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La última noche del campamento (y 3)

en Orgías

-¡¡A ti se te va a poner tiesa la polla como que hay Dios!!

Mónica estaba verdaderamente furiosa, a ese respecto lo decía todo el tamaño de su blasfemia. Marcos estaba vestido con unos pantalones cortos y una camiseta, atado a la silla con la cabeza gacha. Habría jurado que luchaba por no llorar. Los demás estaban como paralizados, y Silvia era la única que intentaba razonar con Mónica:

-Pero ¿qué coño te pasa? Mónica, por favor, ¿te das cuenta de lo que estás haciendo?

Mónica la miró iracunda.

-A mí todavía no ha nacido varón que me diga que no, y este pichafloja va a follar conmigo quiera o no.

Nunca se me había ocurrido que pudiera presenciar una violación masculina, y pensé que había que frenar a Mónica, pero no era capaz de moverme de la puerta del baño. Mónica se acercó a Marcos y empezó a toquetearlo, a mordisquearle la oreja, a lamerle el cuello... a hacer todas esas pequeñas cositas que tendrían a cualquier otro tío arrancándole la ropa en menos de cinco minutos. Pero no a Marcos. Marcos sólo sollozaba e imploraba con un hilito de voz que le dejaran marcharse.

-Por favor, te lo suplico... Déjame... Por favor... Tú eres muy guapa... pero... pero...

-¡¿Pero qué, capullo?!

Marcos hizo entonces lo que más le ha costado en la vida; levantó la cabeza, nos miró con sus ojitos arrasados en lágrimas y nos dijo:

-Es que no me gustan las chicas.

De repente nos convertimos en témpanos de hielo. Nadie se lo esperaba. Hubo un minuto de silencio, que le sirvió a Marcos para recuperar un poco la compostura. Ninguno de nosotros sabía por dónde romper aquel vacío, y tuvo que hacerlo Mónica, con la impertinencia de siempre, que a veces era fresca, pero que en aquel momento resultó tremendamente cruel:

-¿Eres gay y te vas a meter a cura? Tú no eres gay, tú lo que eres un gilipollas.

-¡¡Cierra la boca de una puta vez, Mónica!!- le espeté, dejándola atónita. Se ve que era una frase que no oía a menudo. Me acerqué a Marcos, cubierta por una toalla para no violentarle más de lo que ya estaba y le hablé con toda la dulzura de la que soy capaz, mientras le desataba.

-Marcos, si eres gay, ¿por qué quieres ser cura?

-Porque no veo otra manera de purgar mi pecado ante Dios. Soy un desviado, Sara, si sacrifico mi vida al Señor habré reparado mi daño, al menos en parte- hundió la cabeza entre las manos y se echó a llorar otra vez. A mí el tema de la religión y el sexo siempre me calentaba la boca, pero supe en aquel momento que tenía que decir algo que hiciera reflexionar a Marcos. De modo que abandoné mi habitual tono incendiario y panfletario, y traté de exponer mis argumentos de un modo racional. Quería que Marcos realmente me escuchase.

-Marcos, cariño, tú no tienes ningún pecado. Has elegido una forma de amar que no es la que sigue la mayoría, vale, pero es una forma de amar. No eres un desviado, no dejes que nadie te convenza de eso. Ni siquiera eres diferente de los heterosexuales, simplemente tienes tu propia opción. No dejes que te juzguen, Marcos, no dejes que personas que no saben lo que es amar te destrocen la vida. Si sigues adelante con el seminario, te morirás sin saber quién eres, y toda tu vida habrá sido una farsa, un teatro. Si quieres mi opinión, Dios, si existe, te ha dado el don de amar y lo vas a desperdiciar. Lo primero que debes buscar es tu propio respeto, Marcos, no el de una gente que odia, margina y desprecia a quienes son como tú. Si quieres ser cura, vale, pues sigue con ello. Pero no lo hagas para pagar por algo de lo que no eres culpable.

Marcos se me abrazó como el náufrago que ve por primera vez al capitán del barco que lo ha salvado. Se aferró a mí con fuerza, y yo a él. Mónica se nos acercó y le pidió perdón llorando, y después de ella todos los demás fueron pasando para darle ánimos y pedirle disculpas por no haber detenido a Mónica. Marcos les perdonó a todos, Mónica incluida, y se marchó a su cabaña para poder pasar la noche solo y pensar. Los chicos se quedaron a dormir en nuestra cabaña. Podíamos haber seguido follando, cosa que Mónica ansiaba porque, irónicamente, era la única que no se había quedado servida, pero los chicos estaban cansados y Silvia y yo también. De modo que Mónica acabó durmiendo sola esa noche. Dormí profundamente, por lo que no sabría decir si el zumbidito que me pareció oír fue real o producto de un sueño.

Al día siguiente, empaquetamos a los niños en el autobús, donde cantamos por última vez el "Alabaré", y los devolvimos a sus padres. Los monitores nos despedimos y nos separamos, aunque nos prometimos que intentaríamos coincidir en un próximo campamento. No volví a ver a Marcos hasta casi un año después, cuando encendí la televisión en mi casa y le vi subido a una carroza agitando una bandera multicolor, en pleno desfile del Orgullo Gay por Madrid. Le mandé un beso a la tele, y estoy segura de que llegó hasta él.

(Esta tercera parte de mi relato se lo dedico con cariño a Aquilino Polaino y a todos los cafres que son como él)