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Practicando el censo

en Trios

-¡He dicho que no pienso seguir manteniéndote, parásita! Vas a aprender lo que es trabajar.

Las palabras del coronel seguían resonando en mi cabeza, como un mantra perpetuo. El coronel es mi padre, y su problema conmigo viene de años atrás. Exactamente, desde hace 25 años atrás. Si quieren que les concrete todavía más la fecha en que comenzaron sus problemas conmigo, les diré que desde el día de mi nacimiento. El coronel estaba ansioso por ver nacer a su hijo varón, destinado a continuar la saga militar de los Villaverde, que llevaban seis generaciones sirviendo con honor al Ejército de España, bla bla bla. Lo único malo, lo único que le estropeó ese día a mi padre fue que su anhelado varón no tenía colita. De hecho, tenía una raja bastante bien marcada. Mi madre pasó un embarazo muy angustioso, porque se hizo una ecografía a escondidas de él y sabía de antemano que de varón nada, que yo era una niña. El coronel no quería saber nada de ecografías. Él quería un machito y le parecía que desearlo era suficiente para tenerlo. Pero la genética es puñetera. Y ya ven, aquí me planté yo, para disgusto del coronel y toda su saga.

El coronel intentó concienzudamente volver a dejar embarazada a mi madre, pero si la genética es puñetera, no se imaginan cómo lo es la ginecología; mi madre no volvió a concebir jamás, a pesar del denuedo con que mi padre trató de conseguirlo. Mi educación fue estricta y asfixiante. Supongo que los colegios de monjas fueron la venganza de mi padre por no poder enseñarme la disciplina castrense (no crean que un cuartel hubiese sido peor que aquel antro de represión y ñoñería en el que me eduqué).

El único acercamiento que he tenido en toda mi vida con mi padre se lo debo, curiosamente, al Partido Popular y su decisión de profesionalizar el Ejército y abrir la entrada a él a las mujeres. Cuando mi padre conoció la noticia, se pasó un mes siendo amable conmigo e intentando convencerme inútilmente de que ingresara en las Fuerzas Armadas. Me costó unos cuantos meses, pero finalmente entendió que yo no quería entrar en el Ejército, que lo que quería era estudiar Historia del Arte y Restauración. Después de eso, volvió a odiarme como de costumbre.

Terminé la carrera con notas muy altas, y un proyecto en el que yo participaba fue el ganador del premio extraordinario de fin de carrera. Era una alumna brillante, inteligente y aplicada, responsable pero no aburrida (no se vayan a creer que vivía en una biblioteca, yo era titular en todas las fiestas como lo es Ronaldinho en el Barcelona). Por eso me dolieron mucho las palabras del coronel cuando les dije que quería hacer los dos años del doctorado y preparar mi tesis.

El coronel montó en cólera. Que si iba a pasarme la vida sin dar golpe, que si ya estaba bien de mamar de la teta, que si quería doctorarme que me lo pagara yo. Y además me llamó parásita. Mi madre, que es una santa, hizo todo lo humanamente posible por convencerle de que debía recapacitar y apoyarme en mi decisión. Pero el coronel sólo sabe hacer dos cosas: obedecer a los que están por arriba, y putear a base de bien a los que están por debajo. Y yo estaba por debajo de todo el mundo.

A estas alturas de mi vida, y con lo que ha llovido, el coronel no controla mi destino, ni yo dejo que lo haga. Así que si tenía que trabajar para sacar el doctorado, iba a trabajar. No se me iban a caer los anillos por eso. Conseguí un empleo en un restaurante de comida rápida para los fines de semana (horario criminal, salarios asiáticos, y no japoneses precisamente), y entre semana hacía cuanto podía: inventarios, repartos de propaganda… cosas así. Lo que yo no sabía es que el empecinamiento del coronel en verme trabajando me iba a deparar un encuentro erótico festivo irrepetible que escandalizaría mucho a mi padre (si quieren saber lo que es un hombre conservador, les recomiendo que vayan a conocerlo: todo lo que no sea el misionero dentro del matrimonio es pura depravación moral).

Mi último trabajo de mierda, y el mejor pagado hasta el momento, fue de encuestadora del censo. Nada cómodo, desde luego. Me tocó un barrio de inmigrantes (ponte a censar en una zona de ésas sin hablar veinte dialectos africanos y el quechua clásico, ahí les quiero ver), de casas viejas y superpobladas, de una pobreza en ocasiones rozando con la miseria más lamentable. Los bloques se alineaban unos con otros en una sucesión inacabable, y los ascensores no existían ni como conceptos.

Pensaba en las palabras del coronel mientras subía las escaleras camino del último piso del día. Estaba reventada de cansancio, pero orgullosa por poder pagarme mi título de doctora (si no es por ese pensamiento, no habría podido levantarme por la mañana). Toqué en la primera puerta y al cabo de un minuto me abrió un negro alto, rapado, joven y con una gran sonrisa. Sólo llevaba puestos unos desvaídos pantalones de chándal. Solté mi matraquilla con el mismo entusiasmo con que la máquina te dice "su tabaco, gracias".

Buenas tardes, mi nombre es Angélica y soy agente censal. ¿Tiene unos minutos para rellenarme la ficha, por favor?

El negro no me contestó; siguió sonriendo y me hizo ademán de que pasara. Ni siquiera lo analicé: me había encontrado con tantos problemas de comunicación que simplemente pensé que me entendía pero no hablaba bien el español.

El interior de la casa estaba en consonancia con lo que había visto hasta el momento en el resto de los bloques: antes muertos que sencillos. El mueble del comedor estaba sobrecargado de figuritas del todo a 1 euro, había miles de tapetes sobre los sofás y (horror) no una sino dos gitanas sobre la televisión. Boris Izaguirre habría dicho que aquello era un tremendo momento kitsch. Para mí era el tremendo momento último-censo-del-día, así que ya podía ir empezando para acabar cuanto antes.

Dígame su nombre, por favor.

El silencio.

Su nombre, por favor.

Más silencio.

¿Entiende usted el español?

No, no entiende una palabra. Hablamos en inglés, normalmente.

La voz, profunda y ronca, brotaba de una mujer que se había colocado a mis espaldas sin que yo la percibiera. Era una mujer esbelta, de unos 30 años, una morena de éstas que llamamos raciales, con la piel tostada y los ojos oscuros. Me miraba apoyada en el quicio de la puerta que daba acceso al pasillo. Me sobresalté un poco al oírla, pero recuperé el aplomo para explicarle por qué estaba yo allí. Cuando lo supo, su expresión se volvió de incomodidad.

Ah, del censo… Bueno, verás, él no tiene papeles, así que no creo que puedas censarlo. Y yo no vivo aquí. En realidad, heredé esta casa de mi abuela, pero sólo la uso… sólo la usamos… para nuestros encuentros… ya sabes…- y me guiñó un ojo con picardía.

Entonces entendí que yo y mi fichita censal acabábamos de interrumpir un polvo. Al mismo tiempo, como una iluminación, comprendí por qué aquel hombre llevaba el paquete tan suelto dentro de los pantalones (cuando lo vi no reparé realmente en ello, inconscientemente archivé el dato pensando que cada uno en su casa va como le da la gana). Y en el colmo de la perspicacia (a veces tengo estos puntos), encajé en el puzzle el hecho de que la mujer llevara una bata y, presumiblemente, nada debajo.

Oh, Dios, lo siento mucho. Si les parece, les pondré en la ficha que la casa está vacía, ¿de acuerdo? Bueno, pues perdonen, que yo me voy ya.

Sólo quería salir de allí a toda prisa, porque me sentía la mayor pardilla del mundo, inoportuna y patosa. Me ponía en el lugar de la mujer y me entraban ganas de abofetearme a mí misma. No di crédito cuando la oí:

¿A qué viene esa prisa? ¿No puedes quedarte un rato?

¿Que me quedara un rato? ¿Era eso lo que había dicho? Me di la vuelta y la miré. Mi cara de alucine la estaba divirtiendo, sin duda, o eso deduje de su sonrisa. Se acercó hasta mí y me acarició la cara.

Perdona que no me haya presentado. Mi nombre es Andrea, él es Omar.

Cuando oyó su nombre, Omar se dirigió a mí y me besó muy cortésmente la mano. Empezaba a parecerme que aquí el amigo entendía más español del que yo pensaba. Andrea se fue hasta el sofá, bamboleándose y dando un rodeo inútil alrededor de la mesa del salón, sólo para poder pasar por delante de la ventana y demostrarme al trasluz que no llevaba nada debajo de la bata. Omar se sentó a su lado en el sofá, dejando un hueco entre ambos. ¿Mi hueco?

Yo seguía petrificada, representando en medio del salón mi papel de pardilla mayor del Reino elevada al cubo. Me estaba ocurriendo algo que no pasa ni en el porno. Dudaba entre irme, o quedarme y despejar las incertidumbres que siempre había tenido sobre las leyendas urbanas que rodean a los negros. En todo caso, a una parte de mí (la que recordaba que no había pegado un polvo desde que mi novio se fue de Erasmus y de Orgasmus a Francia, y no volvió) la situación le parecía tremendamente estimulante. Y la mirada de Andrea también me estaba empezando a calentar: me miraba con una mezcla de expectación e impaciencia muy sugerente. Tras un par de minutos de silencio fue ella quien habló:

Puedes irte si quieres. Lo entenderé. Y entenderé también si quieres quedarte con nosotros. Donde caben dos, caben tres, ¿no?

Perdone… es que no sé si debo… En fin, ustedes estaban ahí, a su rollo… y de repente aparezco yo… que siento de verdad haberles interrumpido… en fin… que creo… que… que no hay motivos para que yo me quede aquí, seguro que sólo iba a molestar – esbocé una sonrisa e hice el ademán definitivo de irme. Pero siempre hay algo que te hace cambiar de opinión.

Omar, show her your tool, please.

O yo lo flipaba mucho, o Andrea le acababa de pedir a Omar que "me enseñara la herramienta". Pero no, yo no lo estaba flipando. Omar se puso de pie, se quitó el pantalón y lo que tenía debajo despejaba cuantas dudas se tuviesen sobre los mitos acerca de los negros, y además anuló cualquier intención por mi parte de abandonar la casa. No señor, yo no iba a irme de allí ni que me nominaran. Que la Milá me sacara a rastras, si quería.

Aquella tranca no estaba erecta (la interrupción y el ajetreo le había hecho perder vigor), pero aún así me parecía gloriosa. Unos 19 centímetros de un grosor más que aceptable para lo que es mi concepto de la felicidad. Di gracias al Cielo por la existencia de los tópicos.

Jajaja, te estás relamiendo, Angélica – dijo Andrea. Era cierto, lo había hecho sin darme cuenta. Me avergoncé un poco.

Andrea se quitó la bata e hizo sentar a Omar en el sofá para empezar a comerle aquel nabo inacabable. Yo ya estaba más caliente y más húmeda que los trópicos, y, tras haberme quedado en bragas y sujetador, me acerqué al sofá con la firme intención de participar del espectáculo. Me puse de rodillas frente a ellos; Andrea me miró feliz, y antes de que me pudiera dar cuenta me había plantado un beso en la boca. Mis experiencias lésbicas hasta la fecha habían consistido en un pico que le di una vez a una colega en mitad de un pedo del quince. Andrea leyó en mi cara que aquel no era mi rollo, precisamente, pero no perdió la sonrisa.

Si no te motiva, sólo déjate hacer y no hagas. Te prometo que lo disfrutarás.

Estuve a punto de replicarle, pero antes de poder abrir la boca pensé "estoy a punto de comerle la polla a un negro que no conozco, ¿quién soy yo para remilgos?". Así que sonreí a mi vez y me centré en catar aquella tranca de chocolate que tenía delante, visiblemente ansiosa por meterse en mi boca. A Andrea la perdí de vista, mayormente porque se colocó detrás de mí dispuesta a cumplir su promesa.

Le masajeé la polla a Omar antes de metérmela en la boca, y reaccionó como se esperaba. "A la salud del coronel", me dije con la primera lamida. Omar se había llevado las manos detrás de la nuca, asumiendo un simpático papel de objeto sexual. Se le veía relajado. Claro que no era para menos: yo no había tardado casi nada en empezar a afanarme. Hacía meses que no me llevaba una polla a la boca, y le estaba poniendo una avidez al asunto de la que hasta yo me sorprendía. Hice lo posible para refrenarme e ir algo más despacio. Empecé por lamer con cuán larga era mi lengua, desde la base de aquel fantástico rabo hasta el agujerito en el capullo; cuando me cansé de eso comencé a chupar la punta, sacando todo el partido posible a mis labios, que no eran excesivamente carnosos. Tan pronto vi que Omar se agitaba demasiado con eso, me metí la verga en la boca por completo. Eso sólo pude hacerlo un par de veces, porque me daban miedo las arcadas que me producía el roce del glande con la campanilla. Vomitar en aquel momento podría haberle restado romanticismo a la situación, ¿no? Así que opté por el clásico "mitad mamada, mitad paja", ideal para pollas de aquel calibre. Y me dediqué a ello plenamente durante un buen rato, en el que de cuando en cuando oía a Omar soltar algún sonido gutural vagamente parecido a "yeah, baby".

Así contado suena a algo muy sencillo, pero lo cierto es que me contó un esfuerzo de concentración bárbaro. Al principio fue fácil, pero cuando Andrea comenzó a meterse realmente en faena conmigo, se me dispersó un poco la mente, la verdad. Mientras yo estaba dando lo mejor de mí misma con Omar, Andrea me había quitado las bragas y me había sacado los pechos por fuera del sujetador. Tras masajeármelos un rato con aquellas manos asombrosamente hábiles, había desplazado su atención a mi coño, que a esas alturas ya estaba más que chorreante. La muy golfa no me tocó el clítoris para nada; palpó todo lo demás hasta aburrirse, menos el clítoris. Me metió hasta tres dedos, pero el botoncito siguió tan desamparado como desde el principio. No me paré a buscar causas (para analizar opciones estaba yo), pero con su actitud me estaba creando una ansiedad que multiplicaba por mil mis ganas de marcha. Sus caricias (tanto las que me daba como las que no) me estaban volviendo loca, y llegó un punto en el que tenía que soltarle el nabo a Omar para poder gemir un poco. Andrea me estaba viendo la desesperación en la cara y se reía, como diciendo "para no ser lo lésbico tu rollo, ahora mismo matarías porque te rematara la faena". Y comprendí que tenía razón, que una vez te están acariciando, da igual a quién pertenezcan las manos, hombre o mujer. Nunca te acostarás sin saber una cosa más, que dicen.

Andrea se situó a mi altura. No puedo culparla por querer compartir mi tarea; lo bueno de una tranca como la de Omar es que da para más de una boca, y el interfecto parecía de lo más complacido con el programa de cooperación que Andrea y yo desarrollábamos en su área genital. Estuvimos un buen rato ensalivando a base de bien aquella verga regalo de la Naturaleza, hasta que los ocasionales roces de nuestros labios se convirtieron en besos más y más prolongados, y Omar comprendió que el trabajo oral se había terminado. El sexo es un lenguaje universal.

A falta de palabras, Omar se decidió por la acción. Tumbó a Andrea sobre el sofá y hundió su cabeza en su sexo de forma resuelta y decidida. Apenas se le veía la lengua, que se movía a velocidad batidora por el coño de una Andrea cuyos gemidos amenazaban con romper la barrera del sonido. En aquella comida de coño todo era hiperbólico. Me dije que no era momento para quedarse de brazos cruzados, así que me propuse probar algo nuevo y empecé a lamerle los pechos a Andrea. Lo hice como siempre me hubiese gustado que me lo hicieran a mí, con la presión justa para que el placer no cruzara al puerta que lleva a la molestia. Mientras le chupaba un pezón le amasaba el otro; la cara de Andrea me hizo saber que, al menos por su parte, la interrupción anterior estaba perdonada.

Ah, la interrupción. Apenas me acordaba de que toda esta escena se había iniciado cuando mi impertinencia y yo tocamos a la puerta. Me di cuenta de que Omar se estaba desesperando por meterla en caliente. Sacó la cara, bañada en flujos, del coño de Andrea, y ésta se colocó a cuatro patas, indicándome a mí que ocupara la posición que ella tenía antes sobre el sofá. Apenas pude creerme que fuera a ocurrir lo que iba a ocurrir: Andrea empezó a lamerme directamente el clítoris, al mismo tiempo que Omar comenzaba un bombeo perfecto, que se inició con unas embestidas suaves, pero que pronto adoptó un ritmo poco menos que frenético. Al verlos, me comía la envidia por una parte, y Andrea, por la parte de abajo. La cadencia de sus lengüetazos se acoplaba divinamente con la que Omar le estaba imprimiendo a su cadera. Para mí, tener la boca de una mujer enganchada al clítoris de aquella manera, compensándome por aquel aparente desinterés anterior, hacía desaparecer de golpe todas las penalidades del trabajo de mierda que me había llevado hasta allí aquella tarde, y todas las lágrimas vertidas por causa del coronel y su afán en que trabajara para pagarme mi doctorado, como una mujer decente. No podía pensar en nada que no fuera el imparable ascenso hacia una cima superior del placer, hacia un estadio desconocido de la consciencia que estalló de repente en una sensación global y absoluta de abandono de mi cuerpo y mi mente. En aquellos cinco segundos de orgasmo dejó de existir el universo, y a mi alrededor sólo veía placer; no veía a Andrea ni a Omar, ni a las gitanas sobre la tele, ni las figuritas del mueble: sólo orgasmo, placer y lo que me parecieron ríos de flujo saliéndome de las piernas.

Cuando volví a la realidad, Omar había aminorado el ritmo y Andrea se regodeaba de ello con un placer evidente. Quise incorporarme e integrarme en la escena de alguna manera, aunque me fallaron las piernas cuando traté de levantarme. Me sentí francamente ridícula, pero Andrea supo sacarle partido a mi incapacidad para moverme. Permanecí allí, completamente abierta sobre el sofá. Ella se levantó y se tumbó de espaldas sobre mí. Omar se acercó hasta el borde del sofá y volvió a enchufarse a Andrea con total naturalidad. Yo debí quedar como una atontada, ya que, dado que estaba un poco descolocada, tardé tanto en reaccionar que tuvo que ser Andrea la que me llevara la mano a su coño. De aquella manera los tres, Andrea se garantizaba un orgasmo de película: Omar la taladraba a conciencia, yo la acariciaba el clítoris con la maestría que dan años de masturbación y ella se tocaba los pechos o intentaba besarme de cuando en cuando. Todo el bloque debió enterarse cuando Andrea se corrió; lo hizo algo antes que Omar, que aún siguió dándole sin piedad durante unos minutos antes de irse en su interior de forma más silenciosa que su compañera, pero igualmente inequívoca. Cuando terminó, nos dio un beso en la frente a cada una y se marchó por el pasillo.

Discúlpale, no pretende ser grosero. Es sólo que cuando acaba necesita dormir inmediatamente. Además, está muy cansado. Hoy hemos tenido mucho ajetreo antes de que llegaras tú – me dijo Andrea, captando el desconcierto en mi cara cuando vi salir a Omar del comedor.

Ah – atiné a decir yo. Desde luego, no fue lo más inteligente que podía haber dicho en aquel momento, pero que levante la mano el que sepa algo ingenioso que decir justo después de tu primer trío con un negro y su amante.

Me vestí y me despedí de Andrea. Bueno, fue ella la que se despidió de mí con un beso en la boca que estuvo cerca de ponerme a tono otra vez. Iba a abrir la puerta cuando me dijo lo siguiente:

Sé que te hubiera gustado probarla. Vi cómo se la mirabas, es imposible mirarle la polla a Omar de otra manera. Que sepas que no tienes que vivir con esa frustración siempre. Nos reunimos aquí todos los viernes a partir de las 5 de la tarde, como has visto, sin drogas ni mierdas. Ni malos rollos, de ésos ya hemos tenido los dos muchos en la vida. Cuídate, guapa. Y vuelve cuando quieras.

Esas palabras me tranquilizaron, y me hicieron darme cuenta de que aquellos dos seres humanos arrastraban una historia por separado y otra de forma conjunta, a la que acababa de incorporarme yo. Me pregunté cómo se habrían conocido. Haciendo cábalas sobre esa cuestión, salí de aquella casa, con una sonrisa tan amplia que el Joker parecía un suicida a mi lado.

Llegué a casa un poco más tarde de lo habitual. Mi padre leía el ABC y mi madre intentaba prestar atención al último escándalo de los famosos en la televisión. En cuanto me vio, me preguntó dónde había estado hasta aquellas horas. Mi padre la cortó de cuajo, como solía hacer:

¿Cómo que dónde ha estado? Ha estado sudando y trabajando para ganarse su dinero, como tiene que ser.

Era la primera vez que le daba las gracias a mi padre por algo desde hacía mil años.

Cierto, coronel. He estado sudando mucho hoy. Si no llega a ser por tu empecinamiento, papá, me habría perdido cantidad de experiencias que me han enriquecido mucho. Gracias.