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Una madre sometida, 1

en Amor filial

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A veces me miró en el espejo y veo mis ojos tristes, llorosos y me preguntó cómo he llegado a esta situación, cómo he podido acabar así.

Después de haber soportado mil y una humillaciones, de haber dado todo lo que una mujer le puede dar a un hombre, ahora, la imagen que se refleja no es más que la de una mujer madura, todavía deseable, pero con la dignidad bajo mínimos y que está dispuesta a cualquier cosa para recuperar el amor de su macho. A una mujer dispuesta a todo para volver a sentir en sus entrañas el caliente esperma al que ese hombre sin escrúpulos la había acostumbrado. Una hembra dispuesta a soportarlo todo, a poner en riesgo un sólido matrimonio de más de treinta años con un inocente pero bonachón cornudo, con tal de volver a tener entre sus labios el palpitante y venoso rabo de su hombre. Una mujer que, contra todo pronóstico, con más de cincuenta años, acababa de conocer el más brutal de los placeres y, sin poder evitarlo, fue incapaz de retenerlo.

Mirando mis tetas grandes pero caídas, el coño que me depilé para contentarlo y la lencería de furcia que me hizo lucir cuando, entre otras cosas, me entregó a otro hombre, me doy cuenta de que, a pesar de todo, ha valido la pena.  Noto como, con tan solo evocarlo mentalmente, mi coño empieza a chorrear y mi mano, sin poder contenerla, acude rauda a calmar mi ansioso clítoris.

Mientras me masturbo, recuerdo como comenzó todo, apenas hace seis meses, cuando el macho que me convirtió en la puta que soy ahora apareció en mi vida.

Hasta que la metamorfosis sucedió, aquel macho era otra cosa para mí. Aquel macho era mi hijo.

Esta es la historia de su transformación o, mejor dicho, de nuestra transformación.

Me llamo Ana y, en el momento de escribir estas líneas tengo 54 años, estoy casada con Andrés, un modesto trabajador industrial, cuatro años mayor que yo. Vivimos en un piso de tres habitaciones en las afueras de la ciudad, cerca de la fábrica en la que trabaja Andrés.  Mi relación con Andrés es excelente, él es muy bueno y hemos sido bastante felices. En cuanto a nuestra vida sexual, más que escasa es inexistente. El trabajo nocturno de mi esposo, la edad y la monotonía, han ido mellando nuestro ardor que, por otra parte, nunca fue muy intenso.

Tenemos dos hijos. Alicia, la mayor, que ahora tiene 32 años, está felizmente casada, y ya nos ha hecho abuelos con una preciosa nieta, Anita. Y después está Javi, de 27 años y protagonista de nuestra historia.

Javi siempre fue un niño muy mimado pero con el que tanto Andrés como yo tuvimos una excelente relación hasta que empezó a tomar decisiones equivocadas. A los 22 años se echó una novia que ni a su padre ni a mí nos gustaba lo más mínimo. Se lo hicimos saber pero su reacción no fue precisamente la que esperábamos. En lugar de replantearse su relación, nos mandó literalmente a la mierda y se fue a vivir con ella. Meses después se casó y ni tan siquiera se le ocurrió invitarnos a la boda.

El padre de Andrea, que así se llama la chica, era un empresario de la construcción y colocó a su yerno, por el que tenía una cierta predilección, en una de sus oficinas. Por lo tanto, Javi, se encontró con 23 años, casado y sólidamente establecido en el mundo laboral. Poco a poco, fuimos retomando la relación con él y con su mujer, aunque la aborrecíamos. La considerábamos mandona, presumida y soberbia. Una niña pija con ínfulas que dominaba a nuestro hijo. Esta era la impresión que teníamos, aunque, qué equivocados estábamos... No sabíamos que nuestro Javi tampoco era precisamente un santo.

La guerra fría con nuestro hijo se mantuvo, aunque soterrada. Por lo menos en mí caso. Andrés, mi marido, tiene mejor trato que yo y, en la medida de lo posible, trató de no cortar del todo los hilos con Javi. Aunque éste, se comportaba con su padre de un modo condescendiente y borde en ocasiones, supongo que por influjo de la bruja de su esposa. Y también por el hecho de que debía creer que por ser un ejecutivo, aunque fuese de medio pelo, estaba por encima de un humilde trabajador como su padre.

Todo cambió hace unos meses. Javi se presentó en casa con el rabo entre las piernas, nunca mejor dicho. Se había separado de Andrea. “Una pequeña crisis”, nos dijo, al tiempo que, con los humos bastante más bajos, nos pedía que le acogiésemos en casa hasta que se solucionase la situación.

En principio, nos alegramos del hecho. Más que nada porque la situación confirmaba nuestras agoreras previsiones y dejaba en mal lugar a nuestra nuera, a la que, indisimuladamente, odiábamos.

Con el tiempo acabamos sabiendo que la versión de los hechos que nos dio Javi, que había sido una disputa conyugal sin importancia que fue complicándose, no era del todo cierta. Había algo más. Algo que, posteriormente, uno de los días en los que tuve con él una sesión maratoniana de sexo, al principio de nuestra relación, me contó con pelos y señales.

Mientras me enculaba en plan salvaje, tal y como le gustaba hacerlo, me dijo que lo que había ocurrido fue que Andrea lo pescó in fraganti en la misma tesitura en la que estaba en ese momento: con el rabo en el culo de una guarrilla. “Una puta jamona como tú, mamá...” añadió, mientras yo aguantaba sus embestidas apretando los dientes, “...la vecina de abajo, una amiga de su madre de toda la vida... Le gustaba subir cuando su marido se iba al trabajo, a pedir un poco de sal para la comida... Y siempre bajaba con la sal... y algo de leche condensada... ja, ja, ja...

A mí, cuando me lo contó, la revelación no me vino de nuevo. Cuando me lo dijo ya habíamos empezado a follar como mandriles en celo y él se había adueñado de mi cuerpo. Pero hasta que descubrí su verdadero carácter, tanto su padre como yo, habíamos creído su anterior versión de los hechos, bastante más light, de la pelea conyugal sin importancia que Andrea había inflado como un globo.

No obstante, me estoy adelantando a los acontecimientos, así que volveré al momento en que Javi se plantó en casa con la maleta en la puerta y cara de perro apaleado. Su padre lo recibió contento y yo, aunque me pese, también. A pesar de todas sus locuras era nuestro hijo y lo queríamos y deseábamos que corrigiera sus errores y enderezase su vida.

Pero pronto nos dimos cuenta de que su único objetivo era apalancarse en casa hasta que las cosas se calmasen con Andrea y ésta le readmitiese y, ya de paso, su suegro le devolviese el empleo, y poder dedicarse al tren de vida de familia rica al que se había acostumbrado.

Por lo tanto, yo, que era la que estaba en casa todo el tiempo, me veía forzada a convivir con su vagancia y su actitud displicente y perdonavidas.

Se levantaba tarde, se empotraba en el sofá, y se ponía a ver la tele de la mañana a la noche, bebiendo cervezas y comiendo porquerías. Salía del sofá solamente para sentarse a la mesa, ir a mear, enguarrándolo todo, por cierto, y, en ocasiones, después de la cena, para ducharse antes de salir con algún colega hasta las tantas e irse puliendo el dinero del paro.

Su padre, que trabajaba por las noches y dormía por las mañanas, sólo lo veía un rato, por la tarde, después de levantarse, pero yo, me lo comía con patatas todo el santo día. Y verlo allí, perdiendo el tiempo y sin propósito de enmienda, me hacía hervir la sangre.

A medida que iban pasando los días, la tensión iba en aumento. Mis malas contestaciones y mi actitud hostil hacía su comportamiento se recrudecía por momentos. Era incapaz de soportar la actitud pasiva y comodona de mi hijo, todo el día ganduleando y haciendo el vago por la casa, mientras su padre se deslomaba (es un decir, a fin de cuentas, era un mando intermedio) haciendo horas todas las noches en la fábrica, para mantener, a duras penas, nuestro modesto tren de vida al que, sin comerlo, ni beberlo, acababa de acoplarse el fracasado de nuestro hijo.

A mí me ponía de los nervios entrar al salón y verlo tumbado en el sofá, todavía en pijama, a las doce del mediodía, con los pies sobre la mesita, mientras devoraba una bolsa de patatas fritas, mirando absurdos reality shows en televisión. Y yo no perdía la mínima oportunidad que se me presentase, para chincharle y manifestarle mi desprecio, recordándole lo vago que era y el rotundo fracaso que suponía su vida. E, inevitablemente, siempre acababa mis broncas invitándole a largarse de casa y dejar de pegar la gorra.

Solo la presencia conciliadora de mi marido conseguía evitar un choque de trenes que parecía cada vez más próximo.

Además, había algo inconfesable que complicaba las cosas. Javier se comportaba conmigo con una actitud también chulesca y rayana en el despotismo, aunque de momento procuraba evitar el choque. A fin de cuentas, él era el que tenía más que perder.

Pero, sin darse cuenta, encontró un punto débil en mis defensas. Javi se había acostumbrado a no respetar las mínimas normas de civismo y decencia familiar y solía pasearse desnudo (siempre que su padre no estaba en casa) de su habitación al baño, cuando tenía que ducharse. Yo sabía que lo hacía únicamente para provocarme y en venganza a mis desprecios, y, por ello, para evitar situaciones violentas, procuraba evitarlo cuando sabía que iba a asearse. No obstante, conviviendo ambos tantas horas en un piso tan pequeño, era inevitable que algún día me acabará cruzando con él por el pasillo, yendo o viniendo del baño.

Yo creía que estaba preparada para la situación, al fin y al cabo era mi hijo, no un extraño cualquiera. Pero es evidente que ni yo misma me conocía tan bien. Y la fugaz visión de su cuerpo, de la que hui instantáneamente, me impactó mucho más de lo que querría reconocer.

Ocurrió una mañana sobre las once. Me dirigía con un montón de ropa limpia al cuarto en el que planchaba, procurando no hacer ruido, pues mi marido todavía dormía, cuando vi salir de su habitación a Javier, completamente desnudo, camino del lavabo. La breve visión frontal de su cuerpo, aunque inmediatamente bajé la vista, se me quedó grabada. No ya su pecho o sus piernas, que solía ver habitualmente, sino su polla. Una polla que colgaba pendulona en lo que parecía una incipiente erección matutina y que se exhibía, gruesa y orgullosa, ante los asombrados ojos de la madre que lo parió. El tamaño me asombró. Era, tal y como estaba, tan grande como la de mi marido cuando estaba en erección. Además, el hecho de tener completamente afeitado el vello púbico y el grosor de los cojones que se apreciaban tras ella, componían un conjunto que, en otras circunstancias, y tratándose de otros protagonistas, podría haber resultado excitante... Pero, entre una madre y un hijo... O eso es la forma en la que yo traté de racionalizar la situación, negando las sensaciones contradictorias entre mi cuerpo y mi mente que acababa de vivir.

Tras bajar la mirada y detenerme en el pasillo, mi hijo, que estaba todavía despertando y no había reparado en mi presencia, frenó un instante su camino. Al ver la turbación que me había provocado,  su rostro enmarcó una cínica sonrisa y continuó su camino dando más impulso a los vaivenes de su rabo. Al pasar junto a mí, dijo un irónico:

-¡Buenos días, mamá!

-¡Guarro...! -le respondí yo en un susurro, aguantando las ganas de chillarle para no despertar a su padre, antes de continuar mi camino, nerviosa y con la cara como un tomate.

Hubo un daño colateral en ese fortuito encuentro, que hizo redoblar mis esfuerzos para echar al okupa de casa, antes de que las cosas se complicaran. Era algo que me causo tanta vergüenza que era incapaz hasta de pensar en ello. Se trataba de la mancha de humedad en mis bragas que la visión de la tranca de mi hijo acababa de provocarme. Esa terrible sensación en la que a una madre se le hace el chocho agua tras ver la polla de su hijo. Sin poder evitarlo, sin poder controlarlo.... Era más de lo que estaba dispuesta a asumir. Tenía que echar a Javier de casa. Y hacerlo antes de que él o mi marido se diesen cuenta del maléfico efecto que me causaba.

A partir de aquel fatídico día la cosa fue de mal en peor. Cuando  mi marido estaba en casa, la tensión era palpable pero ambos (sobre todo yo, que era la más beligerante) nos conteníamos y manteníamos las formas. Pero en cuanto se iba al trabajo, por las noches, o dormía, por las mañanas, yo aprovechables más mínimo resquicio para embestir a mi hijo. Para ver si conseguía hacerlo sentir tan incómodo como para obligarlo a largarse. Javier, a fin de cuentas, no había modificado su comportamiento. Seguía perreando en el sofá y tratándome como si fuese una sirvienta. Yo continuaba tachándole de vago e invitándole a buscarse la vida y empezar a currar.

Pero había un factor que había modificado las tensiones entre nosotros y era el hecho de que él se había dado cuenta de cuál era el efecto que la visión de su polla había causado en mi cuerpo.

Es indudable que, aquel día, cuando nos cruzamos en el pasillo, mi cara de asombro ante su gruesa tranca y la turbación y el nerviosismo de esa visión, no le pasaron desapercibidos. Y también era lógico que, tratándose de un hombre joven y lleno de vigor, que hacía meses que no estaba con una mujer (o eso es lo que pensábamos su padre y yo), la presencia de una hembra que no era indiferente a su encantos, tenía que afectarle, aunque no sé si positivamente...

Hay que tener en cuenta (aunque esto yo todavía no lo sabía) que el hecho de que la mujer que estaba a tiro le manifestarse diariamente su desprecio, que tuviese ya 54 años, que tuviese un nieto o que fuese su propia madre, para Javi suponían más un estimulante reto que un obstáculo.

La verdad es que, no es porque lo diga yo, pero no me conservo nada mal para mi edad. Mido un metro sesenta y peso unos cincuenta y seis kilos. Estoy más bien maciza,  la mayor parte de mi excedente de grasa se reparte entre unas hermosas tetas algo caídas y un culo bastante grande. Mi figura solo tiene un par de peros: un pelín de barriguita (no mucha, la verdad) y unas cartucheras que nunca me han gustado. Aunque posteriormente he sabido que, a algunos hombres, les ponen bastante cachondos.

Así y todo, nunca creí, a pesar de la escasa estima y confianza que tenía en mi hijo, que sería capaz de hacer lo que hizo. De hacerme las cosas que me hizo y de convertirme en lo que soy ahora.

Todo empezó una noche, un lunes a las diez y media. Mi marido hacía una hora que se había ido al trabajo y en casa estábamos yo y Javier. Me encontraba en la cocina, terminado de lavar los platos de la cena. Era verano y llevaba una ligera bata, muy cómoda y fresquita, que suelo ponerme cuando hace calor y, bajo ella, solamente las bragas. Ya me había quitado el sujetador, pensando en ir a acostarme en cuanto terminase las tareas de la casa y me diese una ducha. La verdad es que estaba sudando a chorros y sólo pensaba en el agua fresca sobre mi cuerpo e ir a dormir.

Javier, como siempre que se iba su padre, había tomado posesión del sofá y estaba allí despatarrado tomando una cerveza y con la tele a todo trapo.

Yo, pensando en la inevitable discusión, entré en el salón sin ganas de tonterías y dispuesta a tener la bronca, cuanto antes mejor. Total, si era inevitable...

Al verlo allí en calzoncillos, fumando y con la lata de cerveza en la mano, partiéndose de risa con vídeos chorras de internet, me puse como una moto y le exigí a gritos que bajase el televisor, por respeto a los vecinos. Eso sí, añadí un "¿Eres gilipollas o qué?" que no  venía mucho a cuento y fue lo que desencadenó su furibunda reacción.

Hasta aquella frase, Javier mantuvo su sonrisa cínica y burlona. Pero el insulto actuó como un resorte y se levantó del sofá de un brinco, plantándose frente a mí desafiante.

Evidentemente, él era más fuerte y robusto que yo y su envergadura me sobrepasaba en un palmo. A pesar de mi sorpresa, yo, aunque nerviosa, no me eché atrás y levanté la cara para tratar de mirar de frente su furibunda jeta.

Javier, echando espuma por la boca, empezó a gritar sin control, acercándose cada vez más a mi cara y arrinconándome contra el sofá.

-¿Pero tú de qué coño vas, joder? ¡Me tienes hasta los cojones de gritos, malas caras e insultos! ¿A ti te parece que me puedes tratar así? ¿Eh? ¿A ti te parece que puedes tratar así a cualquiera...?

Mientras hablaba se iba echando sobre mí, y cada vez sentía su cuerpo más cerca y su cara más próxima. Empezaba a ponerme nerviosa, notando su calor y su olor... Decidí intentar calmarlo, pero, como pude descubrir, las cosas habían llegado demasiado lejos.

-Tranquilízate, Javi, tienes que entender...

Pero ni tan siquiera me dejó terminar la frase. Ya estaba prácticamente encima y, realizando un brusco y violento movimiento, que me dejó paralizada, abrió de golpe la bata que llevaba, rompiendo sus cinco gruesos botones y dejando a la vista mis gordas y colgantes tetazas y las bragas color carne que llevaba de las que sobresalían los pelos rizados de mi coño. Yo, con la boca abierta, no acerté a decir nada y sólo pude fijarme en su mirada lujuriosa y babeante y el enorme bulto que empezaba a dibujarse en su calzoncillo.

Y, así, en contra de mi voluntad, noté como, al mismo tiempo que mi cara enrojecía de vergüenza, una mancha de humedad empezaba a mojar mis bragas.

Javier, como no podía ser de otro modo, se dio cuenta de la incómoda circunstancia y el hecho espoleó su agresividad:

-¡Vaya, hombre, parece que, además de mala leche, también te gustan las pollas! ¡Qué manchita más curiosa! No, si al final va a resultar que eres una guarrilla...

-No, por favor, Javi, para ya, no digas eso...

Él ya había plantado la zarpa en mi chocho, sobre las bragas, y estaba empezando a sobarme, al tiempo que provocaba en todo mi cuerpo una descarga eléctrica de placer contra la que yo trataba de luchar infructuosamente.

Javi sonreía y seguía insultándome con las palabras que sabía que más daño podían hacerme:

-¡Joder, mamá, pero que putita eres...! ¿No me digas que tú problema era éste...? ¿Necesitas polla...?

-Para, por favor, Javi... Para...

Ya estaba medio tumbada en el sofá y se me había echado encima. Podía notar el grosor de su tranca, dura como una piedra, apretándome el muslo, mientras con la mano seguía frotándome el coño, cada vez más mojado. Estaba terriblemente excitada y a punto de correrme, pero trataba de mantener la compostura, cada vez más débilmente.

En un momento dado, giré la cara cerrando los ojos llorosos, para ver si así conseguía que parase. Para ver si Javier se apiadaba de mí.

Fue en vano. Javier redobló sus impulsos y me rompió las bragas de un tirón, aprovechando la ocasión para seguir insultándome y burlándose de mí:

-¿Pero qué coño tienes aquí? ¿Qué es esto? ¡Jooooder, vaya matojo...! ¡Si pareces un bisonte! ¿No ves que esto ya no se estila? Ya lo arreglaremos, ya...

Al mismo tiempo, seguía frotando el coño con fuerza y había empezado a bajarse el calzoncillo, por lo que pude notar el grosor y el calor de su rabo sin cortapisas...

Empezó a lamerme la cara al tiempo que me frotaba el capullo contra la húmeda entrada del coño. Notaba su húmeda lengua babeándome la cara como si fuese la lengua de un perro. La presión del capullo se abría paso a través de mi húmeda vulva.

Al final, algo ocurrió en mi mente, algo cambió en mí, y, girando la cara, atrapé su boca y su lengua e inicié un denso y puerco morreo, al tiempo que, con mi propio impulso, me ensarté en la polla hasta el fondo, teniendo un orgasmo casi instantáneo.

Javier río con ganas y empezó a mover su pelvis con fuerza, repitiendo incansable:

-¡Eres una guarra! ¡Eres una guarra! ¡Eres una guarra! ¿Lo sabes?

-Síiiii... Sí, sí, sí...

Sentir aquella polla dentro de mí me convirtió en una perra ansiosa. Deseosa de gozar. Sé que pude haberme negado, que pude pararlo todo, pero mi coño dominaba a mi mente y las oleadas de placer se imponían al raciocinio. Así que dejé que el macho que embestía mi cuerpo me sometiese a su antojo.

Y eso hizo mi hijo. Se dedicó a hacerme todo tipo de perrerías. Alentado por mis gemidos y mi sumisión.

Acababa de pasar de madre a esclava sexual...

Javi se movía a toda velocidad, con su pollaza taladrándome el conejo, y sus fuertes brazos aprisionando mi cuello. Mis tetazas se balanceaban como flanes apretadas por su pecho, mientras mi boca emitía un rugido gutural y ronco de placer ante cada embolada del macho.

Él no me prestaba la más mínima atención y se limitaba a usarme como fuese un fardo. Si me dirigía la palabra era para insultarme: "¡Puta cerda!" era el apelativo más suave que salía de su boca. Y, contra lo que pudiera parecer, mi sudoroso cuerpo estaba tan excitado que esas duras palabras sonabas en mis oídos como un: "¡Te quiero, mamá!". Ya sólo pugnaba por hacer feliz al macho que estaba consiguiendo que encadenarse orgasmo tras orgasmo.

Él parecía como ido, furioso y enrabietado. Sus movimientos bordeaban la violencia y la escandalera que estábamos liando con los golpes del sofá era bastante bestia.

Hubo un momento en que, tras gritarme: "¡Abre la boca, guarra!" empezó a lanzar una lluvia de salivazos que se repartieron por toda mi cara, a pesar de que intenté, con la poca movilidad que me dejaba mi aprisionado cuerpo, cazar con la boca alguno de los lapos que lanzaba mi hijo.

Después de machacarme el coño durante un buen rato, y tras haber conseguido que me corriese un par de veces (aunque creo que no se preocupaba lo más mínimo por mi placer, era mi excitación la que hizo el trabajo...), sacó su polla, todavía dura y se plantó de pie frente a mí desmadejado cuerpo.

La tenía gruesa, dura y pringosa. Era la primera vez que se la veía tan de cerca y consiguió hacer chorrear mi coño todavía más, si eso era posible.

El me miró con una sonrisa cínica que denotaba una mezcla entre superioridad y desprecio y antes de que yo pudiese abrir la boca Javi me puso de espaldas y me hizo inclinarme hacia adelante para poder contemplar a gusto mi culazo tembloroso

-¡Joder, zorra, vaya culazo panadero que tienes! ¡Menuda maravilla! -dijo al tiempo que abría mis nalgas y, tras escupir en mi encogido ojete, sumergía su cara entre mis nalgas y me metía la lengua directa al ojo del culo.

Yo pegué un respingo de satisfacción y lancé un breve aullido complaciente:

-¡Aaaaaanimo! –dije. Ya no me conocía a mí misma. Todavía hoy me pregunto cómo esa palabra pudo salir de mi boca.

-¡Vaya, vaya, con la guarrilla! –comenzó a decir Javi, mientras masajeaba mi coño por detrás e intentaba ablandar mi apretado ojete con uno de sus dedos, pese a mis quejas, que a él no hacían más que estimularlo.

-Menuda sorpresa que me has dado con este cuerpazo de putilla jamona y madura que te gastas. –prosiguió su perorata.- Justo del tipo que consigue ponerme el rabo como una piedra. Este culazo -lo palmeó con fuerza un par de veces - supera con creces mis expectativas... Y las tetazas colgantes tres cuartos de lo mismo... Combinan a la perfección con tu jeta de puerca mal follada. Pero esto lo pienso arreglar. ¡Y tanto que sí!

Mientras hablaba, me metió la polla durísima de un fuerte empujón, hasta los huevos, que me hizo berrear de gusto y puso mi coño chorreando. Al mismo tiempo, para rematar la jugada, su pulgar se introdujo en mi apretado ojete. El chapoteo de las embolsadas del cabrón de mi hijo solo se veía apagado por su interminable monólogo.

-Parece mentira que, con lo puta que eres, te dediques a ocultar tu cuerpazo con esas ridículas y asquerosas batas y te pongas esas bragas de monja para tapar tu conejo... ¡Pse, pse...! Vas a tener que empezar a cambiar esos detalles si quieres que te siga follando... ¡Eh, cerdita! Si no, esto se va a quedar en flor de un día...

Yo seguía muda por la impresión. Y, aunque creía que mi cuerpo ya estaba respondiendo a la explícita pregunta de mi hijo, éste, aumentando la agresividad de las penetraciones y meneando su pulgar en mi estrecho y virgen ojete, insistió, pidiendo una respuesta:

-¡Bueno, guarra, abre la puta boca para algo más que sea soltar mierda para mí y dame una respuesta...! ¿Estás dispuesta a cambiar? ¿Vas a dejar la mala leche conmigo...? ¿Estás dispuesta a convertirte en mi guarra con todo lo que supone...? O prefieres dejarlo correr y que este sea el último polvo en condiciones que echas en tu mierda de vida...

Yo, jadeaba cada vez más fuerte, pero seguía sin articular palabra. Javi, a punto de perder la paciencia, y bordeando la violencia, me metió el rabo hasta el fondo y paró de golpe con la polla dentro. Al mismo tiempo, me metió el pulgar en el culo hasta el fondo (yo lancé un grito, más de placer que de otra cosa al sentirme tan llena) y, con la mano que tenía libre me cogió de los pelos estirando mi cabeza para acercarla a la suya, haciéndome arquear la espalda.

Con su cara junto a la mía, me giró hacia él y, mirándome con rabia, me escupió varias veces. Mi reacción, abriendo la boca y sacando la lengua para cazar sus salivazos, le hizo reír salvajemente. Pero no impidió que me gritase con fuerza al oído:

-¡Contesta de una puta vez, guarra!

Y, al fin, reaccioné:

-¡Siiiii, sí..., por Dios! Sigue, joder, sigue, por favor... ¡Ten piedad de tu madre! Haré lo que sea... Todo lo que quieras... Pero no pares ahora... ¡Por favor!

Mis súplicas, le conmovieron, y continuó follándome un rato más, hasta que vio que volvía a correrme. Empezaba a estar agotada, pero el parecía fresco como una lechuga y seguía, ante mi asombro, con la polla dura y los cojones repletos de leche. Me dio la sensación de que, cuando decidiera correrse, iba a ser épico.

De repente, contento con mis palabras, Javier frenó sus acometidas y, tirándome de los pelos, como si fuese un pelele, me giró, diciendo:

-¡Cambio de tercio, puerca! Ahora te toca recibir un regalito...

Yo me dejaba hacer. Me sentó a la fuerza en el sofá y se colocó a horcajadas sobre mí, plantando sus cojonazos a la altura de mi boca:

-¡Venga, cerda, espabila y empieza a comerme los huevos! Si no, te vas a quedar sin postre...

Yo le obedecí sumisa, mientras frotaba mi agitado clítoris. Después de décadas sin disfrutar del sexo, estaba ansiosa por recuperar el tiempo perdido...

Mientras le lamía y babeaba en sus sabrosas y gordas pelotas, podía notar el calor de su rígida tranca sobre mi frente. Allí, con la polla apoyada, Javier se masturbaba con furia, notando el calorcito de mis babas y mi ansiosa boca en sus testículos.

Era una auténtica y lujuriosa locura. En mi mente, pugnaban el placer y un tremendo sentido de culpa, pero en tan desigual lucha, está claro que la victoria iba a decantarse por el sexo. A ver si al final, el cabrón de mi hijo tenía razón y era una auténtica puta... De momento, los hechos estaban con él.

Tras un rato más, empecé a notar como el cuerpo de mi hijo se ponía tenso y sus cojones vibraban en mi boca. Estaba a punto de correrse.

-¡Cerda, levanta la cara que llega tu premio! -grito.

Se incorporó levemente y, tras arrancar sus huevos de mi boca, que los aprisionaba como una ventosa, apuntó con el capullo a unos quince centímetros de mi cara, meneando la polla furiosamente. Yo, ahora ansiosa por complacerle, abrí la boca, pensando que le gustaría llenarme la garganta de zumo de macho. Pero él, rabioso, me gritó:

-¡Cierra el pico, cerda! Todavía no te has ganado el derecho a tragarte mi leche... Hoy solo quiero verte como una puta perra, pringada hasta las cejas...

Sorprendida, obedecí sumisamente, preparando mi cara para recibir el chaparrón...

Segundos después, el aspersor de su tranca dejó mi jeta llena de espesos cuajarones de leche. Las cejas, la nariz, los labios fruncidos y, sobre todo los ojos, en los que se cebó implacable, quedaron blancos de esperma. Se nota que había guardado una buena cantidad de leche de macho para compartir con su puta madre. Más tarde me contó que, aunque se pajeaba un par de veces al día, desde que vio mi húmeda reacción en el pasillo, había reducido la frecuencia de sus pajas, reservando su zumo de polla para mí.

A través de las gotas que chorreaban por mis párpados, contemplé sumisa y, por qué no decirlo, orgullosa, la cara de alivio y placer que tenía Javi, mientras recuperaba el aliento. Yo también me recuperaba despacio, oliendo el esperma que corría por mi cara y deseando su permiso para relamerme y evitar que se perdiese goteando por mi barbilla hacia mis tetas.

Al cabo de unos segundos, Javi me miró con una cara que no denotaba ningún sentimiento de ternura ni nada similar, más bien mofa y desprecio. Acercó su mano a mi cara y, tras escupir un par de veces, restregó la mezcla de saliva y esperma por toda la cara, al tiempo que me aleccionaba:

-Muy bien, mamá. No ha estado nada mal. Está claro que tienes madera de guarra. Aunque te queda mucho por aprender. Ya veo que te mueres de ganas, así que puedes relamerte la jeta de puerca que tienes.

Mientras lo hacía, puede ver como cogía el móvil y me hacía un breve video. Estuve a punto de decirle algo, pero su mirada me contuvo. Tras la filmación, en la que salía mi cuerpo desmadejado en el sofá, mientras con las manos recogía y lamía el esperma que se repartía por mi cuerpo, me dijo, sucintamente:

-Tranquila mamá, esto es para consumo propio... Bueno, y por si se te ocurre darme problemas con el cabrón de papá o ir contando algún cuento chino por ahí de que te he forzado y tal, y tal...

A mí, a pesar de que todavía no había asimilado la situación, ni tan siquiera se me había pasado por la cabeza culpar a Javi de lo sucedido. Me sentía tan o más responsable que él y, de hecho, a pesar del tremendo sentimiento de culpa que me atenazaba, está claro que lo que acababa de pasar se iba a convertir en un secreto que nunca podría salir de sus protagonistas.

Javi, que ya estaba de pie, había cogido las bragas y se estaba limpiando metódicamente la polla. Al terminar, me las lanzó a la cara, al tiempo que me decía:

-¡Toma tus bragas, puerca! Y ya puedes ir mejorando la lencería de mierda que llevas... Aunque con el mal gusto que tienes, casi mejor te la compro yo... ja, ja, ja.

Le miraba sin contestar. Estaba aturdida y todavía no había asimilado lo sucedido. Pensaba que todo se iba a quedar allí, pero, en vista de sus palabras, empecé a creer que la cosa podía tener continuación. Estaba tan superada por los hechos que, sin darme cuenta, seguía relamiendo la leche que inundaba mi cara, mientras oía su monólogo.

-Bueno cerda, son las tres y media, de aquí a tres horitas viene el cornudo. Así que tienes ese tiempo para ir arreglando esta leonera. –Giré la cara y puede ver que, en efecto, el comedor parecía un campo de batalla. –Yo me voy a pegar una duchita y a sobar, que ha sido un día muy duro. Sobre todo este final apoteósico. A partir de ahora las cosas han cambiado, como has podido ver. Te toca respetarme y comportarte como una buena guarra para tenerme contento. Si no, ya te digo que no vas a volver a probar el jarabe de rabo que estás lamiendo ahora mismo.

Sin darme casi cuenta, iba asintiendo a sus palabras. Él sonreía al ver que mi comportamiento sumiso superaba todas sus expectativas.

-Ah, y una cosa más, putilla: acércate a cualquier sitio de esos de estética en el que te arreglen el matojo. Cuanto antes lo hagas, mejor. Si no, te aseguro que no vuelvo a follarte... Aunque si te pones muy ansiosa igual te dejo que me la chupes, ja, ja, ja... –Oyendo su risa me sentí una basura, pero, así y todo, no paré de relamer los dedos que recogían los últimos restos de esperma. Miré su peludo culo mientras se dirigía hacia el pasillo y le vi girarse un momento antes de despedirse. –Buenas noches, mamá... ¡Dulces sueños!

-Buenas noches, hijo... –las palabras salieron casi automáticamente de mi boca. Y lo hicieron sin acritud ni desprecio. Acababa de levantarme y, al tiempo que lo decía, frotaba mi enrojecido coño. Ahora sí que me di cuenta de que lo que acababa de ocurrir no era flor de un día, si no que llevaba camino de prolongarse en el tiempo. Mi mente se negaba, pero mi cuerpo, mi húmeda vulva y mi erecto clítoris, estaban pidiendo a gritos más caña a mi hijo de puta. Y está claro que mi mente se iba a plegar al cuerpo y le iba a dar lo que este necesitaba.

Después, me dediqué a ordenar la desastrosa habitación y, agotada, me acosté tras una reparadora ducha. Incapaz de dormir por lo nervios, todavía pude oír como Andrés llegaba a casa y, mientras yo simulaba roncar, se acostó a mi lado a las seis y media de la mañana. En ese momento no sentí pena hacia mi esposo, ni me sentí culpable por los cuernos que acababa de endosarle con su hijo. Lo que sentí fue rencor hacia él. Rencor por haber perdido tantos años sin disfrutar del sexo y rencor porque le culpaba de haber puesto mi cuerpo en bandeja para Javi, en lugar de haberlo echado de casa cuando le insistí en hacerlo, días atrás. Esa semilla de desprecio hacia mi esposo, no hizo más que aumentar a partir de ese momento. A medida que mi relación con Javi se fue consolidando, el asco hacia Andrés fue en aumento. Aunque, lo más curioso del asunto, fue que no se lo manifestaba abiertamente. Creo que él nunca fue consciente de los nuevos sentimientos que anidaban en mí. Me limitaba a seguirle el juego a Javi en sus risas y en sus burlas y a menospreciar al cornudo a sus espaldas. Era una actitud cobarde, lo sé. Pero nunca he dicho que fuese una mujer valiente.

 2

A partir de aquella noche, Javi empezó a hacer de mí lo que quiso. Las noches siguientes, hasta el fin de semana en el que su padre dormía en casa, me sometió a una cañera puesta a punto, sexualmente hablando, que dejaba en pañales la página más puerca que podáis visitar en internet. Y eso que Javi, según decía, todavía se estaba moderando un poco. No por respeto a su puta, como ya había empezado a llamarme, sin cortarse un pelo, sino porque aún estaba tomándome el pulso y calibrándome como hembra.

He de decir, aunque me avergüence un poco de mi misma, que me siento un algo orgullosa de haber colmado sus expectativas. 

Los días previos al finde me sometió a un duro régimen de polla que se iniciaba a las nueve y media de la noche, en cuanto el cornudo salía para el trabajo y se prolongaba hasta las cuatro o las cinco de la mañana, cuando, tras lanzarme un par de salivazos de despedida (que yo, inocente de mí, interpretaba como su forma de decir te quiero) me abandonaba tirada como una colilla, embadurnada de semen, sudor y lágrimas (lágrimas de forzar la boca para tragarme su tranca), para que arreglase el desastre de la casa antes de que llegase Andrés.

La verdad es que yo estaba disfrutando, muy a mi pesar, de tres o cuatro orgasmos diarios. Y él también. Una de las cosas que más le gustaban era follarme a cuatro patas, en un plan muy agresivo, mientras con los pulgares me penetraba el ojete. 

Decía que me estaba preparando el culo para petármelo. Normalmente, después de correrse, olfateaba los dedos y después me los restregaba por la cara, antes de obligarme a chupárselos. Quería que fuese saboreando el gusto de mi culo. 

Todavía no conocía una de sus aficiones favoritas: el ass to mouth. Pronto sería un condimento esencial en todas nuestras sesiones.

Al final, acabé anhelando la ocasión especial en la que pudiera entregar mi virginidad anal a mi hijo. La ocasión llegó antes de lo esperado.

Mi marido trabajaba las noches de lunes a viernes, por lo que los sábados y los domingos, dormía en casa.

Esa primera semana, tras cuatro días de lujuria intensiva, llegué al sábado hecha una piltrafa y deseando recuperar el resuello. La noche del viernes al sábado, Javi se despidió de mí antes de irse a descansar, dejándome baldada sobre los cojines del sofá que estaban desparramados en la alfombra del comedor, todavía húmedos de nuestros fluidos. Mientras observaba sonriente mi cuerpo  sudoroso y mi cara enrojecida, todavía recuperándose del esfuerzo de tragarme su polla hasta los huevos, me espetó, limpiándose el rabo con una servilleta:

-Bueno guarrilla, por hoy ya tienes bastante. Ahora, ya puedes dejar las cosas a punto, que el cornudo está a punto de llegar.

Jadeante todavía, me fui incorporando y recogí los cojines. Él me miró y, tras darme una sonora palmada en el culo que me hizo exclamar un sonoro "Ay", me cogió del pelo y me pegó un intenso morreo que me pilló completamente por sorpresa.

No estaba acostumbrada a ninguna muestra de afecto de mi hijo. Ni antes, cuando manteníamos una soterrada guerra fría, ni ahora que me tenía sometida a su polla.

Obviamente, respondí agradecida a su lengua e intercambié  mi saliva con la suya como si no hubiera un mañana. Él se recreó en el beso mientras me masajeaba el culo y, después me despidió con una frase que me hizo palpitar el coño:

-Estoy orgulloso de ti, mamá. Te has portado como una furcia de campeonato. Ahora, dedica el fin de semana a descansar. Y el lunes, recuperamos el tiempo perdido.

Tras acariciar mi mejilla, todavía con restos de semen reseco, me dejó, camino de su habitación.

-Gracias, hijo, buenas noches... -musite mientras contemplaba su culo alejándose.

Me había emocionado su sorprendente muestra de cariño y una lágrima bajó por mi mejilla. No pude evitar sentir un orgullo de madre y, al mismo tiempo, el orgullo de una puta capaz de hacer vibrar, a mi edad, a un macho joven.

Suspiré y recogí la habitación. Estaba reventada y tan cansada que ni siquiera me duché. Me limité a ponerme unas bragas cómodas, el camisón y me metí en la cama dónde caí rendida en un instante. Ni siquiera me enteré cuando Andrés de acurrucó a mi lado.

Ese primer fin de semana, con mi hijo cómo amante, y con el cornudo en casa, no pudimos hacer nada. Pero creo que me vino bien para recuperarme. Todavía no estaba acostumbrada a tanto trajín.

Javi, teniendo en cuenta que su padre estaba en casa, salió las dos noches. No nos dijo a dónde, ni nos dio ninguna explicación. Se portó igual que venía haciendo antes de ser amantes. Su padre no le dio la más mínima importancia, pero a mí me sentó como un tiro cuando le pregunté, estando a solas, que dónde había ido, y él me respondió con un escueto: "Por ahí". Creo que estaba algo celosa. Aunque no me atreví a decirle nada, ni montar ningún número, con su padre merodeando por la casa.

Pero hubo una novedad importante que hizo bueno aquel fin de semana. Andrés nos dijo a ambos, que había conseguido un contrato en la fábrica para Javi.  Obviamente, nos pusimos contentísimos. Fue uno de esos momentos de armonía familiar que tan extraños eran en nuestro hogar. 

Andrés aprovecho la comida del domingo para contarlo y Javi se entusiasmó tanto que, aprovechando un despiste de su padre, me acarició los muslos bajo la mesa. Lo hizo con tanto entusiasmo que tuve que apartar su zarpa con cierta brusquedad, por miedo a que su padre se diese cuenta.  Javi, animado como estaba, no me lo tuvo en cuenta. Afortunadamente,  Andrés estaba bastante más atento a la paella que a la cornamenta  que, sin saberlo, empezaba a adornar su calva. 

Así y todo, hubo un breve anticlímax cuando Andrés nos dijo que Javi también iba a trabajar en el turno de noche, cómo él mismo, y así podrían ir y volver juntos y sería todo más cómodo y, bla, bla, bla....

Si en vez de estar tan concentrado en la paella, mi marido hubiese levantado la cabeza y hubiese visto la cara que poníamos tanto yo, como su hijo, habría enfriado su entusiasmo. Antes de que Javi pudiera poner ninguna pega, fui yo la que embestí a mi cornudo esposo con una agresividad que dejó al buen hombre petrificado en su silla.

Si una leona hubiera tenido que proteger  a sus cachorros, no creo que tuviese una reacción tan extrema. 

El caso es que ataqué a Andrés con toda la artillería: “lo mal que se duerme y se come en los turnos de noche, el problema del ocio para un chico joven, el estar sola todas las noches ahora que por lo menos había alguien más en casa...

Una andanada de argumentos incoherentes e inconexos. Sobre todo viniendo de mi boca, cuando, una semana antes, no me destacaba precisamente por defender a mi hijo. 

Javi me miraba asombrado. Casi tanto como su padre, que fue reculando en su idea y acabó asumiendo como buenas mis palabras: que hablase con el departamento de personal para poner a su hijo en el turno de tarde.

 

-Bueno, bueno, no os preocupéis, mañana por la mañana llamaré al Jefe de Personal y le comento el asunto. Ya veréis como no hay problema. –dijo finalmente Andrés. Como premio le di un besito en la calva, al tiempo que guiñaba el ojo a Javi, que provocadoramente se había llevado la mano al paquete.

 

Desde luego, no era mi intención pasar las noches sin catar polla, ahora que me había acostumbrado a saborearla.  

 

Fin de la primera parte