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Las cosas de Carmen 3: Ana

en Lésbicos

De Ana... De Ana me gusta todo.

 

Ana es, sencillamente, excepcional. Empieza por ser muy de fiar. Desde que la conozco se, sin dudas, que puedo confiar en ella. Puse mi negocio en sus manos al enviudar, y no me equivoqué. Guió mis pasos, y me ha acompañado desde entonces, y la cosa funciona mejor cada vez.

 

Incluso, la noche que me ocurrió aquello en el cine, fue en Ana en quien pensé para contárselo. Tienes que entender que aquello, para mi, que hasta entonces no había hecho nada que no fuera tumbarme tripa arriba y dejar que mi difunto se desfogara entre mis piernas, y que hasta sin eso llevaba cinco años (aunque confesaré que tampoco lo echaba de menos), aquello resultó un choque tremendo con mis convicciones y mis creencias, a la vez que un descubrimiento maravilloso.

 

Y también fue por Ana por quien me dejé seducir aquella misma noche. ¡Madre mía! Todavía me tiemblan las piernas cuando me acuerdo de cómo le brillaban los ojos cuando se me lanzó encima; y del estremecimiento al sentir sus labios en mi boca, de la manera en que parecía querérseme beber viva, y de la dulce y misteriosa sensación de sus manos recorriéndome. Nunca nadie me había hecho sentir tan deseada, ni tan caliente, aunque por entonces no comprendiera todavía muy bien lo que significaba estar caliente.

 

Y con Ana, desde entonces, he ido descubriendo un mundo interminable de placeres excitantes, de torturas dulces de amor, de inconfesables vicios ocultos, de ardientes pasiones breves, o extrañas relaciones permanentes, a veces prohibidas, como la historia con aquella muchachita deliciosa, Sandra, que se dejaba querer con un abandono inconsciente y feliz, como queriéndo demostrarse a cada instante, y demostrarnos hasta donde era capaz de llegar.

 

Ana es el refugio, el punto de retorno, estable y sólido, donde acudir al final de cada historia. Con ella tengo la estabilidad que necesito que me espere cuando me lanzo a la aventura, y, al mismo tiempo, ese punto de locura maravilloso. Ana nunca pone pegas. Por muy alocado que sea el plan, siempre espero, y obtengo de sus labios el par de palabras, que me hacen sentir segura y protegida: “venga, vamos”.

 

Ana es, por otra parte, muy puta. Mi puta. Es preciosa. Opuesta a mi. Asombrosamente bella y, sin embargo, perfectamente capaz de pasar inadvertida, con esa manera suya absurda de vestir, tan gris, tan anodina. Aparece en la oficina con esos vestidos marengo, o morado, que completa con esas mallas ridículas de cuello alto, con las rebecas de monja, con los zapatos siempre negros, siempre sin adornos, siempre con ese medio tacón grueso, con esas medias de colores oscuros que parecen leotardos, con esa cola de caballo recogiéndola el pelo y las gafas de concha colgadas con el cordelito de colores, que parece la única concesión a la alegría que la viste. Para quien no la conozca como yo, Ana podría pasar perfectamente por la hermana seglar de una orden religiosa.

 

Y, sin embargo... Llega a casa. La recibo, si es que estoy, en el recibidor. La abrazo como si hiciera un siglo que la añoro. Beso sus labios. Muerdo sus labios. Busco su lengua con la mía, y jugamos a perseguírnoslas, a enredarlas, a atraparlas con los dientes suavecito, a mamárnoslas, a bebérnoslas, mientras mis dedos retiran el elástico del pelo, negro como el carbón, que se derrama sobre sus hombros, y lo despeinan; mientras desabrochan la cremallera del vestido, en su espalda, y tiran de él hasta lograr dejarlo tirado en el suelo, preámbulo.

 

La arrastro hasta el salón sin despegarme de ella. La estrujo contra mi. Aplasto sus tetitas pequeñas y redonditas con las mías, como si quisiera ahogarlas. Avanzamos lentamente, torpemente. Juego a introducir mi muslo entre sus piernas. Agarro su culito duro con mis manos, Las bajo hasta su base y tiro de la piel buscando obligar a separarse los labios de su sexo, a conseguir que se cuele la braguita entre ellos.

 

A veces, sin llegar hasta el sofá, la empujo obligándola a apoyarse de espaldas en la mesa del comedor. Me lanzo sobre ella. Tiro del jersey hasta sacárselo, y descubro, algunas veces, que no llevaba sostén. Me maravillo con sus rasgos tan perfectos, con sus ojos enormes y oscuros, de pestañas largas y oscuras; me fascina la curva prodigiosa de su nariz hebráica, prominente, abrumadora, y bellísima, que equilibra la perfecta simetría de su rostro; adoro el dibujo alargado de sus pómulos; deseo hasta la agonía sus labios gruesos y carnales, que se abren ofreciéndome la boca enorme, dibujada para besar como por un maestro.

 

A veces, cuando la tengo así, expectante y ansiosa, esperando el siguiente paso, la mordería. La devoraría entera, y me conformo con besarla. Beso sus labios, a veces muy seria, mirándola a los ojos mientras, ansiosa, me desnuda muy deprisa y contemplo, asombrada, el contraste entre su piel olivácea, perfecta y juvenil, tan tersa, con la mía, que muestra ya las primeras huellas del tiempo. La sonrío, sin embargo, y agradezco la bendición de tenerla sin fisuras. A veces, ya desnudas las dos, allí de pie, casi caídas sobre la mesa, entrecruzamos las piernas, nos rozamos, nos recorremos con las manos, como reconociéndonos.

 

Sonrío. Sonrío contemplando su expresión tan seria. A veces, cuando vamos a amarnos de ese modo, sus ojos tienen el brillo de un peso abrumador, su mirada, que desmiente cada mínimo movimiento de su cuerpo, se diría de la víctima que camina hacia su propio sacrificio.

 

Ana comienza a amar con la expresión severa del pecado. Gime en voz muy baja al principio, y permanece muy seria. Cierra los ojos. Los entorna. Respira muy hondo cuando muerdo su cuello entre mordiscos en los labios, sujetándome el rostro con las manos, como si temiera lo que hago. Entreabre los labios cuando la beso. Los abre como dejándome penetrar con mi lengua el templo de sus besos, como dejándome morderlos uno a uno, o los dos juntos. Tiembla cuando siente en los pezones el roce amoroso de los míos.

 

Si la empujo un poco más, hasta obligarla a apoyarse en el tablero de la mesa con los codos, para poder inclinarme sobre el pecho, y besarlo. Siento tensarse sus piernas alrededor de mis caderas. Siento apretarse su vulva húmeda en mi vientre como si me besara.

 

Me gusta recorrer sus senos. Alguna vez me ha dicho que siempre, siempre, siempre, antes de besarlos los contemplo. Yo no soy consciente de ello, aunque entiendo que debe ser así. Adoro la forma perfecta de esas pequeñas semiesferas oscuras que apenas destacan de su pecho. Me vuelve loca la orla diminuta y oscura que envuelve los pezoncillos apretados y oscuros que los coronan. Me fascina el modo en que se contraen cuando los beso, en que se arrugan y se cubren de granitos duros. Me pierde el gemido delicado con que responde al primer beso, al primer introducirlos entre los labios y succionarlos suavemente deslizando la lengua sobre ellos en el interior de mi boca. Me enloquece el quejido mimoso si los muerdo, si los pellizco.

 

Me entretengo en sus senos besándolos, lamiéndolos, mordiéndolos, y mis labios se aventuran a veces por sus alrededores, Beso apasionadamente sus axilas, haciéndola temblar. Beso mimosa sus costados, y se estremece cómo si un escalofrío la recorriera la espalda. Desciendo hasta su ombligo, y lo beso, y sus muslos torneados, largos y finos, se separan un poquito más, como esperándome, o se aprietan a veces alrededor de mi cintura apresándome.

 

Y me hundo en su vientre. Aprieto mis labios atrapando un pedazo de piel de su pubis, la succiono con fuerza, humedeciéndola, como tratando de tragármela, y ya es más que estremecerse: sus piernas tiemblan, y escucho cómo gime, o se queja cómo si la hiciera daño. Esquivo a besos la mata oscura de vello de su pubis besando a mi paso la piel suave de sus muslos, de su vientre.

 

Algunas veces, beso la cara interna de sus muslos lentamente, con mucha intensidad, y permito que mi cabello, que mi rostro, apenas roce su sexo. Lo miro de reojo, abierto, enrojecido, enmarcado por la mata abundante de pelo negro y duro, brillante.

 

Se tumba del todo. Apoya los pies al borde de la mesa y se me ofrece. Mueve las caderas como llamándome, como ofreciéndome su sexo, ansiosa por mis besos. Y me invita:

 

  • Cómetelo ya... Cómetelo...

  • ¿Quieres que me coma tu coñito?

  • Cómetelo... por favor...

 

Gimotea, suplica, trata de atraparme con las piernas, de conducirme a su sexo ansiosa. Me enloquece sentir su deseo, oirla suplicar, y ella lo sabe.

 

  • Vamos,.... putita... estás deseando... comértelo...

  • ¿De verdad lo deseas?

  • Por... favor...

  • ¿Es que estás muy caliente?

  • Muuuuy … caliente...

  • ¿Te mueres por que lama tu coñito caliente de ramerita?

  • Cómetelo... comete el coñito de tu puta...

  • ¿Te correrás si lo lamo?

  • Me correré a muerte...

  • ¿Moverás el culito?

  • ¡Cómetelo, puta!

 

Y me lanzo, de repente, cómo un cachorro hambriento, sobre él. Chilla. Tiembla. Se contrae. Se agarra a mi cabeza con las manos. Lo lamo, lo recorro. Saboreo la dulzura de su flujo abundante y denso. Empapo mis labios en su sexo, froto mi cara entera en él.

 

Y gimotea. Veo por encima de su pubis cómo su espalda se eleva y se deja caer, cómo se muerde los labios, cómo se abren las aletas de su nariz. Chilla cuando alcanzo su clítoris. Se le interrumpe la respiración si lo atrapo entre los labios succionándolo, y sus piernas se mueven anárquicamente cuando jugueteo con mi lengua a rodearlo, a lamerlo. Lo noto inflamarse más y más entre mis labios. Chilla si me excedo en la caricia. Tiembla sin parar.

 

Y me entretengo en recorrerla sin escuchar sus quejas, aunque suplique que pare.

 

  • ¡Para, para... por dios....!

 

Lo ignoro. Su cuerpo desmiente lo que dice.

 

A veces se queda casi ronca de gemir, de jadear. A veces, sujeto con mis manos sus nalgas, blancas, lunares perfectas, lisas. Las separo y delizo mi lengua buscando el plieguecillo arrugado, y juguetea mi lengua con él. A veces, penetro su culito con la lengua mientras hundo en su vulva la nariz hasta que siento que me ahogo. Lo humedezco, lo rodeo hasta sentir que se relaja, que permite a mi lengua introducirse apenas sin esfuerzo. Lo ensalivo, lo lamo a lametones húmedos y lentos, y permito que uno de mis dedos se aventure en su interior. Chilla, se agarra con fuerza al tablero de la mesa, lo levanta apoyándose con fuerza en los talones.

 

A veces, mientras tanto, penetro su coñito empapado con un dedo, el anular de la otra mano, orientado hacia arriba, hacia su pubis, y presiono al mismo tiempo que giro su culito. Siento la textura rugosa. Lo presiono. Acaricio al mismo tiempo su clítoris con el pulgar, y me incorporo para mirarla. Me siento una diosa haciéndola sufrir ese martirio. Me siento poderosa. Mis manos pueden hacerla temblar, estallar, retorcerse, gimotear, ahogarse. Chilla, suplica, balbucea, jadea. Sus caderas se mueven en espasmos violentos, sincopados. Sus piernas se tensan, se agitan. Se crispan sus dedos, su cara se contrae. Parece sufrir. Soporta la tortura hasta que chilla, se tensa una vez más y se agarra con fuerza a mis brazos pidiéndome que pare.

 

  • ¡No... puedo... más! ¡Por... favor...!

 

Entonces me detengo. Me inclino sobre ella y la beso en los labios. La envuelvo, la mimo, me bebo sus lágrimas de amor. La sujeto mientras tiembla todavía, mientras su cuerpo se agita todavía en espasmos involuntarios, sincopados, arrítmicos. La ayudo a caminar hasta el sofá, apoyada en mi, cómo si fuera una enferma, y la deposito allí con cuidado, y me siento para dejar que se acurruque en mi regazo temblorosa.

 

Y poco a poco va recuperándose. Lo siento en los caminos que dibujan sus dedos lentamente sobre mi piel, en los besos en mi vientre, que lentamente van menudeando. Lo siento en el calambre que empieza a recorrerme cuando, poco a poco, muy despacio, se prodigan sus caricias.

 

Y me dejo caer lánguidamente en el sofá, esperando a recibir mi premio...