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Son once contra una

en Hetero: Infidelidad

La mujer entró tan violentamente por el despacho del presidente que sus tacones de aguja hacían ruido al clavarse en la moqueta. Detrás de ella, una secretaria despeinada trataba inútilmente de seguir su paso, ya que detenerla se había demostrado como un esfuerzo vano.

-¡Tú lo sabías, hijo de puta! ¡Tú sabías todo siempre!- dijo la mujer, con los ojos inyectados en despecho, aferrando con las uñas el borde de la mesa. El presidente dejó a mitad la conversación telefónica que mantenía y colgó sin despedirse de su interlocutor.

La secretaria trataba de ofrecer alguna disculpa a la irrupción de aquella energúmena.

-Lo siento, señor, me empujó y no pude...

-¡¡Cierra la boca, idiota!!- gritó la mujer, al tiempo que giraba la cintura para vomitar algo de su rabia sobre aquella empleada empequeñecida e insignificante. El presidente hizo un gesto displicente a la secretaria, como indicándole que podía retirarse, y ésta abandonó el despacho, visiblemente agradecida de no tener que mediar en (ni presenciar) la escena que iba a desarrollarse.

Una vez la puerta estuvo cerrada, el presidente se echó hacia atrás en su sofá, contempló el retrato del fundador del club que adornaba la pared de la izquierda, junto a las reproducciones de los trofeos que había ganado el equipo en sus sesenta años de historia, y se encomendó para sí a todo lo encomendable, para que se le diera la fuerza de lidiar con lo que se le venía encima.

-Irina, querida, toma asiento, por favor, y hablemos de lo que quieras- hablaba despacio, consciente de las dificultades que Irina, bielorrusa de nacimiento, tenía con el castellano. Ella tardó unos segundos en aceptar la invitación, tiempo que el presidente invirtió en preguntarse por qué la esposa del jugador mejor pagado de la plantilla no gastaba un poco más en firmas de lujo y se empeñaba en mantener aquella discreta apariencia de campesina del Este-. ¿Qué te preocupa?

-Pagué a un detective, tengo fotos- dijo ella, domando las lágrimas con admirable habilidad-. Tú también estás en las fotos.

-¿Qué fotos, Irina?- a veces, el esfuerzo del presidente por ser cortés con las trabas idiomáticas se trocaba en un fino sarcasmo que cuestionaba la inteligencia de quien conversara con él. Y precisamente, ese dominio del sarcasmo inadvertido, ese carácter taimado del tahúr que por nada del mundo desvela sus cartas, era lo que le había llevado a construir un club de fútbol sólido en lo económico y promisorio en lo deportivo. Irina, por su parte, le miraba furiosa.

-Lo sé todo. Las fiestas, las putas antes de los partidos. Pagas a las zorras que se follan a mi marido. Lo contaré a las otras esposas.

El presidente, Alberto Encinas, se maravilló otra vez ante la facilidad con la que los extranjeros encajaban los insultos y las expresiones malsonantes en su deficiente conocimiento del castellano.

-Irina, no voy a negarlo, lo que dices es verdad- si quería aplacar aquella crisis incipiente, tenía que ser persuasivo y seductor, sin dejar de aparentar ser respetuoso-. Pero eso es lo normal en la Liga española.

A Irina le enfurecía sobremanera que, sólo por ser la esposa de un futbolista, se la tomara por un florero hueco. No soportaba que se cuestionara su inteligencia.

-¡¡Tú piensas que soy tonta!! Tú pagas a las putas. Mi marido sale de putas cada vez que juega fuera.

-Siempre ha sido así. Es sólo una forma de relajar a los chicos antes de los partidos. No tiene nada que ver contigo– Encinas sonrió conciliador-, no significa que Iosef te quiera menos. Es sólo una forma de ejercicio físico. Lo hacen todos los equipos, y no pasa nada. No deberías dudar de Iosef.

Irina guardó silencio. Apenas hacía una hora y media que había obtenido las fotografías, y había acudido al despacho de Encinas sin apenas haber pensado en la pertinencia de esa visita. No tenía realmente un plan para cuando el detective confirmara sus sospechas. Maldijo que su impulsividad le hubiera privado de un argumentario seguro con el que contrarrestar la tranquilidad del presidente. Encinas advirtió su victoria en el silencio de ella, y se dispuso a rematar la conversación para poder seguir trabajando, zanjada la crisis.

-Irina, Iosef te necesita. Tú le das estabilidad, tú haces que se concentre en su carrera. Él te quiere, y lo demás son cosas sin importancia. No debes dudar de él. Y tampoco debes decírselo a nadie más, a menos que tu intención sea destrozar los matrimonios y las parejas de toda la plantilla. Si lo que quieres es repartir dolor, adelante.

La mujer se levantó y abandonó el despacho lentamente, como aturdida, con el estupor de quienes han recibido una noticia dura de encajar pero han tardado en empezar a procesarla realmente. Al salir echó una acuosa mirada de asco a la indefensa secretaria.

De vuelta, en su lujoso ático del centro de la ciudad, Irina lloró con la amargura de las mujeres arrinconadas. Nunca lo dio a entender ante Iosef, a pesar de que para éste también era evidente el deterioro sutil de su matrimonio, porque Irina dedicó los meses siguientes a dos cosas. La primera fue recordar cómo había abandonado su casa, su familia, sus proyectos, sus sueños y su vida por seguir a su marido, diez años atrás, cuando era una joven promesa del fútbol, a las ligas italiana e inglesa antes de recalar en España. Por su memoria pasaban los duros momentos de soledad, la incapacidad que tuvo siempre para relacionarse con las glamourosas mujeres de otros futbolistas, tan sofisticadas y tan dispuestas a considerarla una advenediza pueblerina sin el menor caché. Se acordaba de cómo se había convencido, día tras día, de que el amor que le tenía a Iosef desde que le conoció en su pequeña ciudad provinciana haría superable cualquier esfuerzo, o de cómo se había casado precipitadamente con él para poder acompañarle en su periplo triunfal hacia el olimpo del fútbol.

La segunda cosa a la que dedicó esos meses fue a urdir una venganza adecuada al calibre de su desengaño.

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La prensa deportiva local agotaba día tras día los adjetivos elogiosos y los buenos augurios. Desde que, contra pronóstico, el equipo local se clasificara para la final de la Champions (una de esas hazañas deportivas que pasan a la Historia, el modesto david que tumba, uno tras otro, a todos los goliats), la ciudad entera bullía enfebrecida de excitación. La final se jugaba en casa (cosas de una UEFA arrogante que jamás pensó que ‘ese’ equipo pudiera llegar a la finalísima), y para poner el corolario a tanta tensión emocional, el enemigo a batir era el eterno rival. Los servicios de urgencia preveían más de un infarto para la noche del partido.

Y todas las esperanzas de alcanzar la gloria las acaparaba un sólo hombre. El jugador de oro por el que las marcas pagaban cantidades obscenas. El genio del balón. Iosef Trandsen.

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Se ajustó la bata lo mejor que pudo, aunque le quedaba corta, y arrastró su carrito de la limpieza fuera del cuarto de mantenimiento. No le sorprendía que la bata le cayera varios dedos por encima de la rodilla, porque la boliviana a la que se la había comprado era sensiblemente más baja que ella. La mujer se había quedado atónita cuando aquella alta extranjera la había abordado a la salida del hotel y le había ofrecido dinero para que la dejara ocupar su puesto aquella tarde. La camarera de piso intentó rehuirla, pero Irina insistió; le ofreció una sustanciosa cantidad de dinero (resultaba irónico que ese dinero saliese de la cuenta de Iosef), y aún así la mujer se negó, alegando que su puesto de trabajo corría peligro si la descubrían cediendo su lugar a una desconocida. Irina sólo consiguió su objetivo cuando le prometió que, en caso de perder su trabajo, ella le pagaría el doble del sueldo que ganaba durante todo el tiempo que tardara en encontrar otro empleo.

Irina salió al pasillo enmoquetado del lujoso hotel, empujando su aparatoso carrito de limpieza, lleno de productos químicos y armatostes diversos. Sabía que en aquel piso se encontraba el once titular visitante al completo, mientras que el entrenador y el presidente dormían en la planta de abajo. No estaba nerviosa. No dudaba. Había trazado y repasado el plan mil veces en sus largas horas de soledad en su lujoso ático del centro. Irina sabía ser fría, si la situación lo requería. Y caliente, de igual manera.

Tocó a la puerta de donde sabía que dormirían los defensas (el dinero de su marido, y se alegró de descubrir eso, daba para comprar cantidades ingentes de información). Oyó una voz masculina que decía "adelante", y entró con su copia de la llave. Los dos defensas estaban recostados en sus camas, viendo una película, ya que era temprano todavía para irse a dormir. Faltaban dos días para el partido. Irina no había querido hacerlo la noche antes del choque, porque quería que los futbolistas descansaran. Uno de los dos chicos, el más joven, un inglés de pelo rapado y torso curtido, le preguntó qué hacía allí, porque era un poco tarde para hacer la habitación. El otro jugador, un sudamericano de oscuro pelo rizado, la miraba con igual curiosidad.

Irina les contestó que no había ido a hacer la habitación, sino a hacerles a ellos lo que desearan. Los dos jugadores la miraron atónitos, pero no les cupo duda de la veracidad de su declaración cuando empezó a desabrocharse la bata y quedó en ropa interior frente a sus ojos. Si bien no era una supermodelo como las esposas de otros jugadores, Irina conservaba el cuerpo sencillo y femenino con que había sido agraciado, amén de una belleza exótica, un encanto discreto, nada burgués, de mejillas sonrosadas, propio de las mujeres del Este, que la hacía terriblemente apetecible. Los dos jugadores se quedaron paralizados, probablemente no estaban acostumbrados a que las mujeres se presentaran de aquella forma tan original, como zorrillas disfrazadas de camareras de piso, en lugar de aparecerse como zorrillas disfrazadas de zorrillas.

Irina se colocó entre las dos camas, y estiró ambos brazos para alcanzar las pollas de los dos chicos. Primero las acarició por encima de la tela, y cuando notó las primeras reacciones en sus miembros, bajó los pantalones cortos y comenzó a masturbarlos a dúo, sin dejar de mirarles sonriente. Había decidido vengarse, pero también disfrutar. Ellos no hicieron preguntas; cuando una tía la mar de resultona te está masajeando la polla no es momento de cuestionarse la situación. El sudamericano (un veterano de México, conocido como Cervera) fue el primero en abandonarse a la situación, y echó la cabeza hacia atrás en un gesto de grata rendición. El inglés, llamado Wallace, imitó a su compañero en la zaga. No hacía ni un año que había llegado al equipo, y estaba poco familiarizado con las costumbres de la Liga española, así que no le pareció que hubiera motivo para pensar que aquello no fuera normal.

Irina empezaba a relajarse. En los últimos meses, el sexo con Iosef se había vuelto cada vez más insatisfactorio, más mecánico, más rutinario. La perspectiva que se le abría ahora ante sí la llevaba a un tiempo lejano en el cual se sentía, en todos los sentidos, una mujer plena. Ellos eran deportistas de elite, con cuerpos fibrosos y potentes, la delicia de cualquier mujer con sangre en las venas. Y si el resto del once titular tenía las vergas como aquellos dos ejemplares, podía darse por más que satisfecha.

Cuando ya los tuvo con las piernas flojas, totalmente distendidos, Irina decidió que había que pasar a menesteres mayores. En su preparación para esa noche, la mujer había visto atentamente numerosas películas porno, no para paliar aquella galopante desdicha sexual (aunque muchas veces ése había sido un agradable efecto colateral) sino para aprender a comportarse como una actriz, que a su vez suelen actuar como las golfas que todos los hombres, en el fondo de su alma, desean. Al comenzar la primera mamada, aplicó todo el conocimiento acumulado.

Eligió a Cervera, por ningún motivo en concreto. Sin dejar de masajearle la polla a Wallace, Irina acercó su boca al miembro del mexicano e hizo desaparecer el glande con suma delicadeza, quería que sintiera primero su aliento y después su lengua. En ningún momento dejó de mirarle a los ojos, ni de sonreír, mostrando un deleite absoluto con lo que estaba haciendo. Repitió la operación con el joven inglés, exactamente de igual forma, y sin desatender al mexicano. Después, pasó un rato cambiando, de polla a polla, repartiendo su tiempo de manera equilibrada para que ninguno se fuera antes que el otro. Chupaba el glande mientras les masturbaba, aferrando el tronco con las manos; alguna vez, de improviso, se tragaba cada polla por completo, lo que tenía a los dos hombres sumidos en un éxtasis casi insoportable. Irina babeaba y a veces le faltaba el aire, pero no le importaba. Lo estaba haciendo bien, y le estaba gustando hacerlo bien.

Al cabo de un rato, Wallace empezó a dar señas de que su orgasmo era inminente, e Irina se centró en él al tiempo que ralentizaba el ritmo de sus frotamientos con Cervera. El chico no tardó en venirse, y su corrida se esparció generosamente en la boca que Irina, complaciente, había puesto a su disposición. Le limpió la punta del nabo con la lengua y los labios, regodeándose en su cara de placer, y volvió a ocupar toda su atención en Cervera. Éste la sujetó por la nuca, para acelerar su orgasmo y correrse directa y ruidosamente en su garganta. Irina le dispensó el mismo trato que a su compañero. Cervera aún le acariciaba el pelo cuando ella dejó de lamerle la polla.

Al incorporarse sobre la cama, vio que Wallace levantaba el teléfono al tiempo que decía que tenía que contarle lo ocurrido al resto de la plantilla. Irina vio peligrar el éxito de su plan. Se lanzó sobre la cama con el brazo extendido para colgar el teléfono. Wallace y Cervera la miraron con extrañeza. Ella se recompuso y sonrió, pidiéndoles que no desvelaran nada a sus compañeros para no estropearles la misma sorpresa que ellos se habían llevado. Los dos jugadores sonrieron cómplices, y despidieron a Irina con sendos cachetes en el trasero.

El resto de las habitaciones las franqueó de igual forma. Ninguno de los jugadores puso pegas ni alegó compromisos familiares o sentimentales para negarse a disfrutar del cuerpo que se les ofrecía tan gratuitamente. Esa actitud reforzaba el nulo sentimiento de envilecimiento moral que experimentaba Irina. Cada vez que uno de esos jugadores le besaba los pechos, le chupaba los pezones, alojaba la polla en su boca o la penetraba, Irina recordaba a las novias y esposas que estaban siendo engañadas en aquel preciso momento, y ese pensamiento le daba fuerzas para superar el agotamiento físico y le recordaba el motivo por el cual estaba haciendo todo aquello. A los pocos que le preguntaban quién la enviaba, ella sólo guiñaba un ojo y les contestaba que lo sabrían a su debido tiempo.

El centro del campo fue la demarcación que más satisfacciones le dio. Los dos laterales eran españoles; uno de ellos demostró una capacidad admirable de resistencia física: Alonso, un chico recién salido de la cantera que afrontaba un partido trascendental cuando, en su mentalidad, el lanzamiento del último modelo de la PlayStation era el mayor acontecimiento no deportivo del año. Si su compañero de habitación, David, no le hubiera recordado que a él también le apetecía meterla en caliente, Alonso hubiera podido estar muchísimo rato bombeando sin parar. Los dos se alternaban cobijo entre el coño y la boca de Irina, y ella les recibía gozosa, entre gemidos sinceros. En lo tocante a la conciencia y la ética de ellos, Irina les tenía asco, pero en lo meramente físico, no podía reconocerles desmérito alguno. Le estaban pegando un polvo fantástico. Y cuanto más follaba Irina, más quería seguir follando.

La siguiente habitación supuso un reto, porque los tres centrocampistas puros se habían dado cita allí para jugar una partida a la baraja. Se quedaron tan sorprendidos como los compañeros que ya habían pasado por el coño de Irina, pero éstos estaban comandados por un portugués conocido como Figueira, sin duda el más atractivo del equipo, un corazón caliente de ascendencia brasileña que ocupaba casi tantas páginas en la prensa rosa como en la deportiva. Ejercía un liderato indiscutible, y sus otros dos compañeros no dudaron en seguirle en todo lo que hizo con Irina mientras estuvo en la habitación. Tanto el checo Ducek como el escocés Allen se disputaron las extensiones de piel de aquella desconocida y casi tímida putita rubia que se había materializado de repente en su habitación. A Irina no se le pasaba por alto el hecho de que la enorme diversidad étnica de aquel once titular (como la de cualquier equipo de la Primera División española, salvedad hecha del Athletic de Bilbao) le estaba permitiendo intercambiar experiencias con hombres muy diferentes, y percibía claramente las diferencias entre un amante más rudo (el escocés), otro más frío (el checo, el que más le recordaba a Iosef) y otro más galante con el placer de ella, Figueira, creativo y latino. Lo notaba en las caricias, en los lametones, en el modo en que Allen se aferraba a los muslos de ella cuando sorbía entre sus piernas (con grata pericia, por cierto), en la forma rítmica que Ducek empleaba para follarse a Irina por la boca mientras Figueira le acariciaba los pechos... El checo no quiso penetrarla, sino que se mantuvo en su boca, controlando el ritmo de sus caderas, y limitando el papel de Irina a seguir boquiabierta. Figueira la empaló por el coño en cuanto Allen la tuvo a punto, y éste se acomodó en el agujero trasero de ella (en su interior, Irina agradecía que el escocés tuviera la verga menos relevante de cuantas había manejado hasta el momento). Fue, sin duda, la sesión más extenuante, pero a la vez la más satisfactoria. Cuando salió de la habitación, sonriéndoles a la vez que haciendo un ingente esfuerzo por fingir compostura, sintió que estaba haciendo las cosas tal y como quería.

A aquellas alturas de la noche, Irina ya había mantenido relaciones o contacto sexual con siete jugadores, lo que significaba que aún le quedaban los dos medias puntas, el delantero centro y el portero. Entró en un cuarto de mantenimiento para poder descansar unos minutos y aplicarse alguna crema calmante en el ano. No sentía el desagravio que suele acompañar a las venganzas, pero en su interior sabía que el verdadero momento de gloria aún estaba por llegar, e impulsada por la fría serenidad que había guiado sus movimientos hasta entonces, salió a por los cuatro jugadores que le faltaban.

Los dos medias puntas ocupaban la siguiente habitación. El alemán Kurtz y el francés Tony tuvieron lo mismo que Wallace y Cervera al comienzo de la noche. Irina aún se sentía un poco escocida y no les dio opción a pensar que iba a ir más allá de un par de soberanas mamadas, aunque también éstas le supusieron un esfuerzo importante porque empezaba a sentir molestias en la mandíbula (Ducek se había empleado a fondo). Los dos quisieron correrse sobre los pechos desnudos de Irina, a lo que ella les ayudó masturbándoles con devoción cuando los vio más cerca del orgasmo. La pusieron perdida, pero fueron lo bastante corteses para permitirle lavarse en el baño de la habitación, mientras intentaban sonsacarle información sobre quién había financiado sus servicios. Ella no soltaba prenda. Sólo les decía que ya lo sabrían cuando fuera momento de saberlo. Kurtz, mal conocedor del español, se conformó con lo poco que entendió de su explicación, y Tony, castellano-hablante por parte de madre, no insistió más cuando se dio cuenta de que era inútil.

El brasileño Rivero era el delantero del equipo, y compartía habitación con Figueira por aquello de la afinidad idiomática y cultural. Sin embargo, el portugués que ya había follado con Irina no había vuelto a su habitación, por lo que Rivero dispuso de ella por entero, sin tener que compartirla. La recorrió con la lengua de arriba abajo sin dejarse rincones, y luego le echó un polvo de lo más normalito. La colocó encima de él para que fuera ella quien cabalgara a su ritmo, e Irina, algo recuperada de las molestias que la intensa actividad de la noche le estaba provocando en su sufrida vagina, devolvió el gesto imprimiendo a la follada ritmo y sensualidad, tocándose los pechos para incitarle a él a hacer lo mismo. Sin embargo, él tuvo el gesto más caballeroso de todos los hombres con lo que estuvo aquella noche: prefirió acariciarle el clítoris hasta que Irina explotó en su primer y único orgasmo de la noche (una experiencia de la que salió algo aturdida, porque si bien estaba satisfecha con las habilidades demostradas, contaba más con una especie de placer sostenido que con un verdadero orgasmo). Rivero fue el único jugador al que Irina besó en los labios al despedirse. Le estaba agradecida.

Ya sólo quedaba el portero: un italiano tremendamente seguro de sí mismo que se llamaba Alessandro. Irina le había conocido fugazmente unos años atrás, cuando Iosef y él coincidieron en el Calcio. Iosef le odiaba: Alessandro le había parado hasta cinco penaltis en dos años, y en Italia aún se recordaba cómo Iosef se había acobardado y se había negado a tirar el sexto en una eliminatoria de Copa. Alessandro, sin embargo, no la había conocido a ella. Follárselo suponía para Irina una alegría doble. Tocó en su puerta varias veces, pero él no respondió. Así que Irina entró en la habitación y le vio dormido sobre la cama, en calzoncillos. Ella se quitó la bata y se tumbó a su lado, susurrando suavemente su nombre. Alessandro sólo empezó a despertarse cuando Irina plantó su mano sobre los calzoncillos y empezó a frotar. Al principio el portero se sobresaltó, pero ella le dijo que estaba allí para hacerle vivir sus fantasías y Alessandro creyó comprender la situación.

Irina puso el gran esfuerzo final en complacer a Alessandro. Todas las fuerzas que le quedaban las concentró en tragarse su polla hasta hacerle poner los ojos en blanco, en espolearle pidiéndole que la empalara sin piedad, en masajearle la verga con las tetas, en inflar su ego de macho latino asegurándole que no había amante como él. La estrategia dio sus frutos, pues Alessandro la penetró de una forma animal, con caderazos potentes y secos, golpes en sus nalgas que resonaban en la habitación y quién sabe si en la planta. Cuando se vino dentro de ella, Irina se desplomó exhausta sobre la cama, mareada por la hiperventilación de sus propios jadeos. Le dolía todo el cuerpo, hasta los pechos, que se habían movido como se agitan las cocteleras. Volvió a vestirse y recoger su carrito de la limpieza, que había entrado con ella a todas las habitaciones, y se marchó presta al cuarto de mantenimiento que le servía de cuartel general y de zona de descanso.

Extendió unas cuantas toallas en el suelo y se echó a descansar. Aunque no tenía esa intención, dormitó durante unas cuantas horas, casi totalmente inmóvil porque los dolores que la recorrían iban en aumento. La placidez de la venganza cuya ejecución acababa de iniciar le servía de analgésico, pero aún así notaba latigazos en su espalda, en su boca, y sobre todo en su coño. Al cabo de tres horas, Irina se levantó, mordiéndose el labio para callar el dolor. Sacó la pequeña cámara de video de dentro del carro de limpieza, donde la había camuflado al comienzo de la noche, y la metió en su bolso, de donde extrajo a su vez una serie de sobres. Luego volvió al pasillo de los jugadores, rezando para no encontrarse ninguno, aunque era poco probable a aquellas horas. Fue deslizando los sobres uno por uno por debajo de las puertas, y luego abandonó el hotel en dirección a su casa. Iosef ya estaba concentrado con su equipo, así que nadie la esperaba en aquel ático que tan grande y tan desierto se le antojaba.

La sorpresa del equipo visitante fue mayúscula cuando abrieron aquellos extraños sobres que encontraron cerca de sus puertas. Cada sobre sólo contenía una foto, en la que podía verse a la estrella del rival, Iosef Trandsen, salir de la iglesia henchido de felicidad de la mano de la zorrita rubia y misteriosa con la que todos habían follado la noche anterior.

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El estadio rugía. El día era soleado y apacible, hasta el tiempo se sumaba a la fiesta. 55.000 personas, todo el aforo posible, se sentían privilegiadas de tener un asiento en primera fila de la historia del deporte, frente a las más de 20.000 que se apiñaban fuera del recinto, expectantes, depositando sus esperanzas más ilusorias en los once hombres que estaban a punto de salir al campo. Y de ellos, todas las energías positivas iban enfocadas a un solo hombre, al elegido que les conduciría hacia la gloria. A Trandsen.

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Iosef siempre era el último en dejar el calentamiento y el último en salir del vestuario para reunirse con sus compañeros en el túnel. El entrenador les dio las últimas indicaciones, y los demás dejaron a Iosef solo para que terminara de vestirse. Cuando sacó la camiseta de su bolsa fue cuando reparó en el sobre que había en el fondo. "Para Iosef", decía, en la reconocible caligrafía de Irina. El sonrió, enternecido por aquel detalle adolescente de una esposa que, creía, había dejado de amarle. Pensó que leerlo antes de salir a jugar le daría suerte, así que abrió el sobre y leyó la carta.

"Amado esposo:

Sabes que no puedo con la tensión de un partido así, y por eso no he ido al estadio, pero mi corazón está contigo. Siempre lo estuvo. Te deseo mucha suerte.

Es posible que los jugadores del equipo rival te digan cosas de mí para desconcentrarte. No dejes que te afecten sus palabras, y tampoco dejes que te afecte el hecho de que cualquier cosa que te digan sea verdad. Si Wallace, Cervera y Ducek te dicen que se han corrido en mi boca, te dicen la verdad. Si Alonso, David, Figueira, Rivero y Alessandro te dicen que han follado conmigo, te dicen la verdad. Si Allen te dice que me ha dado por culo, te dice la verdad. Si Kurtz y Tony te dicen que me han eyaculado sobre los pechos, te dicen la verdad. Pero no dejes que eso te afecte. Haz como hice yo. No dejé que me afectaran tus juergas con las putas que te paga Encinas. Sé que cuesta creer lo que acabas de leer, así que puedes convencerte con los fotogramas y el dvd que he colocado en el doble fondo de tu bolsa.

Estás ante tu gran partido. Sobre todo, diviértete.

Te ama, tu esposa, Irina.

PS: pienso sacarte hasta el alma en el divorcio. Ya hablarás con mis abogados".

Y mientras aquello ocurría en los vestuarios de aquel estadio abarrotado de sueños, Irina hacía sus maletas y se iba del ático, sin saber bien a dónde, pero segura del movimiento.

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Extracto de La crónica deportiva, edición del 24 de mayo de 2006.

Un Trandsen desconocido arruina la mejor oportunidad

El rutilante jugador Iosef Trandsen que saltó al campo a disputar la finalísima parecía un completo desconocido. Lejos de su deportividad habitual, se encaró con prácticamente todo el once visitante de una forma muy agresiva desde el mismo comienzo del encuentro. Nunca peleó por un balón, ni dio dos pases seguidos. Bronquista y marrullero, realizaba una falta tras otra, como si en lugar de marcar goles su único interés fuera lesionar contrarios. Repartía cabezazos, codazos, puños aparentemente distraídos y patadas como los Reyes Magos reparten caramelos el 5 de enero. El árbitro, inexcusablemente timorato, le sacó la roja directa en el minuto 60. Su actitud ya había desconcertado al resto del equipo, que se vio sin su espíritu, sin su director de orquesta y en cuanto fue sacado del campo, los locales se vinieron abajo, preguntándose quién era aquel individuo y dónde estaba el Iosef Trandsen que tenía que llevarles a lo más alto. El equipo visitante marcó tres goles en quince minutos, e hizo trizas los sueños de toda una ciudad.