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Cazadora y presa

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La luz irrumpió violentamente a través de la ventana. De repente le pareció increíble que ya fuera de día, y se preguntó cómo había sido tan imprudente para dejar la cortina abierta. Recordaba casi todo lo que había hecho la noche anterior, y despertarse en una cama ajena era una costumbre tan frecuente que había aprendido a precederla con toda una serie de rituales. Entre ellos, cerrar la cortina. Llevaba despierta media hora, más o menos. Él seguía dormido. Cuando lo miró, sintió vergüenza por un segundo, vergüenza de que fuera tan joven. Cada vez eran más jóvenes. En esos instantes no se sentía la gran cazadora de la noche. En realidad, por la mañana casi nunca se sentía la gran cazadora de la noche, sino una mujer exhausta a la vez que renovada. Pero esa mañana en concreto, mirándole, se sentía una vulgar asaltacunas que salía en busca de adolescentes impresionables. Se sentía la clase de mujer a la que despreciaba. Se prometió no volver a escogerlos menores de 18 y se levantó de la cama.

¿Aquel piso era de él, de su hermano mayor o de un amigo? Se lo había explicado antes de meterse en la cama, pero no le había prestado atención. Otra cosa que lamentaba por las mañanas era no haber escuchado lo que le decían antes de empezar. A veces hablaban. Normalmente eran largos monólogos aburridos de los que valía la pena desconectar; otras veces, las menos, le hacían preguntas, se interesaban por ella. Ella siempre mentía. Era una persona distinta para cada uno de ellos, y ya no sabía cuántas personas diferentes había sido.

Recorrió las habitaciones, descalza, procurando no hacer ruido. Era un piso pequeño, con una decoración pésima. Encontró la cocina, diminuta pero coqueta. En la nevera había zumo y un par de yogures. Lo engulló todo, hambrienta como siempre estaba por las mañanas. Echó de menos un café, pero estaba demasiado vaga para hacérselo ella misma.

Volvió a la habitación. Él seguía dormido. Le asombraba la capacidad de los hombres para dormir y dormir en una situación tan anómala como la que acababan de vivir un par de horas atrás. ¿Tanto necesitaba dormir un hombre después de dos polvos? No habían sido tan estupendos ni tan agotadores como para necesitar cuatro horas de reposo total. Al menos para ella, que ya estaba en pie, medio desayunada y a medio vestir.

A falta de calzarse sus tacones, se sentó en el filo de la cama y volvió a mirarle una vez más. Podía contemplarle sin restricciones, así que puso todo su esfuerzo en disfrutar ese momento. Era hermoso, era una criatura bella, sin duda. Inocente, pese a todo. La noche anterior había tratado de mostrar una actitud segura, la de quien está acostumbrado a que una mujer mayor lo seduzca y lo lleve a la cama. Pero en el fondo, ella sabía que estaba muerto de los nervios. Era un chiquillo, falto de verdadero autodominio. Ese tipo de cosas la enternecían. Entonces se recordó que ternura es lo que sienten las madres, y que ella podría ser su madre.

¿Podría haber llegado a amarlo? Claro que sí. Desde luego. Si hubiese querido, podría haberlo amado. Si hubiese querido, si no hubiera un hueco en su pecho, allá donde todos dicen que está el corazón. Lo hubiese querido también si hubiera tenido tiempo. No valía la pena si no podías entregarle una vida entera. Si no podías emplear toda una vida en amar a las personas, no valía la pena amarlas de verdad. Ésa era su excusa favorita, ante ella nunca le había fallado.

La acarició la cara por última vez y se levantó. Se calzó justo antes de salir por la puerta, conteniendo el eterno impulso de dar la vuelta y prepararle el desayuno. Sabía que él no se giraría buscándola en la cama en el momento en que ella cerraba la puerta. Eso sólo pasa en las películas. Sabía que no se despertaría, aturdido por la comprensión súbita de cuán impersonal había sido todo.

Lo que no sabía es que él pasaría toda su vida buscándola.