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La última noche del campamento (1)

en Orgías

Vale, medio día más y se acababa aquella locura. En unas quince horas devolveríamos a todos los críos del campamento a la ciudad, a sus padres, a sus Tele Tubbies. Y yo cobraría el generoso cheque por mi trabajo como monitora y me daría algún caprichito. Es que mi labor había sido ardua. Primero porque no es fácil lidiar dos semanas con treinta críos de entre 3 y 5 años, y segundo, porque aquél era un campamento de verano católico, y yo, atea hasta la médula, llevaba quince días rodeada de una pacatería insoportable. Había valido la pena; las monjitas que gestionaban el campamento cobraban un buen dinero a los padres, y de eso nos llevábamos un pellizco importante los seis monitores, tres chicas y tres chicos. Cada día nos visitaban durante un par de horas Sor Asunción y Sor Angustias, para cantarnos unas cuantas canciones con los niños (si vuelvo a oír "Alabaré a mi Señor", echo hasta la papilla), dirigir los rezos y supervisar las actividades. Pero ya estaba a punto de acabar, y yo no tendría que fingirme una piadosa católica nunca más.

Me hice pasar por católica fervorosa porque no había otro modo de hacerse con el puesto. Como estudiante universitaria en paro, aquel dinero me llovía del cielo durante el verano, y no iba a rechazarlo. Aprendí los ritos más básicos de la liturgia, alguna cancioncita, y nadie sospechó nada de mí. Mis compañeros monitores eran Silvia y Mónica, con las que compartía cabaña (rústica pero espaciosa), y Marcos, Alex y Javi, que vivían en una cabaña idéntica enfrente de la nuestra. Silvia y Mónica ya habían ejercido este trabajo antes, y eran muy amigas, por lo que me sentí cordialmente excluida bastante pronto. Tampoco ayudó que yo fuera tan picajosa con mis enseres personales: al segundo día pillé a Silvia depilándose con mi maquinilla y le armé una buena bronca. No, desde luego eso no hizo que cayera simpática. Javi y Alex también habían coincidido antes en algún campamento juvenil; me llevaba bien con ellos y me enseñaron mucho los primeros días. Marcos, en cambio, era más reservado y no se mezclaba demasiado. Sólo parecía feliz cuando llegaban las monjas, lo que no era de extrañar teniendo en cuenta que a partir de septiembre lo esperaba el seminario.

Esa última noche me metí en la cama antes que las chicas, regocijada en el pensamiento de que al día siguiente a mediodía los críos volverían con sus padres. Aquella noche dormían todos como troncos; el truco estaba en sobrecargarlos de actividades durante el día para que no dieran lata por la noche (el primer día fuimos compasivos para no cansarlos y por la noche armaron una auténtica revolución: de treinta críos sólo dos durmieron del tirón). Me dejé dormir enseguida, ya que estaba tan o más cansada que los niños. Creo que no había pasado una hora cuando me despertó un zumbido persistente. Miré hacia la cama de la izquierda y vi que Mónica no estaba. "Joder", pensé, "no me lo puedo creer. Esa asquerosa está usando mi cepillo de dientes". Mi cepillo de dientes eléctrico era una de las posesiones que me llevaría a una isla desierta: dejaba los dientes como la patena, sacaba los restos de entre las muelas y trataba las encías con cariño. Adoraba mi cepillo de dientes, y no iba a tolerar su profanación. Me dirigí al cuarto de baño, del que salía una luz, y abrí la puerta de sopetón:

-¡Mónica! ¿Quién te crees que eres para ir cogiendo mi cepi...?

Lo que zumbaba no era mi cepillo (suspiré de alivio para mis adentros). Silvia estaba sentada sobre la taza del water, desnuda y abierta de piernas, y lo que zumbaba era un vibrador que Mónica hacía entrar y salir de su coño, brillante por causa de los flujos, y que, a juzgar por la expresión de Silvia, estaba haciendo las delicias de su hogar de acogida. Mónica lo sacó y lo desactivó. Se me quedó mirando, y yo, petrificada pero consciente de que algo había que decir, atiné a construir la siguiente frase:

-Lo... lo siento... pensé que era mi cepillo...- momento para una risita nerviosa. Quería irme pero no podía. Nunca había sido testigo de una escena como ésa, y tenía la mirada (y la envidia) enganchada en el depiladísimo coño de Silvia, que parecía una superficie satinada y perfecta. De veras que quería irme, porque no encontraba mi lugar en aquella escena lésbica, pero era incapaz de moverme de la puerta.

Mónica me contestó de inmediato, haciendo gala de su mayor virtud: la naturalidad.

-No, no es tu cepillo, Sara. Que no soy tan guarra, tía. Perdona si te hemos despertado, debes tener el sueño ligero porque Silvia no grita ni jadea.

-Me despertó el zumbido, en realidad...- ¿pero qué estaba diciendo? Había que imponer un poco de cordura en aquella situación-. Vamos a ver, ¿qué hace eso aquí?

-¿Mi vibrador? No voy a ninguna parte sin él- me miró como si mi pregunta se hubiera llevado el primer premio en el Festival Internacional de Preguntas Tontas.

-Si te lo ven las monjas, te echarán del campamento- la advertí, y Mónica enarcó una ceja y soltó un bufido un tanto sarcástico.

-Si lo ven las monjas me lo piden prestado porque el suyo se les ha quedado en el convento, seguro – y se echó a reír de su propio chiste. Silvia, que se estaba frotando los labios mayores con parsimonia (el clásico movimiento de cuando te mueres por tocarte el clítoris pero deseas posponerlo), también sonrió. Al final, hasta yo me reí para aliviar un poco la tensión. Entendía que era absurdo buscarle sentido a aquella escena, de modo que decidí sacudirme la beatería a la que había estado sometida durante los últimos quince días y ver las cosas con un poco de humor.

-Pero bueno- pregunté con retranca-, ¿dónde están la Silvia y la Mónica que cantan salmos y dan palmas?

-A ésas las puedes encontrar todas las tardes de 6 a 8, coincidiendo con la visita de Sor Coñazo y Sor Plasta. ¿No te habrías creído que éramos dos buenas niñas católicas?

Asentí sonriendo, porque me habían engañado, igual que yo pensaba que las había engañado a ellas. Nos echamos a reír; nunca pensé que las compañeras de campamento que no me soportaban eran más las TATU que las hermanitas de la Caridad. Cuando cesaron las risas decidí que era momento de marcharme para no seguir importunando, pero entonces Mónica blandió el falo de plástico hacía mí y me preguntó:

-¿Quieres probarla?

Me quedé fría. No esperaba que las cosas tomaran ese rumbo. Antes de que pudiera contestar, Silvia habló por mí.

-Yo sí quiero.

-Silvia, no acapares, coño. Que tú ya llevabas un buen rato aquí con... – Mónica fue interrumpida por su ¿amiga? ¿amante?, quien estiró el brazo para alcanzarme la mano. Su tacto era suave, y de inmediato me pregunté si su sexo sería tan suave como su mano.

-No al vibrador, a ella- y entonces se levantó y se acercó a mí, hasta que su rostro quedó a unos centímetros del mío. Una de sus manos seguía aferrando mi mano, pero la otra se posó en mi espalda y empezó a recorrerla lentamente. El corazón se me iba a salir del pecho; era la primera vez que una mujer mostraba deseo hacia mí. Y me gustaba. Era la típica situación con la que yo fantaseaba durante mis masturbaciones, la clásica escena porno que, lejos de disgustarme, me ponía a mil. Y me estaba sucediendo a mí, en mitad de un campamento católico que había pasado de angelical jaula represora del sexo a fiesta sáfica en apenas unos minutos. Me dije que por qué no. Estaba allí fingiendo que era una católica profunda, pero sólo fingiendo. No iba a comportarme como tal. La rebelión empieza en el sexo. Así que no me lo pensé.

La besé, mientras Mónica ambientaba aquel beso ávido con una exclamación tipo "¡¡yuuuhuuu, rollo bollo!!". Silvia me apretó contra su cuerpo y yo a ella contra el mío; la recorrí con la yema de los dedos, y respondió con el vello erizado a lo largo de toda su piel desnuda. Notaba mi entrepierna humedecerse por segundos. Salimos del baño las tres, porque ésta es una de esas cosas que salen mejor en un espacio más amplio. Silvia me despojó del camisón, sin dejar de mirarme a los ojos. Ya no era sólo un comportamiento obsceno y tachado de antinatural en un entorno de mojigatos, ni el atractivísimo cuerpo de Silvia ofrecido a mí como un regalo, sino la cantidad de vicio que había en aquellos ojos lo que me empujaba a comerle la boca como si llevara siglos pasando hambre. Era aquella mirada la que me hizo decidir que resarciría a Silvia de mi irrupción anterior, y que pondría toda mi alma en aquella reparación.

Mónica no se iba a quedar mirando. Absorta en la mirada de Silvia no me percaté de que su compañera no sólo se había desnudado ya sino que me había bajado las bragas, que estaban ovilladas alrededor de mis tobillos. Silvia me tomó de las nalgas para conducirme hasta la cama, donde me tumbó para a continuación tenderse encima de mí. Su boca era tan suave como sus manos; lo supe cuando empezó a vagar por mi cuello, por mi escote, por mis pechos, por mis areolas, por mis pezones, haciéndome sentir que había una diferencia importantísima entre cada parte. Los tíos suelen meterse el seno en la boca de una vez, sin hacer distinciones. Silvia trató cada zona de mi busto como si fuera un mundo. A mí se me secaba la boca cada poco por causa de los jadeos, pero Mónica siempre estaba ahí para humedecérmela de nuevo con su lengua.

Silvia siguió descendiendo, lenta pero firme, entretenida en cada centímetro de mi abdomen. Alcanzó mi sexo anhelante, pero no se detuvo en él. Siguió descendiendo por mis piernas, hasta lograr un acomodo perfecto para ella, y lamió con pasión la cara interna de mis muslos. Acercaba su cara a mi coño y volvía a alejarla, totalmente consciente de la dulcísima ansiedad que me provocaba con eso. Me moría de ganas por agarrarle la cabeza y hundírsela entre mis piernas, pero me parecía un gesto demasiado rudo para la delicada conjunción de movimientos femeninos que se estaba ejercitando en aquella cabaña. Cerré los ojos para apartar de la mente la idea de guiar a Silvia, que tan bien se bastaba por sí misma; cuando los abrí, me topé con un primer plano del coño de Mónica, que venía directo hacia mi cara. Estaba muy mojada, como creo que lo estábamos todas en realidad, y mi lengua supo por instinto lo que tenía que hacer. Además lo agradecí porque le dio ocupación a mis manos, que amasaban con fruición el esponjoso culo de Mónica. Nunca antes le había comido el coño a nadie, y me sorprendí culebreando con la lengua por todos aquellos pliegues como si fueran un camino recorrido mil veces; bebí sus juegos y bañé su coño con los jadeos que salían de mi boca, a medida que Silvia me hacía el mismo trabajo pero con una maestría infinitamente mayor. Verle el clítoris a Mónica me asombró gratamente, a pesar de que yo me había visto el mío un millón de veces; el de ella me parecía un asunto completamente diferente, sabroso y salado, sensible al cien por cien al menor movimiento de mi lengua. Mónica y yo nos corrimos sin remedio, y cuando ella se hubo levantado de mi cara, vi a Silvia mirarme picarona y evidentemente satisfecha de su labor. Sentí deseos de besarla otra vez.

Mónica no se daba por contenta. Se tumbó en su cama y comenzó a jugar de nuevo con su consolador, mientras Silvia y yo, sentadas en otra cama, no dejábamos de mirarnos y rozarnos ocasionalmente. Estábamos un tanto embobadas la una con la otra cuando Mónica nos sobresaltó con una sonora interjección:

-¡¡Me cago en la puta!!

-¡¿Qué pasa?!- le preguntó Silvia, igualmente turbada. Mónica había adquirido un gesto serio, de profundo fastidio.

-Este puto chisme no ha podido escoger otro momento para quedarse sin pilas. Joder, menuda mierda.

Continuará.