miprimita.com

SOMETIDA. Historia de una puerca (Sexta parte)

en Sadomaso

  SOMETIDA.  Historia de una puerca (Sexta parte)

 

 

Pasé gran parte de la noche intranquila. No encontraba la postura idónea para poder conciliar el sueño. Por los días que estuve de convalecencia, me había desacostumbrado un poco a la aspereza de la paja. Bien es cierto que el colchón en el que estuve postrada no era una maravilla, más bien lo contrario, pero, por lo menos, algo más mullido que la paja si era.

Por otro lado, el verano hacia ya algunas semanas que había terminado. El otoño se presentaba con sus noches frescas y el hecho de no tener techo la pocilga, si bien, era más llevadero a la hora de que la corriente movía un poco los olores, no resguardaba de la brisa nocturna. El caso es que empezaba a tener algo de frío. No podía, ni tan siquiera  cubrirme con mis manos al tenerlas atadas a la espalda.

Desconocía cuanto tiempo iba a seguir en esta situación pero me daba miedo la idea de poder pedir a mis cuidadores la posibilidad de que me pudieran conseguir una manta o algo así. Posiblemente, como siempre que pedía alguna cosa, se hubieran limitado a insultarme y a decir que una puerca como yo no tenía derecho a tales beneficios.

Por lo menos no llovía. No sé que pasaría cuando empezaran las lluvias. De momento no quise pensar en ello.

Seguía nerviosa, la mañana se acercaba y, con ella, los acontecimientos que me aguardarían. No quería pensar pero era inevitable. Por fin, a poco de llegar el alba, quedé rendida y el sueño me acabó venciendo.

Al cabo de algunas horas, sentí un pequeño golpe en mis nalgas, quizás producido por una patada. Abrí los ojos, todavía adormilada.

-          ¡Levántate, cerda!  Me gritó uno de los ayudantes.

Me incorporé como pude, tensando la cadena y sentándome encima de los talones, giré las rodillas y conseguí ponerme en pie.

-          ¡Come!, no tenemos todo el día.

Miré hacia mi comedero y vi que ya habían depositado el desayuno dentro de él. Como una autómata hundí mi cara en la comida y tragué la pitanza del día. Volvía a ser una especie de carne prensada muy parecida a las latas de comida para perros. Ya no me importaba mucho el aspecto de las viandas, comía más por miedo a los castigos que por otra cosa. En unos minutos terminé con el desayuno.

-          Ya sabes, comentó otro, cuando quieras cagar hazlo. Además, aunque no quieras, no podrás contenerte. Rieron todos.

No dije nada. Total era la cruda realidad. No iba a poder contener mucho las ganas de defecar por lo que cuando éstas llegaran no iba a poder reprimirlas.

Uno de ellos me soltó la cadena de la barra y cogiendo ese extremo tiró de ella y empezó a caminar. Mi cuello se balanceo hacia delante. Yo continuaba teniendo las manos atadas a la espalda por lo que trastabillé pero pude mantenerme en pie y poder seguirle.

Salimos de la pocilga, recorrimos el establo y entramos al patio. Allí me colocaron de pie en una pared justo enfrente de la puerta de entrada a la casa.

Levanté la vista y, de casualidad, vi asomado en una de las ventanas del piso superior a mi señor. Parecía querer ver, por sus propios ojos, lo que me iban a hacer sus ayudantes.

-          Puerca, como te dijo anoche el jefe, vamos a proceder a azotarte. Llevas ya algunos días sin tu “ración” y creo que lo estabas echando de menos. Soltó una carcajada.

-           Pero esta vez, será algo diferente. Ya verás cómo te gusta. Comentó el más sádico de los cuatro.

En el tabique, donde me encontraba, había un hierro clavado, a una altura de medio metro, más o menos,  por encima de mi cabeza. Dicho metal estaba anclado horizontalmente al muro del patio, por lo que el mismo, sobresalía medio metro haciendo ángulo recto con la línea del mencionado paño. Me subieron los brazos y con ayuda de dos mosquetones quedaron mis muñequeras agarradas al siniestro metal.

Parecía que la pletina la habían horadado al paredón siguiendo, estrictamente, mis medidas corporales ya que, con los brazos atados a ella, quedaba justo de pie sin que tuviera que forzarlos para nada. Por lo menos “gozaba” de una posición fija en mis plantas pegadas al suelo.

Mientras tanto, dos de los ayudantes habían hecho un pequeño hoyo, ayudados de un pico, en el suelo del patio. Éste era de gravilla y tierra por lo que el agujero no les costo mucho hacerlo. En el clavaron una barra de metal de uno dos metros de altura y esta, quedó fijada verticalmente, a un metro, mas o menos, de donde yo me encontraba ya atada de manos al hierro. El travesaño disponía de don anillas soldadas, aproximadamente a la mitad del mismo.

No comprendía exactamente qué se proponían hacer, pero debería ser importante cuando, mi señor, se había dignado a ver en persona el espectáculo.

Uno de los ayudantes sacó del bolsillo una fina cuerda y atándola a cada uno de las anillas que tenia taladrándome los pezones, tiró de ellas. Tensó el cáñamo y,  amarró el otro extremo a las arandelas soldadas a la barra que tenia enfrente y que habían fijado al suelo.

De esta forma quedé con mis pechos totalmente estirados, horizontalmente, paralelos al suelo. Solté un pequeño grito de dolor pues me estiraba bastante las anillas de mis pezones.

-          Hoy azotaré tus tetas. Me dijo el más degenerado.

Y enseñándome una varilla de madera flexible de un  metro y medio de longitud, se dispuso a cumplir el tormento.

-          ¡Un momento! Gritó, mi señor desde la ventana.

-          Antes de qué empieces, debes ponerla el bozal. Estáis en el patio y los gritos pueden aturdirnos un poco.

Cumpliendo la orden, otro de sus ayudantes trajo una mordaza de cuero que, en su mitad, había una especie de bola de goma y en los laterales una hebilla similar a la de los cinturones.

-          ¡Abre la boca! Me ordenó.

Abrí la boca sumisa. Sabía que de no hacerlo me la hubieran abierto a la fuerza.  Me colocó la mordaza y la bola quedo justo dentro de mi boca, apretando fuertemente  la hebilla quedando la misma fijada justo al lado de mi nuca.

Con eso puesto, no podría chillar y solo saldrían de mi cerrada abertura pequeños sonidos guturales bastante silenciados.

-          Ahora ya podéis continuar. Ordeno, mi señor.

-          Serán 30 azotes. 15 en cada teta. Y esta vez no me des las gracias, no creo que puedas con la mordaza, me dijo melosamente en el oído.

Y el suplicio dio comienzo. Nunca, hasta ahora me habían azotado los pechos con tanta perversión. La vara iba descargando uno a uno trallazos en toda la mama, en mi aureola, en el pezón…

Lloraba y me contorsionaba. Cada vez que un varazo se estrellaba contra mis sensibles pechos me retorcía de sufrimiento y arqueaba la espalda con lo que tiraba de las anillas de mis pezones atadas a la barra y el dolor se tornaba mucho más agudo.

Poco a poco las marcas laceradas en mis sufridas mamas fueron dejándose ver por todo el contorno.

En algún momento determinado y, como consecuencia de los fuertes impactos, casi pierdo el equilibrio con el consiguiente tirón de mis anillos mamarios amarrados por la cuerda. Creí que éstos me iban a desgarrar los pezones. Pero no, mi señor, los había horadado con gran sabiduría y, estos, aguantaron sin problema los tirones que iba dando, inconsciente, ante cada sacudida de la vara dirigida por el depravado ayudante de mi señor.

Por fin concluyó el castigo. Estaba sudando. Hilos de saliva se escapaban de la mordaza. Mis pechos eran dos puros amasijos de carne lacerada. No podían distinguirse la piel del seno de la propia aureola.  Mis pezones me ardían horrores y, uno de ellos, dejaba ver algún rastro de sangre, como consecuencia de los tirones que daba al recibir los golpes, frenados por las anillas taladradas que, atadas, impedían cualquier movimiento.

En zona posterior de mis muslos, se dejaban ver unos hilillos marrones. El castigo fue muy duro y tuve escapes en mi conducto ya totalmente deformado.

-          ¡Desatadla y llevadla a la sala!, ordenó, mi señor, desde su ventana.

-          Buenas ubres te han quedado. Reían mientras me liberaban.

Me soltaron la cuerda que tenia amarrada a los aros de mis pezones y desataron mis muñecas al hierro. Aproveché para tocar mi busto dolorido e inflamado. Era un puro dolor el solo roce.

-          De rodillas, puerca. Gritó uno de ellos.

Tuve que ponerme de esa posición y encaminarme a la sala de entrenamiento, según había ordenado mi señor. Era un puro amasijo de sufrimiento. Los pechos me ardían y, con el balanceo de éstos, como consecuencia del movimiento, me hacia llorar de puro calvario.

 No me habían quitado todavía la mordaza de la boca por lo que en el camino, iba dejando un reguero de saliva y flemas. Éstas eran tan llamativas que uno de ellos me propinó un fuerte puntapié en mi culo que me hizo caer y aterrizar en la gravilla del patio sobre mis doloridas tetas. Solté un aullido de inmenso dolor.

-          Puerca, no ensucies el suelo de tus fluidos. Trágate la saliva pero no quiero ver ninguno de tus asquerosos líquidos en el suelo cuando entremos en la casa. Me dijo.

-           Vuélvete a poner a cuatro patas y vamos que el jefe espera.

Mientras me ordenaba que continuara moviéndome, tiró fuertemente de la cadena. Casi me deja sin respiración ya que el collar, con el laceramiento, me apretaba tremendamente.

Me incorporé, como pude,  y seguí al esbirro.

Al entrar en la casa, intenté apretar el ano con todas mis fuerzas, el esfínter casi no obedecía mis ordenes llevaba ya, algún tiempo desgarrado, e intentaba tragar toda la saliva que podía para evitar que nada se escapara de mi cuerpo hasta llegar a la sala de entrenamiento.

Llegamos a la estancia. Allí, como siempre, estaba mi señor. En el medio de la habitación. Con una mueca de placer en su rostro, sin duda satisfecho por el espectáculo que acababa de ver desde la ventana.

Me coloqué, como siempre, en un rincón, sentada sobre mis talones. Aspiraba las narices lo que podía para no dejar caer un lamparón de mucosidad como consecuencia de los lloros, durante el castigo recibido en mis delicadas mamas.

-          ¡Quitarla la mordaza! Ordenó mi señor.

La verdad que durante el tiempo que llevaba en ese sitio, era la primera vez que me habían puesto semejante artilugio. Empezaba a conocer a mi señor y se que él, en el fondo, disfrutaba sobremanera con los gritos de dolor y la mordaza, de alguna forma, impedía que los mismos pudieran expresarse con total libertad.

Tenía auténticos corazones latiendo fuertemente en mis pechos, era un puro amasijo de sufrimiento. Los pezones estaban totalmente inflamados por la fuerza en que, mi cuerpo, tiraba de las anillas que tenía horadadas, en cada uno de los varazos que recibía. Intentaba llorar en silencio con la cabeza totalmente caida.

-          Puerca, hoy procederé a realizar otro cambio en tu asquerosa anatomía. Ya te advertí ayer que hoy vendrá otro cliente a saldar una deuda con migo y su pago, como hizo en su día el cirujano, será trabajar tu cuerpo.

-          Pero antes tengo que marcarte el pubis. Por eso ordené a mis ayudantes que te azotaran solo las ubres y te dejaran intacto tu coño que hoy será decorado.

-          ¡Vamos!, ¡llevarla a la mesa! Ordenó.

Me colocaron boca arriba encima de la mesa, aquella en la que, desgraciadamente, ya había pasado bastantes calvarios desde la primera vez que me raparon mi preciosa melena.

Me ataron con las anillas de las muñecas y tobillos a cada uno de los extremos de la tabla quedando totalmente abierta de piernas y manos. Mi señor se sentó en un taburete justo al extremo donde estaban abiertos mis orificios y recorrió con su mano toda mi zona púbica, mi abertura y, sobre todo, mi monte de Venus donde tenia la cicatriz por la reciente operación a la que me había sometido de castración total de mis órganos reproductivos. Una vez terminado su recorrido. Me habló;

-          La decoración constará de dos fases; la primera será la implantación de dos conjuntos de tres aros cada uno, en tus labios menores vaginales. Una vez te los haya puesto. Procederé a tatuarte todo el monte de Venus para disimular tu cicatriz. Puercas, como tu, no deben tener cicatrices de operaciones recientes. Eso baja el precio y no debo consentirlo. Otra cosa será cuando el amo que te compre quiera extirparte algo o hacerte heridas profundas, ya en eso no me meto. Serás de su propiedad y hará con tigo lo que le venga en gana, pero yo debo cuidar la mercancía.

Yo creía que había conocido todos los horrores. Pero mi señor, siempre me tenía algo nuevo preparado. Ahora iba a anillarme el coño y a tatuármelo y, lo que es peor, no podría impedírselo. ¿No tenia suficiente con haberme marcado a fuego vivo la espalda y taladrarme los pezones? Pensaba. Pero, la verdad, es que parecía que mi señor conociera los límites de mi propio cuerpo mejor que yo. Tuve, en ese momento ganas de llorar y unas lágrimas empezaron a resbalarse por mis mejillas.

-          Guarda tus lloros para cuando empiece. Te va a doler. Comentó.

-          Acercarme el instrumental para ponerle los anillos. Pidió a sus ayudantes.

Inmediatamente le suministraron unos guantes de látex, unas pinzas con la punta roma ligeramente curvas al final y el artilugio de la penetración, ese que ya conocía, pues fue con él, con quien me taladró los pezones.

También, pude distinguir dos grandes conjuntos de anillas. Cada conjunto estaba formado por tres aros unidos entre si de tamaño decreciente. El mayor debería tener unos tres centímetros de diámetro, el segundo dos y el tercero uno. Al final de la última anilla, había insertado un pequeño cascabel plateado.

Junto a todo ese instrumental, un ayudante le acercó una especie de spray pulverizador.

-          No, Contestó. Esta puerca ya esta acostumbrada al dolor y no necesita ningún tipo de calmante local. Lo haré sin ello. Comentó con sorna.

En ese momento, al oír el comentario de mi señor, empecé nuevamente a temblar, tanto es así que no pude evitar que se escapase por mi ano unas cuantas ventosidades y algo de fluido marrón.

-          ¡Mira que es asquerosa esta cerda! Gritó, mi señor. Traer un trapo y limpiar la mesa. Luego ya la castigare convenientemente.

No podía hacer otra cosa. El esfínter lo tenía totalmente dilatado. En situaciones normales, aún podía aguantar algo las ganas, pero cuando me entraba el miedo y los nervios por algún tormento no podía controlarlo y todo se escapaba por ese conducto.

Un ayudante limpió con cara de asco los fluidos anales repartidos por la mesa y, sin que mi señor lo hubiera ordenado, me metió el trapo en la boca.

-          Toma, chupa esto. Me espetó.

Esta ocurrencia pareció divertir a todos, incluido mi señor, que felicitó por la genial idea que había tenido.

Me encontraba, por tanto atada a la mesa y con un trapo lleno de mi propia mierda metido en mi boca.

Más tarde, pude agradecer este “simpático gesto” de su ayudante, El dolor pude mitigarlo en parte, pudiendo morder la tela.

-          Empecemos, pues. Dijo mi señor.

Con gran maestría separó la entrada vaginal y con las pinzas pudo agarrar mis labios menores que, como comenté al principio de mi relato, los tenia pequeños. Siempre me gustaba que mi vagina fuera muy cerradita sin dejar entrever las mencionadas protuberancias.

Teniendo agarrado un labio procedió a penetrarlo. Sentí un fuerte dolor que me hizo arquear la espalda. Mordí el trapo lo más fuerte que pude sin importar la oquedad del mismo en el momento en que perforaba con el punzón. Acto seguido metió la anilla mayor por la abertura. Inmediatamente después, horadó el otro labio, volviendo a arquear la espalda y lanzar un grito de dolor mientras trituraba con mis doloridos dientes el paño metido en la boca, e introdujo el otro aro de las mismas características y tamaño que el anterior. 

-  Esto está quedando muy bien. Ahora falta que sellemos las anillas para que no se puedan soltar nunca.

-          Traerme el soldador.

Con la misma maestría con que soldó las anillas de mis pezones hizo con las de mis labios vaginales. En unos minutos quede presa para siempre de tales argollas.

- Esto, al principio, te molestará un poco. Pero te acabaras acostumbrando. Dijo mi amo. Son argollas de acero algo pesadas pues tienen un grosor bastante grande. Con el tiempo se irán deformando tus labios haciéndose bastante grandes y sobresaldrán sobre los mayores. Bueno,  ya te dije que no estás para gustar a nadie, sino para ser usada y así, la entrada a la vagina, la tendrás más expedita. Como ves son tres en cada lado uno grande unido a otro mediano y este a uno pequeño, luego verás que al final unido al último aro hay un cascabel. Esto es una “nota simpática” que he querido incluir para que siempre, quien te compre, pueda oírte llegar cuando vayas por ahí haciendo sonar la campanilla. Todos rieron, la ocurrencia de su jefe.

Continúo diciendo,

-          Como ya siempre iras desnuda, no te importará su volumen, sonreía. Si alguien quiere llevar ropa interior, nunca podría ponerse semejantes anillas en sus labios vaginales.

La verdad era que no le faltaba razón. Estos aros, en su conjunto, deberían medir entre 6 u 8 centímetros de largo y, además, habría que sumar el volumen del cascabel que iba soldado al último anillo.

Me dolía la cabeza. El sufrimiento en mi zona genital era terrible y, sin haberme puesto en pie todavía, ya que continuaba atada a la mesa, el peso de los aretes ya empezaba a hacer su trabajo empujando mis labios hacia fuera.

-          Ahora nos tomaremos un minuto de descanso. Permanecerás atada a la mesa hasta que volvamos. Ordenó mi señor.

Cómo si hubiera podido levantarme estando amarrada de esa forma. Pensé. Pero quizás, ese tiempo en soledad, me sirvió para poder relajarme un poco y llorar en silencio.

Pasados unos minutos, volvieron. Mi señor se sentó en la banqueta justo delante de mi vagina y admiro los aretes colocados en mis labios.

-          La verdad que los cambios me van a proporcionar buenos beneficios, comentaba. Está quedando muy acorde para lo que necesito.

-          Ahora, puerca, te vamos a dar el toque final en tu asquerosa vagina. Uno de mis ayudantes, era un conocido tatuador antes de trabajar para mí. Tiene ya preparado su equipo y va a proceder a grabarte justo encima de la cicatriz y los alrededores para disimularla la herida. Lo que pasa, es que tengo algo de dudas en saber que te ponemos. No acabo de tenerlo muy claro. Si en la espalda te puse, “soy una puerca, úseme como quiera”, en el coño todavía no lo tengo muy decidido.

-          Chicos. ¿Alguna sugerencia?, preguntó.

-          Jefe, por qué no le tatúa algo así como; soy una puta y me gusta comer pollas o algo así.

-          No seas basto, no insultes a las prostitutas. Esta cerda es carne animal no debe ser comparada a las meretrices que se ganan la vida en la calle. Le recriminó mi señor. Tiene que ser algo directo pero educado. Algo que invite pero sin mal gusto. Que no ofenda a sus futuros amos. Concluyó.

Yo estaba anonadada. Abierta de piernas y esperando la sentencia de cómo me marcarían mi zona genital. Lloraba en silencio pero nadie parecía importarle nada mis lágrimas.

-          Mirar, no nos calentemos mas la cabeza. Pongamos la misma leyenda que tiene marcado a hierro en su espalda. Tatúala la misma inscripción. Será su sello de visita ante quien esté con ella y sabrá lo que debe hacer. Se encuentre de frente o en su espalda. Rió por su ocurrencia.

-          Así pues, ponle, “Soy una Puerca, úseme cómo quiera”. Pero lo vas a grabar en letras muy grandes para que la cicatriz quede bien cubierta de tinta. ¿Me entiendes?, preguntó al ayudante que iba a realizar el trabajo.

-          Si señor. Creo que lo que usted quiere decir es que empiece a tatuar justo debajo de su ombligo y termine  donde empieza su abertura. ¿Es así?

-          Perfecto. Veo que has captado mi idea. Pues siéntate en mi taburete e inicia tu trabajo.

Se levantó de la silla y el ayudante se situó de frente a mí. Extrajo de un pequeño maletín los utensilios necesarios para tal obra.

Justo en medio de mis piernas abiertas, depositó una pequeña máquina de tatuar, varios grips desechables de tatuaje y algunos botes de tintes.

Antes de comenzar sacó un gran rotulador y empezó a rotular las letras en mi piel. Hizo cuatro líneas con trazos muy grandes, según le había ordenado mi señor. Una vez terminado de pintar se lo enseñó para su aprobación.

-          Como podrá observar. Los trazos empiezan justo debajo del ombligo con la leyenda “Soy una”. En la segunda línea pongo en grande “Puerca”. En la tercera “Úseme”. Fíjese como donde voy a tatuar la palabra “úseme” es justo donde tiene la cicatriz, abarcará toda ella.

-          Y en la cuarta justo pegado al inicio de su raja, “Cómo quiera”. ¿Le parece bien?

-          Perfecto. Además me gusta el tipo de letra que has escogido, todo en mayúsculas para que se vea mejor. Concluyó mi señor.

-          Ahora solo nos resta que usted elija los colores en los que quiere que le tatúe la leyenda. Yo le aconsejo que sea en color negro se verá más y disimulará totalmente la cicatriz.

-          Tú eres el profesional de esto. Hazlo como dices. Pero ten presente una cosa. Nada de sprays calmantes, hazlo a pelo, quiero que le duela y que sufra. El dolor la curtirá cuando tenga un amo de verdad y me agradecerá que la haya enseñado a aguantar el sufrimiento. Y quítala el trapo de la boca. Fue buena idea ponérselo manchado de mierda pero ahora quiero oírla gritar desde el comedor. Concluyó mi señor.

-          Cómo usted diga. Replico su ayudante. Una cosa, señor, tardaré bastante tiempo, el tatuaje es grande. Si quiere usted vaya a comer que creo estará a punto de venir su invitado.

-          De acuerdo, cuando venga comeremos tranquilamente y prepararemos lo necesario para esta noche. Ya te dije, cerda, que vendrá otro deudor a pagar su préstamo y haremos otro reglaje en tu cuerpo.

-          Vale, empieza, si necesitas algo avísanos.

Se fueron, mi señor y los tres ayudantes. Quedándose sólo el que iba a hacer la decoración de mi cuerpo.

Me quitó el trapo de la boca. Enganchó uno de los grips a la maquina de tatuar y accionó esta. El ruido era parecido al del torno de los dentistas. Empecé a sudar y a temblar sabiendo que en pocos segundos una aguja me penetraría la epidermis dejándome, al igual que en la espalda, unas marcas que no se quitarían en toda mi existencia. Llore en silencio y noté que se me volvían a escapar fluidos por el culo. No pareció importarle, por lo menos no dijo nada, se le veía concentrado en su trabajo.

Noté como la aguja empezaba a rasgar mi piel, primero iba perforando el contorno de las letras. Me dolía. Lance algunos gritos, verdaderos espasmos de sufrimiento cuando horadaba las zonas menos musculosas de mi castigada anatomía.

Finalmente terminó los bordes de las letras y procedió al rellenado de las mismas. Eso si que me crispó los nervios. Notaba como si me rasgaran toda la piel. Las letras eran muy grandes por lo que en poblar de color cada una, tardaba una eternidad o, por lo menos, eso me parecía.

En un momento determinado paró un segundo. Estaba sudorosa. Moqueaba, mi respiración era agitada. Me dijo;

-          Mira. Se que te duele. Pero cuanto antes terminemos, antes acabará este sufrimiento para ti. Normalmente tatuajes de estas dimensiones se suelen hacer en varias sesiones pero el jefe ha querido que lo hiciera en una. Yo ante eso no tengo nada que decir, solo obedecer que para eso me paga.

Volvió a encender la máquina. Cambió de aguja y continuó con el tatuaje.

Por fin terminó. Me encontraba al borde de la histeria, el ruido que desprendía ese artefacto me martilleaba las sienes. Además, aunque la herida estaba cicatrizada, cuando estuvo trabajando en ella, el dolor se multiplicó al tener todavía toda esa zona menos fortalecida que el resto. Pero al fin pudo acabar el grabado, como todas las pruebas que mi señor me había condenado a sufrir, esta también fue superada.

Para asegurar la zona de infecciones y que pudiera cicatrizar bien, me envolvió la zona con un film de plástico.

-          Esto es para preservar tu piel de infecciones. Abajo en la cochiquera hay bastantes y debemos, por tu bien y el mío, que no se infecte.

Recogió su instrumental y se marchó. Yo quedé atada a la mesa. Ya no sabía que me dolía más si el tatuaje, los aros de mis labios vaginales o el castigo en mis pechos. Todo estaba muy en carne viva desde las tetas hasta el coño.

Muy entrada la noche, apareció mi señor acompañado de una mujer rubia, bastante alta y delgada. Tendría unos treinta años, bien vestida y con un maletín de ejecutivo. Detrás de ellos entraron sus ayudantes.

-          Veo que ya terminaron de tatuarte, puerca. Me dijo. Lástima que lo tengas tapado. Ya lo veré cuando este cicatrizado. Acto seguido, señalándome con un dedo, se dirigió a su acompañante;

-          Esta es la cerda de quien te hablé.

Yo seguía atada a la mesa con las piernas abiertas. La mujer me miró de arriba abajo escrutando todos y cada uno de los puntos de mi anatomía. Empecé a ponerme nerviosa no sabia exactamente por qué me miraba de esa manera. Fue cuando habló;

-          Bien, no creo que haya problemas. Necesitaré varias sesiones. El tema del pubis tendremos que dejarlo para un poco más adelante cuando le cicatrice el tatuaje.

-          De acuerdo. Vaya subiendo y preparándose. Yo se la mando en un rato.

-          Muy bien. Contestó la mujer.

Me desataron. Estaba entumecida, llevaba desde la mañana amarrada a esa mesa y me dolía enormemente la espalda. Cuando me incorpore al suelo, los pliegues que hicieron mi estómago me escocieron debido al tatuaje recién hecho y los aretes en mi coño me pesaban horrores. Era un mar de lágrimas. ¿Cuándo acabarán los tormentos?, me repetía una y otra vez. Sacándome de mis reflexiones,  me dijo;

-          Esa mujer, me pagará su deuda haciéndote una depilación definitiva. No estoy dispuesto a malgastar el tiempo de mis ayudantes en afeitarte todos los días. Con este reglaje subirá tu cotización. Tu amo no tendrá que preocuparse en rasurarte. Sólo tendrán que depilarte las pestañas, esas no pueden tratarse con este tipo de técnica, pero como te las quitan a tirones, ya estamos viendo que, cada vez, tardan más en crecer, hasta que, prácticamente no te vuelvan a salir.

-          Pero antes quiero que te apoyes en la mesa de espaldas. Venga. No tenemos toda la noche. Te esperan arriba.

Como pude me coloque apoyada en la mesa ya que me tiraban las argollas horadadas en mi labios menores, al ser tan grandes al moverme, se bamboleaban de un lado a otro haciendo, además, tintinear los cascabeles que llevaban adosados a la última anilla. Me dolían horrores, tiraban de los agujeros que todavía no estaban cicatrizados. Una vez colocada en la posición que mi señor me ordenó, supuse que quería usarme asíque saqué un poco el culo para que pudiera usarlo.

Antes de nada, me ataron las manos a la espalda con la ayuda de un mosquetón  uniendo las anillas de mis muñequeras.

-          Bien, veo que ya vas comprendiendo las órdenes.

Me abrió un poco las nalgas, comentando,

-          Que bien esta hecho el trabajo. Sólo con abrirte ligeramente el culo, tu agujero se ensancha una barbaridad. Cómo me agradecerán que te haya desfigurado el esfínter. Reía.

Se desabrocho la bragueta y me la metió de un golpe. Notaba en mi espalda sus espasmos de riñón. Primero acompasados y posteriormente con mas velocidad. Pensaba que iba a eyacular dentro, como siempre solía hacer, pero esta vez cambió en el último momento. Sacó su polla de golpe y con las manos me hizo girar en redondo colocándome frente a él.

-          Ponte de rodillas. ¡Deprisa! Gritó.

Me puse de rodillas y me la metió en la boca. Pude apreciar, el sabor a ocre que despedía su miembro después de haberla metido en mi cavidad anal, mientras se la chupaba.

-          ¡No me la chupes!, ¡Quiero usar tu boca!  Gritó. Ábrela todo lo que puedas.

Separé mis labios y, agarrándome de la cabeza, me la metió hasta la campanilla. Me dieron arcadas y empecé a toser.

-          Si la escupes o vomitas en mi polla. Te azotaré hasta que no te quede un gramo de piel. Chilló.

Pude contener los espasmos. Yo, que siempre he pensado que tenia la boca pequeña, no comprendía como era capaz de tragármela entera.

-          Abre más la boca, no quiero que roces mi miembro con tus asquerosos dientes.

Todavía la abrí más, ya tenia casi desencajada la mandíbula. El metía y sacaba su polla de mi boca. Cómo si estuviera fallándome.

Notaba ya el líquido preseminal saliendo de su miembro que predecía lo que estaba a punto de suceder por lo que me preparé para recibir toda su leche.

-          Cuando me corra quiero que te tragues toda la leche, no quiero ni una gota en el suelo o te azotaré. Gritaba.

En un momento dado, su miembro empezó a escupir todo el líquido viscoso y, apresuradamente, tragué el contenido consiguiendo que ni una gota cayera al suelo.

Metiéndose su polla dentro del pantalón. Ordenó.

-          Subirla arriba, se hace tarde.

Atada como estaba con las manos a la espalda, me subieron a empujones sus ayudantes. Los anillos horadados a mi coño se movían de un lado a otro produciéndome dolores tremendos, pensé, incluso, que me desgarraría los labios. El tintineo parecía hacerles gracia a los ayudantes,  pues no paraban de hacer chanzas a propósito del campanilleo.

Notaba que se escapaban algunos fluidos de mi culo, por la empitonada de mi señor. Y tuve miedo de manchar el suelo de las escaleras lo que me hubiera ocasionado, sin duda, un castigo ejemplarizante. Menos mal que el fluido parecía escaso y lo único que acabó manchando era la parte posterior de mis muslos. Eran, ya, mas de las 12 de la noche.

Llegamos a la planta de arriba y, en la misma habitación donde fui vaciada de mis órganos reproductivos, estaba la mujer. Uniformada con bata blanca y manipulando una especie de máquina parecida a la de los rayos pero bastante más pequeña.

Indicó a los ayudantes que me tumbaran en la camilla. Es curioso todavía seguía el mismo armazón donde fui intervenida.

Me soltaron las manos y me tumbaron, atándome de pies y manos a los extremos de la camilla. Me colocó una especie de gafas oscuras. Ella también se puso otras parecidas. Y dio a cada uno de los ayudantes otras de parecida textura. Pues, igual que con el cirujano, ellos tenían órdenes de permanecer en todo momento junto a mí.

De la maquina salía un brazo movible y, al final del mismo, una especie de pistola. Ésta fue pasándola por todo mi cuerpo (cabeza, axilas, brazos, cejas y piernas). Cada vez que se posaba en una zona daba al gatillo y éste despedía una especie de haz de luz. No puedo decir que fuera verdadero dolor, sólo diré que eran como pequeños pinchazos que, en comparación con los demás sufrimientos ya padecidos en mi castigado cuerpo, esto me parecían pequeñas caricias dadas por esa mujer.

Cuando terminamos, comento a los esbirros,

-          Quiero que cada tres días me la suban por la noche para continuar la sesión. Del pubis nos ocuparemos cuando tenga cicatrizado el tatuaje.

-          Dentro de unos días,  ya no te crecerá vello en ninguna parte del cuerpo.  Comentó.

Me desataron de la camilla, abrochándome las manos a las anillas de mis muñequeras, quedando con las manos atadas a la espalda y empujándome a la puerta con la intención de irnos. Los aretes se movían de un lado a otro y me golpeaban la parte interna de mis muslos que ya empezaban a enrojecerse. Pero antes de traspasar la abertura, se oyó la voz de la mujer.

-          ¡Esperen un momento, por favor!

Los ayudantes se pararon y volvieron la cara.

-          ¿Si, que desea? Preguntaron

-          Miren. Yo pago la deuda gustosa que tengo con Don Gonzalo. Pero en la comida, su jefe me autorizó a que si lo deseara, pudiera, una vez finalizada la sesión, usar a su puerca. Y es lo que quiero hacer. Esos aretes que tiene en su coño me han mojado el mío.

-          Lo que usted quiera. Esta cerda esta disponible las 24 horas del día. Rieron.

-          ¿Desea usted que la atemos a la camilla?

-          No será necesario. Que siga con las manos atadas a la espalda. Con eso es suficiente. Súbanla al armazón y quédense, si quieren, por si necesitara su ayuda.

Me subieron y me pusieron boca arriba. Mis brazos pegados a la espalda me dolían al tener mi cuerpo presionándolos. Yo, nunca lo había hecho con una mujer. Me parecía obsceno y demasiado lascivo para mi mente provinciana. Claro que, después de mes y medio que llevaba con mi señor, una había aprendido a no hacerle ascos a nada y obedecer cuanto quisieran hacer con migo.

Los dos ayudantes se quedaron detrás de mí observando con lascivia lo que se preveía que ocurriría muy pronto.

Una vez en esa posición, la mujer me abrió suavemente las piernas y me las puso dobladas. De tal forma que con las plantas de mis pies pisaba la sábana que recubría la mencionada camilla. Se acercó a mi vagina y acarició mis doloridos labios ensartados a los aretes.

Yo  tenía los ojos cerrados y las piernas  en tensión. Aquello era totalmente desconocido para mí, no sabia que aptitud tener y tensé las extremidades mas, como arma defensiva, que por otra cosa. Pensaba en el dolor que iba a sufrir en mis delicados labios, recientemente agujereados,  como consecuencia de sus manoseos. Estaba acostumbrada a los desmanes de mi señor y sus ayudantes y, todavía, no había sido prestada a otra persona que no fueran ellos.

Pero ocurrió lo contrario a lo que esperaba. La mujer acarició con sensibilidad la zona y me descapulló el clítoris tan hábilmente que me hizo escapar un espasmo de placer. Notaba que se me iba humedeciendo toda mi zona vaginal. Mi respiración empezó a ser bastante entrecortada.

De pronto, dejó de acariciar con sus manos y  acercó la cara a mi mojada abertura. Con sus manos me abrió lentamente mis labios vaginales apartando los aros y su lengua me trabajó de forma impresionante por toda mi vulva.

Era la primera vez que una mujer me comía el coño. El miedo ante lo desconocido dejó paso a un hervidero de placeres ocultos y, necesitados, en mi sufrido cuerpo que, últimamente, solo recibía castigos.

Me dejé hacer. Notaba como iba succionando todos mis fluidos vaginales, como me trabajaba con su lengua mi henchido clítoris. Me estaba volviendo loca de placer. Gritaba de gozo. El orgasmo estaba a punto de llegar. De pronto recordé…

Cerré las piernas de golpe. Casi chocan con la cabeza de la mujer que pudo, a duras penas, retirar su boca de mi  mojada vagina. Y con aire de crispación, preguntó;

-          ¡Qué pasa!, ¿Por qué cierras las piernas?, casi me arrancas la cabeza.

-          Perdón señora. ¿A quién debo pedir permiso para correrme? No quisiera ser castigada por ello.

La mujer, puso una cara de interrogante. No sabía muy bien a qué me refería con lo del permiso. Miró a los ayudantes que, en ese momento, estaban, con el espectáculo,  masajeándose sus pollas. A todos les pilló de sorpresa mi reacción. Pero el castigo sufrido en mi vulva por tener un orgasmo inconsentido golpeó mi mente justo, momentos antes, de llegar al paroxismo.

Los hombres, se pusieron colorados y guardaron sus miembros dentro de sus pantalones, se miraron los dos y, uno de ellos, atinó a decir;

-          Creo que es a usted a la que corresponde dar autorización para que esta puerca pueda correrse ya que, Don Gonzalo, ha tenido la deferencia de prestársela. Por lo tanto pienso que, mientras dure esta cesión, hará usted las veces de dueña.

La mujer, no salía de su asombro, debía estar también muy caliente porque sin mediar aviso exclamó;

-          De acuerdo, de acuerdo, puedes correrte, pero abre las piernas que necesito terminar de comerte el coño.

-          Los ayudantes asintieron y, acto seguido, volvieron a meterse mano en sus respectivas braguetas.

Por fin había tenido mi primera autorización para poderme correr sin ningún tipo de cortapisa ni consecuencias futuras. Volví abrir las piernas y me abandoné a mi placer merecido.

Tuve dos orgasmos seguidos. Fue algo inenarrable.

Posteriormente, la mujer se levantó las faldas y se quitó las bragas. Se puso a horcajadas encima de mi cara, sujetándose en sus rodillas mientras su abertura quedaba justo encima de mi cara.

Como hizo ella conmigo metí mi lengua en su mojada raja y bebí sus fluidos vaginales. Hace tiempo me hubiera escandalizado solo con pensar en ello, pero ahora, la verdad que disfruté de manera salvaje. Notaba que se contorsionaba la mujer con mis caricias. Mordisquee con fruición su hinchado clítoris y la lleve a un generoso orgasmo.

Una vez llegado al mismo. Se bajó de la camilla, se puso las bragas y se arregló la falda.

-          Pueden llevársela. Dijo. Dentro de tres días la quiero aquí para la siguiente sesión.

Me cogieron del brazo y en volandas. Con empujones me llevaron a la puerta y abandonamos la estancia. Seguía con las manos atadas a la espalda pero satisfecha por los orgasmos recibidos, tanto es así que, en esos momentos, no me dolían ni pesaban los aretes del coño mientras me bajaban a trompicones por las escaleras en dirección a mi cochiquera.

Justo cuando pasábamos por la puerta de la sala de entrenamientos, mi señor nos llamó. Se conoce que estaba esperando a que la señora terminara conmigo para acompañarla a la puerta.

-          Veo que mi amiga se ha divertido contigo. Espero que no me hagas quedar mal con mis amistades o clientes. De otro modo, tendría que castigarte.

-          Pero no es para eso para lo que te he llamado. Solo quiero comunicarte que, una vez hayan terminado las sesiones de depilaje y el tatuaje y los aros hayan cicatrizado, procederé a convocar la subasta. Vete despidiendo de esta casa. Muy pronto tendrás un amo en propiedad. ¡Llevárosla!, ordenó.

Me quedé de piedra. Todavía mi subconsciente se negaba a aceptar la idea de un cambio de amo. Me aferraba a la quimera de que, sus menciones acerca de la subasta, no eran más que simples amenazas y que, continuaría gozando de la ”hospitalidad“ de mi señor a quien creía, al menos, interesado en mi asquerosa persona aunque solo fuera para mancillarla y humillarla. Pero no, debía prepararme para lo peor.

Un tirón en el cuello me sacó de mis pensamientos y seguí al ayudante que me precedía.

Llegamos a la pocilga. Ya tenía la comida preparada. Me desataron la correa al collar, pero de momento, no me ataron a la barra. Cosa que me extrañó.

Yo me encontraba en el medio de la porqueriza, de pie, atada las manos a la espalda esperando a que me amarraran a la barra como todas las noches.

Aparecieron por la puerta los otros dos ayudantes entre los que iba el más aberrante de ellos, el padre del más joven. Taladrándome con su mirada  obscena, me dijo;

-          Me han contado que te divertiste con la doctora, eso está muy bien, sonrío maliciosamente. Ahora queremos que te distraigas con nosotros.

Sin mediar más palabras se desnudaron los cuatro. Pude ver horrorizada, sus miembros totalmente erectos.

Uno de ellos me cogió por los brazos a la altura de los hombros, abrió el mecanismo del mosquetón y liberó mis brazos.

-          Para lo que vamos a hacer con tigo necesitamos tus manos libres. Exclamó.

Una vez desligada de mis ataduras, se tumbó en el suelo y cogiéndome por detrás de la cintura me acostó encima de él. Por lo que mi culo quedó sobre su polla. Tenia el ano tan desfigurado que pudo penetrarlo de una embestida.  Empalada por detrás. El ayudante más sádico, me abrió las piernas y metió su miembro dentro de mi coño. Sin importarle para nada que tuviera los labios enrojecidos, como consecuencia de la perforación de los aretes, realizada por su jefe horas antes. Grité de dolor.

De esta forma parecía un sándwich, penetrada por mis dos agujeros a la vez. Me intentaba revolver pero el que me estaba enculando me sujetaba fuertemente las extremidades haciéndome ya algunas marcas en mis delicados miembros.

El que me estaba usando por la vagina, seguramente, para no perjudicar la cicatrización del tatuaje, cosa que hubiera enfadado mucho a su jefe,  y para que su colega pudiera tener algún tipo de movimiento, tensó los brazos, apoyando sus manos en la paja del suelo, de esta forma, no tenia su carga encima mía y el que estaba debajo de mi, follándome el culo, no aguantaba el peso del que me estaba usando el coño. De esta forma ambos me la podían meter y sacar a su ritmo.

Podía notar ambas pollas dentro de mí. Sentía cómo chocaban entre ellas con la única frontera de la pared carnosa,  pero estrecha,  que divide ambos conductos. 

En ese momento otro de los ayudantes se colocó de rodillas cerca de mi cara, justo al lado de quien me estaba follando el culo. Me apretó  fuertemente la barbilla y me hizo abrir la boca introduciendo su miembro hasta mi campanilla. Olía apestosamente mal, tenía secreciones pegadas al glande. Empecé a toser y a dar arcadas. Rápidamente, la sacó para poder darme una sonora bofetada.

-          ¡Cómo vomites, te arranco la piel! Exclamó. Abre el agujero, voy a volver a meterla y cuidado con los dientes. A ver si te los tengo que sacar de un puñetazo. Trabájame con la lengua mientras uso tu asqueroso orificio.

Por miedo a que sus amenazas no fueran baldías,  la abrí nuevamente  y, me preparé para su embestida. La introdujo y me fue follando la boca, metiéndola y sacándola  como si lo estuviera haciendo en mi vagina. Mientras estaba dentro, intentaba lamer su glande tal y como me había ordenado.

Yo estaba, como una autómata, abriendo mis orificios y dejándome, ¿qué otra cosa podía hacer?, sólo dejar que los tres ayudantes se divirtieran con mi cuerpo.

En ese momento, unos brazos me agarraban las manos y las subían por encima de mi cabeza. Unió las anillas de mis muñequeras con el mosquetón y colocó mis dos palmas unidas bordeando ambos lados de un miembro erecto. Alcé la vista y vi al cuarto ayudante que se había colocado de rodillas por encima de la cabeza de el que me estaba follando el culo.

-          Vamos puerca, me dijo. Hazme una paja con tus asquerosas manos.

Empecé a frotarlas con movimientos de abajo arriba. Desde sus huevos hasta el glande. Primero lento y, poco a poco, fui adquiriendo mayor velocidad en el frotamiento. Mientras tanto aprovechaba para masajearme fuertemente mis pechos aun doloridos por los azotes de la mañana.

De esta guisa me encontraba. Follada por el culo y por el coño, mientras hacia una mamada y realizaba al cuarto una paja con mis unidas manos.

Los tres que me estaban usando los agujeros se corrieron casi a la vez. Me inundaron los orificios con sus viscosidades. El que terminó en mi boca me llenó la cavidad de semen caliente,  tuve que tragar apresuradamente para no dejar que saliera ni una gota de mis labios. Por último, Al que le estaba haciendo la paja, eyaculó apuntando a mi cabeza depilada, resbalando parte de su esperma por mi cara, ojos y llegando algún surco a deslizarse por mi cuello.

Todos se levantaron y se vistieron en silencio. Mientras yo permanecía tirada en el suelo, dolorida y humillada.

-          No ha estado mal para lo puerca que eres. Habló uno de ellos.

-          Tendremos que repetirlo más a menudo. Dijo otro.

-          Ahora que nos vas a dejar dentro de poco, te acordarás de nosotros. Reía. Te darás cuenta de lo delicados que somos cuando caigas en manos del amo que te compre. Ya verás lo que nos vas a echar de menos. Comentó el más sádico de los cuatro, mientras se abrochaba el pantalón.

-          Bueno ahora cena a gusto, que tendrás hambre por el ejercicio.

Me ataron las manos a la espalda, engancharon la cadena de mi collar a la barra del comedero y salieron de la pocilga cerrando tras de si la puerta.

Me quedé sola y pringosa de lefosidades en todo mi cuerpo. De mi coño y culo salían viscosidades blanquecinas. Mi boca con sabor a polla maloliente y mi pensamiento  vagaba por estos últimos comentarios de los ayudantes de mi señor.

La subasta será muy pronto. Me entró un escalofrío que recorrió todo mi lacerado cuerpo. Si, este tormento que estaba soportando desde que me secuestró mi señor, no era más que unas vacaciones en comparación a lo que me esperaba, qué sería lo que me depararía mi futuro. Algo que, por desgracia, conocería muy pronto.

Acercándome como pude al comedero, metí la cabeza y comí las viandas que me habían dejado.

Me recosté, mientras notaba que los fluidos de mis agujeros iban saliendo, mientras pensaba en quién me compraría. Por mucho que me dijeran lo mal que lo iba a pasar, pensé que no seria tanto como ahora. Seguro que mi nuevo amo tendría un alma más complaciente que este. No podía el destino jugarme otra vez  una mala pasada. Qué equivocada estaba, muy pronto tuve la ocasión de averiguarlo.

FIN DE LA SEXTA PARTE.