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Las Cenizas de Birkenau

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Las Cenizas de Birkenau

MBV

©2013, Mbv

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Bubok Publishing S.L., 2013

1ª edición Octubre

ISBN:

Impreso en España / Printed in Spain

Editado por Bubok

Relatos anteriores del autor:

 

"La Puta del Barrio Rojo" Año 2012

A mis padres que siempre han estado ahí, los que me enseñaron  a levantarme cuando tropezaba, los que me enseñaron a rectificar con cada equivoco, los que me enseñaron a reír después de llorar, toda dedicatoria es poca.

Las Cenizas de Birkenau

Índice

El Guetto

El Tren

La Puerta de la Muerte

El Infierno

El Sueño de Wetzler

La Fuga

La Elección

El Encierro

La Liberación

El Regreso

El Guetto

Hace ya mucho tiempo, pero jamás se borrará de mi memoria el día en el que el sol se escondió tras aquellas nubes grises del cielo de Cracovia. 

Mi nombre es  Marek, por aquel entonces tenía quince años y portaba una estrella  de color amarillo en la solapa de un viejo abrigo ya roído por el tiempo, pero lo suficiente grueso para protegerme del frío.

No tenía mucha más ropa, todo se nos había arrebatado por el pecado de ser Judío.

Tenía una hermana de trece años de edad, su nombre janica, su tez blanca, ojos oscuros y pelo muy negro liso, sus labios se tornaban rosados con el frío. Tenía una pequeña cojera desde nacimiento de la que se ayudaba de unas muletas de madera.

Mi madre , Irenka, educada, amable, muy reservada, mujer muy familiar, siempre estuvo a la sombra de mi padre "Aniol" médico bastante conocido en Cracovia, hasta que tuvo que dedicarse a cortar patatas en un restaurante del guetto.

Nos arrebataron la casa, nuestras pertenencias dejaron de serlo y empezamos a vivir en la más absoluta pobreza. Nuestra ración de comida empezó a disminuir por días, jamás vi unos ojos tan tristes como los de mi madre cada vez que intentaba sacar de una ración de una persona cuatro platos para todos.

A mi hermana y a mí no se nos permitía ir al colegio, era en el guetto donde juntos con otros niños un profesor que se dedicaba ahora a fabricar utensilios de cocina nos daba clases. La vida del guetto resultaba tranquila hasta que una noche empezaron a o irse gritos, disparos y ladridos de perros. Las luces de las habitaciones empezaron a apagarse, incluida la de nuestra casa, pero fue inútil, a los pocos minutos tocaron nuestra puerta, con voz en alto, en alemán nos indicaban que abriésemos la puerta, el miedo nos tenía atenazados, aún así mi padre la abrió, tembloroso, con miedo, pero lo hizo, de pronto un perro se abalanzo sobre el y le mordió sin soltar con vehemencia, mi padre gritaba lleno de pánico mientras mi madre, hermana y yo nos manteníamos inmóviles presa del miedo. Dos agentes de las SS separaron al perro de mi padre, que con el brazo ensangrentado se arrastro hasta nosotros. No hicieron levantarnos, coger varias de nuestras cosas, aunque apenas nos quedaba ya nada, era una maleta que contenían más sueños rotos que algo de valor, aún así era todo los que nos quedaba. Nos hicieron bajar las escaleras junto a otras familias que vivían también en el guetto. Nos pusieron en fila, apoyados a una pared, un soldado saco su pistola y fue disparando en la sien a varios hombres y mujeres al grito de "judíos".

Llegó a mí, apunto mi cabeza, apretó el gatillo, pero su cargador ya estaba vacío, suspire profundamente, mientras guardaba la pistola riéndose. Se despidió de mí escupiendo en la cara mientras me insultaba. 

Fue hasta aquel entonces lo más cerca que estuve de la muerte, mi cuerpo estaba tan bloqueado que cuando nos hicieron marchar todos en fila, mis pies no sabían caminar.

El Tren

Nuestro viaje empezaba en un tren con vagones hechos para el transporte de animales, así nos trataban, como verdaderos animales a los que había que aniquilar lo mas rápido posible.

Subimos en el vagón número trece, éramos tantos que era imposible sentarse en el suelo y no morir asfixiados. Iban metiendo a empujones a cuentos más judíos mejor, daba igual hombres, mujeres o niños, todos éramos la misma basura para ellos.

Cerraron la puerta, y la oscuridad invadió el vagón, apenas entraba algo de luz por una de las pequeñas ventanas. Nos faltaba el aire, ya habían pasado varias horas hasta que el tren empezó el viaje sin retorno. Muchos de los que allí estaban, soñaban con un lugar en el que empezar una nueva vida, lejos muy lejos de esa fantasía, íbamos a la más cruda realidad, íbamos a la muerte, al infierno en el que seguramente nadie del vagón escaparía.

La luz que entraba por la pequeña ventana fue cediendo hasta que llegó la oscuridad absoluta, llevábamos horas sin ingerir ningún tipo de alimento, pero lo que todos ansiábamos era agua. 

Hasta el tercer día que empezó a caer una intensa lluvia, y que las goteras del vagón hicieron que ese fuese la única ocasión que tuvimos para beber.

Muchos ya estaban muy débiles, la mayoría ancianos. Mi padre debido a las heridas producidas por las de aquel perro, estaba muy débil, tenía una fuerte fiebre y apenas pudimos hacer nada hasta que al cuarto día falleció debido a la infección producida por las mordeduras de aquella bestia. 

Mi madre permaneció abrazada al cadáver de mi padre lo que duro el viaje. Junto a mi padre fallecieron siete personas más, seis ancianos y un bebe de apenas meses de edad a la que la madre no puedo alimentar a pesar de intentar darle pecho.

Janica, no pronunció palabra alguna tras la muerte de nuestro padre, nunca más volvería a escuchar su voz, su mirada perdida se mezclaba con la de mi madre, ya nunca  más seriamos una familia completa.

la Puerta de la Muerte

Al atardecer del sexto día el tren llegó a su destino, el campo de concentración de Auswitch - Birkenau. Pude asomarme a la pequeña ventana del vagón y vi como atravesamos la puerta de nuestro destino, para la mayoría la puerta del final de sus días, pocos años después a esa puerta se le llamó la puerta de la muerte.

El tren se detuvo, tardaron en abrir la puertas el tiempo suficiente para que de nuevo el miedo se instalase en nuestros corazones, cuando las abrieron el frío invadió el vagón y empezamos a salir uno a uno. Respire aire después de seis días en el que el olor a excrementos y cadáveres fuese nuestro acompañante de viaje.

Mi madre no quería despedirse del cuerpo de mi padre y seguía  aferrado a el, hasta que un soldado de la SS la cogió del brazo tirándola del tren abajo, la ayude como pude a levantarse mientras una intensa lluvia de ceniza caía sobre el campo de concentración.

Mire al cielo de aquel lugar, y estaba completamente rojo, jamás me imagine el infierno así, era peor que cualquier mal sueño hecho realidad.

Nos quitaron lo poco que ya teníamos, maletas, ropa, algún que otro instrumento, cualquier cosa que pudiese tener valor para nosotros nos fue arrebatado de las manos con la violencia que hiciese falta. Nos fueron separando en dos filas, a un lado los hombres al otro mujeres y niños.

Debajo de aquel manto de ceniza que caía como cae los copos de nieve, apareció un hombre sin el uniforme de las SS que fue señalando y sacando a gente de ambas filas, me miro a mí, me observo y me dejo en la fila en la que estaba. fue sacando a los más déviles, ancianos o gente con algún problema físico. Hizo lo mismo con la fila de mujeres y niños, saco de las primeras a mi hermana Janica y a mi madre, formo un gran número de personas, la mayoría ancianos y niños y al grito de un perfecto alemán " a las duchas" esa fila se puso en marcha hacia el final del campo de concentración, clave mis ojos en mi hermana y mi madre, sería la última vez que las vería.

El Infierno

Bajo aquel cielo rojo intenso, me dieron un pijama a rayas y me tatuaron en el brazo izquierdo el número A-25060, ese sería mi nombre, ya nunca más escuche a nadie llamarme Marek, mi nombre ahora tenía unos números  una letra, así que olvide todo lo relacionado con mi vida anterior, me sentía que había nacido en aquel lugar, junto con todos aquellos desconocidos que sus nombres eran números y una letra como la mía.

Había nacido en aquel infierno en el que llovía ceniza cada noche, y en el que los atardeceres el cielo se tintaba de color rojo. Ya la muerte no me asustaba, empezaba a acostumbrarme a tenerla cerca, a su presencia, al verla pasar por delante de mí, de ver como se llevaba a mi compañero de trabajo o a mi compañero de barracón. Me acostumbre a no llorar, a no hablar, a no sentir tristeza, deje de soñar con una vida diferente, esa era mi vida hasta que la muerte decidiera llevarme al crematorio.

Estuve en varios comandos de trabajo durante mis estancia en Birkenau, el día comenzaba muy temprano, aún el alba no había asomado por el cielo cuando el olor que salía de las chimeneas del crematorio se mezclaba con el rocío de la mañana.

Trabajaba fuera del campo a unos pocos kilómetros del mismo, sin ingerir apenas alimentos, que terminaba por ser la razón de la muerte para muchos de  mis compañeros.

En uno de esos comandos me enviaron a recepcionar y a requisar las propiedades de aquella gente que bajaban de los trenes como yo lo había hecho junto con mi familia, con una mezcla de miedo y esperanza clavados en sus ojos, que terminaban por clavarse en el alma.

Allí es donde conocí a Wetzler, un joven eslovaco que hablaba alemán como los propios soldados nazis del campo, quizás por eso lo tenían bien considerado y tenía un trabajo menos duro que el resto, lo que nunca llegue a entender fue mi suerte al llegar a su comando de trabajo sabiendo alemán a malas penas.

El trabajo no era duro como los anteriores que había tenido, pero el engaño formaba parte de cada tren que llegaba a Birkenau. Observaba aquellas caras de gente engañadas que iban en dirección a las cámaras de gas pensando en que se iban a duchar, en verdad iban a la muerte y yo era testigo de esa mentira.

El sueño de Wetzler

Durante los primeros meses de trabajo junto a Wetzler apenas cruce palabra con el, se le notaba una persona muy segura, frío, su gesto no cambiaba aún sabiendo que sus silencios al ver esa gente pasar al no superar la selección iban directos a la muerte, el no, el no cambiaba el rostro, ni sus ojos mostraban debilidad, tristeza o pena al cruzarse con unos niños que iban directos a las cámaras de gas.

Yo apenas durante ese tiempo el sueño me vencía, empezaba a sentirme responsable de todo aquello.

Entre una noche en el barracón veintiuno, le oí hablar entre sueños, las palabras que más se repetían eran libertad, supuse que como todos los que estábamos en Birkenau soñaba con otra vida fuera del campo, con otra vida en la que ya no estuviésemos en guerra, o quizás soñaba con su vida antes de todo esto.

Cada noche hablaba entre sueños, siempre repitiendo la palabra libertad. Una mañana me arme de valor y le pregunte que era en lo que soñaba, le comente que lo escuchaba cada noche hablar de libertad, el se limitaba a mirarme a los ojos sin contestar. Le hice la misma pregunta en varias ocasiones, nunca encontré respuesta en sus labios, solo una mirada con una medio sonrisa.

Una noche, me despertó entre el frío, y me confeso sus sueños…

- Marek, pienso en escaparme de este infierno, voy a huir.

- No puedes hacerlo, le respondí entre el asombro y el sueño.

El solo se limito a decirme…

- Lo haré, seré de nuevo libre.

Wetzler sabía que si su fuga era fallida, no tendría una segunda oportunidad en  Birkenau, pero supongo que le daría igual, como todos los prisioneros del campo ya estaba muerto de vivir en el allí y solo una pequeña llama, la de la libertad seguía encendida en su alma.

El fracaso de la fuga no solo podía condenar a wetzler a la muerte, si no a varios compañeros del barracón. Ese era el castigo cada vez que alguien intentaba huir. Diez personas condenadas al alzar, a morir de hambre.

Aún sabiéndolo todos los presos del campo, era muy raro que cada cierto tiempo no hubiese una fuga en la que la casi totalidad de los casos quedaba frustrada condenando así a once personas a la muerte incluyendo el escapado.

La Fuga

Una noche en que la niebla densa se mezclaba con el humo que salía de las chimeneas del crematorio, vi a Wetzler salir del barracón, levante la vista y vi una sombra caminar sigilosa hacia su destino

Burlo todas las vigilancias del campo, fue lo suficientemente astuto para no ser visto y su sombra termino perdiéndose entre la niebla, el humo, las cenizas y la noche. Salió del campo, caminó y se alejo del infierno dejando las menos huellas posibles entre el barro y la nieve.

En la madrugada de esa noche en la que el sol parecía que había salido mucho antes que de costumbre, en el recuento saltaron las alarmas…

- Falta uno

- Falta uno

Gritaban, entraron al barracón por si yacía su cadáver en cualquier litera de madera, pero su cuerpo no estaba allí. Se pusieron a buscarlo por todo el campo, pero aquel hombre con el número tatuado en su brazo A- 25271 ya no estaba en Birkenau.

Cogieron a aquellos perros que habían acabado con la vida de mi padre, y salieron del campo de concentración en busca de aquel hombre que ya solo la suerte o la desgracia eran sus compañeros de viaje.

Aquel día fue para mí de los más largos de los que viví en aquel infierno de Birkenau. Me pusieron otro compañero que no hablaba ni polaco, ni húngaro, ni alemán, nada, no llegue a entender sus palabras y tampoco me moleste mucho en intentar averiguar lo que decía, yo solo miraba aquella puerta.

Sabía que cuanto más tarde llegasen los soldados con los perros, más posibilidades tenía que saliese bien esa fuga.

Poco después que el ultimo tren llegase y terminásemos de recoger todas las maletas y pertenencias de los presos, vi como se abrió esa puerta, venían los mismos que se había ido, la búsqueda había fracasado, Wetzler estaba un poco más cerca de ser libre, ahora el tiempo estaba de su lado y corría en contra de diez personas, de diez ocupantes de aquel barracón entre los que estaba yo y que su vida se jugaría a una elección al azar.

La Elección

A la mañana siguiente el día comenzó muy temprano en e barracón veintiuno. Gritos e insultos en alemán nos despertaron a los que allí habíamos, a todos esos presos que habíamos hecho de aquellas literas nuestro hogar.

La hora para diez personas había llegado, nos hicieron ponernos a todos en fila, mientras al que se le señalase con el dedo tendría que dar un paso al frente saliéndose de la fila.

Empezaron a señalar a gente rápidamente, uno, dos, tres, cuatro… así hasta diez. Para los que no habíamos sido elegidos, sentíamos un respiro enorme por saber que la muerte no nos había elegido todavía. 

Entre esas diez personas, había un joven de unos diecisiete años del que no sabía mucho mas que la edad, ni siquiera sabía de donde era o su nombre, solo sé que el miedo se hizo con su alma y entre lágrimas, arrodillado empezó a señalarme diciendo en polaco que yo sabía donde estaba Wetzler. Era evidente que nos había escuchado hablar por las noches de su escapada, pero yo sabía prácticamente poco, pero fue lo suficiente para que me sacaran de la fila a mi también al grito de traidor.

En esta ocasión éramos once los elegidos por los nazis para pagar la fuga de nuestro compañero de barracón y mi compañero de trabajo.

Once personas entre las que me encontraba yo, para morir de hambre y sed.

"La hora me había llegado"…

El Encierro

Nos encerraron en celdas tan estrechas que casi era imposible respirar, cuatro personas en cada una, de pie, sin poder sentarnos debido al reducido espacio, sin poder ver la luz del sol, sin alimento, sin sitio para hacer nuestras necesidades, así hasta que muriésemos de cansancio o hambre, poco a poco, una muerte lenta, en la sombra en la que no tenía espacio el miedo, ya todos estaba perdido.

Tuve "suerte" en que en mi celda éramos solo dos personas, y teníamos más espacio. 

Quien me delató había muerto antes de entrar en esta "cárcel". Los nazis le habían dado una paliza, terminando con su vida una bala en la frente.

Al fin y al cabo no había tenido la peor de las suertes, ya que su muerte había sido rápida, mucho más rápida de la que sería la nuestra, menos agónica, aunque para todos los que estábamos en el campo de concentración, el joven había muerto como un cobarde , como un chivato, algo que no estaba muy bien visto allí.

Para mí había muerto sin más, como cualquier otra vida, sin guardar rencor por haberme empujado hasta la muerte, simplemente sentía pena de que el miedo se apoderase de el en sus últimos momentos de vida, dejando para muchos el recuerdo de un traidor.

Al fin y al cabo era un niño al que se lo habían quitado todo, y por lo único que le quedaba por luchar era por su vida, aunque ya ni eso nos pertenecía en Birkenau.

La Liberación

Tras seis días de oscuridad absoluta, en la que no habíamos visto ni un rayo de luz, ni nos habíamos llevado nada de alimento a la boca, donde nuestra propia orina era lo único que podíamos bebernos para intentar saciar nuestra sed.

Nuestras piernas entumecidas por el frío, dormidas por no poder sentarnos en aquella celda que era nuestra tumba.

Yo aún tenía zapatos, pero lo mayoría de los presos los había empeñado al poco de entrar al campo por algo de comida, normalmente un trozo de pan duro que se desmigajaba con cada mordisco.

Los inviernos en aquel lugar eran especialmente crudos, tanto que andar tantas horas entre la nieve y el hielo era condenarte a morir de congelación o gangrena.

Mi compañero de celda había fallecido al cuarto día de estar allí, ni siquiera cruce palabras con el, sus últimos momentos de vida quiso que fuesen en silencio, en la tranquilidad de la oscuridad, como si la noche hubiese invadido eternamente nuestro mundo.

Entre aquel silencio se empezó a escuchar ruido, como si algo se derrumbase, tiros, gritos, voces imposibles de traducir. No se cuanto tiempo duro aquello, porque el sueño me venció y termine durmiendome apoyado sobre la pared de aquella prisión que era mi ataúd.

Entre la oscuridad empecé a ver una luz tenue, que cada vez se hacia más y más grande. La puerta de la celda se había abierto, un soldado me cogió, me subió a sus hombros y me sacó de allí.

Mi vista borrosa no terminaba de ver quien me llevaba, ni a donde iba. Me dejo entre la nieve, al lado de un vagón de tren medio calcinado por el fuego.

Miré a mi alrededor y el campo estaba diferente, las chimeneas ya no estaban, ya no nevaba ceniza y el cielo no era de color rojo.

Las puertas estaba abiertas, niños, hombres y mujeres mezclados, nazis esposados en grupo en una zona cercenada al barracón dos cerca de "la puerta de la muerte".

Eramos libres, los soviéticos nos habían liberado, ya no éramos mano de obra barata, ya no éramos judíos condenados a la muerte, simplemente éramos personas.

El Regreso

Mucho tiempo después , volví a coger un tren, esta vez el camino era de vuelta, vi por última vez aquella puerta, la traspase y me dirigí a casa.

El día de la liberación del campo de concentración de Auswitch - Birkenau fue el veintisiete de Enero de mil novecientos cuarenta y cinco , estuve dos días buscando en el campo a mi madre y a mi hermana, las había visto por última vez camino a las duchas de la muerte, pero un rayo de esperanza me había traveseado el alma cuando supe que era libre, que poco a poco se fue trasformando en una tristeza tan honda, y un llanto en silencio sabiendo que mi vida jamás volvería a ser igual.

Con las manos vacías llegue a Cracovia, bajo la lluvia me dirigí a los restos de mi casa destruida por la guerra, allí me plante, en frente de lo que antes había una ventana y ahora solo había un agujero, mire al cielo… era de color azul, nunca más lo volvería a ver de color rojo.

A todas las víctimas de aquella barbarie.

Datos sobre el relato

Los números  de identificación en el campo de concentración que he utilizado en el relato, son en recuerdo de Anna Frank y Margot Frank.

 ¿Cuál era el número de identificación tatuado de Ana Frank? 

El 3 de septiembre de 1944, Ana, junto con su madre, Edith; su hermana, Margot y su padre, Otto, subieron al último transporte de Westerbork a Auschwitz-Birkenau. El transporte llegó a Auschwitz el 5 de septiembre de 1944 con 1.019 judíos a bordo. Se separó a los varones de las mujeres. Las mujeres seleccionadas en este transporte, entre ellas Ana, Edith y Margot, fueron marcadas con números del A-25060 al A-25271. No se han conservado registros que indiquen los números exactos que ellas tenían. Aproximadamente ocho semanas después, a fines de octubre de 1944, Ana y Margot fueron transferidas de Auschwitz-Birkenau a Bergen-Belsen, donde ambas murieron en algún momento de marzo de 1945. Si bien el certificado de defunción de Ana documenta la transferencia entre esos campos, no incluye su número de identificación tatuado.

¿Porque el cielo rojo?

Heinz Kunio, de 85 años, Al salir del tren, de noche, después de un viaje terrible, en medio de los que todavía vivían y los que ya habían muerto, “lo primero que vimos fue el cielo rojo de Birkenau” debido a las llamas que salían de las chimeneas de los hornos crematorios. “Los copos de ceniza flotaban en el aire”.

“Los SS nos esperaban con perros y gritaban. Nos golpeaban y no comprendían por qué nadie obedecía”, agregó.

¿Quién era en verdad el personaje de Wetzler?

Alfred Wetzler (1918-1988) joven periodista eslovaco de origen judío. Trabajaba en la oficina administrativa del campo. Allí memorizaba las fechas de llegada, la procedencia y cantidad de los recién llegados. Vrba y Wetzler, ambos planearon y burlaron el complejo sistema de seguridad de Auschwitz. Sólo tres personas más habían logrado escapar con vida antes.