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Te echo de menos, Darío

en Hetero: Primera vez

A veces me parece increíble cómo las pequeñas cosas, las decisiones en apariencia más banales, pueden condicionar nuestra existencia, y por ende nuestra persona, en formas que no sospechamos. Ahora que Darío ha muerto, lo pienso a menudo. En algunas ocasiones, este ir y venir constante al momento en que le conocí se me antoja una maldición de la que nunca seré liberada. Pero las más de las veces actúa como un bálsamo que calma mi dolor y me permite dormir acunada en su recuerdo.

La decisión banal que iba a unirme a Darío la tomé una mañana de marzo, once marzos atrás. Mi hermano pequeño, Sito, me pidió que le ayudara a vender bombones para financiar su viaje de fin de temporada con sus compañeros del equipo de fútbol. Yo tenía dieciséis años, siete más que mi hermano, y no me apetecía nada cargar con sus cajas de bombones e irlas vendiendo en el barrio. Pero Sito se había esforzado tantísimo estudiando para vencer la amenaza de mis padres ("si esas notas no mejoran, Sito, no habrá viaje y puede que el año que viene no haya ni fútbol"), que me parecía una crueldad no ayudarle. Después de todo, era la hermana mayor y debía ejercer como tal. Así que cogí algunas cajas más de las que él me había ofrecido y empecé a venderlas por el barrio, como buenamente pude. En aquel barrio de la periferia, entonces un lugar más apacible que hoy pero igualmente obrero, no había demasiada apetencia por las chocolatinas ni demasiados motivos para gastar el dinero en ellas. Había vendido tres cajas cuando toqué a la puerta de Darío, invadida por la desesperanza mercantil.

Entonces yo no sabía que aquélla era la puerta de Darío, ni quién era Darío. Sólo sabía que en el portal que estaba tres más abajo del mío vivía desde hacía un año un vecino nuevo, del que las viejas entrometidas del barrio apenas habían logrado extraer información. Ese hermetismo le había conferido un aura misteriosa que alimentaba las habladurías y las teorías más disparatadas. Dudé antes de tocar en su puerta, pero recuerdo que pensé que como nadie sabía nada de él, nadie podría decirme de antemano que no le gustarían las chocolatinas.

El hombre que me abrió la puerta fue el primer "hombre", con todas las letras, que yo me tropecé en la vida. Albergué esa certeza en el fondo de mi corazón casi sin saberlo, porque era una idea que no cabía aún en mi mente de adolescente. Llevaba unos pantalones blancos con manchas de pintura y unas sandalias por toda vestimenta, dejando al descubierto un torso cincelado, unos brazos (adornados con dos tatuajes geométricos) en los que se distinguía cada músculo y unas manos perfectamente varoniles. Era ligeramente más alto que yo, de forma que su pecho quedaba justo a la altura de mis ojos. Tardé unos segundos en alzar la vista para encontrarme con sus ojos grises (los primeros que veía en ese color), su pelo oscuro recogido en una coleta y sus facciones cuadradas. Me pregunté por qué un dios griego había cambiado el olimpo por mi barrio de las afueras.

-¿Te puedo ayudar en algo?- su voz, que no desentonaba en el conjunto armónico de su cuerpo y su ser, tenía un levísimo deje extranjero.

Yo estaba alelada. El corazón galopaba dentro de mi pecho, por más que quisiera conservar una cierta serenidad. Poco podía hacer, de todas formas, para disimular la inquietud que me recorría, la certidumbre que se apoderaba de mi cuerpo de que entre aquel gallardo espécimen de varón humano y yo iba a pasar algo. Admito que a aquella edad era bastante enamoradiza (dieciséis años, no lo olviden), pero no me cabía duda de que estaba ante algo ‘distinto’.

-Eh... pues yo... que si... que yo... vendo bombones. Que si quiere mis bombones... Quiero decir... que vendo bombones...

Él sonrió, y a mí me pareció que habían apagado el sol para encenderlo a él.

-¿Cuánto?- me preguntó él.

-¿Cuánto qué?- respondí yo. Tardé menos de una décima de segundo en sentirme idiota-. ¡Ah! Los bombones, sí... Son dos euros cada caja.

-Está bien, déjame dos. Espera aquí que voy a por el dinero- me quedé en la puerta esperando, y no fui capaz de resistir la tentación de echar una mirada al interior de su piso. Siempre me habían dicho que era un gesto de una mala educación terrible, pero mis ojos actuaron por cuenta propia. Su casa tenía la misma distribución que la mía, pero la habitación del fondo, que pude vislumbrar, parecía un estudio. Tenía un caballete con un lienzo a medio hacer.

De repente me di cuenta de que el interesante comprador tardaría medio minuto más en aparecer por la puerta y yo no había sacado los bombones. Me descolgué la mochila en que los guardaba y me agaché en el suelo para sacar las cajas; en esa posición me encontraba cuando él volvió a la puerta. Yo le miré desde abajo, sintiéndome violenta sin motivo, y él me miró desde arriba. Cuando habló, me sentí violenta, pero esta vez con motivo:

-Por tener ese escote tan bonito, te voy a comprar una caja más.

¿Nunca se han visto envueltos en una situación en la que no saben reaccionar, pero horas más tarde ya se les han ocurrido miles de cosas que podían haber hecho, o miles de frases que podían haber dicho? Aquel momento fue para mí una de esas situaciones. Me sentí embargada de una súbita vergüenza. El hechizo se rompió en pedazos y mi mente pasó a estar ocupada por el único pensamiento de salir de allí cuanto antes, con seis euros más y tres cajas menos. Ni siquiera le despedí. Bajé las escaleras de tres en tres.

No recuerdo qué hice con las cajas de bombones cuando llegué a casa. Creo que le di a mi hermano las que habían sobrado y el dinero que había conseguido, y le dije que no volvería a vender. Supongo que le defraudé. Me encerré en mi cuarto y traté de racionalizar los pensamientos y las sensaciones que me llenaban después de ese incidente. Me sentí idiota por haber idealizado a aquel hombre en segundos, al hombre que me había soltado un exabrupto a la primera de cambio, demostrándome que nada le diferenciaba de lo que yo entendía entonces que era el común de los hombres. Ahora me doy cuenta de que a los dieciséis años, nada sabes de lo que es un hombre ni de lo que es una mujer, pero crees saberlo todo. En la negrura de mis ideas, supe que, débil, refulgía el destello de la certeza de que aquel tipo era, efectivamente, distinto, pero estaba demasiado azorada por su comentario, y me lo negué. Las siguientes semanas me topé con el vecino algunas veces, en las tiendas del barrio. Esquivaba su mirada y pasaba por su lado fingiendo que no le había visto jamás. Tuve suerte con esta estrategia durante unas semanas.

Una noche de las primeras de aquel abril, regresaba de una marcha con mis amigas más temprano de lo esperado y de lo que estipulaba mi toque de queda, cuando al abrir el portón de casa sentí una sombra a mis espaldas. Mi primer impulso fue soltar el bolso, cerrar los ojos y rogar que no me hiciera daño. Estaba increíblemente nerviosa y sentía el cosquilleo que me recorre la cabeza antes de desmayarme. Aun así, logré aguantar el tipo de pie. De repente, un tacto suave me acarició la mejilla. El primer pensamiento que me asaltó fue que un violador enguantado iba a forzarme en el portón de casa, y que más me valdría cooperar a fin de salvar la vida y una maltrecha integridad. Pero el tacto suave siguió deslizándose por mi cara hasta plantarse en mi nariz. Y antes de que pudiera abrir los ojos, el aroma me delataba que me estaban acariciando con una rosa. Lo primero que vi fue la flor, pero el centro de mi atención se desplazó de inmediato a los ojos grises y la sonrisa perfecta que estaban detrás.

-Sé que te ofendí la última vez que hablamos. Y te pido disculpas aunque no entienda por qué te ofendió un piropo.

Me hubiera gustado apabullarlo con una fina puya, o con una frase ingeniosa que demostrara mi inteligencia sutil. Pero todo lo que me salió fue permanecer estática y boquiabierta, como iba siendo costumbre cuando me hallaba en su presencia.

-¿Has cenado ya?- me preguntó. Yo dije que no con la cabeza- ¿quieres cenar en mi casa? Si no te da miedo, claro. Tengo ensalada.

Mentiría si dijera hoy que sé qué resorte en mi interior me impulsó a aceptar la invitación. Aún disponía de un par de horas antes de tener que volver a casa, y la voz de Darío me inspiraba verdadera confianza. Me agaché a recoger mi bolso, casi al mismo tiempo que él, y nos quedamos frente a frente, en la semipenumbra del portón, mirándonos a los ojos como si cada uno tuviera los ojos que estaban destinados a ser contemplados por el otro.

Sólo eran tres portones hasta su casa, pero el camino fue tenso para mí. A pesar de la hora, cualquier vecina entrometida (no hay descanso para las marujas) podía vernos y delatarme ante mis padres, los cuales no se hubieran tomado demasiado bien lo de ver a su hija entrando en la casa de un vecino desconocido a esas horas de la noche. Creo que él se dio cuenta, porque al llegar me masajeó suavemente los hombros y me susurró algo así como que lo peor ya había pasado.

Me dediqué a curiosear discretamente por la casa mientras él ponía la mesa. Había enseres de artista por todas partes, y dos caballetes con cuadros a medio pintar. Para mi propia sorpresa, no me costó encontrarme a gusto en aquella casa; pronto me liberé de los nervios y de los temores. En el transcurso de aquella cena, Darío se presentó, me habló un poco de sí mismo y le conocí algo mejor. Acababa de dejar la Legión, y era hijo de una mamma italiana que hizo todo lo posible por dejarle como herencia al menos el deje en el acento. Tenía 29 años y ahora se dedicaba a vivir de sus ahorros y de lo que ganaba con sus cuadros y con pequeños trabajos relacionados con el diseño. Yo le hablé de mí, le hice un repaso somero por mi anodina existencia adolescente, y le referí mis intenciones de ser abogada en el futuro. Aquellas dos horas se me pasaron volando. Descubrí a un hombre que era divertido sin ser un payaso, que era inteligente sin ser presuntuoso y que era sensible sin ser gay.

En el momento en que tuve que irme pensé que las dos horas que acababa de pasar en un cuento de hadas serían coronadas con un beso apasionado. En lugar de eso, para mi desconcierto, Darío me besó la mano y me dijo que estaría bien que repitiéramos una velada como ésa alguna vez. Volví a casa sin tocar el suelo con los pies. Apenas dormí.

En el año siguiente, mis visitas furtivas a casa de Darío se hicieron más y más frecuentes. Pasábamos horas hablando de cualquier cosa, de arte, de música, de actualidad, de filosofía... Veíamos películas antiguas. Me contaba anécdotas de bajo calibre sobre su vida como legionario. Logré evitar con éxito la red de informadoras que las vecinas habían tejido para controlar la vida de los demás (y de paso llenar las suyas con algo). Sentía que hasta la última célula de mi cuerpo vivía ansiando volver a verlo, volver a hablar con él, volver a oírle reír. Cada uno de los átomos que me componían era un átomo enamorado de Darío. Era feliz en mi amor platónico. Inmensamente feliz.

El dolor fue proporcional a mi felicidad cuando todo se vino abajo. Alguien se tomó la molestia de informar a mis padres sobre mis visitas al piso del vecino del que nadie sabía nada, y que lo mismo podía ser un adorador de Satán que un escritor homosexual que un exdrogadicto aficionado al tenis. Es el precio que pagas en los barrios por preservar tu intimidad: ser pasto de las murmuraciones. Las marujas de vidas vacuas no te lo perdonan. Mis padres me cayeron encima con toda la artillería. De nada sirvió que intentara explicarles que Darío y yo jamás habíamos hecho nada que no fuera hablar. No me creyeron. Les bastó la palabra de una vecina para considerarme experta en cualquier depravación sexual. No atendieron a mis razones, ocupados como estaban en buscar la manera de limpiar mi nombre ante el barrio. Se me fue la vida en lágrimas, pero no les conmoví. Me prohibieron volver a verle y me castigaron de por vida, recordándome cada cinco minutos que seguía siendo menor de edad.

Pero no hay amor que entienda de prohibiciones, y menos el amor total que te posee cuando tienes diecisiete años. Así que una mañana me escapé del instituto y fui a su casa, a contarle entre sollozos lo que había ocurrido. En su casa me sentía abrigada, como si las adversidades del exterior no existiesen. Era el refugio del que no quería salir, simplemente por la presencia de Darío.

-Claudia, no llores. No soporto que llores- me dijo, mientras me enjugaba las lágrimas y me limpiaba el rostro, de rodillas delante de mí. Me abrazó, intentó consolarme, me secó los ojos una y mil veces. Yo no podía dejar de llorar-. Quizás tus padres tengan razón, y lo mejor sea que no nos veamos más.

-¡Y una mierda!- me sorprendí a mí misma, pero no pude parar- ¡Te quiero! ¿Me oyes? ¡¡Te quiero!!

-Y yo a ti, preciosa. Yo también te quiero, pero esto no puede ser. No basta con quererse.

Me pareció increíble que en una misma frase se pudiera contener la fuente de mi mayor alegría y la de mi mayor desgracia. Le miré a los ojos, buscando un destello de sinceridad en ese "no basta con quererse", segura en el origen de mi intuición de que no lo decía con pleno convencimiento, incapaz a la vez de asumir que él no estuviera dispuesto a pelear por lo nuestro. Pasaron mil eternidades mientras nos sosteníamos la mirada. De repente, lancé la pregunta que me había estado rondando la cabeza los últimos meses.

-¿Por qué nunca has intentado tocarme?

Darío se sorprendió; se sentó a mi lado, sosteniéndome las manos y se tomó unos segundos larguísimos antes de contestarme.

-La verdad, Claudia, es que esperaba a que lo hicieras tú- entonces, la que se asombró fui yo. No entraba en mi concepto de la vida que un hombre esperase doce meses a que una mujer tomara la iniciativa. Darío sonrió, y me acarició la mejilla-. No, no te sorprendas tanto. La primera vez que te vi, cuando te asustaste tanto con mi comentario sobre tu escote, entendí que había que tratarte con más delicadeza, sin presionarte. Prefiero una vida casta a tu lado, que perderte.

-Entonces, si es de mí de quien depende, creo que ha llegado el momento.

El amor que nos profesábamos se expresó a partir de aquel instante en la forma física que llevaba tantos meses contenida. Nos besamos, y fue como si se me abrasaran los labios. Unimos nuestras lenguas en igual forma que uníamos las almas, formando un lazo, un nudo entre nosotros. Nos acariciábamos el rostro a la vez, como intentando reconocernos en un mundo de ciegos. Para mí todo era nuevo; cada sensación era un descubrimiento formidable. Comprendí cuán dormido había tenido mi sentido del tacto. Me consideraba privilegiada de poder explorar aquel mundo nuevo de la mano de un hombre como Darío, al que además amaba con locura, y no con un adolescente inseguro y medio borracho, como le había sucedido a alguna de mis amigas.

Darío me levantó en brazos y me llevó hasta la habitación, depositándome en la cama con suavidad. Se quitó la camisa y esta vez la visión de su torso desnudo me excitó mil veces más que la primera, acaso porque reconocí abiertamente esa excitación en mi entrepierna. Me desabrochó los botones de la blusa despacio, con deleite, y sin dejar de mirarme a los ojos ni de besarme de poco en poco. Darío tenía mucho más mundo que yo, eso era evidente, y llevaba el peso de la situación, dejándome a mí la única opción de abandonarme y disfrutar del serpenteo de su lengua por mi cuello, del trabajo inquieto de sus manos detrás de mi espalda arqueada. Me liberó del sujetador, pero sólo me di cuenta de eso cuando plantó su boca en un pezón. Fue como una sacudida eléctrica; lo que sentí en aquel instante me pareció incomparable con cualquier otra cosa que hubiera sentido antes. Me habían abducido y estaba en otro planeta donde todos los placeres eran nuevos e ignotos. Tenía los pezones endurecidos, reclamando los labios de Darío como si los manejase un cerebro independiente al mío. No sentía nervios ni miedo, sólo océanos de placer en los que dejarme a la deriva.

Mi naufragio continuó al tiempo que Darío reptaba por mi abdomen, besándolo y lamiéndolo. Dudó antes de intentar quitarme los pantalones, me miró como pidiendo autorización, y yo asentí, desesperada como estaba por llegar hasta el final de todo. Acarició mis piernas con la punta de la lengua, deteniéndose en las corvas de las rodillas y descubriéndome de paso un punto de profunda excitación. Me separó los muslos para hundir la cara en cada uno de ellos y prepararme para lo que iba a hacer tan pronto me desnudara por completo. Darío me trataba como si sólo existiera mi placer, con una dulzura infinita; con él asenté definitivamente mi idea de que el sexo era un instrumento maravilloso de disfrute y plenitud de los seres humanos, más aún cuando se expresa con amor.

Cuando empezó a besarme la entrepierna, creí estar recibiendo más goce del que cabía en un cuerpo. Me recorrían terremotos en las venas con cada lametón, para confluir todos en mi cabeza, agolpándose en mis sienes y nublando mis ojos. Olvidé incluso que apenas tenía el pubis perfilado, no depilado como hubiera correspondido a una situación así. Cada uno de sus besos en mis labios, cada pasada que su lengua hacía sobre mi clítoris a punto de estallar, se expresaba en mi cerebro con fuegos artificiales, hasta que la gran traca final hizo explosión en mi cabeza. Me quedé extenuada, resoplando con tal cara de lela que Darío se acercó para besarme en la boca y decirme: "no te asustes, eso es que te has corrido". Le sonreí y le devolví el beso.

Él se levantó y se desnudó, dejando que me deleitara con la contemplación de su cuerpo de escultura. Tenía el pene totalmente erecto, y recuerdo que me pareció precioso. No era la barra desmesurada que había visto alguna vez en mis furtivos visionados de cintas porno, pero a mí me entusiasmó. Supongo que es la ventaja de la primera vez, el hecho de no poder comparar. A día de hoy, la polla de Darío me sigue pareciendo gloriosa, toda vez que no he podido compararla con ninguna otra. Él se dio cuenta de que se la estaba mirando, y cuando tuvo el condón puesto se tendió sobre mí y me aseguró que no me haría daño.

Me penetró despacio, sosteniéndome la mirada y salvándome del dolor con sus ojos grises. Sentí un quiebro en mi interior, no el gran drama del que tanto hablaban en el instituto muchas chicas espabiladas y muchas otras que querían parecer espabiladas, sino un pequeño descorche que dejó de escocer al cabo de un minuto. Darío se movía con suavidad, mientras yo le rodeaba con las piernas y exhortaba a sus caderas a acelerar un poco. Todo mi ser se concentraba en mi entrepierna en aquel momento; mi vagina se adaptaba a un inquilino inquieto, que parecía crecer incluso en mi interior, que horadaba constante en busca de su espacio. Darío me besaba y apoyaba su frente contra la mía. Intentábamos ser comedidos con los jadeos para no delatarnos ante los vecinos del piso de al lado, pero él no pudo evitar gemir cuando alcanzó el clímax y se vino dentro de mí. Aún jadeante, se deshizo del condón, y se recostó a mi lado para abrazarme y sostenerme sobre su pecho, mientras me acariciaba el pelo y se preguntaba retóricamente qué íbamos a hacer a partir de entonces.

-Me voy a mudar a Italia, a la casa de mis padres, cerca de Turín- dijo de repente. Yo no perdí la calma como me había pasado una hora atrás.

-Me voy contigo- le repliqué, con aplomo insólito.

-No puedes, eres menor de edad. No quiero que me acusen de secuestro.

Me incorporé y le miré, transmitiendo la fuerza de mi seguridad y mi decisión. Él entendió que tenía entre los brazos a una mujer en ciernes que de vez en cuando aún razonaba como una chiquilla.

-Sé lista, Claudia. Apenas te faltan seis meses para ser mayor de edad. Entonces podrás hacer lo que te dé la gana. Cuando cumplas los dieciocho, te mandaré el dinero para el pasaje y vendrás a vivir conmigo, si quieres. Esperar seis meses nos ahorrará muchos problemas a los dos.

Acepté que tenía razón, y me abracé a él con fuerza, aspirando su aroma para tratar de impregnar mi corazón con la mezcla de sudor y amor que desprendía. No lloré porque supe que no me mentía. Permanecimos así hasta que no me quedó más remedio que volver a casa. Acordamos no vernos más hasta que lo hiciéramos en Italia. Tuve que conformarme con observar a través de la ventana, cuatro días más tarde, cómo un camión cargaba sus cosas y se iba.

Separarme de mi familia e ir en busca de Darío, quien cumplió su palabra al pie de la letra, supuso un golpe durísimo para mí, pero menor de lo que hubiera representado perderle a él. Y decir algo así es un pecado que sólo absuelve el amor. Sé cuánto les preocupé desapareciendo de la noche a la mañana. Sé cuánto sufrieron por mi culpa. Hace

apenas dos años que mis padres me han perdonado; pasaron ocho en los que sólo tuve contacto con Sito.

Pero valió la pena. Cada día vivido junto a Darío valió cualquier pena. Su casa en las afueras de Turín era más que suficiente para los dos. Aprendí el italiano y me licencié en Derecho. Mientras estudié, Darío me mantuvo sin reprochármelo jamás. Se hizo un nombre en los exigentes circuitos del arte italianos y vivíamos con holgura. Cuando supo que estaba enfermo, me legó todos sus bienes y me hizo depositaria de su obra y sus derechos. Mientras duró su enfermedad, por otra parte breve y fulminante, no me separé de su cama en el hospital. Pasaba hasta cuatro y cinco días con la misma ropa, con tal de no dejarlo solo. Lo último que me dijo antes de expirar fue que me quería y que le vendiera otra caja de bombones.

Yo también te quiero, Darío. Y no sabes cuánto te echo de menos en esta soledad de Turín en la que jamás pensé verme.