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El Arco Tensado (7: Electricidad)

en Dominación

VII – ELECTRICIDAD

Después de mis análisis médicos, pasó más de una semana hasta la siguiente visita de mi dominatriz. El día esperado amaneció frió y húmedo. Estábamos ya en pleno invierno y la señora Olga me dejó una mañana, en la puerta de la celda, un rústico edredón para que me cubriera por las noches. En el loft, frente al bar hay un hermoso hogar que imita el templo de Afrodita con mármoles marfilados. Sólo debía prenderlo unas horas antes de sus visitas, alimentándolo con troncos, prolijamente cortados, que Olga surtía de vez en cuando, entrando la leña que alguien depositaba a la salida del ascensor. Por propia iniciativa corrí la alfombra mullida y el sillón de mi dominatriz hasta enfrentarlos al fuego de modo que estuviera cómoda cuando se sentaba para descansar o beber mientras me educaba. En el vestidor y en su baño había visto bocas de calefacción central, pero los sectores que me son permitidos, incluido el gimnasio, no las tenían, de modo que casi todo el tiempo sentía frío y andaba por todos lados cubierto con mi edredón como si fuera un cavernícola.

A veces redoblaba mis sesiones de gimnasia para entrar en calor, aunque después terminaba congelándome bajo la ducha helada.

Aquel día había lloviznado intermitentemente desde el amanecer y el loft estaba frío a pesar del fuego prendido durante horas.

No la había vuelto a ver desde que me ordenó los análisis médicos y la esperaba ansioso y excitado frente a la puerta de entrada, al lado del periódico donde había depositado un abundante eyaculado contenido durante muchos días de abstinencia.

Me había colocado el collar, con la cadena que descendía por mi espalda, bastante tensa, hasta la ligadura de mis genitales; los trabones en las cuatro extremidades; y la cadenita de plata que me ligaba el anillo peneano a los pezones pinzados.

Como se demoraba, cada tanto debía correr al loft para agregar leña al fuego y regresar apresurado a mi posición de espera.

Finalmente llegó, caminado pausadamente por el pasillo, como siempre.

Entró y cerró la puerta tras de sí, tomando del perchero, mecánicamente, la fusta frente a la que me había masturbado minutos antes. Habitualmente mientras cierra la puerta y toma la fusta me da la espalda y yo puedo observar breve y furtivamente su atuendo y su aspecto. Esta vez me recorrió un escalofrió de ansiedad. Estaba vestida enteramente de cuero negro, con un traje de una pieza de pantalones ajustadísimos y mangas largas, entallado en la cintura y que subía por su espalda hasta terminar, en la nuca, con una caperuza grande y suelta, de aspecto medieval, que cubría su cabeza. Las botas altas de finos tacones y de idéntica textura, se confundían con el pantalón. Suaves guantes negros, altos hasta los codos, completaban todo su atuendo, y no lucía más joyas o adornos que un gran anillo de sello sobre su guante izquierdo y una gargantilla de cuero negro con brillantitos.

Sus botas se pararon frente a mis ojos fijos en el suelo y sentí que me levantaba la cabeza apoyándome la fusta bajo el mentón. Me estudió largamente mirándome a los ojos, como tratando de adivinar mis vicisitudes con la sexóloga. Su carita preciosa y seria, semioculta entre la caperuza y enmarcada en su cabello rubio estaba pálida. Noté que su traje de cuero estaba húmedo por la llovizna y pensé que tendría frío.

Después de un largo rato se volvió, sin mirar siquiera mi tributo en el periódico, y caminó pausadamente hasta el secreter contoneando sus nalgas enfundadas en cuero delante de mis ojos ansiosos que la seguían desde abajo a medida que gateaba tras ella.

Tomó el gran sobre con mis estudios y lo sopesó como sorprendida de su volumen; luego caminó hacia el loft con el mismo paso pausado, bajó la pequeña escalera y fue a pararse frente al hogar mientras yo gateaba tras ella. Al ver el sillón cambiado de lugar se sentó y cruzó las piernas indicándome con la fusta un lugar, casi detrás de ella, lejos del fuego, para que me arrodillara en actitud de espera.

Mientras rasgaba el sobre me habló por primera vez sin mirarme:

-Tráeme un coñac –

Mientras yo corría al bar para cumplir su orden, sacó los voluminosos estudios de la doctora y los desplegó ante sus ojos revisándolos rápidamente con poco interés, arrojándolos al suelo a medida que los descartaba. Yo permanecía arrodillado al costado de su sillón sosteniendo la copa ancha de coñac entre mis manos para calentárselo.

Después de un largo rato encontró el informe final y una nota de puño y letra de la doctora, y pareció más interesada. Se levantó dejando la fusta sobre el sillón y caminó hacia el fuego volviéndose para calentarse la espalda mientras tomaba la copa de mis manos.

Bebió un pequeño sorbo sin quitar la vista del informe y, dejando la copa sobre el descanso del hogar, se echó hacia atrás la caperuza.

Por un momento dejó de leer y me miró con cierta curiosidad como si evaluara mi aventura o como si el informe contuviera algo que me ponderaba. En lo que me pareció un gesto de ternura me indicó que me acercara dándose un golpecito sobre el monte de venus y me permitió pegarme a su cuerpo de modo que quedé arrodillado bajo ella, con mi pene erecto entre sus rodillas, sin tocarlas, las manos a la espalda y mi boca apoyada sobre el cuero de su traje, a la altura de su ombligo, donde se adivinaba el posito adornado con un brillante.

El cuero estaba húmedo y helado, y me recorrió un escalofrío que ella pareció no notar. Leía con parcimonia, pasando las hojas y rozándome sin intención la cabeza calva con los antebrazos o los papeles, en lo que se me figuraba como una caricia.

El fuego crepitaba a sus espaldas y yo sólo sentía el calor, por entre sus piernas, en mis testículos atados y mi miembro erguido y seco. Estaba perturbado, pegado a su cuerpo helado, inmóvil, escuchando el susurro de las páginas y el ruido apagado de su copa que tomaba y depositaba alternativamente del borde de la chimenea.

Sentí un deseo impulsivo de abrazarla...¡la amaba tanto!. Hubiera querido rodear sus caderas con mis brazos y permanecer así apretado contra ella, lamiendo su vientre y eyaculando en el cuero helado de sus pantalones. Hubiera querido que me acariciara la cabeza, que me apretara contra ella y me permitiera vaciarme con pasión a sus pies...pero no me atreví a moverme.

La tensión de mi posición se estaba tornando incómoda y me incliné levemente para sostenerme mejor y poder proyectar mi cadera hacia sus muslos, pero me detuvo con un chistido y me miró severamente ladeando los papeles.

Su reprimenda me dejó tieso como una estatua. Sólo me permití abrir ligeramente la boca y apoyar mi lengua contra el cuero de su traje, sin moverla.

Mi posición, el olor del cuero, y mis fantasías, me mantenían con una erección extrema, y de pronto se me ocurrió jugar con mis músculos perineales, sin que ella se diera cuenta, para traer y alejar alternativamente una gota de semen de la punta de mi glande.

Era un idea peligrosa. La perversa tentación de quien adora el castigo.

Mi pene latía entre sus piernas como si tuviera un corazón propio, indeciso entre el impulso masoquista de delatarse y ofrecerse a su castigo, o el deseo leal de obedecerle como un perro.

Con enorme concentración comencé a contraer y relajar mi musculatura anal y perineal en una masturbación silenciosa e imperceptible. Salvo por el pene que pulsaba entre sus piernas, sin tocarlas, todo mi cuerpo estaba inmóvil. Me asaltaba el loco deseo de eyacular e incluso consideré la posibilidad de que mi semen volara hasta el fuego, a sus espaldas, sin dejar rastro. El olor del cuero de su traje, la proximidad de su cuerpo, el suave susurro de sus movimientos pausados al pasar las hojas y el crepitar de la leña ardiendo, me sumergieron en una especie de estado hipnótico donde la realidad y las formas se distorsionaban dejando mi cerebro concentrado en un único objetivo inconfesable: tener un orgasmo oculto, sin emisión, silencioso y secreto.

Durante un largo rato pulsé entre sus piernas produciéndome espasmos profundos que se aflojaban lentamente con temblores decrecientes hasta que una nueva contracción me petrificaba. Mantenía la tensión lo más posible para aflojarme nuevamente con lentitud hasta que el pene quedaba en una posición más o menos horizontal, entonces volvía a contraerme elevándolo como una catapulta que proyectaba el glande pulsando y arrastraba los testículos hacia arriba en un impulso desesperado por soltar una chorro de semen. Cuando sentía que no podía contenerlo más, me aflojaba nuevamente alejando la emisión espasmódica que termina muriendo en un aleteo agónico de mi esfínter anal. El placer indecible que sentía no era sólo físico, lo multiplicaba mi conciencia del acto prohibido y del peligro. La única manifestación externa de mi masturbación pecaminosa era el brillante sudor que perlaba mi cuerpo aceitado y las lágrimas silenciosas que inundaban mis ojos.

Entonces se movió, rozándome apenas el glande con la caña de su bota, y se separó del fuego dejándome expuesto en el medio de un espasmo. El calor y la luz de las llamas me sorprendieron como a un ladrón al encenderse un reflector. Si me hubiera mirado habría notado inmediatamente mi falta, pero caminó hasta su sillón, a mis espaldas, se sentó cruzando las piernas y me dijo distraídamente contemplando el resplandor de las llamas: -Agrégale leña al fuego y tráeme más coñac-

Rojo de vergüenza y de ansiedad me apuré a agregar uno leños al hogar, conciente de que la luz del fuego exponía brutalmente mi erección ante sus ojos. Luego tuve que pararme para tomar su copa del descanso de la chimenea y mi silueta, recortada contra el resplandor del fondo con ese garrote balanceándose debe haberle parecido graciosa porque me pareció verla sonreír en la penumbra al pasar por su lado camino al bar.

Cuando regresé estaba sentada balanceando la pierna cruzada, con los codos apoyados en los brazos del sillón y juntando las manos abiertas, dedo contra dedo, frente a su cara. Miraba el fuego pensativa.

Me arrodillé a su lado y le ofrecí la copa escrutando su bello perfil delineado por el resplandor de las llamas.

Finalmente tomó la copa de mis manos, y sosteniéndola en la palma de la suya y haciendo girar el líquido dorado con un movimiento circular, chasqueó los dedos de la otra mano señalándome un lugar en la alfombra frente a ella para indicarme que me ubicara allí.

Gateando alrededor de ella como un leopardo amaestrado me ubiqué en el lugar indicado y adopté la posición de espera exponiéndole mi erección inocultable.

-A parir de ahora no te masturbarás más antes de mi llegada- me dijo de pronto.

La luz del fuego resplandecía en su cara y brillaba en sus ojos profundos, delineando su cuerpo esbelto y reflejándose en el cuero lustroso de su traje. Su pie se balanceaba a centímetros de mi glande palpitante.

-Ya no necesitas vaciar tus testículos para contenerte porque te controlaré con electricidad hasta que aprendas a hacerlo por ti mismo.

-Es más fácil tener orgasmos sin eyacular, como estabas haciendo recién entre mis piernas –hizo una pausa para enfatizar su acusación, -que eyacular una gota controlada... y eso aún no lo aprendes-

Se quedó en silencio, mirándome mientras la cara me ardía de vergüenza y ansiedad.

Luego se levantó, tomando la fusta en una mano y la copa en la otra, y camino hacia sus habitaciones.

Ya era bien entrada la noche y no había más luz que el tenue resplandor del fuego. La seguí gateando a medida que se internaba en la oscuridad. Al llegar a la pequeña escalera ya casi no podía verla de modo que continué orientado por el ruido de sus tacos, y el roce y el olor del cuero de su traje, mientras avanzaba pausadamente por el pasillo hasta sus habitaciones.

Me movía como un felino amaestrado tras ella, silencioso y elástico, con el falo tenso balanceándose bajo mi vientre.

Frente a la puerta de su vestidor se detuvo y se volvió hacia mi, apenas una sombra en las sombras. Me arrodillé inmediatamente llevando las manos a mi espalda en espera de sus instrucciones, pero sólo me puso la fusta atravesada frente a la boca para que se la sostuviera y desapareció tras la puerta.

Esperé largo rato en la oscuridad, inmóvil, lamiendo el cuero y pensando ansiosamente en mi situación. Tenía frío. Tras la pesada puerta de sus aposentos no se oía ningún ruido.

Después de unos minutos mi vista se adaptó a la oscuridad y podía distinguir los perfiles de las cortinas, el secreter, las líneas del techo y, al fondo del pasillo, el resplandor cálido, apenas perceptible, del fuego en el salón.

Finalmente se abrió la puerta y apareció su silueta. Pasó frente a mi sin mirarme y regresó al salón con sus taconeo firme y pausado. Bajamos las escaleras y cruzamos el loft rumbo al fuego moribundo. Noté que llevaba su copa en una mano y en la otra una caja del tamaño y forma de un libro grande.

Se sentó en su sillón, con la caja en la falda y tomando la fusta de mi boca me ordenó alimentar el fuego.

Mientras agregaba leños al hogar podía sentir su mirada en la espalda. Regresé a su lado sin mirarla, conciente de que me escrutaba. Me puso la copa delante de los ojos y me dijo: -Tráeme más coñac... bastante. Y trae la botella también-

Algo en su tono me indicaba que mi noche sería larga.

Cuando regresé había abierto la caja y miraba su contenido. Después la colocó en el suelo, frente a mi, y tomando la copa de mis manos, cruzó los brazos y las piernas reclinándose en el sillón mientras me decía: -Eso que ves allí es un aparato multifunción... sirve para educar el control de la eyaculación, y sirve para castigar pajeros- hizo una pausa y bebió lentamente un trago de coñac, -como ves hay varios anillos y sunchos que te colocarás en el pitito, y hay también varios cilindros uno de los cuales te colocarás en el culito- me miró burlonamente, - son de diferentes tamaños para adaptarse a diferentes culos, pero tu los usarás todos: los más pequeños cuando te eduque, y los más grandes cuando te castigue –

Dicho esto permaneció un largo rato en silencio, mirándome seria mientras balanceaba su pie frente a mi, luego comenzó a darme órdenes:

-Sácate la ligadura genital-

-Ponte ese suncho abrazando los testículos y el pene. Ajústalo-

-Despréndete la cadenita de tu anillo prepucial y ponte ese anillo grande en la base del pene, con la cajita para abajo-

-Vuelve a prender la cadenita y ponte ese anillo más chico detrás del glande. La cajita para abajo-

Después que me hube colocado todos los dispositivos tomó la fusta y me indicó que retirara las manos con un chirlo. Mi falo atalajado quedó balanceándose ante ella. Me lo revisó con la fusta indicándome correcciones o ajustes con pequeños chirlos. Luego me indicó que sacara de la caja un dispositivo de metal, cúbico, de tres centímetros de lado, de una de cuyas caras salían dos largas patas de acero destinadas a introducirse en sendas ranuras de la base de los dispositivos anales.

-Alcánzame la caja- dijo al fin. Se la ofrecí abierta y revisó su interior como si estuviera eligiendo bombones. Finalmente tomó el segundo dispositivo más grande, un tubo de metal brillante, de quince centímetros de largo por cuatro de diámetro, y lo puso frente a mis ojos con mirada divertida. Me pareció monstruoso.

-Como ves- me dijo –es más chico que tu pitito pajillero, así que no te quejes... sufrirás menos que las mujeres que te folles algún día... enchúfalo- agregó girándolo para presentarme el fondo del dispositivo.

-Ahora chúpalo bien- concluyó girándolo nuevamente para presentarme la punta.

Bajando el brazo hasta el costado de sus piernas cruzadas me obligaba a ponerme en cuatro patas y bajar la cabeza para poder introducirme el cilindro metálico en la boca, de modo que quedaba con los brazos semi flexionados y el cuello en una posición muy forzada. Cuando me tubo en esa posición, comenzó a mover el aparato para hacerme esforzar por lamerlo. Lo levantaba obligándome a esperarlo con la boca abierta y la lengua afuera, y me daba golpecitos en los labios y en la lengua sin dejarme atraparlo.

Finalmente me dejó chuparlo bien y después me lo entregó como un regalo diciéndome:

-Ahora métetelo en el culo.

No sabía bien cómo hacerlo así que traté de diversas formas, rojo de vergüenza, bajo su mirada burlona. Finalmente me indicó:

-Párate. Date vuelta. Abre las piernas y flexiónalas. Ladea tus genitales con una mano. Ahora mételo hacia arriba desde adelante.

La situación era absolutamente humillante. No la humillación viril de ofrecerle mi palo erguido, sino la degradación oprobiosa de estarle mostrando el culo mientras me penetraba a mi mismo con semejante aparato. No podía verla a mis espaldas, pero sentía su mirada divertida entre mis nalgas.

La penetración, lenta y torpe, era dolorosa. El metal se había secado y temí que me ordenara volver a chuparlo. Cuando llevaba más de la mitad me pareció que ya no cabía más. El esfínter anal me pulsaba con espasmos prolongados e involuntarios.

Viendo mis vacilaciones me dijo:

-Basta...arrodíllate. Apoya la cabeza en el suelo y ábrete las nalgas con las manos.

Me tuvo un largo rato en esa posición vergonzante mientras bebía sorbos pausados de su copa.

Yo recordaba las ondas que habían dibujado mis contracciones anales en el grafo de la doctora y trataba de controlarlas poco a poco, pero la expectativa, y el tamaño del aparato me lo impedían.

Por fin dejó la copa en el suelo, se tomó de los brazos del sillón, extendió una pierna y apoyándome el pie en el dispositivo me lo hundió en el culo con un movimiento firme y lento, hasta que el tacón de su bota se me clavó en los testículos anillados. Me lo mantuvo así, presionado, venciendo mis contracciones expulsivas con pequeños empujones de su bota.

Mi frente se desplazó varios centímetros por el suelo de mármol mientras me abría desesperadamente las nalgas para aliviar el dolor de la penetración. Mi pene cabeceaba desde el suelo hasta mi vientre.

Cuando notó que mi esfínter dilatado se rendía, retiró el pie y me ordenó impiadosamente:

-Ve a agregar leña al fuego-

Caminé en cuatro patas los metros que me separaban de la chimenea y me incorporé vacilante sobre mis rodillas para cumplir su orden. No sabía como ponerme para aliviar la tensión que me producía aquel ingenio en el ano y el recto. Las pulsaciones eran dolorosas pero no podía evitarlas y temía que un calambre me hiciera gritar.

Cuando las llamas recobraron vida chasqueó los dedos llamándome y me indicó un lugar en la alfombra frente a ella. Noté que tenía en la mano un pequeño dispositivo similar a un "walkman" o un "pasa-canal" de TV, con una antenita flexible.

-De rodillas- me ordenó secamente, - las manos atrás.

Se paró y caminó alrededor mío estudiándome detenidamente. Al pasarme por atrás se agachó levemente y me enganchó los tetones de las muñequeras entre sí y a la cadena que colgaba de mi collar, bien alto, de modo de dejarme inmovilizado con la espalda arqueada, la cadera protruída y el pene erecto proyectado hacia delante, igual que había hecho otras veces antes de castigarme, pero ahora con el agregado del terrible cilindro metálico dentro de mi recto.

Luego volvió a sentarse, pausadamente, y cruzó las piernas de tal manera que extendiendo apenas la que balanceaba, podía apoyarme el pie alternativamente en la boca o en el pene.

-¿Eres un pajero?- me preguntó de pronto poniendo la bota en mis labios.

Besé la punta y la suela con sumisión.

Entonces me apuntó con el dispositivo y apretando un botón con su mano enguantada me produjo una descarga eléctrica sorpresiva que sentí correr desde el recto hasta el glande como un rayo, ardiente y dolorosa. La sorpresa y el espasmo brutal me hicieron saltar cinco centímetros sobre mis rodillas. El pene se extendió tetanizado describiendo un arco en el aire hasta golpearme el vientre y se quedó allí, pegado, bajo el efecto terrible de la descarga. Todo mi cuerpo contraído exhaló un ronquido animal: ¡Hhhhuuu!.

Soltó la tecla y la corriente cesó de inmediato dejándome aturdido mientras mi cuerpo se relajaba.

-¡Silencio!, por cada queja recibirás un castigo-

Apenas hubo dicho esto apretó otra tecla como para indicarme claramente a qué se refería. Esta vez la descarga se produjo, intermitente, sólo en el anillo que rodeaba mis genitales, haciéndome contraer y bailar los testículos frente a ella mientras yo forcejeaba instintivamente con los trabones para liberar mis manos. Me tuvo así quince segundos hasta que al fin soltó la tecla.

-Agradéceme- dijo presentándome nuevamente la bota.

La lamí desesperado.

-Bien-

Retiró la pierna y continuó balanceándola un rato observándome tranquilamente. Luego volvió a apoyármela en la boca.

-¿Te has pajeado entre mis piernas, sin permiso, apretando tu culito?-

Besé. Besé la punta, besé el empeine, el tacón...

Una nueva descarga, como la primera, me arrojó hacia atrás, tetanizado. Me cortó la respiración. Me catapultó la verga contra el vientre, hinchada y dura como un poste, abriendo espasmódicamente el meato urinario. Extendí el cuello con las venas hinchadas sacando la lengua en un intento desesperado por mostrarle mi voluntad de lamerle la bota.

No sabía qué hacer para satisfacerla. Nunca me había enseñado cómo pedir piedad. Sólo agradecimiento.

-¡Hhhuooou!!!- Un nuevo lamento gutural se escapo de mi garganta en cuanto aflojó la corriente

-¿Quejas?- dijo sádicamente apretando otra tecla sin dejarme recuperar. Esta vez un ardor de fuego con sacudones convulsivos y violentos me agitó el glande como si ella me lo zamarreara con la mano.

Me encogí espantado apoyando la frente en el suelo y apretando las piernas en un vano intento de quitarme aquella cosa monstruosa que me mordía justo detrás de la corola del glande. El anillo ubicado en ese lugar se tocaba con mi anillo prepucial, así que la corriente corrió por la cadenita hasta los pezones que se pusieron como piedras. Sentí como si me saltaran del pecho, quemándose.

Cuando cesó la corriente me quedé aturdido, con la boca contra el piso, a centímetros del pie que ella tenía apoyado en el suelo, respirando agitadamente. Sabía que no podía quejarme más porque no soportaría otra descarga como esa, sin gritar y llorar como una criatura.

-Incorpórate- me dijo secamente

Volví con esfuerzo a la posición de espera. Ella continuaba balanceando la pierna y apuntándome con el aparatito. Movía el dedo pulgar sobre las teclas como si no se decidiera cuál apretar, manteniéndome en vilo ante la amenaza de otra descarga sorpresiva, mientras me miraba burlonamente.

-¿Eres un perro pajero, desleal y tramposo?- Esta vez no me facilitó la bota así que traté de besársela mientras la balanceaba frente a mi cara. Esperaba una nueva descarga y me preparaba para resistir silenciosamente. Pero no me electrocutó enseguida; en vez de eso se paró y caminó hacia el fuego forzándome a girar sobre mis rodillas doloridas para mantenerme frente a ella. Dándome la espalda, se calentó un rato frente al fuego con las manos apoyadas en el hogar y las piernas abiertas, deslumbrándome con la belleza de su silueta enfundada en cuero que se recortaba contra el resplandor de las llamas. Luego se volvió y se paró frente a mi, a dos metros de distancia, con las manos en la cintura y las piernas abiertas.

-Muéstrame cómo te masturbabas.

Receloso, adopté la misma postura que había tenido un rato antes (pegado a ella, lamiéndole imperceptiblemente el cuero del vientre y con los ojos entrecerrados), y traté de masturbarme, como antes, balanceando el miembro en el aire con contracciones anales... pero ahora era distinto, el enorme dispositivo metálico que me había introducido en el recto no me permitía manejar mi musculatura perianal y pelviana, de modo que comprendí que no podría eyacular, pero hice, de todos modos, enormes esfuerzos para erguir el pene con sacudones viriles, mostrándole cómo lo había hecho entre sus piernas furtivamente mientras leía.

Me observó un rato despectivamente y finalmente dijo con rabia:

-Sí, eres un perro pajero, desleal y tramposo- y me apuntó con el aparatito agregando: -mírame a los ojos mientras te castigo.

La miré suplicante en espera de la descarga. No podía ver su rostro en la penumbra pero sus ojos brillaban en la oscuridad. Me mantuvo en esa cruel expectativa durante largo rato hasta que apretó la tecla fatídica haciéndome saltar sobre mis rodillas cuando la electricidad, como una lluvia de agujas, me repiqueteaba en el recto, la próstata, los testículos, el pene y los pezones.

Me mordí los labios para no gritar mientras toda mi pelvis petrificada se sacudía, y logré mantener mis ojos en los suyos para expresarle mi agradecimiento y mi entrega.

-Bien, así, sin quejas- dijo cuando soltó la tecla. -Cómo ves, con esto puedo descargarte, por separado, electricidad en cada uno de los anillos, o en el "consolador", o puedo descargártela en todos a la vez. También puedo graduarla de modo que sientas placer o dolor. Puedo provocarte una eyaculación o puedo impedírtela.-

Mientras hablaba movía frente a mis ojos el aparatito y pasaba el pulgar de una tecla a otra, sin tocarlas, para enfatizar sus afirmaciones.

-Ahora estás recibiendo descargas moderadas... pueden ser mucho peores...- Al decir esto me acercó el aparato a la cara para que viera cómo giraba una ruedita con el pulgar aumentando el voltaje de la corriente, y casi en seguida apretó durante un instante una tecla descargándome un rayo terrible en el esfínter anal. Mi cuerpo saltó en el aire como un muñequito, arqueado hacia atrás por el efecto de la contracción brutal de mis glúteos y mi espalda mientras la corriente se hundía en mis intestinos. Caí a treinta centímetros de distancia, siempre de rodillas. Estaba perlado de transpiración, brillante bajo la luz del fuego por el aceite y el sudor.

-Voy a castigarte por separado cada parte para que lo recuerdes bien la próxima vez que se te ocurra masturbarte sin permiso. Primero ese culito que apretabas para producirte placer-

Había bajado la intensidad de la corriente pero prolongó el tiempo de la descarga petrificándome le ano alrededor del metal helado que vibraba con un zumbido aterrador. Me mordí los labios y aguanté la respiración para soportar la descarga sin quejarme, mirándola suplicante.

Después de una eternidad soltó la tecla y me permitió relajarme con un suspiro.

-Ahora vamos a castigar esos huevitos pícaros que querían vaciarse sin permiso. Levanta el pitito y ofrécemelos-

Arqueé hacia arriba el miembro manteniéndolo en tensión de modo de presentarle mis testículos colgantes. Me apuntó desde la cintura y, sin mirar el aparato, apretó la tecla apropiada para descargarme corriente desde el anillo que me abrazaba el escroto junto con la raíz del pene, contra la ingle. Un zumbido distinto, mas agudo, salió del anillo al mismo tiempo que mis testículos saltaban y bailaban en el aire como si los hubiera metido en una batidora, mientras mi falo cabeceaba y vibraba como una caña de pescar. La horrible sensación y la descarga me hacían dar saltitos involuntarios sobre mis rodillas, desplazándome varios centímetros cada vez, como un caballito encabritado. Eso parecía divertirla porque apretaba la misma tecla una y otra vez por escasos segundos, para hacerme corcovear sacudiéndome los testículos.

Sus ojos brillaban de lujuria y se reía abiertamente de mis saltos grotescos. Se estaba excitando y se notaba que había bebido demasiado. Habitualmente tan controlada y distante, ahora se movía más libremente y se permitía burlarse de mi, divertida y procaz. (siempre me había llamado la atención que me hablara de forma tan soez, para degradarme, cuando en realidad era refinada en sus gestos y capaz de hablar fluida y correctamente en varios idiomas).

Después de un rato de torturarme los testículos me dijo:

-Ahora vamos a castigar el pitito sucio que quería eyacular a escondidas- y, cambiando de teclas, comenzó a descargarme corriente en ambos anillos del pene, el que tenía ceñido a la base y el que tenía detrás del glande. A veces en uno, a veces en otro, alternativamente, y a veces en ambos de forma simultanea. En cualquier caso el miembro se me arqueaba hacia arriba, tieso y vibrante, pegándose a mi vientre, y abriendo espasmódicamente el meato urinario como si quisiera dejar escapar el grito que reprimía en mi garganta. Este movimiento de palanca incontrolado parecía divertirla porque se reía y pulsaba las teclas con rápida intermitencia para hacerme oscilar el palo de arriba abajo describiendo arcos imposibles.

Había tomado la botella del suelo y bebía directamente del gollete mientras me torturaba.

Jamás la había escuchado reír así. Era una risa fresca y cantarina, de borracha, y podía ver en la penumbra sus dientes blancos y hermosos.

Caminaba alrededor mío, disparándome señales desde todas direcciones, salvajemente divertida. Por momentos mantenía la tecla apretada tetanizándome el miembro contra el vientre y me lo bajaba con el pie, soltándolo después como un disparador, para ver cuánta tensión acumulaba y cómo se disparaba hacia arriba golpeándome el vientre.

Yo sabía (lo había aprendido bien) que torturarme la excitaba, pero hasta esa noche, sus castigos siempre me habían tenido al borde del orgasmo, incluso cuando me azotaba el pene con la fusta. Pero la forma en que me aplicaba electricidad ahora me mantenía con una erección brutal y dolorosa pero totalmente bloqueado para eyacular.

Cuando se cansó de jugar conmigo se plantó delante de mí, con las piernas abiertas, y me ordenó: -Ven acá... lámeme la concha y trata de eyacular.

Estiré el cuello y comencé a pasarle la lengua por el cuero brillante y tenso que cubría su vulva. El traje era tan ajustado que sus labios vulvares carnosos, y la ranura entre ellos, se dibujaban a través del cuero permitiéndome seguir sus contornos con el dije de mi lengua, buscando estimularle el clítoris. Mientras lo hacia bombeaba con mi cadera en el aire, balanceando el pene entre sus piernas, y apretando mi ano palpitante contra el cilindro metálico con la esperanza de eyacular. En realidad el culo y los genitales me ardían como un fuego, pero mi posición, el olor del cuero y su vulva contra mi boca me producían oleadas de excitación. Ella me estudiaba divertida, bebiendo de la botella, y cesaba de enviarme corriente durante un rato para permitirme armar mi orgasmo, pero cuando sentía que estaba a punto de emitir un chorro de semen, me descargaba una corriente baja pero sostenida que me congelaba la eyaculación en un espasmo seco y agónico. Después de un rato me "soltaba" permitiéndome comenzar otra vez.

Así me tuvo por horas. Cuanto más se excitaba más presionaba su vulva contra mi boca. Al principio me sujetaba del collar con una mano mientras me descargaba corriente con la otra, pero al final me empujaba con el cuerpo haciéndome retroceder (yo seguía de rodillas con las manos amarradas a la espalda) hasta que me sostuvo contra la pared, al lado del hogar, de modo que podía frotarse libremente contra mi boca, apoyando las manos en el muro, sin dejar de apuntarme con el aparatito y bebiendo de la botella como una prostituta descontrolada. Yo sentía sus orgasmos palpitando a través del cuero. Ya no se reía sino que se mantenía concentrada en darse placer, con los ojos cerrados, gimiendo y revoleando el largo cabello rubio a derecha e izquierda con un movimiento de vaivén rítmico de la cabeza.

De pronto se detuvo, respirando afanosamente y retrocedió un par de pasos mirándome con ojos brillantes de lujuria. Se volvió hacia el sillón y dejando la botella y el control, abrió la tapa de la caja, levantó una entre-tapa y sacó algo metálico. Yo la miraba preocupado desde el suelo.

-Ven acá- me urgió. Se colocó detrás de mi y tirándome del collar me hizo extender la cabeza hacia atrás. -abre la boca y saca la lengua- me dijo. Apenas lo hice, me presentó un dispositivo de acero, como un freno para caballos, consistente en dos barras metálica unidas en los extremos y separadas en el centro por una abertura grande y oval para pasar la lengua, y dos brazos metálicos curvos para trabarlos detrás de la nuca. Los puentes que iban entre la boca no eran muy gruesos, así que podía cerrarla casi del todo y mover la lengua y los labios más o menos libremente. Después de ajustarme el freno, me soltó los trabones de las muñecas liberándome las manos.

-Ve a agregar leña al fuego – me ordenó.

Me apresuré a obedecerle mientras trataba de acomodar las barras metálicas en mi boca.

-Ahora ponte en cuatro patas, saca la lengua y ven aquí-

Se paró frente a mi y mirándome con lascivia, bajó de un tirón seco el cierre relámpago que cerraba la pechera de su traje, dejándome ver un tajo de piel deliciosa desde su cuello hasta debajo del ombligo. Luego se quitó los guantes dejándolos caer al suelo y desprendió los puños. Con un rápido movimiento se abrió el escote haciendo saltar sus tetas perfectas ante mis ojos y se deslizó el traje hábilmente por los hombros hasta su espalda sacando los brazos de las mangas, de modo que quedó desnuda de la cintura para arriba, plantada ante mi, con sus caderas y sus largas piernas aun enfundadas en el cuero negro, y el resto del traje y la caperuza colgando a sus espaldas hasta el suelo.

-Alcánzame la botella y éso- dijo señalando el aparatito sobre el sillón.

Luego, bebiendo un trago sin dejar de mirarme me ordenó –Bájame el traje-

Con infinito cuidado tomé el cuero abierto sobre sus caderas y lo bajé por sus nalgas y sus muslos musculosos hasta la caña de las botas. Su piel dorada por el fuego resplandecía ante mis ojos. Estaba húmeda de transpiración y yo observaba hipnotizado las gotitas diminutas que se formaban alrededor de sus pezones, en su vientre y en sus muslos. Una gota tentadora corrió entre sus pechos hasta el ombligo, y de allí, vacilante, bajó hasta perderse en el vello suave de su pubis.

Conciente del efecto que me producía su desnudez me miraba burlona mientras bebía.

-¿Tienes sed?- me dijo de pronto...-Lame esto- Y apoyándose el pico de la botella entre los pechos se derramó un chorrito de coñac que bajó por su vientre dibujando un recorrido sinuoso hasta su pubis.

Me apuré a apoyar mi lengua contra su vulva para recibir la dádiva y entonces me apuntó con el control desde su cadera y me produjo una sorpresiva descarga en el freno bucal que hizo vibrar mi lengua contra su clítoris como el ala de un colibrí.

Ahora no estaba torturándome... graduaba la intensidad de la corriente, no para hacerme sufrir, sino para hacer aletear mi lengua sobre su vulva y su clítoris como un vibrador, y se la regaba con coñac para facilitar la difusión de la corriente hacia su sexo.

Con la misma mano con que sostenía el control, me bajaba la cabeza hasta sus rodillas para que le lamiera los muslos con mi lengua vibrante que subía por sus largas piernas hasta terminar siempre hundiéndose en su vulva palpitante.

Loca de lujuria y de placer, se reclinaba en la pared y proyectaba hacia mi sus caderas abriéndome su sexo como una flor impúdica para que le metiera la lengua profundamente en la vagina, mientras el dije de mi lengua golpeteaba en su interior como una ametralladora silenciosa.

Encorvado bajo ella, como un gnomo jorobado y monstruoso, yo lamía el néctar de su sexo mientras me masturbaba, sin tocarme, sobre el cuero de los pantalones tensado entre las cañas de sus botas, a la altura de sus rodillas.

Concentrada en su placer había olvidado controlar mi sexo, de modo que mi eyaculación se anunciaba en oleadas espasmódicas que subían desde mi ano y mi próstata, cada vez más alto, hacia el falo hinchado que frotaba sobre el cuero, mientras mis testículos golpeaban rítmicamente contra el puente que formaba la prenda estirada entre sus piernas.

Como no podía separar los pies, abría sus rodillas reclinándose cada vez más contra el muro, de modo que sus vientre, tenso como una tabla, era un tobogán por donde bajaba el coñac hasta mi boca.

Cada vez que se volcaba un chorrito entre los pechos, lo miraba bajar con los ojos brillantes de expectación y cuando me veía recogerlo con la lengua vibrante entre su vulva emitía unos gemidos quebrados y profundos cerrando los ojos y elevando el rostro hacia el cielorraso.

Al fin cayó en un trance. Soltó la botella y manteniendo el accionar del control sobre mi lengua, me tomó de la nuca con las dos manos y apretó mi cabeza contra su sexo, abriéndolo en mi cara como una flor carnívora.

Los labios mayores y menores de su vulva se abrieron como puertas sucesivas, absorbiendo mi lengua hacia un lugar recóndito en su vagina, como una protuberancia delicada, que comenzó a vibrar al compás del martinete de mi dije.

El descubrimiento de ese lugar secreto que me ofrecía fue para mi como entrar a la cámara real. Era el centro de sus cuerpo; el corazón de su femineidad; el núcleo anhelado de mi reina; la rincón de sus secretos.

Ya no era mi dominatriz adorada. Era como una niña descontrolada y borracha, loca de placer, que emitía gemidos hacia el techo conjurando en mi todo lo masculino del mundo entre sus piernas.

Acababa con espasmos violentos y gritos descontrolados. Su pelo revuelto caía sobre sus pechos que se batían, carnosos y tiernos, al compás de sus movimientos convulsos. Los pezones erguidos y duros emergían entre las hebras de cabello como rocas en una cascada.

Yo lamía ansioso en su vulva una mezcla de sus jugos vaginales, su sudor, su coñac y, tal vez, su orina; embriagándome hasta marearme con aquel néctar de mi reina.

Me había olvidado de mi orgasmo y mi placer, deslumbrado ante aquel mundo femenino que se abría hacia mi boca. Hasta que al fin, después de varios minutos de frenesí, la sentí apagarse lentamente, como si algo vivo se desvaneciera y muriera lentamente entre sus piernas.

Permaneció indefensa y silenciosa mientras yo me quitaba el aparato vibrante de la boca para limpiarle bien los muslos y la vulva con mi verdadera lengua. Tributándole mi amor.

Mientras lo hacía me fui quitando, sin esperar su orden, el dispositivo anal y los anillos genitales. Quería demostrarle que estaba desnudo para ella.

Me miró hacer sin decir nada, ausente, como si acabara de regresar de otro mundo. Finalmente se irguió manteniendo la espalda apoyada en la pared y afirmándose en mi cabeza levantó un pie.

-Sácame las botas – dijo con voz suave y ronca.

La descalcé delicadamente sosteniendo por un momento sus pies ante mis ojos y besándolos antes de depositarlos en el piso. Luego terminé de bajarle el traje hasta el suelo para que liberara sus piernas apoyándose en mis hombros. Se quedó así un momento, totalmente desnuda y pacífica, apoyada en mi, mientras yo besaba delicadamente sus vulva cansada, su vientre y su ombligo.

-Párate- me dijo.

Me alcé ante su cuerpo rozando apenas sus pezones con mi pecho y la miré sin temor en lo profundo de sus ojos apagados.

-Date vuelta y guíame hasta mi cuarto- dijo tomándome del collar, pasando los dedos entre el cuero y mi cuello.

El fuego se había apagado y nos internamos en la oscuridad como un ciego con su lazarillo. Caminaba en puntas de pie y sus plantas descalzas susurraban a mis espaldas. La notaba vacilante, totalmente borracha.

Deseché de mi mente la idea loca de volverme y abrazarla y besarla y penetrarla tiernamente y eyacularle mi amor besando su boca carnosa.

La conduje con seguridad por el oscuro pasillo, hasta la puerta de sus habitaciones, soñando con llevarla hasta su cama desconocida.

En la puerta me soltó y esperó que se la abriera, luego penetró en su vestidor tomada del marco. Su cuerpo blanco se hundió en la oscuridad como un fantasma que se desvanecía, dejando en el aire su única y perfecta fragancia.

Creí que no volvería. Me recliné contra la puerta y me deje resbalar hacia el piso dispuesto a dormir allí.

Mi pene había perdido la erección mantenida durante horas y me lo acariciaba delicadamente pensando en ella. Estaba dispuesto a masturbarme en su puerta antes de que su fragancia y su sabor desaparecieran de mis labios y el encanto del momento se esfumara.

Entonces se abrió la puerta y ella reapareció, con una sonrisa casi tímida. Se había calzado con unas chinelas exquisitas, doradas, de tacones, con unos moñitos en la capelladas, y traía abrazado contra su pecho un fino sacón de armiño, corto y mullido. Me incorporé de un salto y tomando el sacón de sus manos lo abrí para ayudarla a ponérselo.

Me tomó nuevamente del collar y me dijo suavemente:

-Estoy mareada. Quiero dormir un rato frente al fuego. Llévame.

Regresamos al loft, yo adelante, ella atrás, más alta ahora, con sus chinelas golpeteando sobre el mármol, sus largas piernas desnudas y su cuerpo arropado en el sacón.

Bajé las escaleras exaltado, como un edecán presentando su reina. La conduje con cuidado, lentamente, evitándole el ridículo.

Al llegar junto al sillón me indicó que lo extendiera y reclinara el respaldo, se quitó el sacón con mi ayuda y se recostó, ausente, mirando el fuego con ojos apagados, mientras yo la arropaba con la suave piel.

Fui hasta la chimenea y le agregué los últimos leños, atizando el fuego. Después regresé a su lado. Tenía una pierna extendida y otra semi flexionada sobre el plano inclinado del sillón. Una chinela se desprendió de su pie y cayó sobre la alfombra con un ruido apagado.

Me acuclillé a sus pies y terminé de descalzarla con cuidado. Luego tomé su pie largo y fino entre mis manos y comencé a besárselo y lamérselo suavemente para arrullarla. Desde mi posición podía ver sus piernas y su vulva tapada apenas por el borde del sacón. Y su carita soñolienta y ojerosa que se iba relajando con el sueño.

Se durmió profundamente. Observé de cerca su rostro hermoso. Su naricita se abría con una respiración acompasada y sus párpados titilaban apenas, húmedos, bajo sus cejas arqueadas. Yo adoraba de su cara sus pómulos altos, su frente amplia y su boca grande y carnosa. Ahora noté que tenía algunas pecas pequeñas y pude imaginármela de niña.

Volví a sus pies y continué besándolos y lamiéndolos suavemente, metiendo la lengua entre sus dedos como un molusco hechizado.

Subí por sus piernas con suaves besos, y besé y lamí su sexo relajado con infinito cuidado y veneración. Quería acompañarla en su mundo de sueños de niña.

El fuego se fue apagando y nos envolvió la oscuridad.

Extendido entre sus piernas, casi sin moverme, como un ladrón de secretos, apreté mi sexo entre mis manos hasta que se escurrió por entre mis dedos la savia que le tributaba, desobediente, con un amor profundo y triste.

Luego me resbalé hasta el suelo y me quedé dormido con la boca apoyada sobre sus pies.