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Ven aquí, peque (7)

en No Consentido

 
     Al salir del baño Diego ya me está esperando junto a los otros. Me acerco decidida hacia ellos.
 
 
 -Ya les he dicho que nos íbamos.
 
 -Y nos vamos. Pero antes tengo que proponeros algo.
 
 
Se quedan mirándome con interés. Yo saco de uno de los bolsillo de mi falda algo encerrado en mi puño y se lo meto a Alberto en el abrigo.
 
 
 -¿Qué es...? -dice mientras que lo saca, aunque inmediatamente vuelve a guardar mis braguitas dentro de la chaqueta.
 
 -Me apetece hacer algo especial, ¿sabéis? Para ello os necesito a los dos -miro a Miguel- aunque, si tú también quieres, cuantos más seamos mejor.
 
 
Diego y Alberto se sonríen y el tercero se queda sin saber qué decir.
 
 
 
     Una vez en el coche, Miguel conduce. Nosotros nos quedamos en el asiento de atrás y al no llevar braguitas me hacen toda clase de maldades por debajo de la falda. Varias veces les pido que paren porque temo correrme ahí mismo. Jamás había tenido a cuatro manos estimulándome y jugando conmigo, a la vez que una boca a cada lado me dice cosas subidas de tono. Sólo espero que el piso que comparten Miguel y Alberto no quede demasiado lejos.
 
 
 -¿Te lo has pensado? -pregunta Diego- ¿O estás esperando a que se te aparezca el espíritu santo?
 
 -Lo haré, sí.
 
 
 
     Al llegar montamos en el ascensor, y eso que el piso es un segundo. Al menos yo, entre el calentón y todo el alcohol que llevo en el cuerpo, no opino que ir por las escaleras que sea una buena elección. Miguel se lanza por primera vez en toda la noche y me acapara un poquito, nos damos algunos besos que me parecen más inocentes que otra cosa teniendo en cuenta lo que pienso hacer. Nuestras lenguas se buscan ante las miradas de aprobación de sus amigos, que parecen alegrarse de que al fin vaya a dar el paso. Ellos se quedan al margen durante ese tiempo.
 
 
 
     Su piso es pequeño, y las habitaciones se distribuyen a lo largo de un pasillo; Miguel a la derecha, Alberto a la izquierda. Les siguen la cocina, un pequeño baño y al fondo el salón. Directamente pasamos a la habitación de Miguel, la cual es la más grande. Tiene una cama de matrimonio con unas sábanas simples, un escritorio con un flexo y un par de estanterías con libros. Se podría decir que es un tanto 'minimalista', ya que tiene lo esencial. Se nota que es un piso de estudiantes.
 
 
 
     Me siento perdida, pero no importa, porque ellos toman la iniciativa sin problemas. Alberto comienza a desnudarse y Diego se sienta en la cama conmigo. Sus dedos buscan mi sujetador bajo mi camisa, pero le aparto, me lo quito sin desnudarme y lo saco por una manga. Se lo tiro a Miguel a la vez que me río.
 
 
 -¡Tú! Ven aquí. Quiero comerte -no sé lo que sale por mi boca y me ha dado la risa floja.
 
 
Hacemos sitio en la cama y le indico que se tumbe. Se quita la camisa y voy bajando por su pecho con mi lengua. Intento bajarle la cremallera del pantalón con los dientes y tras un par de intentos lo consigo; al estar inclinada sobre él a cuatro patas mi coñito es blanco fácil para Diego que sin ningún tipo de preliminar ha comenzado a comérmelo. (¿Qué estará haciendo Ángel?). Alberto se arrodilla cerca de mí ya completamente desnudo, y su polla me señala de forma descarada. La agarro con la mano izquierda y con la derecha saco la de Miguel, que me mira extasiado.
 
 
 
     Me siento arder. Hice bien en pasar del pintalabios, porque paso de una a otra sin descanso. A veces intento metérmela entera, y otras mi lengua juega con la punta o la recorren desde arriba hasta abajo. (No se parecen a la de Ángel, la suya era más gruesa y no tenía ningún pellejito). Paro un momento para quitarme la camisa y cuando me voy a quitar la falda, Diego me para.
 
 
 -Déjala. Me pone así.
 
 
Ahora es él quien me lleva hasta su entrepierna y guía mi cabeza, marcando el ritmo de la mamada. De reojo observo a Alberto abriendo un condón. (¿Habrá pensado en mí desde lo de esta tarde?). Me hace comerle los huevos y los succiono mientras que le masturbo despacito. Miguel me masturba y aunque es algo torpe, creo que poco más aguantaré sin correrme.
 
 
 
     Dejan de acariciarme y alguien me agarra de las caderas; es Alberto. Miguel no deja de pajearse mientras que contempla la escena.
Siento la imperiosa necesidad de que entren en mí y, como si me leyese la mente, se coloca entre mis piernas. Se moja con mi humedad antes de comenzar. En un momento de lucidez recuerdo que soy virgen, como si antes hubiese olvidado ese pequeño detalle, como si no llevase planeando esto toda la tarde. ¿Dolerá demasiado?
 
 
 -Te voy a follar bien, putilla -me da una palmada en el trasero.
 
 
No. Esto no puede ser. No, no, no, no, no. Necesito salir de aquí.
 
 
 -Déjame -aparto las cuatro manos que me agarran.
 
 -¿Cómo dices?
 
 -Déjame.
 
 -¿Piensas dejarnos así, pedazo de guarra? -Diego parece cabreado- Pues lo llevas claro -me agarra, y de nada me sirve patalear. Soy una enana en comparación a esta máquina esculpida a base de gimnasio-, porque vamos a follarte bien. ¿Verdad?
 
 -Eso es -Alberto se ríe mientras dice esto, pero Miguel está callado y serio.
 
 
 
     Me tumban en la cama bocarriba. Les digo toda clase de insultos, utilizo todas mis fuerzas, pero nada sirve.
 
 
 -Calla, puta -Alberto saca las braguitas que yo misma metí en su abrigo y las introduce en mi boca-. Así estás más guapa.
 
 
Diego sigue sujetándome y Alberto tiene intención de desvirgarme sin saberlo. Aunque pudiese hablar y decírselo, creo que no serviría de nada en el plan en el que están. Miro a Miguel con ojos suplicantes y de repente se le ilumina la cara
 
 
 -Eh, tío. Déjame a mí.
 
 -Buena idea que seas el primero, no creo que aguantes demasiado... -se burla Diego.
 
 
Ya está, él era mi última esperanza y también va a participar en esta mierda. (¿Me salvaría Ángel de saber lo que están a punto de hacerme?). Miguel se coloca entre mis piernas sin ni siquiera colocarse el condón. Genial, igual la gracia me cueste un puto embarazo. La noche me va a salir redonda.
 
 
 
     Entonces es cuando dejo de sentir fuerza en mis brazos. No soy muy consciente de lo que está pasando, pero escucho que Miguel dice ''¡Corre!'', tras haberle dado su mejor gancho de derecha a Diego en toda la cara. Cojo mi camisa y me la pongo a máxima velocidad mientras que él empuja a Alberto contra la estantería para que no pueda hacer nada. Varios libros se estrellan contra el suelo y yo ya estoy saliendo por la puerta, dejando de recuerdo mi sujetador. Abro la puerta principal de forma torpe, pero antes me giro un instante. Diego acaba de salir del cuarto y me mira con odio. Escucho otro golpe y rezo porque no sea Miguel el receptor. Le debo una de las grandes.
 
 
 
     Doy un portazo y bajo las escaleras de dos en dos y de tres en tres, casi matándome en un par de ocasiones. Salgo del portal y el fresco de la noche me recibe.
 
 
 
     Tras ponerme las cuñas no paro de correr en ningún momento, aún con la mordaza improvisada en mi boca. Me meto en todas las callejuelas que veo y sin saber cómo, he llegado a un parque que me resulta familiar. Pasé por él esta tarde antes de llegar a la tienda de discos. Decido sentarme en un banco para ponerme las braguitas y también para pensar qué coño haré ahora. No puedo evitar derrumbarme y ponerme a llorar, haciendo que se me corra el rímel. Es el único que lo ha hecho hoy. Saco mi móvil del bolsillo; 16 llamadas perdidas de mamá y 7 mensajes nuevos. Los borro, mirando únicamente antes de hacerlo si son de Ángel o no. Marco su número. ¿Debo llamarle? Probablemente esté durmiendo, tal vez abrazado a su mujer y con su hija en el dormitorio contiguo. Son como las dos y media de la mañana. Finalmente pulso la tecla verde.
 
 
 
     Un toque, otro toque, otro toque... no puedo creer lo nerviosa que estoy, tengo el corazón en la garganta y un nudo en el estómago que hace que me cueste respirar. Tiemblo sin poder evitarlo, me digo lo imbécil que soy mientras que espero a que descuelgue. Pero nada, eso no hace ni pompas... salta el contestador y cuelgo. Me quedo mirando el cielo, que no tiene ni una sola estrella a causa de la contaminación lumínica. Nada, una noche a la intemperie por gilipollas. Me lo merezco. Cuando llegue a la casa no veré nunca más la luz del sol y recibiré clases en casa, a no ser que me internen. Seguro que me toca un uniforme horrible.
 
 
 
     Enfrascada como estoy en mi monólogo interno, doy un respingo cuando empieza a vibrar el teléfono en mi mano. Rauda y veloz descuelgo.
 
 
 -¿Qué quieres? Menos mal que mi mujer se ha quedado dormida en el sofá y yo tenía el móvil en silencio -por su tono de voz no parece especialmente molesto, pero tampoco creo que le haga mucha ilusión esta llamada.
 
-Eso será el destino...
 
 -¿Qué?
 
 -Sálvame, por favor -vuelvo a llorar, con una mezcla de nervios y miedo por lo que me pueda decir.
 
 -Pequeña... ¿dónde estás?
 
 
Le describo a grandes rasgos lo que veo a mi alrededor y en seguida reconoce el parque en el que me encuentro.
 
 
 -Hay que ver -no parece reprocharme nada, más bien está preocupado-. Ni se te ocurra moverte de ahí que en un momento te recojo. Ahora me contarás.