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Historias lascivas para mujeres hermosas

en Fantasías Eróticas

HISTORIAS LASCIVAS PARA MUJERES HERMOSAS

¿QUÉ TIENEN LAS BOTAS DE LAS MUJERES HERMOSAS?

Todas las mujeres son hermosas, pero nunca, nunca, son más hermosas que cuando cantan, o cuando acaban.

Jamás he visto en un coro una cantante fea… y jamás he visto fea a una mujer acabando. Quiero decir cuando realmente acaban, cuando sus cuerpos se humedecen con esa transpiración instantánea, como una ola, que las envuelve en el orgasmo, y cuando sus rostros se trasmutan contemplando el paraíso mientras exhalan esa fragancia de hembra que ningún perfumero, jamás, podría lograr.

Será porque las mujeres cantan con todo el cuerpo, igual que cuando acaban.

La mujer que yo amo no canta…pero acaba en mi boca.

Dicho así, suena raro, lo sé, pero la historia que voy a contarles no es la historia de mi boca y su sexo, o de mi semen en sus pies; es la historia de su vientre y mi instinto, de su belleza y mi corazón. Es la vieja, viejísima historia del macho que se consume en la llama de la procreación tratando de alcanzar la hembra inalcanzable, la más hermosa, la perfecta, la única en la que vale depositar la semilla.

La primera vez que me derramé a sus pies me marcó a fuego por dos razones: primero porque me comprendí su esclavo, y segundo porque me contó una historia a la que siempre retorno, como una obsesión.

Yo adoraba en secreto unas finas botas de cuero negro, con hebillas a los costados y unas cadenitas, que ella solía usar de vez en cuando. Cuando yo las guardaba en su vestidor me gustaba contemplarlas, tocarlas, y oler profundamente el aroma penetrante del cuero. Aspirando ese olor mi sexo se hinchaba bajo mis pantalones y unas gotas serosas me humedecían las ingles y el vientre. A veces pasaba una lengua furtiva por sus tacos y sus empeines y, bajándome los pantalones hasta las rodillas, liberaba un garrote tenso y palpitante que refregaba entre aquellos tacos y suelas, temeroso de ser sorprendido, apurado, enloquecido de deseo, con una fiebre perpetua de libido y fetiche.

Un día vi en una vidriera un pequeño taburete que parecía hecho para combinar con ellas. Era un cilindro de cuero negro, con una hebilla de adorno y ribeteado de cadenitas igual a las de las botas. Lo compré y, antes de que ella llegara, guardé el taburete que solía usar para descansar sus pies cuando se sentaba en su sillón, después de la cena, y en su lugar coloqué mi pequeño descubrimiento.

Cuando llegó observó el regalo, pero no dijo nada.

Después de la cena se sentó en el sillón frente al hogar, relajada, mientras yo le servía un whisky, y comenzó a beberlo lentamente, pensativa, jugando distraídamente con un rizo de su cabello. Yo había bajado las luces y la contemplaba expectante en la penumbra dorada por el fuego, parado detrás de ella, por si deseaba algo más antes de retirarnos a dormir.

De pronto dijo:

-Tráeme esas botas

No dijo "tráeme las botas con hebillas", o "tráeme unas botas", no, sólo dijo "esas botas".

Mi rostro ardió de vergüenza en la oscuridad y vacilé unos momentos antes de correr al vestidor de su habitación. Busqué aturdido las botas deseadas entre las filas de todo su bello calzado perfumado a cuero. Allí, ya lo dije, solía drogarme con su aroma en la oscuridad después de que la vieja mucama ordenaba sus cosas y, muy en secreto, a veces lamía sus sandalias, sus botas y sus zapatos de altos tacos, mientras sentía crecer entre mis piernas un sexo turgente y apasionado.

Regresé al salón con las botas y me paré frente a ella sin saber qué hacer. Me miró ligeramente divertida y extendiendo una pierna en el aire, frente a mí, me dijo:

-Pónmelas.

Jamás me había ordenado nada tan íntimo.

Tenía puesta una camisa de seda blanca, de mangas abullonadas y anchos puños, una falda corta, de cuero negro, y unas medias negras, brillantes, sedosas, sujetas a sus muslos dorados por ligas repujadas. En su pie extendido ante mí, una sandalia fina de alto taco metálico. Era la mujer más hermosa que yo jamás hubiera contemplado.

Rojo de vergüenza me arrodille ante ella y delicadamente, casi sin tocarla, descalcé sus pies finos y largos sosteniéndolos en mis manos con delicada gentileza, conteniendo un deseo imperioso de besarlos, y la calcé con las botas de mis sueños. Luego apoyé sus pies en el taburete y me pareció verla sonreír en la penumbra contemplando el conjunto.

Me paré sin saber qué hacer, esperando y observando hipnotizado esas piernas largas y contorneadas, perfectas.

Su voz sonó apagada pero firme:

-Desnúdate

Creí no haber oído bien, vacilé…pero ella me contemplaba impasible desde su sillón. No repitió la orden; me dejó comprender la magnitud de lo que iba a suceder jugando con su dedo índice que enredaba y desenredaba un mechón de su cabello.

Trémulo de excitación y avergonzado me desvestí frente a ella hasta quedar totalmente desnudo, parado sobre mis ropas, inútil, torpe…y con ese garrote creciente y obsceno, que se endurecía ante sus ojos apabullándome de vergüenza. Esperó con malicia, sin hablarme, mientras miraba crecer ese palo desnudo hasta que se alzó frente a ella palpitando, pletórico de venas, absolutamente elocuente.

-Arrodíllate allí- me dijo, señalando con la cabeza un lugar a sus pies, frente a ella.

Entonces bajó la mano y señalándose los pies chasqueó los dedos para indicarme que me encaramara sobre ellos.

Avancé tembloroso, montándome sobre el taburete, y apoyé mis testículos y mi verga endurecida sobre los empeines de sus botas, abriendo mis piernas sobre el banquillo para aplastar mi sexo sobre el cuero helado. Por un momento fui conciente de que estaba ocurriendo algo con lo que había soñado, todo el tiempo, desde que estaba a su servicio. Entonces, como en un espasmo, inesperadamente, sentí subir un orgasmo incontrolable por esa verga aprisionada y, apretando sus piernas contra mi pecho, sujetándola por las pantorrillas, incliné la cabeza y hundí la mirada entre sus muslos al tiempo que un chorro enorme de semen caliente y espeso saltaba de mi glande empapando sus botas mágicas. Era como un calambre enloquecedor, un orgasmo único, el primero verdadero, explosivo, que se difundía por todo mi cuerpo aferrado a sus piernas como un náufrago en la tormenta. Un profundo lamento salió de mi pecho, sorprendiéndome; un lamento tan incontrolable como los chorros calientes que saltaban de mi glande. Entonces sentí su mano, esa mano exquisita de finos dedos y largas uñas carmesí, que se apoyó tiernamente sobre mi cabeza, acariciándomela como un consuelo a mi vergüenza, y aspire profundamente, drogándome con el olor de su vulva perfumada.

Me quedé allí quieto, prolongando el placer, deseando que el momento no terminara nunca, refregándome lenta y morosamente sobre mi propio semen en sus pies, clavándome profundo, sin poder evitar los movimientos de perro de mis caderas; sintiendo su caricia distraída en mi cabello, mientras me transportaba a un mundo íntimo y secreto, sin vergüenza, absolutamente entregado a ella.

Entonces levanté la cabeza y la contemplé como un hombre desnudo contempla a una mujer… a la mujer, cuando está arrodillado ante ella.

Blla bebió de su vaso mirándome fijamente y, en la penumbra, me pareció ver un destello, como un chispazo, en sus ojos azules.

Quise resbalarme, retirarme de sus empeines, pero su mano sujetó con fuerza mi nuca apretándome la cabeza sobre su pequeña falda negra al tiempo que sus botas se cerraban apretándome el sexo. El placer comenzó de nuevo apenas moví la cadera, y con varios movimientos impulsivos, animales, inevitables, me clavé profundamente entre sus pies, abriendo mis nalgas para sentir las puntas de las botas en mi ano mientras un orgasmo seco, enloquecedor, se expandía desde la verga moribunda por todo mi cuerpo.

Sólo atinaba a abrocharme entre sus piernas, aplastando mi cuerpo contra el suyo, lastimándome el vientre enfebrecido contra las hebillas de sus botas, prolongando ese calambre agónico que no terminaba nunca. Un animal en celo tributando a los pies de la hembra…

Hocicando como un puerco, lentamente, fui corriendo con la cara su pequeña falda de cuero cada vez más arriba de sus muslos apretados hasta llegar casi hasta su braguita negra, diminuta y transparente, que ocultaba apenas la carnosidad de su vulva, dorada por el fuego de la chimenea, y allí hundí mi rostro anhelante, aspirando su fragancia, mientras escurría, con movimientos pausados y profundos, mi sexo agónico entre sus botas.

Cada vez que intentaba retirarme ella ejercía una leve presión con sus pies, atrapándome, obligándome a permanecer tan desnudo entre sus piernas, forzándome a hundirme entre ellas en unos calambres voluptuosos que ya no extraían semen pero que me tetanizaban la verga enardecida y exponían en el aire, tras sus tobillos, un glande amoratado, gigantesco, como una enorme ciruela madura que latía en la oscuridad enloquecido de placer.

Me retuvo así por un largo rato, reclinada en el sillón, contemplando distraídamente el fuego mientras deslizaba un dedo por el contorno del vaso de whisky con un movimiento circular, monótono, manejándome con la presión de sus pies y de sus piernas sobre mi carne enfebrecida.

Entonces comenzó a hablar. Su voz sonó como un eco en la penumbra, pausada y sugestiva. Al principio casi no entendí lo que decía:

-En el siglo XIII, vivió y gobernó un antiguo condado una mujer que supo mantenerse independiente en su feudo. Cuando lo heredó, a la muerte de su padre, era casi una niña, pero con el tiempo maduró en una mujer hermosa y dominante que controlaba férreamente sus dominios.

Tuvo en sus comienzos una revuelta de campesinos que logró dominar con violencia y muchas muertes. Finalmente los siervos derrotados pidieron su clemencia y ella les otorgó el perdón en una extraña ceremonia: sentada en su trono permaneció impasible mientras un paje colocaba frente a ella un gran taco de madera, al tiempo que corría su pesado vestido y tomaba delicadamente su pie calzado con una fina bota, apoyándolo sobre él. Entonces, uno por uno, los rebeldes humillados fueron obligados a desfilar ante ella, desprenderse sus calzones exponiéndole sus sexos, jurarle lealtad, y sellar su juramento sometiéndole su virilidad, de rodillas, con un eyaculado sobre su empeine

No tardó en conocerse por las comarcas vecinas esta historia. Cambiar la horca por un lechazo a los pies de la condesa parecía casi una broma, pero fue una broma amarga para los hombres humillados. Al año siguiente, cuando llegó la fecha de confirmar a cada uno en sus tierras de labranza, la joven condesa los obligó a sellar su lealtad en la misma forma, y uno por uno los siervos se derramaron a sus pies.

Con los años esta ceremonia se transformó en una tradición y el "día de los siervos" todo el pueblo concurría al castillo de la condesa para fisgonear el único momento del año en que los hombres más rudos se humillaban rindiendo esa extraña pleitesía.

Ese día se los castigaba o se los premiaba. Ese día los jóvenes se iniciaban a sus pies, antes de salir a corretear tras las jóvenes de la aldea, y ese día también, muchos viejos leales echaban su última semilla sobre el empeine de su ama-.

Mientras hablaba, contemplando el fuego, yo me erizaba de excitación entre sus botas, agonizando en un orgasmo interminable, como un calambre enloquecedor, mientras observando su bello rostro y sus ojos que reflejaban las llamas del hogar. Aún sin poder creer lo que estaba ocurriendo me hundía en sus ojos de bruja y me aferraba a sus piernas refregándome impúdicamente entre aquellas botas ásperas deseando que nunca terminara su relato, que nunca bajara la vista hacia mí, que nunca terminara aquel momento mágico.

Pero finalmente bajó la vista y me miró impasible, desde otro mundo, como si me traspasara con la mirada. Entonces se fijó en mí y sonrió, satisfecha, como quien ha revelado un truco de magia.

Abrió lentamente las piernas liberándome y se paró frente a mí. Así permanecimos un rato, ella bebiendo los últimos sorbos de su vaso y contemplándome, con las piernas abiertas parada a ambos lados del taburete y yo arrodillado a sus pies, agotado, avergonzado, chorreando semen sobre el cuero negro y lustroso, preguntándome cual sería nuestro futuro después de aquella noche de vergonzosa intimidad.

Luego giró sobre sus tacos y se retiró a sus habitaciones con un andar pausado y elegante, sin decir una palabra.

Yo tardé en reponerme. Me vestí trabajosamente, aticé el fuego, ordené todo y caminé desencajado hacia mi cuarto. Antes de apagar las luces volví a contemplar aquel curioso cuadro en la pared, contemplé y comprendí, por primera vez, aquella mujer antigua, severa, de blancura espectral, que me observaba desde un trono de madera rústica, vestida con pesadas prendas bordadas y de cuya amplia falda asomaba una bota de cuero.