos empezaron a arrancar torpemente al instrumento los acordes de la cancioncilla, donde una frutera jugaba al equívoco recitando las virtudes, dimensiones y utilidades supuestas de las verduras que vendía.

 

Como por arte de magia, el ambiente en la taberna parecía haber cambiado de manera radical. Los parroquianos pedían más jarras de cerveza, que Judit, la tabernera, servía detrás del mostrador sonriendo mientras abría y cerraba el grifo del barril y Laura, su hija, se apresuraba a servir en las mesas esquivando los azotes y halagos que trataban de propinarla.

 

.- ¡Venga, Judit, baila para nosotros! - se escuchó gritar-.

 

La tabernera, que era mujer de naturaleza alegre, no se hizo de rogar. Saliendo de detrás del mostrador y dejando encargada a su hija de atender el negocio, comenzó a danzar entre las mesas contoneando su cuerpo abundante y voluptuoso, moviendo las caderas, haciendo que sus senos, -sus míticos senos de matrona que estaban en el imaginario de la mitad de los hombres del pueblo- se bambolearán por encima del corpiño, como invitando a arrancarles de encima la tela basta de la blusa y liberarlos; guiñando pícaramente el ojo a los vecinos que daban palmas enfebrecidos cuando cantaba a viva voz el estribillo pegadizo...

 

… melones traigo al mercado

para quien quiera pagar...

 

Su falda, amplia, de tejido grueso, hacía fru-fru al rozar las piernas de los hombres que llenaban el local. Si miraba por el rabillo del ojo, disimulando, podía contemplar los bultos que se formaban bajo sus gruesos calzones, y se frotaba las manos, pues sabía que aquello significaría más monedas en la caja, y el dinero no era cosa de despreciar en los tiempos que corrían.

 

Nadie se dio cuenta. Nadie distinguió el delgado hilillo de niebla que se coló por la chimenea escondido entre el humo que revocaba y, sibilino, retorciéndose, estirándose hasta ser tan fino que nadie pudiera verlo, rodeó su cabeza como jugando, para colarse a través de su nariz en un jadeo fatigado causado por el esfuerzo de mover de aquel modo su cuerpo carnal y abundante de tabernera cuarentona. Nadie percibió cómo, de aquella misma manera, una docena, quizás más, de delgados jirones de niebla inconsistente y almizclada se iba colando a través de las narices de todos quienes allí se encontraban; de todos excepto -tal es su maldad- de las de Moisés, su marido, y su hija Laura, que quedaron de aquel modo lúcidos en el centro del caos que, sin indicios de ir a producirse, se desataba pocos minutos después.

 

Los movimientos de Judit se tornaban cada vez más procaces, y sus gestos se llenaban de lascivia. Contoneaba sus carnes prietas y abundantes de una manera obscena. Inventaba estrofas más y más explícitas que cantaba enloquecida mientras sus manos señalaban, o directamente agarraban, las partes de su cuerpo a que hacían alusión:

 

¿Quien quiere darme lo mío

para que lo guarde aquí?

 

Cantaba mientras su mano se clavaba entre sus muslos y proyectaba hacia delante la pelvis.

 

Melones tengo bien grandes

¿quien se los quiere llevar?

 

Gritaba amasándose los senos enormes y péndulos, prácticamente enterrando en sus carnes los dedos cortos y regordetes.

 

Cuando, en el paroxismo de su locura, se agarró al paquete de Jonás, el alguacil, al tiempo que entonaba:

 

Pero no tengo pepino

¿Quién me lo quiere prestar?

 

Moisés dejó la guitarra. Trató de incorporarse para detenerla, y se encontró en el cuello la navaja de Fabián, que le espetaba:

 

.- Tú te quedas quietecito.

 

Laura, su pequeña, contemplaba entre lágrimas de vergüenza cómo su madre, inclinándose, desataba los cordones del calzón y se adueñaba del miembro erecto de su víctima. Otros hombres se acercaban a ella con los ojos desorbitados. Marcos, el curtidor, no tardó en colocarse a su espalda y, tras remangarle la falda y prácticamente arrancarle las enaguas, colocó su tremenda polla entre sus nalgas blancas y grandes, frotándola en el canalillo profundo que dibujaban, aprovechando la postura que mantenía para mejor agarrarse a la tranca que meneaba.

 

Damián, Nicolás y Alfredo pugnaban por arrancarle la ropa, descubriendo a jirones las carnes que desde siempre todos ansiaban por ver. Se aferraban a sus senos gigantescos, clavaban los dedos entre la mata abundante de vello de su pubis. La pobre Judit, perdida por completo la razón, les animaba, provocaba con sus palabras que arreciaran los embites, que se venciera, si es que quedaba alguno, cualquier atisbo de vergüenza.

 

.- ¡Vamos, cabrones! ¡Necesito machos que me den lo mío! ¡Quiero rabo, perros!

 

La pobre mujer, hasta ahí llegaba la perfidia del demonio, conservaba el residuo de consciencia que le permitía saber que aquello estaba mal, que no debía hacerlo, pero era incapaz de contener el arrebato de ansia desvergonzada que se apoderaba de ella. Cuanto más claro veía lo que estaba sucediendo, más brutales escuchaba sus propias palabras, más terribles resultaban sus propios actos.

 

Allí, delante de su hija que lloraba, de su propio marido, que permanecía ya sentado sin necesidad de que nadie le forzara, apabullado por lo que veía, se encontraba gritando procacidades mientras realizaba los actos más depravados que nunca hubiera podido imaginar.

 

Martín, sentado desnudo sobre el tablero de una de las mesas, sujetaba su cabeza agarrándola del pelo rubio y rizado para mantenerla atenta a su cipote, que clavaba hasta el fondo de la garganta de la pobre mujer. Marcos, se había animado a clavar la suya en su coño, y chapoteaba en él con denuedo. Judit sujetaba con sus manos las pollas enhiestas de Jacobo y de Juan, y Pedro, Luis, y Benito magreaban con ansia sus tetas poderosas, tan grandes que, de no hacerlo, se balancearían airosas a los envites que recibía por la espalda.

 

.- ¡Vamos, maricones, quiero leche! ¡Dadme más, que ni os las siento!

 

Sus gritos enfervorizaban más si cabe a la concurrencia, que se cebaba con ella. Palmeaban sus nalgas, estrujaban sus tetazas desbordantes, amasaban cada palmo de la abundante carne limpia y blanca de la regordeta tabernera. Cuando uno terminaba, otro peleaba por ocupar su lugar. No bien acababa de tragarse con un ansia y una lascivia salvaje la leche que uno de sus repentinos amantes vertía en su garganta, volvía a tener clavada hasta los huevos la de otro. La azotaban, la estrujaban, y Judit reía. Sus nalgas se vieron cubiertas de huellas rojas de azotes. Jacobo y Juan, casi a la vez, sucumbieron a sus caricias, escupiendo su esperma en la cara de la zorra mamadora que no cesaba de meneárselas hasta que se las quitaron dejando otras en su sitio. Ni rechistó cuando Benito, no queriendo meter la suya en el coño que rezumaba la leche que Marcos había vertido en su coño, que goteaba hasta el suelo, se la clavó en el culo y comenzó a bombearla con denuedo. Incapaz de atender a más de cuatro o cinco cada vez, los que iban quedando servidos se recuperaban y volvían a la carga. Sus tetazas colgaban enrojecidas. Transpiraba, y su piel blanca como la leche brillaba dibujando pliegues de abundancia.

 

Incapaz de conseguir un lugar junto a la diosa gorda, Mateo dirigió sus pasos hacia la pobre Laura, que lloraba hipando de congoja detrás del mostrador.

 

.- No llores, puta, que hay hombres para todas.

 

Justo y Pepe, el tornero, viendo su movimiento, se apresuraron a seguirle y no tardaron en tener inmovilizada a la chiquilla sentada sobre una mesa, con la falda arremangada y las manos clavadas en sus rodillas, obligándola a mantener los muslos separados mientras le arrancaban a tirones las enaguas hasta descubrir su coño, apenas poblado. La muchacha lanzó un grito terrible de angustia al sentirse penetrada por primera vez de un terrible empellón.

 

.- ¿Dale, cabrón, dale a la zorrita para que aprenda! -Gritaba su madre, sentada a horcajadas sobre el rabo enorme del boticario mientras Jacobo enterraba la suya en su culo-.

 

El pobre Moisés, recobrada la entereza al ver peligrar a su niña, hizo ademán de levantarse a defenderla, pero Juan le quitó la intención de un puñetazo que le dejó inconsciente, tirado en el suelo.

 

La madre se contoneaba como una furia. Movía sus caderas salvajemente, sometiendo a una sacudida infernal a cualquier polla que osaba introducirse en cualquiera de sus agujeros. Su boca se tragaba cualquier cosa que le pusieran delante. Mamaba como una zorra en celo, tragaba esperma sin parar. Sus carnes temblaban como si fueran de flan, y el ímpetu no parecía terminársele nunca. Los vecinos colaboraban con frenético entusiasmo en un marasmo de sexo desmandado. La magreaban, la taladraban. Incluso mientras una polla la follaba infatigablemente, llegaban a clavar los dedos en su coño.

 

La pequeña Laura, exangüe, se dejaba penetrar ya de cualquier manera, casi sin moverse. Los hombres se turnaban entre ella y su madre. Cuando por un momento quedaba desocupada, otro cualquiera volvía a clavar su miembro en aquel coñito que rezumaba esperma templada. Incapaz de defenderse, se dejaba tomar, como su madre, de cualquier manera. Tragaba a duras penas las pollas que llegaban a su boca. Sentía arder pollas en su culo. Su madre, cuando reparaba en su presencia, animaba a gritos a los hombres a follarla.

 

El amanecer sorprendió a la furibunda compañía rodeando a la tabernera, que tirada en el suelo, boca arriba, abierta de piernas, se masturbaba furiosamente gritando:

 

.- ¡Dadme leche, cabrones, dadme leche!

 

Los hombres, doce, catorce, ¿quién lo sabe?, como hipnotizados, la rodeaban meneando sus pollas que, inexplicablemente, no parecían precisar de descanso. Se las sacudían contemplando el bamboleo de sus tetas enrojecidas, la expresión lasciva de su rostro, el modo salvaje en que se penetraba con los dedos de una mano mientras frotaba su clítoris inflamado con la otro, escuchando sus gritos de lujuria desbocada, viendo el movimiento sincopado de su pelvis. Uno tras otro, a veces varios a la vez, comenzaron a descargar sobre ella sus últimas cargas de esperma abundante y templada, que no parecía terminarse nunca, llenandola de esperma. Laura lloriqueaba sobre la mesa hecha un ovillo, cubierta todavía por los restos del vestido. De su coñito inflamado y de su culo rezumaba un goteo continuo de esperma blanquecina.

 

De pronto se hizo el silencio. Los hombres se miraban sorprendidos, como si tomaran conciencia de repente de la extrema maldad de sus actos, sabiéndose desnudos. La tabernera, desolada, trató de cubrir sus senos y su pubis con las manos. Chorreaba esperma. Se sentía dolorida y sucia, agotada. Comenzó a sollozar en un tono quedo, avergonzado. Uno tras otro fueron abandonando la taberna. Jonás, antes de irse, cubrió a la pobre Laura con su capa. Se dispersaron, cada uno hacia su casa, sin hablarse, mirando al suelo, como sin comprender lo sucedido, presos de una vergüenza honda, de una profunda sensación de vergüenza y soledad.

 

A Justo le encontraron aquella misma mañana colgado de la rama de un manzano de su huerto. Mateo y Pepe tampoco llegaron a la noche. El resto cargó para siempre con el propio desprecio y el de sus vecinos. Hasta tal punto resulta terrible la degradación moral a que puede conducir la niebla, el peor si cabe de los males que provoca.