miprimita.com

Los casos de la niebla de La Cepeda Vieja (01)

en Fantasías Eróticas

Todo comenzó hace años. No se cuantos. Empezó cuando aquella niebla maldita se apoderó del pueblo.

 

Los vecinos, al principio, se limitaban a comentar su extrañeza por la nube templada y densa, por su raro perfume almizclado, a veces empalagoso. Los más timoratos hablaron de maldición, y los bancos de la iglesia comenzaron a llenarse de orantes. Mosén Peter tardó poco en celebrar oficios extraordinarios para pedir la protección de los santos, y los fieles acudieron en masa hasta el punto de verse por allí a feligreses que no solían aparecer salvo en las bodas, los funerales, o los pocos bautizos que se celebraban en aquellos tiempos de escasez.

 

Vino del valle de la Cepeda Vieja. Los labradores que estaban en los campos atendiendo a sus faenas cuentan que la vieron avanzar como una masa imponente de color gris oscuro. Cuentan que no se veían los jirones menos densos que suelen acompañar a la niebla. Cuentan que sencillamente era una masa compacta y densa que parecía tener vida propia y voluntad, que se extendía como rodando, enseñoreándose de todo el paisaje como si lo devorara. Algunos corrieron a sus casas como alma que lleva el diablo antes de ser tragados por ella. A Alejandro el tuerto, que se reía del miedo de aquellos, y se quedó podando sus manzanos como si no pasara nada, nunca se le ha vuelto a ver. Nadie se atrevió a organizar una batida de búsqueda, como solía hacerse en mejores ocasiones.

 

Aquel mismo día dejaron de llegar los carros de los buhoneros, y los viajantes, y los feriantes que ocupaban con sus puestos la plaza del Concejo cada día 15 del mes. Nunca, que se sepa, nadie más volvió a recorrer el camino que conducía a Vereda, que quedó para siempre separada del mundo, como aislada por su maldición.

 

Los vecinos, que apenas salían de sus casas al principio, tardaron pocos días en comprender que había que seguir con la vida. Las reuniones en la taberna tras la cena se volvieron mustias tertulias donde se aventuraba toda clase de hipótesis sobre el origen y la naturaleza del fenómeno.

 

Sin embargo, la constatación del peligro no vino hasta que se produjo el incidente de Belinda. Aquello fue el aldabonazo que hizo comprender a quienes todavía dudaban, la naturaleza perversa del fenómeno, la maligna perfidia que los amenazaba.

 

La joven Belinda, junto con su madre, la señora Berta, caminaba deprisa a la salida de misa en dirección a su casa en las afueras del pueblo, cuando, de repente, la niebla pareció empezar a tornarse más densa, como si tomara cuerpo, hasta el extremo de dificultar su avance. Madre e hija pugnaban por avanzar en aquella especie de gelatina de humo que se oponía a su paso frenándolas. Cogidas de la majo, jadeando, terminaron por detenerse a la fuerza temblando de miedo sin saber a ciencia cierta cual era la naturaleza perversa de aquello que las amenazaba.

 

El aire, de pronto, pareció llenarse de maldad. La niebla dibujaba a su alrededor lo que parecían manos de humo espeso que se agarraban a ellas, que tiraban de ellas sujetando con fuerza sus manos y pugnando, hasta lograrlo, por separarlas. La pobre señora Berta, pudo ver cómo su hija se alejaba de ella uno o dos metros arrastrada a la fuerza. La densidad de la niebla hacía que sus gritos de terror sonaran amortiguados y, sin embargo, podía percibir, aunque en gris, todo cuanto sucedía con extraña nitidez.

 

Las manos de la niebla que sujetaban a ambas, parecían tener la potestad de decidir su materialidad, de modo tal que, pese a ser intangibles, deshaciéndose al instante cuando se trataba de agarrarlas, para volver a conformarse unos segundos después, podían agarrar y tirar. La señora Berta, llorando, pudo ver cómo aquellos dedos templados desanudaban los cordones del corpiño de su pobre hija; cómo sus huellas se dibujaban en sus pechitos diminutos y tiraban de ellos; cómo arremangaban su falda y desataban los cordones de sus enaguas hasta quitárselas. La muchacha pataleaba con sus piernecillas largas y delgadas. Se debatía gritando inútilmente.

 

Pronto estuvo desnuda por completo. Su madre chillaba con voz sorda. Ambas lloraban y se debatían, la una por protegerse, tratando de cubrir su vergüenzas con las manos; la otra por conseguir acercarse a ella y protegerla con su cuerpo rotundo de molinera. Pero todo era inútil. Sus gritos morían en la niebla y su esfuerzo se tornaba baldío ante la imponente materialidad de la niebla que las envolvía.

 

Pudo ver doña Berta, con lágrimas en los ojos, cómo las manos acariciaban a su pequeña, cuya resistencia, lentamente, iba tornándose menos frenética a medida que las caricias que recibía se hacían más intensas. Los dedos grises e inmateriales se dibujaban presionándola, cómo si la magrearan. Los veía dibujar sus huellas en sus pechitos, en sus muslos, en sus nalgas. Parecían jugar con ella volteándola, zarandeándola. Pudo ver cómo, poco a poco, la resistencia de la muchacha se iba rindiendo a ellos hasta acabar en el suelo de rodillas, inclinada hacia atrás, apoyada con las manos a la espalda y abierta de piernas, mientras un jirón de niebla se introducía en su boca, y ella parecía besarlo respirando con gran agitación. No tardó otro de ellos en introducirse entre sus piernas profanando la virginidad que sus padres habían cuidado con tanto empeño desde que cumpliera los catorce, dos años atrás. La madre chillaba, lloraba, y luchaba inútilmente, al borde del agotamiento, por defenderla, mientras la hija, ya dominada por completo por la lujuria demoníaca que aquella cosa parecía estar despertando en ella, se dejaba penetrar jadeando. Doña Berta, en el esfuerzo, tenía ya la ropa hecha jirones, pero todo su afán estaba empeñado en luchar para salvar el honor de su hija. No le importaba ya si sus carnes abundantes y prietas quedaban expuestas al aire, si sus senos enormes y blancos se bamboleaban en la pelea.

 

Belinda, mientras tanto, gemía mientras aquel jirón de niebla se movía en su interior. Las manos se adueñaban de todo su cuerpecillo delgado, la acariciaban entera, jugaban con sus tetillas de pezones oscuros y abultados, amasaban su culito y, incluso, se introducían en él. La madre lloraba contemplando aquel envilecimiento de su hija, que culeaba como una ramera dejándose hacer con placer.

 

Poco a poco, pudo observar cómo en su pubis de vello oscuro comenzaba a conformarse una extraña protuberancia que crecía lentamente. Aquello que había sido el botoncito de su hija, se extendía y engrosaba muy despacio, aunque visiblemente. Una de aquellas manos lo acariciaba, lo cuidaba, como haciéndolo crecer. Su color sonrosado, a medida que crecía, se tornaba más parecido al de su piel pálida y aterciopelada. Doña Berta apenas podía dar crédito a sus ojos viendo cómo entre las piernas de su pequeña iba creciendo un pene magnífico, que se formaba milímetro a milímetro. Junto a su base, al mismo tiempo, la piel se dilataba en lo que era ya fácil adivinar que iban a ser los testículos. La niña jadeaba ansiosa, se dejaba penetrar ya sin recato por todos sus agujeros. Incluso en su boca abierta se había introducido uno de aquellos brazos de niebla y la pobre lo chupaba como con ansia mientras su pene dibujaba venas azuladas en relieve y hasta un glande amoratado. Una de aquellas manos lo acariciaba, lo agarraba envolviéndolo, cubría y descubría el glande con la piel de aquel hermoso falo que ya estaba perfectamente formado. Doña Berta veía como las pelotas péndulas se movían al ritmo cansino de aquella caricia que ella misma había hecho alguna vez a su marido; cómo, igual que a aquel, de la punta iba manando un hilillo cada vez más abundante de fluido transparente. Su pequeña Belinda, de repente, tenía un miembro fantástico que se había formado delante de sus narices. Su pubis se movía acompasadamente al ritmo a que aquella mano gris de humo lo sacudía y, ahogados por la densa niebla, podía escuchar sus gemidos. Temblaba sin parar mientras su culito y su vulva eran atravesados por aquellos jirones de niebla que parecían follarla. La pequeña cimbreaba su cuerpecillo juncal, lo tensaba, se dejaba poseer desmayadamente, quizás con más entusiasmo que resistencia, y su madre carecía de las fuerzas necesarias para acudir en su ayuda, y tenía que limitarse como aquella pobre se envilecía, se transformaba en una de aquellas rameras de quienes había escuchado hablar.

 

De pronto, fue víctima de un tremendo estremecimiento. Bajo sus párpados escapaba un brillo azulado y maligno. Su cuerpo se tensó como un arco y comenzó a escupir tremendos chorros de esperma. La mano que acariciaba su tronco venoso y amoratado se apartó. Aquel miembro grande y firme cabeceaba en el aire como si tuviera un resorte y, a cada nuevo latigazo, disparaba su esperma con tal fuerza que llegó a salpicarla. Uno tras otro, brotaban chorros impensables de aquello. No podía ser. Tenía que ser un sueño. Se sintió abrazada con más fuerza por aquellas manos incorpóreas que la sujetaban. Sintió que flotaba en el aire mientras forzaban sus muslos a separarse y arrancaban a tirones violentos los restos de su ropa destrozada. Belinda, su propia hija, avanzaba hacia ella con un brillo perverso en la mirada, con una luz azulada en los ojos y un gesto malvado y vicioso, apuntándola con aquella polla infernal. Sintió sus manitas aferrándose a sus senos grandes y blancos al tiempo que la penetraba. Flotaba en el aire con la polla de aquel monstruo en que se había transformado su hija clavada en su interior, sin poder evitar gemir. Las manos de niebla magreaban su culo abundante y firme, sus tetas grandes y carnosas. Su propia hija las magreaba, pellizcaba sus pezones mientras sus caderas se movían fornicándola en un coito infernal. Se escuchó jadear, gemir, como de lejos, como si no pudiera creer que estaba gozando del coito con su propia hija poseída por un demonio malvado. Se sentía perversa, agarrándose a sus caderas estrechas, agarrándose a su culito breve como incitándola a follarla más fuerte, a clavar más adentro su polla demoníaca. Se dejaba morder los labios. Incluso movía sus pelvis sincopada y violentamente, experimentando un orgasmo prolongado como no había sentido nunca, sintiéndose al tiempo sucia, corrompida.

 

Se veía como desde lejos, y tuvo miedo. Como una espectadora, contemplaba la brutal escena: una muchachita pálida y delgada, con los rasgos de su femineidad apenas esbozados, armada con una verga de dimensiones más que notables, profanaba a una mujer madura que tenía su cuerpo y su cara y parecía flotar en el aire abierta de piernas. Sus carnes abundantes y magras se bamboleaban al ritmo frenético del golpeteo pubis contra pubis que su propia hija le estaba propinando. Sentía cada empujón en su interior y, sin embargo, lo veía desde fuera. Tuvo miedo. La pequeña contemplaba su degradación con una expresión viciosa en la mirada, con una sonrisa que concentraba toda la perversidad que contenía el embrujo que la consumía. Azotaba sus nalgas blancas y tiernas, sus grandes senos blancos coronados por unos pezones sonrosados, aureolados, cruzados por delgadas venas azuladas. Los pellizcaba, magreaba su carne, enterraba sus dedos en ella. Y la hacía gemir y retorcerse. La corrompía al extremo de cerrarse sus muslos carnales alrededor de su cintura como queriéndola retener en su interior, de agarrarse a su pecho con ansia, culeando como una ramera, de abrir la boca a sus besos y sorber de su lengua, beber su saliva.

 

Se sintió desvanecer cuando comenzó a brotar en el interior de su vagina una efusión de esperma similar a la que había visto salpicar al aire anteriormente. La inundaba con su calor extraño. La llenaba. Percibía con brutal intensidad cada estallido de esperma que parecía querer atravesarla. Lo veía rezumar de su vulva, resbalar hasta el suelo. Se sintió desvanecer y después no hubo nada. Solo el vacío, y supo que estaba muerta.

 

A Belinda la encontró un campesino que pasaba por el lugar camino de su huerto, tendida junto al cadáver de su madre, armada de aquella monstruosidad. No percibió el ya leve brillo azulado de sus ojos bajo los párpados entornados. Sin dejar de santiguarse y repetir histérico cuantas oraciones conocía, apiadándose de su padre, a quien conocía desde siempre, ató sus manos a la espalda con la soga que portaba y la condujo a su casa, muy cercana, mientras repetía a viva voz una letanía de rezos como ensalmos destinados a conjurar la protección de su dios frente a aquel fenómeno demoníaco..

 

Aquel episodio, el episodio de Belinda, pasó a figurar en las leyendas locales como el primero que el pueblo conoció provocado por la niebla y sus crueles moradores. Aunque no fue, ni con mucho el más terrible, los habitantes de Vereda lo repiten en susurros con un estremecimiento frente a la lumbre cuando se cuentan historias, pues fue el hito a partir del cual se sucedieron los terribles eventos de la historia siniestra de aquel pueblo maldito, castigado con crueldad, sin duda, por algún pecado olvidado tan terrible que merezca su terrible penitencia.