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Sometida. Historia de una puerca (4ª Parte)

en Sadomaso

SOMETIDA.  Historia de una puerca (Cuarta parte)

Pude conciliar el sueño durante varias horas. El alba, con las primeras luces, me despertó. Todavía estaba dolorida y magullada por el “entrenamiento” del día anterior.

Tenía el corazón en un puño, no dejaba de pensar en qué marcas me pondrían. Estaba sucia, pringosa de los fluidos menstruales expulsados durante la noche.

Cómo pude, me coloqué de rodillas abriendo las piernas para poder orinar. El líquido abundante salió de la uretra salpicándome los muslos.

Tenía ganas de defecar. No quería que ocurriera lo del día anterior, no deseaba ser castigada otra vez.

En esa posición grité todo lo fuerte que pude para llamar la atención del esbirro que estuviera esa mañana de guardia, tal y como me habían ordenado que hiciera cuando tuviera ganas de excretar;

-          ¡Por favor!, ¿alguien puede venir? Chillé.

Se oyó una voz al otro lado de la puerta;

-          Ya voy

Se abrió la cancela y uno de los sicarios de mi señor asomó la cabeza;

-          ¿Qué quieres puerca? Espero por tu bien que no me hayas despertado para una tontería.

-          Necesito evacuar. Respondí

-          Vaya, vaya. La guarra quiere cagar. Pero esa no es la forma en la que debes pedirlo. Me replicó.

-          Perdón, señor. Quisiera que me autorizase a evacuar si es usted tan amable de liberarme del consolador para que pueda hacerlo.

Intente poner la voz más sumisa que pude y, por supuesto sin mirarle a la cara, siempre con la cabeza baja.

-          Bueno, eso está mucho mejor. Ves, cuando una cerda se comporta como tal y obedece sin rechistar, las cosas son mucho más fáciles para todos.

-          ¡Apoya la cabeza en el suelo y sube el culo! Gritó. Voy a quitarte el dildo.

Estaba de rodillas, como tenia las manos atadas atrás, era difícil guardar el equilibrio en la posición que me había dicho. Gire 90 grados el cuerpo para poner mi culo justo al lado de donde él estaba y como pude apoye la cara en la paja, precisamente donde había meado minutos antes. Ya no me importaba el olor que despedía el bálago, sólo necesitaba desahogarme los intestinos.

Tiró del consolador con fuerza hasta sacarlo completamente.

De toda la noche había hecho cuerpo, estaba reseco. Pero pasados unos segundos el dolor desapareció y me sentí libre de esa cosa que me estaba empalando.

-          Qué abierto tienes ya el ojete, rió. Hoy el jefe podrá disfrutar usando ese agujero, pienso que por lo grande que lo vas teniendo no te dolerá mucho. Comentaba en tono burlón.

-          ¡Caga! Y mientras lo haces,  vas a abrir la boca para limpiar con tu asquerosa lengua el consolador, que huele qué apesta a mierda de puerca.

Ya no tenia fuerzas para negarme. Lo que quería era cagar a toda costa. Me coloqué en cunclillas todo lo lejos que pude del comedero que no era mucho ya que la cadena atada a mi cuello no era muy larga. De esta manera abrí la boca y deje que me introdujera el consolador para irlo chupando mientras defecaba. Ya no me importaba limpiar mis restos de ocre pegados al dilatador. Me estaba dando cuenta de que mi embrutecimiento iba en aumento cada día que pasaba en manos de esos sádicos.

De esta guisa me vacié, sintiéndome con ello mucho mejor.

-          Cómo caga la cerda y qué mal huele, se ve que está muy bien alimentada. Reía.

Ya no me importaban sus burlas y sus humillaciones. Evacué como si estuviera sola sin ningún mirón a mi alrededor.

Una vez terminada la operación, me saco el instrumento de la boca y lo observó detenidamente.

-          Bien, está limpio. ¡Ponte en la misma posición de antes!, pero vas a apoyar la mejilla aquí y sube el culo que te volveré a poner el dilatador.

El cabrón, me hizo colocar la cara justo donde había depositado mis excrementos por lo que mi faz se manchó de aquello viscoso y mal oliente. Para divertirse más me apretó la nuca mientras giraba mi cabeza para que todo mi rostro se llenara de aquello.  Me dio nauseas, pero las mismas pude controlarlas no sin gran esfuerzo. Acto seguido me introdujo el dildo dentro del culo. La verdad que entró sin problemas. El ano ya lo tenia bastante dilatado y no me dolió.

-          Así rebozada de mierda es como una cerda está más a gusto. Me dijo.

Una vez terminada la operación, vació una bolsa de papel que llevaba consigo en el comedero.

-          ¡Come!, en un rato vendremos a por ti. Hoy va a ser un día largo y debes alimentarte.

Antes de irse, le pregunté;

-          Señor, me ha venido la regla.  Si es usted tan amble, ¿puede traerme un tampón o compresa?

El hombre se echó a reír largamente y entre risotada y risotada pudo exclamar;

- Puerca. Ya me dí cuenta por todos tus fluidos pegados a tus piernas. Aquí no hay de eso que tu pides y aunque lo hubiera no es para cerdas como tu. Será otro líquido más a que acostumbrarte a tener en la pocilga. De todas formas ya lo hablaré con Don Gonzalo y que él decida como solucionar este “contratiempo”, concluyó.

Acto seguido se marcho cerrando la puerta.

Me incorporé como pude poniéndome de rodillas y me dispuse a comer según me había ordenado.

Tenía la cara llena de mierda, me goteaba por los pechos y la barriga, el olor era nauseabundo. Miré dentro del comedero para apreciar las viandas que se habían dignado traer. Esta vez era una especie de carne prensada, parecido al alimento que suele darse al ganado. Metí la cara y comí… Bueno, no estaba duro y el sabor no era muy desagradable. Lo único que al tener la cara llena de mis excrementos y la boca con sabor a ocre al haber limpiado el dildo, tal comida sabia con un regustillo a mierda, cosa que ya no me importaba.

Al rato de terminar “mi desayuno”, llegaron los cuatro esbirros.  Abrieron la puerta y, sin decir ninguna palabra, me desataron la correa del cuello.  Las manos también fueron liberadas de la espalda pero las ataron por delante, uniendo las anillas de las muñequeras con un mosquetón. Me llevaron a una esquina de la pocilga, justo cerca de la puerta de entrada y en un gancho que estaba incrustado en la pared me subieron los brazos unidos y con la anilla que se encontraba  al otro lado del mosquetón la introdujeron en el hierro mencionado. Las tobilleras también fueron unidas por otra anilla quedando ambas piernas amarradas entre si.

De esta forma quede atada con los brazos extendidos por encima de mi cabeza.

-          Cómo ya te dijo el jefe, todas las mañanas serás azotada.

Me enseñaron una especie de varilla de un metro y medio de largo muy flexible. Con ese instrumento iban a  castigarme.  

Previamente, como les mandó mi señor, habían echado a suertes quien era el primero, el que se ocuparía hoy. Quiso el azar que empezará el más cruel de los cuatro, aunque más tarde pude comprobar en “mis carnes” que todos, incluso aquel que yo creía más sensible, eran auténticos expertos en la técnica del flagelo.

-          Serán 30 diarios, 15 por cada lado de tu asqueroso cuerpo. Verás que bien lo vamos a pasar. Reía con voz sádica. Y, ya sabes, a darme las gracias por cada golpe.

Uno a uno iba descargando en mi sufrida piel, todavía no recuperada del castigo del día anterior, los empellones dirigidos, hábilmente, a mis zonas más sensibles. Por cada uno, articulaba un “gracias señor” cada vez más ahogado por las lágrimas y mis gritos de dolor.

Mi culo, la espalda, hombros, riñones, piernas… se tornaban ya de un color azulado por las marcas que iba depositando ese instrumento de aflicción, en contacto brutal con mi epidermis.

Pasados las 15 primeras envestidas paró, pero el tiempo suficiente para que los otros me soltaran del gancho y me volvieran a poner pero, esta vez, de frente. Expuestos, ahora, las zonas más vulnerables a su brutal castigo.

Sin piedad alguna, descargó otros quince trallazos en mis pechos, vientre, estomago, muslos y piernas. Intentaba revolverme. Lloraba, aullaba de angustia, suplicaba… todo en vano.

Una vez terminado el tormento me bajaron del gancho y liberaron las piernas dejándome,  por unos minutos, tirada en la cochiquera mientras recuperaba el aliento. Todo mi cuerpo estaba marcado de laceraciones moradas producto del castigo infringido.

Pasado ese tiempo, uno de ellos se dirigió a mí;

-          ¡Levántate guarra!, hoy toca limpieza de pocilga y aseo personal. Ya sabes, cada dos jornadas.

Me incorporé como pude. Las piernas no me sujetaban mucho debido a los golpes, pero sujetándome a la pared pude alzarme.

-          ¡Sígueme!, me ordenó.

Le acompañé. Recorrimos el estrecho pasillo donde estaban las cinco puertas que daban a cada una de las pocilgas y salimos al establo, justo en un rincón había junto a la pared una carretilla y una pala.

-          Vas a coger esos instrumentos. Te dirigirás a tu porqueriza y con la pala irás depositando toda la paja sucia, en la que tan a gusto te sientes, en la carretilla y cuando la tengas cargada la llevas al patio, es decir, fuera de la entrada del establo y allí en el medio la dejas y vuelves a por más. Y así hasta que termines. Hazlo rápido, no tenemos todo el día.

Dolorida como estaba, con las piernas entumecidas por la posición de rodillas o tumbada en el que solía estar en la pocilga, pues la cadena adosada al cuello no me permitía poder ponerme en pie, conseguí, en varios viajes, cargar todos los rastrojos mal olientes y depositarlos en el medio del patio como me habían ordenado que hiciera.

Una vez terminado el proceso, ésta fue quemada mientras me indicaban donde coger otra limpia y depositarla en mi zahúrda.

Cuando me dirigía a cargar la estopa limpia y llevarla a mi pocilga. Me paró uno de ellos;

-          Guarra, antes de coger la limpia, lleva esa otra carretilla a tu chiquero y con la pala reparte su contenido por toda la estancia, pero deja un poco, no la vacíes entera.

Cogí el volquete. Estaba en un rincón del patio. A medida que me iba acercando a el noté un fuerte olor a zotal, ese desinfectante químico tan fuerte utilizado para higienizar establos y porquerizas en general. Me acerqué y traté de subir a pulso los mangos del forcaz y trasportarlo a la pocilga. Pesaba horrores y yo no tenia casi fuerzas. Los brazos me dolían, algunos varillazos se estrellaron en esa zona y me escocían un montón.

-          ¡Vamos,  con más fuerza, puerca! Gritaban. No ves que este detergente aséptico es para tu bienestar. Tu eres peor que el ganado y, por lo tanto, no tendrías derecho ni tan siquiera a que fuera fumigada y desinfectada tu cochiquera. Pero el jefe no quiere que contagies a nadie cuando te usen. Reían.

-          Un poco más de olor no lo notarás, exclamó otro.

-          ¡No te pares o te haremos “probar” otra vez la vara! Chilló quien me había azotado minutos antes.

Sacando fuerzas de flaqueza, levanté la carretilla y con grandes esfuerzos la fui llevando hasta la puerta de la porqueriza. La gravilla que estaba alojada en el patio se clavaba en mis plantas de los pies haciéndome tambalear. En un momento dado una piedrecita se hinco en una de ellas y empecé a cojear con el agravante que el peso del zotal todavía hacia que se incrustasen con más saña. Esos pies que otrora me gustaba mirarlos, por lo pequeños y delicados que eran,  ahora con callosidades en toda su extensión, no eran más que amasijos descarnados en total sintonía con los restantes miembros de mi cuerpo.

Por fin, aunque cojeando, llegué a la puerta de la pocilga. Tuve que volver a por la pala. Ninguno de los cuatro quiso, tan siquiera ayudar en nada. Se limitaban a mirar, a reír y a mofarse con los más descarados insultos que la mente humana pudiera inventar.

Regresé con la pala y tuve que expandir el detergente por toda la lagareta en partes lo más iguales posibles, según me ordenaron. Tosía. El hedor del zotal se hacía irrespirable. No me dieron ningún trapo para poder protegerme las narices. Intenté no pisar aquello, ya que al ir descalza y con algunas heridas que tenía en las plantas por las piedrecitas del patio, suponía que no seria nada aconsejable. Por desgracia lo pude comprobar pues era casi imposible no pisar aquello ya que me indicaron que la maniobra debería hacerla desde la puerta hasta el comedero, por lo que, cuando terminé,  no tuve más remedio que pisar el desinfectante con los pies descalzos y heridos. Me escoció escoció bastante claro que, después de lo que me preparaban para este día, esos escozores no tendrían, al final de la jornada, ninguna importancia.

Finalizada la operación, me mandaron que volviera a entrar y me situara en el medio de la cocha, donde había expandido el zotal y, con lo que quedaba de la carretilla, uno de ellos me tiro al cuerpo varias paladas de ese detergente. Qué ilusa había sido, intentando no pisar aquello y resulta que los restos del mismo que me habían ordenador dejar, eran para mi. Me irritó la piel tremendamente. Ya estaba muy lacerada de los azotes matutinos que me dieron antes. Tenía algunas estrías sangrantes. Aullaba de dolor, auténticas punzadas sentía en mi magullado cuerpo cuando los polvos se iban posando.

-          ¡Estate quieta!, o no podremos lavarte. Puerca.

Cómo pude mantuve la quietud por unos segundos, con los puños apretados y presa de una histeria que se reflejaba en mis lágrimas. Apuntaron hacia mí la manguera y un chorro de agua fría vino en auxilio de mis angustias.

-          Ves, cerda, también a ti hay que desinfectarte. No querrás pegar nada a quien te use, ¿verdad?

Se lo debían de estar pasando muy bien, porque reían y disfrutaban con mi sufrimiento.

Una vez que estuve toda remojada, limpiaron la pocilga con la misma manguera hasta que, en opinión de ellos, quedó la misma suficientemente desinfectada.

 Una vez terminado el proceso, me mandaron traer la paja limpia. No podía aguantar el olor tan fuerte que dejó ese producto en mi cuerpo, pero no tuve más remedio que, como pude, ir completando poco a poco los viajes y rellenando la cochiquera con hojarasca nueva.

-          Cuando termines dirígete al patio. Me ordenaron.

Así lo hice. En medio del mismo me lavaron el coño que no había sido alcanzado por el zotal con la manguera, pero puesta a la máxima presión y con agua muy fría, naturalmente. Ya ni me acordaba cuando fue la última vez que pude darme un baño con agua caliente. Yo ya no me quejaba. Estaba tan dolorida que de manera maquinal solo obedecía sus instrucciones;

-          Ábrete más el coño para que pueda entrar bien el líquido.

De las limpiezas, tanto la sufrida en la cochiquera, como la de ahora del patio, quedó sólo a salvo el interior de mi ano que al estar empalado con el dilatador no quisieron sacarlo hasta que mi señor lo pudiera autorizar.

Una vez limpia, me tumbaron en el suelo del patio y con una maquinilla de afeitar mojada levemente en agua, me fueron repasando todo mi cuerpo; cabeza, brazos, axilas, piernas y pubis, rasurando los pelitos que ya me estaban saliendo desde la ultima vez. Una vez terminada la operación. Uno de ellos me sujetó fuertemente la cara para que no la pudiera mover hacia ningún lado.

-          Ahora te estarás quietecita un rato. Me queda hacer algo más para terminar la faena.

Con la misma cuchilla, me fue rasurando totalmente las cejas.

-          ¡No te nuevas guarra, o te haré sangrar! Grito.

Notaba como la navaja tiraba de mis cejas que todavía no habían sido afeitadas, era una de las pocas partes de mi cuerpo que aún permanecía con vello.

-          Esta quedando muy bien. Comentó uno de ellos.

-          Cada vez se parece más a una bola de billar. Comentaba otro.

-          Pues esperar a que termine mi obra y veréis los resultados. Rió.

Por desgracia, no era un comentario baladí ya que, una vez terminada la operación del afeitado de mis cejas, sacó del bolsillo unas pinzas de depilar, grandes. Intenté soltarme, aullaba de miedo y patalee al ver a escasos centímetros de mis ojos semejante artefacto. Pensé que me iban a dejar ciega.

-          ¡Sujetarla las piernas!, que no se mueva. Bramó el que maniobraba la herramienta.

Los dos que no estaban más que mirando el espectáculo me sujetaron fuertemente las extremidades, mientras que el tercero estaba inmovilizándome la tez. Quedé totalmente a su merced sin posibilidad de escapatoria alguna.

-          Muy bien guarra. No se que habrás imaginado. Pero con estas tenacillas lo único que quiero hacer es borrar el último vestigio que tienes de pelo en tu asqueroso cuerpo. Si no te quedas quieta posiblemente si que te salte un ojo.

Efectivamente, con esas pinzas lo que pretendían era irme depilando las pestañas pelo a pelo. Me dolía a medida que tiraba. No podía gritar, el que me sujetaba la cabeza me empujaba la mandíbula hacia atrás por lo que me mantenía fuertemente cerrada la boca. Solo salían de mis labios diferentes gruñidos guturales mezclados con hilos de saliva que, dicho sea de paso, poco importaba al que me estaba imponiendo el suplicio de ir arrancando de cuajo los mencionados filamentos. Me agarraba el parpado con una mano y con la otra tiraba del pelo. Cada vez que lo hacia yo soltaba un leve quejido. Por suerte terminó pronto el padecimiento. Aun hoy todavía no me explico como no me dejaron ciega en esa operación tan cerca del globo ocular.

-          Ahora ya estás terminada. Sin nada de pelo en ninguna parte de tu repugnante cuerpo. Exclamó satisfecho.

-          ¡Ya es una autentica bola de billar! Reían al unísono.

Me mojaron nuevamente con la manguera para desaparecer los pelitos adosados a mi piel, me pusieron la cadena al collar y a cuatro patas fui llevada nuevamente a presencia de mi señor para mi “entrenamiento” diario.

Durante el trayecto, la menstruación no hizo presencia ya que, seguramente, por el agua fría de la manguera se había cortado durante un tiempo, algo que agradecí pues esos sádicos seguro que, de haberse desprendido algo durante el camino,  me lo hubieran echo limpiar con la lengua.

Llegamos a la sala, allí, en medio de la misma, como todos los días, se encontraba mi señor, seguramente,  dispuesto a mostrarme todo tipo de torturas inimaginables.

Cómo siempre, me quitaron la cadena y quede sentada sobre mis rodillas con ellas ligeramente abiertas, mis brazos dirigidos a cada unos de mis muslos y mis manos apoyadas con las palmas al anverso tocando mis rodillas. Esta seria, como me recordaron el primer día, la posición de espera en cada uno de los entrenamientos o reuniones que mi señor se dignara llevarme.

Como de costumbre el más lúbrico de los cuatro, se acercó a su jefe y le mencionó las novedades del día para con migo, pero esta vez, a diferencia de ayer, lo hizo en voz alta para que pudiera oírlo;

-          Don Gonzalo, Se ha procedido a azotar a la puerca como ordenó que hiciéramos todas las mañanas. Sus marcas en la piel así queda demostrado (señalándome con el dedo para que pudiera ver mis marcas). Por otro lado, la pocilga y esta guarra  han sido desinfectadas. Se ha procedido, también como cada dos días, a cambiar la paja y a rasurarla en todo su cuerpo, como podrá observar. También ha sido lavada.

-          Bien, contestó. ¿Alguna otra novedad que yo deba saber?

-          Si jefe. En primer lugar la cerda tiene la regla. Me ha pedido una compresa o tampón para ponerse. Le he dicho que de eso no tenemos y, aunque tuviéramos, no seria para guarras como ella. Total es una cerda y podrá convivir perfectamente con otro fluido más.

-          Muy bien. Lo has expuesto tal y como yo lo hubiera dicho. De todos modos no contaba con este inconveniente. Dejadme pensar que hacer para que esto no vuelva a ocurrir el mes que viene. Mientras tanto, como bien has dicho, se acostumbrará a tener en su cochiquera esa secreción junto con las demás. Eso no me importa ahora.

-          ¿Algo más? Preguntó

Fue cuando otro de los adláteres de mi señor levantó la mano y pidió permiso para hablar. Con un ademán de cabeza fue autorizado para expresarse;

-          Perdón, don Gonzalo, ayer cuando usted se fue y nos autorizó a que usáramos a esta guarra como quisiéramos, ella sin pedir previo permiso tuvo un orgasmo con uno de nosotros.

¡No podía creerlo! Fue el mismo tío que le limpie el culo con la lengua. Pensaba que no se lo diría al haberle hecho un buen trabajo y mira, no perdió el tiempo para chivarse. Cerré los puños con furia y apreté los párpados con fuerza, una histeria nacida de la más absoluta impotencia y previendo el duro castigo que me infringiría mi señor por tan osada acción.

-          ¿Con quien se corrió esta perra?, preguntó mi señor.

-          Yo, señor. Dijo tartamudeando y un poco asustado el chico que me había tratado con un poco de delicadeza y que de sus sabias manos consiguió que yo alcanzara el primer orgasmo desde que me encontraba en ese lugar.

-          No tengas miedo de hablar. Te contraté por tus buenas referencias, no en vano tu padre lleva trabajando para mi mucho tiempo.

No podía ser, el más sádico de los cuatro. El que me había rasurado. El que me trataba peor de ellos resulta que era el padre de éste. Me quise morir en ese instante. Quería hablar. Poder pedir perdón o disculparme, pero nadie se dirigía a mi.

-          No pasa nada, hijo. Le habló en plan paternal. Tienes que comprender que las puercas como ella no deben alcanzar el clímax si no es con nuestra autorización. Verás, al ser contigo cuando se corrió, tú serás quien le aplique el castigo. Lo harás delante de todos para que veamos que no te importa nada esta cerda. A partir de ahora, y esto va para los demás, cada vez que uséis a esta guarra, y ella llegue al orgasmo sin que, previamente, se le haya autorizado a ello, le impondréis el castigo en el acto, siendo la mano ejecutora aquella con quien ella se haya corrido.  ¿Queda claro?

-          Si, jefe. Gritaron todos.

-          Vale, ¡Preparadla para el castigo! Ordenó.

La tumbaron en el suelo en el centro de la sala justo debajo donde se encontraba la polea de los castigos. Bajó la cuerda hasta que la barra unida a la misma tocaba casi el suelo y ataron cada uno de mis tobillos a cada parte de la barra a través de los mosquetones que había en cada lado y la anilla que llevaba en cada tobillera.

Una vez de esta guisa, procedió a subir la cuerda y con ello la barra hasta que mi cabeza no tocaba el suelo. Es decir, quedé totalmente suspendida boca a bajo con las piernas muy abiertas debido a que, como ya comenté, la barra tenia una longitud aproximada de metro y medio. Era una posición harto humillante, totalmente abierta de piernas ante la impunidad de todos. Para terminar me colocaron una especie de cinturón de cuero en la cintura con dos anillas a cada lado y con ayuda de dos resortes unieron las muñequeras a esos aros por lo que quede con las manos sujetas a ambos lados de mi cintura.

- Esto te va a doler de verdad, me susurró mi señor.

Para la ocasión, cogió del armario de azotes una especie de palmeta alargada, más o menos de un metro de longitud, bastante flexible. No sabría decir de qué material estaba hecha pero me pareció que era de cuero o algo así. Por la postura en la que estaba, boca abajo, no podía distinguir muy bien.

Mientras se golpeaba un par de veces en la mano para probar su eficacia, hablo a sus ayudantes;

-          Bien, atender. Este castigo es el que se llevará a cabo en cualquier momento que esta puerca tenga algún orgasmo inconsentido. Se la pondrá en esta posición boca abajo y con el coño abierto y se le aplicaran 25 palmetazos dados en su zona genital.

-          Bien, hijo, procede a aplicar el castigo.

Acto seguido entregó la palmeta al esbirro con el que había tenido el orgasmo la tarde anterior y se sentó placidamente en un sillón cerca de donde estaba colocada. Se ve que quería presenciar en primera fila el castigo.

Vi al chico que dudaba, como comenté, era el que parecía menos sádico de todos y el más joven con diferencia, no tendría más de 25 o 30 años. En su expresión pude ver que no le iba a agradar en absoluto aplicarme el tormento. Pero no tenía mas remedio. El jefe estaba presente y los otros tres, uno de ellos, su propio padre, no le quitaban ojo de encima.

Levantó la palmatoria y la estrelló contra mi coño abierto. Solté un grito de dolor.

-          Espera, hijo, dijo mi señor, puerca ¿qué se dice? ¿O quieres cinco de propina?

-          Entre lágrimas pude gesticular un  “gracias señor”.

-          Muy bien. Chico. Pega más fuerte, sin temor. Esta guarra está preparada para todo. Puedes continuar con el castigo.

La verdad que o bien tenía temor de los demás porque pensaran que no estaba a la altura o quizás le empezó a gustar azotar. Lo cierto es que, de todos los sufrimientos recibidos hasta la fecha, este fue, sin duda, el que más me dolió.

Golpeaba, y yo lloraba, maldecía incluso el momento no ya de mi nacimiento sino de mi misma concepción… 8

-          Ahhhh, Gracias.. señor

17, 18… 20. No podía más. El pubis totalmente enrojecido. Mi clítoris totalmente inflamado. Gritaba. Me convulsionaba. Intentaba arquear los riñones esperando a recibir el siguiente. Pero, mi señor, había ordenado que hubiera varios segundos entre azote y azote para que no pudiera saber exactamente el momento en el que se iba a producir el impacto. Moqueaba, sudaba y chillaba como una demente.

Por otro lado, además, al tener la regla, toda esa zona estaba mucho más sensible, me empezaron a doler los ovarios eran auténticos pinchazos en el vientre, producto, no cabe duda, del castigo tan cruel al que estaba siendo sometida en aquella zona tan delicada.  

Tanta crueldad hubo en el correctivo, que los esbirros de mi señor, por un momento callaron, no se mofaban como otras veces. Permanecían en silencio, mirando fijamente el desenlace, tal vez, incluso, compadeciéndose de mi, de mi sufrimiento o quizás de la mala suerte que tuve por enamorarme de aquel hombre depravado que me cedió, como pago de un préstamo, al tipo más endiabladamente cruel y déspota que había obre la faz de la tierra.

Por fin terminó el tormento y fui bajada. Quedé tendida en el suelo, una vez desatadas las manos y retirado el cinturón de cuero. Con las rodillas cerradas y en posición fetal,  intenté acariciar levemente esa parte íntima, pero del dolor que sentía no podía ni rozarla. Los labios vaginales estaban  inflamados, mi clítoris parecía un bulto hinchado. La uretra totalmente irritada (estuve orinando sangre un par de días), el pubis lacerado con marcas y salpicado con gotas rojizas y fuertes pinchazos a la altura de mis ovarios. La cabeza me daba vueltas, me dolía mucho, era un mar de lágrimas. Algo de flujo sanguinolento se escapó de mi raja ya no podía saber si era producto de algún corte en mi interior o de la simple menstruación.

Mientras permanecía en esa situación totalmente desamparada, mi señor, le pidió la palmeta al chico. Cuando la tuvo entre las manos, se inclinó al lado de mi cabeza y apretando mis mejillas fuertemente con su mano, me hizo abrir la boca.

- ¡Saca la lengua cerda y chupa tu humor maloliente! Gritó.  Quiero ver relucir la palmeta como si no hubiera sido usada.

Saque la lengua como pude y cerrando los ojos ante la indignación de  poder ver un hombre tan rematadamente despiadado y pervertido hacia mis sufrimientos. Limpie la palmeta dejándola brillante por la saliva.  Mi boca quedó con un sabor metálico, el sabor de mi propia sangre…

Mientras estaba “abrillantando” el instrumento de tortura, mi señor, continuaba hablando;

- Eso te enseñará a no volver a tener ningún orgasmo inconsentido. Esta desobediencia es de las peores y no la pienso consentir. Si vuelves a hacerlo ya sabes el tormento que te espera, concluyó.

Escuché sus amenazas y comprendí hasta que punto mi señor era totalmente insensible ante mis padecimientos. Pude solo bajar la cabeza dando a entender mi asentimiento ante lo que me decía. Permanecí tirada en el suelo unos minutos más, el tiempo necesario para que todos se calmaran y mi señor guardara la palmeta en su armario.

-          Vamos, ¿qué hacéis ahí como pasmarotes?, gritó a sus ayudantes.  Cogerla y tumbarla en la camilla del fondo.

Yo seguía hecha un mar de lágrimas, no podía ni mantenerme en pie. Las piernas me temblaban como consecuencia del castigo recibido. No les importó. Me cogieron por  las axilas y me arrastraron hasta el armazón donde me depositaron boca arriba.  En esa postura me ataron los pies y las manos a los cuatro lados de la yacija y ahí quede nuevamente expuesta a todos.

-          Cómo te dije ayer, hoy serás marcada. Pensaba ponerte todos los estigmas en una sola sesión pero debido al castigo que has recibido en tu coño, me veo obligado a posponer las marcas en tu pubis y vagina. Empezaré por tanto a marcarte las tetas.

-          ¡Piedad!, mi señor. Suplicaba entre lágrimas.

-          Entiende una cosa, porque no volveré a repetírtela. No hay clemencia para una puerca de tan baja clase como tu. ¿Entiendes? Cada vez que implores perdón, seré todavía más severo contigo.

Acto seguido, cogió una especie de punzón metálico y muy fino. Con una mano masajeó mi pezón izquierdo hasta que éste estuvo totalmente erecto perforando, sin ningún tipo de anestesia, horizontalmente la mama con ese artilugio. Grité de dolor. Arquee la espalda levantándola varios centímetros de la camilla, desplomándome seguidamente. Una vez estaba atravesada por eso, me colocó una anilla de acero, más o menos del diámetro de una moneda de dos euros. Seguidamente hizo lo mismo con el otro pezón. Fue un dolor corto en su duración pero muy agudo.

-          Bien, ya tienes las anillas puestas ahora procederé a soldar los puntos de ambas. Me cubrió los pechos con un trapo ignifugo que impedía que el calor, durante un pequeño periodo de tiempo, penetrara en esa zona. Con maestría logró soldar ambas anillas sin que me quemara ninguna parte de mis lastimadas tetas.

-          - Estas anillas ya no se moverán de su sitio ni las podrás quitar a menos que utilices tenazas especiales para cortar acero y, en esta casa ni en sus anexos hay nada parecido.

Me soltaron las manos y  los pies, ordenándome que me fuera hacia el otro lado de la estancia. Yo no entendí a donde debía de ir. Bastante tenía con sujetarme al filo de la camilla para no caerme. El dolor en mi vientre era impresionante, los pezones me ardían y picaban por las anillas recién puestas y mis piernas se balanceaban impidiendo que me pudiera sujetar en ellas.

-          ¡Ayudar a la puerca, que hoy está algo débil! Ordenó mi señor, con una mueca de satisfacción en su rostro.

-          Atarla a la cruz pero con la espalda y  el culo de frente.

Obedeciendo, me cogieron en volandas y me ataron utilizando, para ello,  los arneses que tenia desde siempre en mis extremidades. Las anillas de los mismos fueron introducidas en las argollas que tenia cada punto de la referida cruz cerrando el resorte correspondiente. Quedó mi cuerpo como dibujando una gran X, más tarde conocería que se trataba de la  tristemente famosa cruz de San Andrés.

Como estaba atada de espaldas, los pechos, mejor dicho, mis pezones rozaban contra la madera de la cruz. Aullaba de dolor. Me acababa de empitonar las anillas a esas extremidades ya de por si sensibles y ahora, además, mientras no cicatrizaran las aberturas, cualquier roce, por mínimo que fuera, me hacia ver las estrellas de dolor.

-          Te preguntarás  ¿por qué te he atado en esa posición? Mal echo, una guarra como tu solo debe obedecer sin solicitar ningún tipo de aclaración a la orden recibida. Pero hoy me siento generoso y te diré lo que voy a hacer. Te marcaré arriba de tu culo, a la altura del coxis. Y ¿con qué?, pues con hierro candente como a las reses.

Cómo disfrutaba mi señor con todo esto. Pienso que la simple visión de mi cara llena de terror ante la explicación de un nuevo tormento le excitaba casi más que la aplicación practica del mismo. Yo, en cambio, no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. ¿Pero no tenia suficiente con lo que me había hecho ya?, ¿qué más puede seguir perpetrando en mi sufrido cuerpo? Cómo respondiendo a las preguntas que mentalmente me estaba planteando, comentó;

-          Ah, casi me olvido. Traerme la caja de dilatadores que toca cambiarlo.

Acto seguido, uno de sus hombres le acercó el estuche. Lo abrió y extrajo el modelo numero tres. Me cogió la cabeza y me la movió hacia un lado para que pudiera ver el nuevo consolador. Este era enorme, más grande que los dos anteriores. Pensé que me iba a desgarrar por dentro. No me salían más lloros y suplicar era inútil ya lo había dejado claro antes. Con cada ruego habría más castigos.

Lo dejó en el suelo y pidió a uno de sus esbirros que me abriera el culo todo lo que pudiera. Con el trasero totalmente abierto tiró del que estaba dentro saliendo sin remisión del ano. Noté un pequeño desgarro, lo llevaba bastante tiempo puesto y le costó sacarlo. Pero me dolía tanto el coño, los pezones y los ovarios que no era comparable esta sensación a las otras. Una vez sacado, me lo metió en la boca y lo dejo allí para que procediera a su limpieza habitual. Mientras tanto comentaba;

-          Cómo me gusta este agujero, que grande está quedando. Acercaros un poco para verlo, le dijo a sus hombres.

Todos se aproximaron.

Yo iba notando como metían en mi abierto conducto uno, dos o, quizás tres dedos mientras alababan el trabajo bien hecho.

-          Con lo cerrada que era, fíjese, jefe, si parece una cloaca.

-          Si, contesto. Y eso que todavía le faltan el que le ponga ahora y dos más. Para cuando terminé con estos, podrá sentarse sin problemas en el “taburete mágico”, rieron.

El taburete, aquel que me mostró con un miembro exorbitado en el medio y que sería el designado para terminar la faena y abrirme el esfínter ya de manera definitiva.

-          Mi señor se abrió la bragueta, saco su miembro y sin contemplaciones lo penetro. El agujero engulló toda su polla, y dentro, empezó a moverse. Con cada embestida me empujaba contra la pared y mis pezones recién anillados chocaban contra la base de la cruz.

Lloraba de dolor. Agradecí que se corriera en poco tiempo para que dejara de apretarme las tetas. Al cabo de un segundo, noté sus lefosidades inundándome el agujero. Uf, pensé, menos mal ya termina este suplicio. Cuando escuché que invitaba a los demás;

-          Serviros, si queréis. La puerca os invita. Dijo riéndose a sus ayudantes.

Uno a uno fueron todos pasando por mi ano, todos me follaron el culo y todos se corrieron dentro de él. La verdad que no sentí dolor alguno,  tenia el resto del cuerpo dolorido y el recto ya muy abierto por los dilatadores anteriores.

Cuando todos eyacularon, mi culo  empezó a expulsar hilillos de semen que se iban resbalando por la cara interna de mis muslos.  

Pero no dejo que todo el líquido pudiera salir porque sin mediar palabra cogió el dilatador que había dejado en el suelo y de un somero golpe lo introdujo en mi ano. La penetración en si, no fue muy dolorosa, tenia todo la abertura llena de leche de los cinco y eso hizo de lubricante, lo que pasó es que ese dildo era bastante más grande y ancho que el anterior, sobre todo que las vergas que me habían violado minutos antes. Me sentía, por tanto, empalada en toda la extensión de la palabra.

Con el consolador puesto, mi señor mandó a dos de sus ayudantes a que fueran a por no se qué, no pude entender la orden. Ambos esbirros abandonaron la sala de inmediato. Yo me encontraba cansada y muy sudorosa por el día tan tremendo que llevaba y no le dí importancia a esa cuestión. Las piernas ya no me sujetaban, si continuaba en esa posición era porque las ataduras que me tenían aferrada a la cruz, me servían además de soporte. Sin ellas, estoy segura, no hubiera podido mantenerme de pie por más tiempo.

Al cabo de un rato volvieron y me pareció, al estar de espaldas, solo podía ver de reojo,  que traían una especie de brasero del cual salía bastante humo. 

Lo dejaron muy cerca de la cruz, podía oler el humo que despedía  tal pebetero, el calor que irradiaba se empezaba a notar en la sala y el ruido de las brasas al fundirse con la llama hacia un espectáculo de rojo fuerte de lo más macabro y angustioso para mi. Seguro que no serian muy buenas noticias las que me traía ese nuevo artefacto.

En un momento dado y cuando yo estaba en esas disquisiciones, me giró la cara y me empujó la cabeza con la mano, tanto que di un quejido de dolor al lacerarme el cuello demasiado. Pero gracias a ello pude ver lo que contenía la escalfeta humeante. Estaba en ella colocado un hierro, era una especie de plancha grandecita en tamaño con un mango de madera y en la base estaban grabados dos filas de letras que no alcanzaba a leer. Más o menos algo parecido a lo que se utiliza para marcar al ganado, parecía estar candente, pues las brasas que recubrían la pletina se encontraban al rojo vivo.  Entonces habló;

-          Mira puerca, te voy a marcar a hierro candente como se hace con los cerdos. Te lo pondré encima de tu culo, justo en el extremo inferior de la columna vertebral, allí donde se encuentra el hueso sacro y el coxis. Si te dolió el castigo en tu coño, eso será juego de niños comparado a esto.

-          Por cierto, las palabras que llevarás grabadas en tu piel serán: “Soy una puerca, úsenme como quiera”.

Sin añadir ningún comentario más, mandó a dos de sus ayudantes que me sujetaran con fuerza la cintura y los otros que me elevaran un poco el culo  para tenerlo ligeramente en pompa. De esta manera dejaba el final de la espalda totalmente expedito para  aplicar el sacrificio.

-          Cuando apriete el tocho en su piel, contar ocho segundos y retiraré el hierro para que el grabado quede perfecto. Concluyó mi señor.

-          De acuerdo jefe. Respondieron sus ayudantes.

Yo ya no sabia que hacer, la desesperación era absoluta pero los dolores en todo el cuerpo eran tan grandes que no tenia ya fuerzas ni para suplicar, cosa que, de haberlo hecho, hubiera enrabietado más a mi señor.

En un momento dado, sentí una quemazón mayúsculo en esa zona sin apenas musculatura, el olor a piel quemada inundó la estancia y me desmayé del dolor.

Desperté, horas después, en mi pocilga atada con la cadena, las manos en vez de a la espalda, pues no lo hubiera podido resistir hasta que no estuviera cicatrizada la quemadura, atadas por delante.

Me dolía tremendamente la zona marcada, cómo si mi corazón se hubiera acoplado allí, de los latidos que la herida profería. La cabeza me daba vueltas, el culo me escocia, pues seguía empalada con el nuevo dilatador, los pezones me sangraban un poco por las heridas al hacer los agujeros para las anillas, en fin, todo mi cuerpo era un guiñapo…

Me acerqué como pude al comedero, llevaba desde la mañana sin probar bocado, metí la cabeza y me tragué el pienso blando que habían dejado, similar al del desayuno.

 Con dificultad conseguí ponerme de rodillas, el dolor de ovarios me mataba, tenía fuertes pinchazos en la zona del bajo vientre, producido, seguramente, por la menstruación y, quizás también, por algún tipo de inflamación pélvica debido al  brutal castigo que me impusieron en la zona de mis genitales. Me orinaba, pero me escocia mucho toda esa parte. El clítoris lo tenía a flor de piel, con un ligero abultamiento por el daño causado. La uretra, totalmente inflamada por los azotes. Me intenté relajar cuanto pude y comencé a miccionar, el contacto del orín salado con toda la zona de mi vulva, totalmente irritada, hacia que, literalmente, viera las estrellas. Entonces percibí que el flujo que salía era de un color rosado, me asusté y las lágrimas volvieron a aparecer en mis dilatados ojos.

Pude acurrucarme de lado, buscando una postura que me dañara lo menos posible. Por lo menos las manos no las tenía atadas a la espalda y podía encontrar una postura un poco menos forzada que la de las noches anteriores. En ese estado, me acurruqué cuanto pude y lloré en silencio…

FIN DE LA CUARTA PARTE.-